Authors: James Ellroy
Recobré el aliento y lo cacheé en busca de armas. No había nada. ¿Cómo había conseguido llegar allí tan rápido? y ¿cómo supo adonde ir? Como no tardaría en recuperarse, recogí el libro, apoyé a Omar en mi hombro y lo arrastré hasta la acera, donde lo senté junto a una boca de incendios. Tratándose de Tijuana esto no produjo más que alguna mirada de sorpresa entre los transeúntes. Aguantándolo con una mano sobre el hombro para evitar que se cayera, me llevé la otra a la mejilla. La herida era profunda y la sangre ya empezaba a coagular.
González se recuperó de golpe. Trató de incorporarse y golpearme, pero estaba demasiado débil. Se limpiaba la sangre de la nariz. Lo mantuve firme por el hombro.
—No lo intentes, Ornar. Hay demasiada gente alrededor. La cárcel de Tijuana es una mierda. Pero tengo buenas noticias para ti, si me quieres escuchar…
No quería escuchar. Comenzó a insultarme en español y en inglés.
—… cerdo, fascista hijodeputa, parásito…
Lo dejé seguir.
En cuanto se quedó sin epítetos y sin respiración, le hablé en tono sosegado:
—El responsable de la muerte de tu hermano está muerto. Lo han asesinado. Está tirado en una cabaña en las afueras de Tijuana. Si quieres, te lo enseño. Esta vez sin trampas. Si quieres, te cuento toda la historia de cómo me metí en este asunto. Te digo la verdad. ¿Quieres?
—Pues vale, puto, no tengo nada mejor que hacer.
—Muy bien. Mira: es una historia muy larga, vamos mejor a la cantina.
Le di un pañuelo a Ornar para que se limpiase la sangre de la nariz. Me tranquilizó el hecho de que no la tuviera rota. En la siguiente manzana, encontramos un restaurante-bar que parecía limpio y no estaba demasiado lleno. Desde la ventana, se veía cómo los fuegos artificiales iluminaban la media luz. Le conté todo desde el principio, incluida la casualidad de haber reconocido a Kupferman gracias a una coincidencia años atrás. Lo único que evité fue mi relación con Jane. Observándole mientras contaba la tragedia que había sido el hecho principal en su vida durante diez años, vi cómo se le encendía el rostro de odio, lástima y amor. Al acabar, sorbí el café en silencio y esperé su reacción, la cual se produjo finalmente en un tono mucho más estoico que impresionado.
—¿Tú quién crees que mató a Fat Dog? —preguntó.
—No estoy seguro. De algún modo está relacionado con Ralston de Hillcrest desde hace diez años. Están relacionados por los libros tan parecidos que ambos tenían en su poder. Podría ser que Fat Dog estuviera tratando de chantajear a Ralston. No estoy seguro. Sabremos más en cuanto logremos descifrar el libro.
Le pasé el libro forrado en piel.
—Puedes traducir del español, ¿verdad?
—Pues claro, yo soy chicano —dijo con orgullo.
Íbamos camino de convertirnos en aliados, pero él mantenía las distancias. Yo le respetaba por ello.
—Léelo —le dije—, luego vamos a enterrar a Fat Dog. O mejor, voy yo. Tú puedes esperar aquí.
—No, yo también voy. Quiero ver a ese mierda podrido y con las tripas fuera. Quiero grabar la imagen en mi cabeza.
—Entonces date prisa y léelo. Está anocheciendo y yo quiero estar seguro de poder encontrar el sitio.
Omar leía deprisa, sin mostrar emoción alguna. Leyó página tras página durante varios minutos; luego cerró el libro y me miró fijamente.
