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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (23 page)

—¿Pero ahora no lo crees?

—No. Lo que ocurrió aquella noche me hubiera convertido más en sospechoso del segundo asesinato, lo que, por supuesto, no tiene sentido. Tam no me incriminaría por su propio asesinato. Fue una trampa, de eso no hay duda, pero no creo que fuera para incriminarme, sino para que McNab me viera darle una paliza a «Frankie». Tal vez McNab sospechaba que era Frankie el que había muerto en primer lugar. Si yo hubiera participado de una pelea callejera con Tam McGahern, entonces el derrotado habría sido yo, como usted dice. Creo que Tam se dejó dar una paliza a propósito para convencer a McNab de que era Frankie.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Supuse que Sneddon estaría pensando en todo aquello.

—No tiene sentido —dijo por fin—. ¿Por qué demonios Tam McGahern se tomaría tantas molestias para convencer a la gente de que era Frankie y no Tam?

—Porque Tam había sido el verdadero objetivo de los asesinos, y también por las bromas que él y Frankie le gastaban a la pobre Wilma Marshall. Frankie había fingido que era Tam aquella noche, y terminó recibiendo un enema de plomo. Tam sabía que los que querían matarlo eran verdaderos profesionales. Estaba tratando de demostrarles que habían alcanzado su objetivo para que lo dejaran en paz. Es evidente que me conocía lo bastante bien como para suponer que yo le diría que se metiese su encargo donde le cupiera y que por lo tanto le daría una excusa para atacarme y para recibir una buena paliza delante de un público formado por policías.

—Entonces, ¿quiénes son los que le perseguían? Eso es lo que te pago para que averigües.

—Con el mayor de los respetos, no me paga lo suficiente. Esos tipos son verdaderos profesionales, como ya he dicho. Revisaron cuidadosamente mi oficina de una manera que era casi imposible de detectar. Y la forma en que se cargaron al primer hermano McGahern fue muy hábil. Lo raro es que el segundo homicidio no lo fue. Y los tipos que me asaltaron en la calle Argyle tenían más músculos que sesos.

—¿Estás diciendo que ya no quieres hacer este trabajo?

Suspiré. Deseaba poder decirle que así era.

—No. La verdad es que hay una conexión entre este asunto y otro caso en el que estoy trabajando.

—¿Algo que yo debería saber?

Mientras alimentaba el teléfono público prácticamente con toda la calderilla que llevaba en el bolsillo, le conté a Sneddon toda la historia de John y Lillian Andrews. Lo único que modifiqué ligeramente en mi relato fue la cronología, para disimular el hecho de que no le había informado de inmediato del profundo y letal dolor de cabeza de Bobby. Si Sneddon empezaba a suponer que yo no le transmitía toda la información apenas salía de las rotativas, entonces era muy probable que enviara a un par de sus muchachos a darme algunas bofetadas. Nada como para mandarme al hospital, pero sí lo bastante como para que en el futuro fuera menos olvidadizo. Y, por supuesto, me pareció prudente no mencionar el pequeño regalo caído del cielo que había encontrado en la bañera.

En realidad, contarle toda la historia hizo que me sintiera mejor. Narrarla en voz alta incluso me ayudó a verlo todo con mayor claridad. Una vez más, Sneddon se mantuvo en silencio durante todo mi relato, con excepción de algún que otro gruñido. Terminé la conversación retractándome de mi declaración de independencia. Tal vez sí me sería útil tener a Deditos disponible. Era una petición de auxilio: no le oculté a Sneddon que John Andrews me había advertido de que me estaban tendiendo una trampa igual que había ocurrido con él. Sneddon podría haberse regodeado —yo había exhibido una actitud de superioridad moral en todas las ocasiones en que había reafirmado mi independencia—, pero no lo hizo.

—Voy a hacer que te sigan un par de tipos. Deditos y otro al que no conoces. Se llama Semple.

—¿Es más sutil que Deditos?

Sneddon se rio al otro lado de la línea.

—No, no mucho. Pero es la clase de tío que te conviene tener cerca si la cosa se pone difícil —dijo.

—Eso es lo que preciso justo en este momento, para ser honesto. Pero dígales que mantengan la distancia, a menos que haya problemas.

—Me ocuparé de ello.

—De acuerdo, gracias —dije.

Estaba a punto de colgar cuando Sneddon añadió:

—Otra cosa… ¿Qué aspecto tiene? Me refiero a Morrison. En realidad nunca le he visto personalmente.

—Oh… Bastante parecido a como uno supondría —dije—. Grandote. Más de un metro noventa. Un cabrón muy duro.

—Hum —dijo Sneddon—. Ya me parecía.

Capítulo veinte

Sneddon cumplió con su palabra. Esa noche me acosté temprano y cuando abrí las cortinas de mi apartamento a la mañana siguiente vi un Austin 16/6 oscuro, un modelo de unos siete u ocho años, aparcado en la calle, a unos treinta metros más arriba y al otro lado de Great Western Road. Un tipo al volante.

