Ella arqueó una ceja.
—Supongo que en cualquier caso tenías que pasar por esta ciudad.
—Hay una chica… —dije, haciendo caso omiso de la exactitud de su acusación—. Tiene un pasado de profesional. Ha chantajeado a un cliente mío, pero no estoy seguro de en qué manera.
Le pasé la fotografía.
—¿Por qué no le preguntas a él cómo le chantajea, si es tu cliente?
—Él ya no recibe visitas. De ninguna clase.
—¿Está muerto? —Frunció los labios y examinó la fotografía con más atención.
—Muy muerto. Un accidente apañado, me parece a mí. Y esta señorita tiene algo que ver. Se hace llamar Lillian, pero también usaba el nombre de Sally Blane. Hizo algunas películas pornográficas.
La forma en que Helena observaba la fotografía, con una arruga en el entrecejo, daba la impresión de que estaba contemplando un rompecabezas al que le faltaba una pieza. Levantó la mirada con el ceño todavía fruncido.
—Yo conocí a Sally Blane. No muy bien, pero hizo algunos turnos aquí. Me dijeron que se había mudado a Glasgow.
—¿Es la de la foto?
—Podría ser… Quiero decir, se le parece y no se le parece. Sé que eso no tiene sentido, pero la cara es diferente. Es la misma, pero diferente. Pero como ya te he dicho, no la conocía bien. Siempre tuvo buenos clientes cuando trabajaba aquí; era una chica de alto nivel, ya sabes. Precio más alto, ingresos más altos.
—Pero no duró mucho aquí, ¿verdad?
—No. Me dio la sensación de que estaba creando su propia cartera de clientes, quedándose con parte del negocio. —Helena volvió a fruncir el ceño de una manera bellísima—. Un momento, me he acordado de otra cosa. En los últimos tiempos a veces venía a buscarla un hombre a la salida del trabajo. No era un cliente. Un novio, tal vez, o un chulo. Parecía mal tipo.
—¿Qué aspecto tenía?
—Un matón pequeñito y fibroso. Ropa cara y coche vistoso, pero que no encajaban con el rostro, ¿entiendes?
—Te entiendo perfectamente —dije, y pensé en un traje de Savile Row colgando en la percha equivocada—. ¿Hubo problemas alguna vez? Me refiero con el novio de Glasgow. Si es quien yo creo, siempre trataba de meterse por la fuerza en los negocios de otros.
—No, ningún problema. Nunca tenemos problemas aquí. Yo no utilizo a tipos duros para que me protejan y no dejo que ningún gánster me maltrate. No tengo personal de seguridad porque la mitad del tiempo hay un miembro de la policía local en algún lugar del edificio.
—Es bueno tener a un agente de patrulla. —Extendí la mano para coger la fotografía pero Helena seguía estudiándola.
—Qué extraño. No la recuerdo así. ¿Hay alguna posibilidad de que fuera su hermana? Supe que tenía una, pero nunca la conocí.
—Supongo que podría ser. Últimamente me he topado con una ristra de hermanos que cambian de identidad. —Volví a coger la foto. No había duda de que la cara era la misma que la de Lillian/Sally en la película pornográfica, pero ésta era la segunda vez que alguien había tenido una reacción similar al mirar esa fotografía—. Tenía una amiga que se hacía llamar Margot Taylor que hasta podría haber sido la hermana. Trabajaba para Arthur Parks en Glasgow e intentaba hacer lo mismo, ya sabes, montarse su propio negocio. Pero Parks no se mostró tan comprensivo como tú. Por lo que sé, le dieron una buena paliza y la echaron a la calle.
—Lo siento, el nombre no me suena de nada.
Helena le dio un sorbo a su escocés con el vaso sostenido por sus dedos largos, delgados y de uñas carmesí. Había sido pianista en otra época. Según los rumores, a veces tocaba el piano para sus «huéspedes», que quedaban asombrados al oír piezas de Bach y Mozart típicas de salas de conciertos en un burdel. Helena fue una especie de niña prodigio, pero todo aquello acabó cuando los nazis llegaron al poder. Ella y su hermana mayor huyeron a casa de una tía en Inglaterra justo antes de la
Anschluss
. Sus padres planearon arreglar sus asuntos y seguirlas, pero cuando cayó la frontera entre Alemania y Austria, todas las otras fronteras se tornaron impenetrables para los miembros restantes de la familia Gersons. Después de la guerra Helena averiguó que sus padres finalmente consiguieron salir de Austria. Pero hacia el este, a Auschwitz.
Tan pronto estalló el conflicto armado, Helena, su hermana y su tía fueron arrestadas por las autoridades británicas y encerradas en la isla de Man como extranjeras hostiles. Nuestros senderos se cruzaron inmediatamente después de la guerra.
Bebimos nuestras copas, fumamos nuestros cigarrillos y charlamos sobre personas que los dos conocíamos con el único objeto de llenar el silencio. Cualquier otro nivel de conversación nos habría llevado a un lugar demasiado profundo.
—Ya no trabajo con clientes. Sólo dirijo este sitio. Eso lo sabes, ¿verdad, Lennox?