—No es un libro de apuestas como los que encontré en casa de Ralston —dijo—. Las primeras tres columnas son iguales. Hay nombres, algunos latinos, otros anglos y otros que parecen de negro, seguidos de iniciales como R.R. (ése tiene que ser Ralston), J.L., H.H., D.D., G.V. No me preguntes qué significa. En la siguiente columna hay cantidades de dinero seguidas de un guión y una fecha, sin un orden determinado. Las fechas van desde el 72. Después de las fechas, hay otras cantidades de dinero muy raras (211,83; 367,00; 411,10); todas así. Es muy curioso. No tienen signos de dólar, sólo puntos decimales. Qué raro. En la siguiente columna hay otro nombre, que casi siempre es el mismo de la primera. Luego hay algunos comentarios muy misteriosos. Por ejemplo: «Primo muerto, diez años», «Tío nacido aquí, fecha de nacimiento válida, muerto en México, 55», «Cooperaba con R.R., muerto el 21-6-59». Todos los comentarios en esta última columna se refieren a una persona muerta, o a algún familiar suyo. Qué tétrico. ¿A ti qué te parece?
Parecía que otro cabo suelto empezaba a atarse a sí mismo.
—Yo creo que en este libro se habla de algún tipo de fraude contra los fondos del paro. Acuérdate de esos cheques en blanco que había metidos en los libros que le quitaste a Ralston. Parece que lo que aparece en este libro lo saca todo a flote (los nombres, las cantidades de dinero), que son pequeñas y están dentro de los límites de una pensión mensual. Además, los comentarios que aparecen en la última columna (murió en tal fecha). Yo lo que creo es que Ralston está metido en una operación de estafa al sistema de pensiones, que Fat Dog estaba también involucrado o se enteró de ello, trató de hacer chantaje a Ralston y lo mataron.
Ornar asentía con la cabeza, asimilando la información y dándole vueltas.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó.
—Enterramos a Fat Dog y nos volvemos a Los Ángeles. Ralston es la clave de este asunto; de eso estoy seguro. Cuando volvamos lo voy a coger.
Nos fuimos de la cantina dejando su cerveza y mi café prácticamente intactos. Subimos al coche y cogimos la calle Ensenada Toll.
Había refrescado y estaba anocheciendo. Íbamos hacia el sur, junto al mar. Al salir de Tijuana, me fijé en las hogueras que la gente encendía en los barrios de chabolas al lado de la autopista. En estos barrios no había electricidad, pero las hogueras producían un resplandor que cruzaba la carretera e iluminaba el Pacífico en franjas doradas. Dada la corrupción existente en Tijuana, donde la mayor parte de esta gente debía trabajar, me preguntaba si estaban ya hastiados sin remedio o si, por el contrario, eran tan inocentes como para llenar su vida con la sencilla belleza que les rodeaba. Omar debía estar pensando algo similar.
—Tanta belleza y tanta miseria. Pero al final es la miseria lo que te acaba consumiendo. Así que te vas a América, o sea a Los Ángeles, encuentras un curro de mierda, formas una gran familia y sigues igual de pobre. ¿Y sabes lo que más me jode,
repo
? Que no puedo hacer nada por cambiarlo. Aparte de ayudar a los chavales que se rebelan contra la pobreza y buscan una respuesta en la droga. Ganas a uno y pierdes a veinte. Pero, ¿sabes una cosa?, merece la pena.
—Sí. Oye, una cosa que no me has contado es cómo coño me encontraste. ¿Cómo supiste que había venido a Tijuana?
—Fácil. No había ningún otro sitio al que ir. La única pista que tenía eran las fotos porno esas que estaban diciendo: Tijuana. Además, me llevaste hacia el norte, en dirección contraria. Hacia las tres de la mañana corté la cuerda e hice auto-stop hasta Santa Bárbara. Cogí el autobús de las seis a Dago y crucé la frontera caminando. Estuve buscando tu coche por toda la ciudad desde las once. Al final lo encontré y luego te encontré a ti.
—Eres un tío con recursos, Omar. Estoy seguro de que vas a llegar lejos, ahora que te has quitado esa obsesión.
—Pero esto no se ha acabado,
repo.