Por supuesto que era posible que no se tratara de los hombres de Sneddon, pero la vaga sensación que había tenido durante los últimos días me había hecho pensar que si alguien me seguía, esa persona o personas eran demasiado hábiles como para que yo las descubriera.

Después de desayunar conduje hacia el oeste por Dumbarton Road y salí de la ciudad. El Austin 16/6 me siguió obedientemente. Tardé apenas quince minutos en llegar a la residencia Levendale House, un lugar amplio que había sido diseñado y construido como expresión de una gran riqueza y superioridad. Había nacido como una casa señorial, esa clase de lugares que uno ve por lo general en medio de una majestuosa y hermosa propiedad de las Highlands. Pero no estaba allí, sino en las afueras de Bishopbriggs.

La guerra lo jode todo. Más aún, jode a la gente. Y eso era justamente lo que había sido de Levendale House: se había convertido en un refugio para gente realmente jodida.

Lo raro sobre la guerra es que cuando terminó todos querían hablar de ella. Glorificarla. Y cuando no hablaban sobre ella veían películas sobre ella, las cuales parecían todas protagonizadas por John Mills. Era como si se hubiera generado un deseo colectivo de convencerse mutuamente de que en realidad se había tratado de una gran aventura que había unido a iodos y que había sacado lo mejor incluso de los peores. Esto era, desde luego, una auténtica gilipollez.

Lo que la gente no quería ver era la sombra de miseria que la guerra había proyectado; la maraña de seres humanos arruinados que había dejado en su estela. Pero había personas dispuestas a mirar la verdad de frente y lidiar con ella cada día. Los que trabajaban en Levendale House cuidaban los cuerpos rotos y las mentes rotas de unos muchachos que habían sido arrojados a la picadora de carne y habían regresado convertidos en ancianos. Ciegos, lisiados, locos.

La hermana de turno en Levendale, una mujer de aspecto cansado de unos cincuenta años, me hizo pasar a una luminosa habitación que se usaba como sala de día y que tenía una buena vista de los vastos jardines de la residencia. Supuse que sería la misma monja con la que había hablado por teléfono. Me había preguntado cuál era mi relación con el paciente y yo le expliqué que teníamos un amigo, un viejo camarada, en común.

—¿Usted conoció a Billy antes de… bueno, antes de que lo hirieran? —me preguntó con una mirada de preocupación. Me dio la impresión de que ésta era tanto por mí como por su paciente.

—No, a decir verdad, no. Como le he dicho, tenemos un amigo común a quien estoy tratando de ubicar. Perdimos el contacto después de la guerra. Pero jamás vi a Pattison antes.

—Tal vez sea mejor así. De todas maneras creo que debo advertirle… Las heridas de Billy fueron graves y lo han dejado muy desfigurado.

—He visto bastantes cosas de ésas —le aseguré.

La hermana me dejó en la sala de día. Contemplé los enormes ventanales que daban a los jardines, los paneles de madera, las trabajadas cornisas. El arquitecto Victoriano de esa casa había imaginado a una familia patricia que pasaría sus mañanas en esa sala y cuyos miembros se sentirían seguros ocupando su sitio dentro de la maquinaria gubernamental de un Imperio británico en el que el sol jamás se ponía. Pero dos guerras habían dejado el mundo boca abajo y al Imperio culo arriba y Levendale House se había convertido en el hogar de ex combatientes heridos que no tenían ningún otro lugar adonde ir.

La advertencia de la hermana no había sido exagerada. Regresó empujando una silla de ruedas, y vi claro que el soldado de primera William Pattison había tenido un encuentro muy íntimo con una granada. Lo que no pude deducir es cuál de ambos le había arrancado una parte más grande al otro. A Pattison le faltaba todo un lado de la cara y su boca había quedado reducida a una ranura asimétrica y sin labios. Más allá de las artes y las habilidades que se alentaran en ese sitio, tocar la trompeta ya no sería una alternativa para Pattison. Tenía un pedazo de piel nuevo y tenso estirado sobre la zona donde tendrían que haber estado la mandíbula, la mejilla derecha y el ojo derecho.

El lado izquierdo de la cara también estaba bastante maltrecho y daba la impresión de que alguien había revuelto todos los rasgos y no había conseguido recolocarlos exactamente donde habían estado antes; a ello se le añadía que claramente había sufrido extensas quemaduras en lo que le quedaba del rostro. Lon Chaney no tenía nada que hacer al lado de este tipo. La máscara se retorció formando una mueca y entendí que Pattison había tratado de sonreír.

—No viene mucha gente a visitarme —dijo. «No me digas», pensé. Tenía una voz húmeda; las palabras parecían como masticadas en esa media boca. Como le había dicho a la monja, yo había visto bastantes cosas, pero mirar a Pattison me revolvió bastante el estómago. Hice lo que pude para sonreír. Me consolé pensando que aunque mi sonrisa no revelara mucho entusiasmo, sería el doble de buena que la mejor de las suyas—. La hermana me ha dicho que usted conoce a Tam.

—Nuestros caminos se cruzaron —respondí. Me di cuenta de que Pattison no sabía que McGahern estaba muerto, y decidí no decirle nada por el momento. Ya vería qué rumbo tomaba la conversación. Aquel pobre cabrón ya tenía bastantes problemas.

