Sonrió y sus pequeños ojos brillaron fríamente tras las gafas. Pensé en que esos ojos diminutos y desagradables de gerente de banco habían sido lo último que mucha gente había visto. Logré imaginar esas muertes tal como él las había descrito: un momento de sorpresa, o de incredulidad, y luego una última mirada a esos ojos.
—Sin embargo —continuó—, tengo una especie de propuesta que hacerle. Pero eso podemos discutirlo luego. Ah… nuestra parada. Al menos, mi parada, y me temo que tendré que insistirle en que me acompañe durante parte del camino. Señor Lennox, no haga tonterías. También llevo un arma de fuego.
Nos bajamos del tren, Morrison detrás de mí con el impermeable sobre el brazo para ocultar el cuchillo. Era una estación pequeña, con dos andenes y una vía muerta. Estaba en el borde de un pueblecito en medio de un páramo absolutamente lóbrego. Empezaba a oscurecer. Morrison señaló el rumbo que debíamos tomar desde la estación. Noté que nos estábamos alejando del pueblo y que nos dirigiríamos hacia unas tierras altas y deshabitadas.
En mi cabeza flotaban mil imágenes diferentes de mil finales distintos a nuestra excursión. Era cierto que se suponía que Morrison era el mejor en ese negocio, pero según sus propias palabras atacaba a la mayoría de sus víctimas sin que se dieran cuenta de nada; y yo tenía muy presente a esa cosa detrás de mí, con la hoja del estilete todavía oculta bajo su impermeable. Asimismo era cierto que él tenía toda clase de experiencia en combate, pero yo también. Y después de todo era un tipo pequeñito. A los quince minutos de caminata subiendo la colina llegamos a una iglesia fea que parecía un enorme granero de piedra y que tenía un campanario más pequeño de lo normal. Una cerca de hierro forjado formaba un rígido cuadrado en torno a un camposanto lleno de lápidas, algunas inclinadas, unas cuantas rotas. Era el protestantismo escocés en estado sólido: imponente, siniestro, lóbrego, duro.
—Kirk O'Shotts… La iglesia de Shotts —explicó Morrison.
La escasa luz lo había reducido a una silueta rodeada por sombras. Miré a mi alrededor. Nadie a la vista. Ese lugar era tan bueno como cualquiera para matar. Me maldije por no haber intentado atacarlo antes. Ahora estaría listo para defenderse si lo hacía.
—Tranquilícese. —Al parecer Morrison me había leído la mente—. Sé que éste es un sitio apartado, ideal para matar, pero no es ésa la razón por la que lo he traído hasta aquí. Escuche, ¿puedo olvidarme de esto? —Levantó el plateado cuchillo y lo cerró dentro del mango antes de guardárselo en el bolsillo—. Por favor, no me dé problemas, señor Lennox. Lo he traído aquí por su interés, no por el mío. —Caminó hacia una esquina del cementerio y levantó un pedazo de lápida que se había hundido en el musgo—. Le tengo un cariño especial a este sitio —dijo, mientras sacaba una lata de tabaco del hueco oculto debajo de la piedra—. Éste era, y sigue siéndolo hoy en día, el camino principal entre Edimburgo y Glasgow. En el siglo XV era una carretera peligrosa, en especial debido a Bertram Shotts, un bandolero que, según se contaba, era un gigante. Dos metros quince de altura; algunos decían que dos metros cuarenta. Se suponía que tenía un escondite cerca de la iglesia. El nombre de Kirk O'Shotts se supone que se le debe a él. —Morrison sacó un sobre doblado de la lata de tabaco y se lo guardó sin abrir en el bolsillo—. Por supuesto que no sería un gigante, pero a la gente le gusta que sus villanos sean más grandes que en la vida real, literalmente. Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que mi reputación es más impresionante que mi presencia física.
—¿Para qué me ha traído hasta aquí? Aparte de para explicarme esta historia que me importa un carajo.
—Es un lugar tranquilo para hablar y debía recoger mi correspondencia. Ésta es la forma en que mis clientes me informan de que tienen un trabajo para mí; dejan una hora y un número de teléfono en la lata de tabaco para que yo los llame, y lo hago. Tengo varios de estos «buzones», pero éste es mi favorito. Es un lugar difícil para que la policía lo vigile, porque está muy elevado y muy expuesto. Por supuesto que algunos de mis clientes, los Tres Reyes, por ejemplo, tienen una línea de comunicación más convencional y directa conmigo. —Señaló al otro lado del valle una aguja de hierro que atravesaba el cielo casi oscuro—. Las cosas están cambiando, Lennox. Aquello lo instalaron hace unos cinco años: una antena de televisión. Ese es el futuro, según parece. Las cosas se vuelven cada vez más sofisticadas, más tecnológicas. La policía también.
—Sigo sin entender qué hago aquí.
—En primer lugar, quiero que sepa cómo contactar conmigo.
—Como vivo en Glasgow, me vendría bien un sastre más o menos decente. A veces a mi casera le cuesta encontrar un buen fontanero. —Me froté el mentón, en un gesto sarcástico de consideración—. Pero no… No creo que un asesino profesional me haga mucha falta.