El puto de Fat Dog está muerto, pero queda mucho por resolver y yo me quiero enterar de todo.
—Ya te enterarás. Pero tú no estarás en primera línea. Eso tenlo claro. Yo voy a por Ralston solo. Aquí estamos tratando con asesinos, no con chulos de barrio con una navaja y una raya de coca encima. Así que échale un buen vistazo al cadáver de Fat Dog y tápate la nariz mientras. Si puedes aguantarlo, hasta puedes profanarlo antes de que lo entierre. Él es el que mató a tu hermano y nadie más. El resto es cuestión de ponerle la guinda al pastel, pero ésa es mi obsesión, no la tuya. Así que cuando volvamos a Los Ángeles, tú te mantienes al margen. Ya te dispararon una vez y has sobrevivido porque tuviste suerte. Te voy a buscar un agujero en casa de unos amigos. Te puedes quedar ahí hasta que se acabe todo este lío.
—Ya lo pensaré.
—No; lo vas a hacer. Ya me aseguraré yo de que estés al tanto de lo que pasa. Pero tú te quedas al margen.
—De acuerdo. ¿Sabes?, tengo una sensación muy extraña. Hace más de diez años que espero este momento y ahora estoy desilusionado. Al puto ese quería matarlo yo, poco a poco. Y es que lo habría hecho. La basura como ese Fat Dog no se merece vivir.
—Ahí te equivocas por completo, amigo. Podrías haber matado a Fat Dog, si se hubiera dado el momento y hubieras conseguido quitarte de la cabeza la conciencia y la educación el tiempo suficiente para hacerlo. Puede que yo también lo hubiera hecho, de no haber conseguido que confesase y si pensara que era capaz de volver a matar. Pero merecía vivir. Lo que pasa es que nunca tuvo una oportunidad de decidir sobre su vida. Estaba todo decidido desde el principio. Estaba destinado a convertirse en lo que era. Yo no soy de izquierdas, pero hay algo que aprendí de cuando fui policía; y es que alguna gente, simplemente tiene que hacer lo que hace, que no puede evitarlo. Esto traté de explicárselo a los compañeros, pero se reían de mí y me tomaban por sentimentaloide. Yo hago lo que tengo que hacer, lo mismo que tú y lo mismo que Fat Dog. La única diferencia entre Fat Dog y nosotros es que nuestra educación estuvo suavizada con un poco de afecto y ternura y la suya no. Él lo único que conocía era el odio y la mezquindad. Y por eso voy a enterrarlo, porque se merecía algo mejor.
—No sabía que fueses tan bondadoso. ¿Tú te has planteado lo que le ocurre a un pobre chicano, en el barrio, cuando le quitas el coche con el que tiene que ir a trabajar?
—Sí, analizo las consecuencias y saco esta conclusión: que él sabía en qué se metía al firmar el contrato. Todas las recuperaciones que he hecho han sido después de al menos dos meses de impago. Así que nada.
—Eres un hueso duro de roer, colega.
—Tú también.
Eso nos hizo mucha gracia a los dos. Por segunda vez en el mismo día, pasé con el coche por encima del divisor de cemento, rozando el chasis.
Al entrar en el camino, puse las largas, iluminando las pequeñas colinas, la tierra y a una familia de roedores en movimiento. Entré despacio, sin salirme del camino. Esta vez fui directo hasta la cabaña del muerto y di la vuelta para poder salir directamente de allí.
Saqué la lámpara Coleman del maletero, que encendí y coloqué sobre el capó del coche para tener luz suficiente con la que trabajar. Una suave brisa vino a aligerar el hedor producido por los cachorros en descomposición, dejando sólo un olor parecido al de la carne que lleva demasiado tiempo fuera de la nevera. Cogí la pala y la linterna se la di a Ornar.
—Acuérdate de esto —dije—. En tu vida vas a ver otra como ésta. El hombre que mató a tu hermano está en la cabaña.