—Lo suponía.
—Un día voy a venderlo y…
Dejó flotando el pensamiento y recorrió con la mirada las paredes que la rodeaban. Un ave hermosa en una elegante jaula. Hubo un silencio. Ella había hecho que llegáramos a un lugar demasiado profundo. Recogí el sombrero.
—Mejor me voy.
—Bien. Me ha gustado verte.
La temperatura había descendido. Se puso de pie y me estrechó la mano como si yo fuera el gerente de su banco.
Me sentía una basura cuando llegué a la calle, y decidí volver caminando a la estación, para lo cual tenía que atravesar la ciudad. Mientras andaba dejé que algunas escenas del pasado se reprodujeran en mi mente; ver a Helena me había dejado un triste sentimiento de autocompasión. Tomé un café en el bar de la estación antes de coger el ferrocarril de las cuatro y media hacia Glasgow, quería salir de Edimburgo y volver a hundirme en el oscuro abrazo de mi ciudad adoptiva.
El tren estaba tranquilo. El viaje siguiente estaría lleno de oficinistas que regresarían a Glasgow o a las diversas paradas intermedias. Yo seguía con mi estúpido ánimo melancólico y necesitaba privacidad para regodearme en la autocompasión. Uno de los lujos que me permitía a expensas de mis clientes era viajar en primera clase. Encontré un compartimento vacío y me instalé en él con la esperanza de tener una hora de trayecto solitario. Por desgracia un empresario de baja estatura, gordo y con calvicie incipiente entró agitadamente por la puerta envuelto en una columna de humo de pipa y acomodó su impermeable, su periódico, su maletín y a sí mismo en los asientos que estaban enfrentados al mío.
—Buenas tardes —dijo.
Gruñí una respuesta y él desapareció detrás de un tembloroso muro de noticias. Al menos parecía que no tendría la molestia de una charla trivial. Después de unos minutos se oyó un fuerte siseo de vapor y el sonido del motor que empezaba a traquetear. Ya estábamos en marcha.
El mundo al otro lado de la ventana se deslizaba gris como la pizarra. Reflexioné sobre todo lo que había podido averiguar de los asesinatos de los McGahern, lo que por desgracia no me llevó mucho tiempo. El empresario sentado enfrente dobló el periódico, lo dejó en el asiento de al lado y comenzó a leer un ejemplar de
Vida de campo
. No parecía uno de esos aficionados a la caza y a la campiña, sino más bien un espécimen suburbano. Mi ociosa curiosidad me costó cara. Se dio cuenta de que lo miraba y claramente tomó ese gesto como una invitación a empezar una conversación.
—Siempre es mejor salir antes de la hora punta —dijo. Hablaba con una cadencia escocesa que era imposible de ubicar como de Glasgow o de Edimburgo, de clase trabajadora o de clase media.
Asentí con una sonrisa superficial.
—¿Ha ido a Edimburgo por trabajo? —preguntó.
—Por así decirlo.
—Mire, no me lo diga. Lo siento, por favor, permítamelo durante un momento. Yo siempre hago esto en las fiestas: adivino el oficio de la gente, y alguna cosa más, a partir de su aspecto.
—Oh, ¿en serio? —dije. «Oh, vete a la mierda», pensé.
—Sí… Bien, usted… usted es un desafío. Tiene un acento difícil de ubicar. Es decir, está claro que es canadiense, no estadounidense. Estoy adivinando… Y puedo equivocarme, porque ha perdido un poco de acento… Pero no, yo diría la zona oriental de Canadá. Las Provincias Marítimas.
—New Brunswick —dije, sinceramente impresionado, pero no lo bastante como para continuar la conversación.
—Ahora, en cuanto a la ocupación… —Era evidente que la mera indiferencia no bastaría para desalentar a ese hombre pequeñito de ojos pequeñitos tras sus gafas de gerente de banco— lo que la gente hace… Eso, por lo general, es fácil. Pero en cuanto a usted, creo que estamos frente a algo fuera de lo común. —Hizo una pausa y cogió su ejemplar de
Vida de campo
—. Ahora bien, tengo una pregunta que siempre ayuda. Yo cazo. Con armas de fuego, principalmente. Hay dos clases diferentes de personas que participan en una caza. O dos clases distintas de personalidad: el cazador mismo y el oteador, el que pone al cazador en dirección de la presa. Es evidente que en algunas ocasiones el cazador otea a su propia presa. Pero supongamos que perseguimos a un ciervo, usted y yo. ¿Se consideraría usted un oteador o un cazador?
—No lo sé —respondí sin pensarlo—. Un oteador, probablemente.
—Sí. Sí, es lo que había pensado respecto a usted. Yo soy un cazador, pura y sencillamente. Ciervos salvajes, sobre todo. Son unos animales magníficos. ¿Sabe cuál es la cualidad más importante en un cazador? Respeto por su presa. Cuando mato a un ciervo, lo hago rápido. El truco es un máximo de dos disparos. Poner fin a su vida lo más rápido y lo menos dolorosamente posible. Como he dicho, por respeto al animal.