Morrison me miró con expresión de desconcierto. Me había hablado de su psicopática falta de emoción. Era evidente que eso se extendía a su sentido del humor.
—No, no… No me refiero a eso —dijo—. Tengo una proposición para usted, como ya le he dicho. Quería que supiera cómo contactar conmigo si lo necesitaba. Pero ya volveremos a ese asunto.
—Oh, bien —dije, con una ironía que nuevamente pasó inadvertida.
—La razón principal por la que quería hablarle es que dispongo de cierta información que creo que le resultará interesante. Hace una semana el señor Sneddon me pidió que llevara a cabo un proyecto. Mientras me lo explicaba, me contó que usted estaba investigando el asesinato de Tam McGahern para él. Tratando de averiguar quién estaba detrás. No he sido yo, por cierto.
—Si me ha traído aquí para contarme eso, podría haberme ahorrado la caminata. Eso ya lo sabía.
—No es eso lo que tengo que contarle. Hace dos semanas y media dejaron un número en uno de los puntos en los que recojo la correspondencia. No lo reconocí. Yo trabajo para una clientela establecida y no busco más trabajo del que tengo. Como le conté en el tren, Lennox, soy más cazador que oteador, pero tengo bastante capacidad para investigar alguna que otra cosa. Tengo contactos… personas a las que puedo llamar y pedirles, pagándoles, que me hagan algún favor. Ninguna de esas personas, por cierto, tiene la menor idea de lo que hago para ganarme la vida, aunque probablemente hayan adivinado que no es precisamente legal. En cualquier caso, hice que uno de esos contactos verificara el número, uno que trabaja para la oficina de correos. Esta persona me informó de que el número pertenecía a un teléfono público de Glasgow. De la calle Renfield. Quien fuera el que había dejado el mensaje, había tomado muchas precauciones para no dejar rastros. Evidentemente, al tratarse de una cabina telefónica, habían dejado un horario específico para que yo llamara.
—¿Lo hizo?
—No, claro que no. Podría haber sido una trampa de la policía. Así que, en lugar de llamar, me ubiqué en un sitio de la calle Renfield desde el que podía ver el teléfono público. Y como era de esperar, cinco minutos antes de la hora señalada un joven más bien pequeño de tamaño entró en la cabina. Podría haber sido una coincidencia, desde luego, pero cuando otro hombre empezó a golpear el cristal de la cabina con impaciencia, el joven abrió la puerta y cogió al que esperaba del cuello y obviamente lo amenazó de alguna manera. El otro se escabulló.
—Sí, pero está hablando de Glasgow. Ésa sería una escena normal.
Saqué un cigarrillo de mi pitillera y lo encendí. Le ofrecí otro a Morrison; me pareció que lo mejor era que tuviera las manos ocupadas. Cuando le prendí el cigarrillo su cara redonda, pequeña y regordeta brilló en la luz repentina. Si me hubieran dado todo el tiempo del mundo para imaginar su profesión, la de asesino a sueldo jamás se me habría ocurrido. Tal vez era ésa la razón por la que tenía tanto éxito en lo suyo.
—No. Era mi contacto. Ocupó la cabina telefónica durante media hora. Estaba claro que él era la persona a la que se suponía que yo debía llamar.
—¿Lo reconoció?
—No, pero sí reconocí qué tipo de persona era: un subalterno. Es decir, que quien trataba de contratarme seguía intentando mantener la distancia. Me di cuenta de que no era mi cliente potencial por la forma en que iba vestido y por la actitud de temor que empezó a exhibir cuando no recibió la llamada que tenía órdenes de atender.
—¿Qué aspecto tenía?
—Como ya he dicho, más bien pequeño, tal vez unos cinco centímetros más alto que yo. Traje barato. Pelo engominado, con un peinado que creo que se conoce como «culo de pato».
—¿Rubio y de pelo sucio?
Hubo una pausa y supuse que Morrison estaría frunciendo el ceño en la oscuridad.
—¿Lo conoce?
—Lo conocía. Si es quien yo creo, ya no está entre nosotros —expliqué, mientras me venía a la mente un pensamiento nauseabundo sobre pasteles escoceses—. Creo que pudo ser un recadero llamado Bobby. Trabajaba para Tam y Frankie McGahern.
El cielo era un terciopelo azul oscuro tras la imponente masa oscura de Kirk O'Shotts. La cara de Morrison, así como los espejos de sus gafas, volvieron a iluminarse por un momento cuando le dio una calada a su cigarrillo.
—Eso encaja. Lo seguí desde la calle Renfield hasta un bar de mala muerte de Maryhill.
—¿El Highlander?
—Sí. Le conté esta pequeña experiencia al señor Sneddon y él me dijo que los que dirigían el Highlander eran los McGahern.
—¿Eso no viola la confidencialidad cliente-contratista?