Ornar me siguió, alumbrando a los cachorros con la linterna. Parecía tener sus dudas sobre si entrar o no en la cabaña, como un niño en el parque de atracciones con una entrada para la casa encantada; que tiene ganas de entrar, pero le da miedo.
—Venga, Ornar. Cuanto antes lo veas, mejor. Yo me quiero ir de aquí.
Asintió y comenzó a subir las escaleras mientras yo empezaba a cavar. Llevaba yo unos tres minutos en la labor, cuando salió por la puerta dando tumbos, doblado sobre su estómago. Se fue detrás de la cabaña y vomitó, temblando con cada convulsión. Por fin acabó y se acercó a mí. Estaba pálido y su mirada le hacía parecer diez años mayor.
—¡Dios mío! —dijo.
—¿Qué, te ha gustado? —le pregunté.
—No —contestó—. Quería leerle la cara, pero no había cara. Dios mío. Había unos gusanos que le salían de la nariz y tenía las tripas fuer…, ay Señor.
—Es que lleva al menos tres días muerto. ¿Has tenido bastante? —Sí.
—Entonces vete a sentarte al coche. Lo entierro y nos abrimos.
Saqué un Kleenex del bolsillo y me metí unas bolitas en la nariz. Entré en la cabaña con la linterna que Omar había dejado caer al suelo. Yo estaba más o menos vacunado contra muertes violentas y cadáveres, pero es que el de Fat Dog era demasiado: el hedor se abría paso a través de las bolitas de Kleenex y me picaban los ojos a causa de la acidez de la carne en descomposición. Cogí al cadáver por las muñecas y tiré. El brazo izquierdo se descoyuntó, saliendo despedido y rociando materia en descomposición. Perdí el equilibrio y estuve a punto de caer, soltando un grito ahogado cuando un trozo de carne seccionada me saltó a la cara. Me limpié y descansé un momento, luego cogí a Fat Dog por los tobillos y comencé a tirar de él hacia la puerta.
Estaba a punto de comenzar el descenso por los escalones, cuando oí un disparo cerca de donde estaba mi coche. Solté a Fat Dog, cogí la linterna y saqué la 38. Apostado contra la pared, hice unas cuantas respiraciones para quitarme el pánico y dejar trabajar a mi mente. Pasaron unos segundos. Oí unas voces en español. A través de la rendija de la puerta, vi las siluetas de dos hombres que se encaminaban hacia la cabaña. Al acercarse, pude observar que el hombre de la izquierda llevaba un rifle con el cañón dirigido hacia el suelo.
Cuando llegaron a unos dos pies de los escalones, me di la vuelta, los cegué apuntándoles con la linterna directamente a la cara y les disparé seis tiros a la altura del pecho. Ambos se derrumbaron; me resguardé de nuevo tras la pared y cargué el arma de nuevo. Oí un quejido y de pronto una descarga de balas atravesó la pared astillando la madera a mi alrededor. Agarré una de las tablas de madera astillada y tiré con fuerza, cortándome en la mano en el proceso. Metí la linterna por el agujero y observé la escena: había un hombre tirado delante de las escaleras, pero al otro hombre, el que llevaba el rifle, no lo pude ver, hasta que un instante después oí unos golpecitos y unas quejas provenientes de la parte de la escalera. Trataba de arrastrarse hasta el interior de la cabaña, con el rifle por delante. Aguanté la respiración por unos segundos y en cuanto vi cómo el cañón del fusil se abría paso hacia el interior de la cabaña, lo inmovilicé con el pie. El dueño me miró desde los escalones. No pude discernir sus facciones, todo lo que alcancé a ver fue un chorrito de sangre que le salía de la boca. Estaba perdido. Le puse la pistola en la sien y disparé tres veces. El cráneo se cascó como una cáscara de huevo. Me encaminé hasta donde estaba el otro hombre. Estaba seguro de que había muerto, pero por si acaso le vacié las tres balas que me quedaban en su nuca.