Le dediqué una sonrisa cansada justo cuando atravesábamos la negrura del túnel hacia Haymarket. El tren paró, pero no subió nadie. La locomotora exhaló una enorme nube de vapor que se deslizó por los andenes. Me sentí aislado, atrapado en esa cápsula minúscula con el hombre más aburrido del mundo.
—Me parece notable —continuó, mientras contemplaba por la ventanilla una gris proyección de diapositivas de paisajes de Lothian— la frecuencia con que resultamos ser otras personas en lugar de quienes creíamos que éramos. Fíjese en mí, por ejemplo; sé lo que piensa: un anónimo hombrecillo sin imaginación que se dedica a algún oficio burocrático.
—Yo… —dije, empezando a sentirme incómodo con el rumbo de la conversación.
El extraño hombrecillo me interrumpió.
—No se preocupe. Eso es exactamente lo que yo era, o lo que estaba destinado a ser. No tengo imaginación. Pero lo que no me daba cuenta era que, de pequeño, esa falta de imaginación no era mi único defecto. Mire, señor Lennox, me di cuenta desde temprana edad de que yo no sentía las cosas de la misma forma que los demás. No me ponía tan feliz como otros, o tan triste, o tan asustado.
Me enderecé en el asiento.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—No estoy diciendo que aquello hiciera que destacara como una persona diferente —continuó, haciendo caso omiso de mi pregunta—, puesto que daba la impresión de que yo era el único que se daba cuenta de ello, y mi vida habría seguido un curso previsible si lo imprevisible no se hubiera interpuesto. Con eso me refiero, desde luego, a la guerra. Pero por supuesto, Lennox, usted sabe perfectamente a qué me refiero. Vea: durante la guerra, descubrí que mi deficiencia emocional se compensaba por una habilidad de la que los otros carecían. Yo podía matar sin el más mínimo reparo. Sin pensamiento ni emoción ni arrepentimiento posterior. Tengo talento para ello, ¿sabe? Así como otros tienen talento para la música o el arte, yo tengo talento para asesinar, algo que se valora mucho en el contexto de un conflicto armado. Terminé reclutado en el Grupo de Reconocimiento de Largo Alcance. Estoy seguro de que usted está enterado de las actividades de ese grupo.
—¿Quién es usted? ¿Y cómo sabe mi nombre? —Comencé a incorporarme.
—Por favor, señor Lennox, siéntese. —Con un movimiento tan veloz que casi no lo vi metió la mano en su maletín. Una hoja a resorte muy delgada y muy larga salió del mango de un cuchillo—. Por favor, siéntese. Y por favor métase en la cabeza que, por más grande y experimentado que sea usted, cualquier contacto físico entre nosotros tendría consecuencias desafortunadas. Yo tengo muchísima experiencia con este objeto.
Me senté. Ya no necesitaba preguntarle quién era. Lo sabía. Lo que no conseguía figurarme era cómo podría seguir respirando con ese conocimiento. Como él había dicho, yo era grande y experimentado. Si llegábamos a ese extremo, me arriesgaría. Mientras tanto, me senté a escucharlo.
—Debido a ese talento que desarrollé, me pasé a la actividad de la que me ocupo ahora. Un empresario exitoso. Tengo esposa e hijo, ¿sabe, señor Lennox?
—No lo sabía. No sé nada sobre usted, señor Morrison. Salvo que es poco probable que su apellido sea Morrison.
El sonrió y dejó el cuchillo sobre el periódico, a su lado. Luego dobló el periódico discretamente para esconderlo.
—Ya veo… Usted cree que voy a matarlo porque sabe demasiado, porque ha visto mi rostro.
—Algo así.
—Lo entiendo. Los marineros alemanes creen en un pequeño duende que se llama
Klabautermann
. Es invisible, y trae buena suerte a los que navegan con él. Pero si uno ve la cara del
Klabautermann
, sabe que va a morir. Tengo que admitir que yo siempre he pensado en mí de esa manera. Pero esté seguro de que ése no es el caso ahora. Aquellos a quienes mato, humanos o animales, mueren rápido y en la mayoría de los casos sin darse cuenta de que están a punto de hacerlo. Por eso no veo nada de malo en lo que hago. Todo el tiempo muere gente, con dolores horribles, por heridas o enfermedades. Usted mismo habrá visto a hombres sufrir en la guerra; algunos que mueren tras una gran agonía. Y son pocos los fallecimientos provocados por enfermedades o accidentes que no están rodeados de grandes dolores. Pero eso no ocurre con mis víctimas. El dolor es mínimo o inexistente. No pueden preverlo, y por lo tanto no temen. Por eso se dará cuenta usted, Lennox, de que si hubiera tenido la intención de matarlo, usted no se habría enterado de nada. Ya estaría muerto. En cualquier caso, he escogido este sitio porque es ideal para charlar. Si hubiera querido matarlo, habría elegido algún lugar con oportunidades más inmediatas para alejarme de la escena.
—Por el momento tengo la impresión de que usted piensa matarme de aburrimiento. ¿Qué quiere, Morrison?
—Eso tiene que ver con lo que quiere usted.