—Los McGahern no eran clientes míos ni lo serían jamás. Como ya he dicho, no trabajo para cualquiera. Pero, como usted sabe, matar no siempre es un arte refinado. Glasgow está lleno de hombres que acabarían con una vida por veinte libras, o menos. Yo soy un especialista y contratarme es muy caro. Si el difunto señor McGahern quiso utilizar mis servicios entonces debió de ser para algo especial. Fuera de lo común.
Pensé en lo que Morrison decía. También pensé en el falso accidente de John Andrews. Tal vez aquello llevaba varias semanas planeándose. Tal vez hubiera algo planeado para mí.
—Sneddon quería que usted supiera esto. Se lo habría contado él mismo, pero le dije que quería comentarle otro asunto.
—Esa proposición que quiere hacerme.
—Exacto. Mire, señor Lennox, usted y yo aramos surcos paralelos. En cierta extraña manera, somos colegas, ambos independientes, ambos trabajamos más o menos para las mismas personas. La diferencia es que usted otea, yo cazo. Es decir que podríamos compartir la presa. Como puede imaginar, para mí el anonimato es primordial. Hago todo lo que puedo para permanecer invisible y la única razón por la que me he expuesto ante usted es porque veo posibilidades de una sociedad. Para determinados casos, por supuesto. ¿Sabe? A veces observar a los objetivos, seguirlos y establecer patrones de movimientos, etcétera, me expone al riesgo de que me descubran. Pero usted es un oteador por naturaleza; se siente cómodo en las sombras y es experto en seguir gente. Mi propuesta es simple: una división del cincuenta por ciento en cualquier asesinato en el que trabajemos juntos.
Dejé caer la colilla del cigarrillo al suelo y aplasté el rocío de chispas anaranjadas con el zapato. Contemplé la silueta pequeña y densa del gerente asesino.
—Gracias por la oferta, pero no, no estoy interesado en esa clase de trabajo —respondí, tratando de que mi tono fuera decisivo—. No quiero participar de ninguna manera en su negocio.
La silueta se mantuvo en silencio un momento.
—Muy bien —dijo por fin—. Pero creo que está cometiendo un error terrible. Éste es un trabajo muy lucrativo. Y, le guste o no, usted ya está haciendo su parte.
—¿Qué se supone que significa eso?
—¿Recuerda el año pasado, cuando el señor Murphy le pidió que encontrara a una pareja joven?
—Sí. —Recordaba aquel trabajo—. Martillo Murphy me dijo que era un favor para un amigo cuya hija se había hígado. El amigo de Murphy quería asegurarse de que la hija estuviera bien.
—Me temo que la verdad era un poco menos doméstica. El joven, en realidad, era un empleado de Murphy, y le había robado una suma importante de dinero. También le había suministrado a la policía cierta información problemática. Su trabajo era encontrarlos, y el mío era volver a perderlos. Para siempre.
—¿A la chica también? —La recordaba. No tendría más de veintidós o veintitrés años.
—A la chica también. De modo que ya ve, señor Lennox. Ya ha oteado para mí antes. En cualquier caso, me gustaría que lo pensara mejor. Utilice este «buzón» de la caja de trabajo si necesita ponerse en contacto conmigo. Si me disculpa, voy a dejarlo para que coja el tren a Glasgow. No lo voy a acompañar durante el resto del viaje, puesto que tengo que hacer una visita cerca de aquí.
Morrison comenzó a caminar hacia el negro promontorio de la iglesia. Se detuvo un momento.
—Oh, y supongo que no me hace falta enfatizar lo importante que es para usted, si no va a considerar mi propuesta empresarial, que haga todo lo posible para olvidar mi rostro.
—No, no hace falta.
La verdad era que la cara de Morrison se había desvanecido de mi memoria junto con la luz del día. Era esa clase de rostro, ideal para un asesino.
Regresé a la estación de Shotts, en medio de una oscuridad absoluta, por lo que parecía el camino. Mientras lo hacía tuve que reprimir el impulso de mirar por encima de mi hombro para ver si el fantasma de dos metros cuarenta de Bertram Shotts, o la sombra de un metro cincuenta de un gerente de banco psicópata, me estaban siguiendo.
Telefoneé a Sneddon tan pronto regresé a Glasgow. De hecho, lo llamé desde la estación y le conté todo lo que sabía, incluyendo, esta vez, el hecho de que a Bobby, el recadero de McGahern, le habían destrozado la cabeza de una manera muy parecida a la del hermano McGahern a quien se la habían aplastado en el garaje de Rutherglen. Le comenté a Sneddon que había tenido una amable charla con Morrison y que los dos estábamos bastante seguros de que había sido Bobby quien había tratado de contratarlo por orden de McGahern. Y también le conté mi sospecha de que había sido Frankie el primero de los hermanos en marcharse.
—¿Así que al que le diste una paliza fue a Tam? —preguntó Sneddon—. No pensé que fuera tan fácil vencerle.
—Yo tampoco. Era una trampa. Por alguna razón, el superintendente McNab estaba vigilando a Frankie. Pienso que «Frankie» era Tam, y que lo que hizo conmigo fue una exhibición deliberada para McNab. Al principio creí que lo había hecho para incriminarme como sospechoso del primer asesinato.