—¿En qué unidad estaba? —preguntó. Noté que el lado derecho de su cuerpo estaba flojo. Paralizado, supuse.

—Primera división canadiense. En Italia, Holanda y Alemania.

—¿Entonces de qué conoce a Tam? —No parecía haber un tono de sospecha en su pregunta. Pero claro, es difícil descifrar las inflexiones de la voz si faltan media lengua y dieciséis dientes.

—Es una larga historia. ¿Usted estuvo con él en Gideon?

—Y también antes. Tam era mi sargento. Me salvó el pellejo tantas veces que ya no podría recordarlas.

—¿Y qué hay de…? —Con torpeza, señalé la silla de ruedas.

—Oh… Eso ocurrió después de que mandaran a Tam de regreso. Fue por mi culpa, por mi estupidez. Por hacerme el machote. No me cubrí a tiempo.

—¿Qué clase de hombre era Tam? Quiero decir en aquel entonces. Lo cierto es que yo lo conocí casi al final de la guerra.

—El mejor, sin lugar a dudas. En nuestra unidad había un oficial, bastante bueno (había que ser un tío duro para formar parte de Gideon, incluso aunque uno fuera un oficial), pero sólo era pura teoría. Tam era esa clase de tipos que conviene que estén al frente cuando la mierda empieza a volar hacia todas partes. ¿Usted también era sargento?

—No. Oficial. Capitán.

—Oh, lo siento, señor. No he querido faltarle el respeto con lo que he dicho de los oficiales…

—No se preocupe, Billy. Yo también me he cruzado con bastantes inútiles con tiras en los hombros. En cualquier caso, ya no soy oficial. —Coloqué un asiento delante de su silla de ruedas y me senté—. Entiendo que usted y Tam tuvieron bastante acción con Gideon, ¿no?

—Oh, sí. Estuvimos en la parte más dura. Nuestra unidad estaba formada principalmente por judíos y un par de sudaneses. Jamás aceptaré que alguien hable mal de ellos. Aprendí un montón allí. Unos cabrones muy duros, en especial los judíos. Llevaban años combatiendo a los árabes. Si hacía falta que atacaran con todo, no había que decírselo dos veces. Ya tienen su propio país, por supuesto. Dios ayude a los cabrones que traten de quitárselo.

—Esos judíos de su unidad… Tam me contó que algunos eran ex miembros de los Escuadrones Nocturnos Especiales.

—Sí, es cierto. La mayoría, si no todos. A eso me refería. Habían visto mucha acción antes de la guerra luchando contra grupos árabes de resistencia, protegiendo el gasoducto iraquí, esa clase de cosas. Eran unos cabrones muy muy duros, y sentían un odio atroz por los alemanes. No tomaban muchos prisioneros, ya sabe. Pero al mismo tiempo esos judíos eran muy graciosos. Tam se llevaba muy bien con ellos. A él le interesaban esos temas, ya sabe, la historia, cosas sobre Oriente Medio. Por eso se llevaba tan bien con nuestro oficial, que había sido periodista o algo así antes de la guerra. Un corresponsal, creo que ésa es la palabra correcta, experto en esa zona.

—¿Sabe si Tam siguió en contacto con algún otro de los miembros de su unidad?

—Supongo que sí. A mí me localizó. ¿No sabía que fue Tam el que me hizo arreglar la cara?

Me confundí por un momento. Hice lo que pude para borrar la expresión de «¿eso es arreglarla?» que debió de cruzar por mi rostro.

—¿Ha tenido noticias de Tam después de la guerra?

—Oh, sí. Me ha visitado unas cuatro o cinco veces. Al principio tuve que llevar toda la cara vendada durante varios meses. La herida nunca cicatrizaba del todo y siempre estaba el riesgo de que se me infectara. Trataron de encontrar a un cirujano que pudiera arreglarla, pero el más importante de todos siempre estaba ocupado. Tam se encargó de todo. Puso dinero para que me lo hicieran en un hospital privado y consiguió al mejor cirujano plástico que existe: Alexander Knox. No sé cómo se las arregló para hacerlo, y mucho menos cómo le pagó, pero yo estoy muy contento con el resultado.

—Hizo un gran trabajo —dije, y sonreí. «Pero no llames al productor Sam Goldwyn para preguntarle si está buscando a un nuevo protagonista para sus películas», pensé—. ¿Cuándo fue la última vez que vio a Tam?

—Hace un año, más o menos —respondió Pattison, y un poco de saliva salió formando burbujas de la comisura de su boca, que parecía una ranura. Seguramente los labios costaban un poco más—. Iba muy elegante. Ahora está metido en varios negocios y le está yendo muy bien.

—¿Conoce al hermano de Tam?

—No, nunca le he visto, pero he oído muchas cosas sobre él. Eran gemelos idénticos, ¿sabe?, pero Tam odiaba a su hermano. Me decía que no podía entender cómo dos hermanos podían ser tan idénticos en el exterior pero tan distintos en el interior. Decía que su hermano estaba podrido, que era un gallina y una rata.

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