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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (20 page)

—¿Y esto qué tiene que ver con McGahern? —pregunté—. Entiendo que era miembro de la Fuerza Gideon, ¿no?

—En los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro, según lo que he podido averiguar fisgoneando en los archivos oficiales y en los rumores que he oído. Realmente me debes una, colega.

—No creo que ya estemos del todo en paz, colega. —Le ofrecí un cigarrillo para que no sonara tan agresivo.

—En cualquier caso —dijo Jeffrey mientras se inclinaba sobre el encendedor con que le encendí el cigarrillo—, tu sargento McGahern era miembro de Gideon. Pero se hizo muy amigo de los chicos judíos.

Era bueno saber que el pequeño asunto de seis millones de muertos no había hecho nada para apaciguar el antisemitismo de Jeffrey. Pensé en Jonny Cohen, que había combatido en una guerra más dura y más real que ese mierda, en pleno centro de Belsen. Sentí la apremiante necesidad de abofetear a Jeffrey. Pero no dije nada y esperé a que continuara.

—Y aquí llegamos a este antecedente del SAS. Cuando las cosas se salieron de madre con los árabes en Palestina, del treinta y seis al treinta y nueve, Wingate formó una unidad llamada SNS. Al parecer las iniciales corresponden a
Special Night Squads
, Escuadrones Nocturnos Especiales. Eran increíblemente despiadados, alentados por Wingate. Hacían incursiones en aldeas árabes y entre grupos terroristas. Según los rumores, de cada diez prisioneros que cogían, mataban a uno
pour encourager les autres
, por así decirlo. ¿Conoces a ese general israelí? Ya sabes, el
ghaffir
del parche en el ojo.

—Moshe Dayan. Creo que no te será difícil darte cuenta de que ese
ghaffir
es mucho más soldado que lo que tú serás jamás, Jeffrey.

Dayan había dirigido el ejército israelí con una eficacia devastadora en la Guerra Árabe de cuatro años antes. El único riesgo de sufrir una herida de guerra que había corrido Jeffrey era el de cortarse con papel.

—Bueno, él aprendió a combatir de nosotros. Dayan era de los SNS. Wingate escogió a judíos que hubieran formado parte de la Hagganah y de la Policía de los Asentamientos Judíos para que sirvieran en los Escuadrones Nocturnos Especiales y luego unos cuantos miembros de los SNS pasaron a formar parte de Gideon.

Durante un momento Jeffrey pareció distraerse. Seguí su mirada hasta un joven delgado y afeminado que estaba junto a la barra, de no más de veinte años, con un barato traje de sarga de sargento y con el cuello abierto de la camisa encima de las solapas. El joven miró sin expresión alguna a Jeffrey y luego apartó la mirada. Jeffrey volvió a prestarme atención. El problema de siempre.

Las predilecciones de Jeffrey eran la razón del sobrenombre que yo le había puesto. El jamás había deducido por qué yo lo llamaba Mafeking: era porque cada tanto necesitaba que unos soldados jóvenes lo liberaran.
[4]

Esas inclinaciones, sin duda cultivadas en las travesuras nocturnas que habrían tenido lugar en los dormitorios de su internado, habían metido a Jeffrey en un serio aprieto del cual yo lo había sacado: un lío con un bonito cadete de dieciocho años. Había sido una trampa desde el principio, y Jeffrey pasó a ser víctima de un chantaje. A mí la gente de su calaña no me caía bien, pero él era lo que era, y no me gustaba que jodieran a alguien por causa de algo que no podía evitar.

Además, para ser honesto, Jeffrey tenía toda clase de contactos en la burocracia del ejército que me resultaron de utilidad hacia el final de mi carrera militar y, como estaba demostrándolo en este momento, también más tarde. De modo que yo visité al chico bonito y le demostré lo fácil que sería para mí convertirlo en un chico nada bonito. El mariquita me entregó las fotografías y los negativos y renunció a seguir presionando a Jeffrey. Por alguna u otra razón, nunca llegué a devolvérselos a Jeffrey. Ni a destruirlos.

—¿Has averiguado algo más sobre los otros hombres de la foto? —le pregunté.

—Me temo que nada seguro, aunque sí he encontrado algunos nombres. Había un
wallah
que quedó bastante maltrecho. He subrayado su nombre… —Jeffrey arrancó una página de su cuaderno y me la pasó por encima de la mesa. Sus ojos iban y venían del muchachito de la barra.

Miré los nombres. El primero que me llamó la atención fue el del superior de McGahern: capitán James Wallace.

—William Pattison —leí el nombre que Jeffrey había subrayado.

—Soldado de primera, según los registros —dijo Jeffrey—. Al parecer quedó muy malherido. Me pareció que podría ser un lugar por donde empezar, porque sé dónde puedes encontrarlo.

—¿Ah, sí?

—Sí… Me habría resultado arriesgado tratar de conseguir las direcciones donde se mandan las pensiones de los otros, pero en el expediente de Pattison figuraba que después de enviarlo de vuelta del frente lo internaron en la residencia Levendale House.

—¿Aún sigue allí? —Yo conocía la residencia Levendale House, había oído hablar de ella. Era un asilo para ex combatientes discapacitados.

—Eso no lo sé, colega, pero supongo que sí. Quiero decir, los que entran en esa clase de sitios por lo general no salen.

—¿Averiguaste algo más sobre la Fuerza Gideon? ¿O sobre Tam McGahern?

—No mucho. Algunas de esas cosas son bastante secretas todavía. Además, para ser franco, ese sargento McGahern no se mezclaba en los mismos círculos, por así decirlo. Era sargento y venía de la clase trabajadora de Glasgow. Y un come-caballa, por lo que creo.

Fruncí el ceño.

—Un católico, hombre, de los que comen pescado los viernes. Pero parecía un buen soldado. ¿Dices que está muerto?

—Muy muerto. ¿Sabes si combatió en algún lugar en particular en Oriente Medio? ¿Antes o después de Abisinia?

—Me temo que no. Por lo general las Ratas del Desierto vieron mucha acción en el norte de África, pero no tengo detalles de sus destinos. Debo decirte que he investigado todo lo que he podido, Lennox. Si insisto un poco más empezarán a hacer preguntas y esa clase de cosas.

Mientras hablaba, sus ojos siguieron al joven, que se dirigía al pasillo detrás de la barra.

—De acuerdo —dije—. Gracias.

—Si me disculpas, colega. Siento la llamada de la naturaleza…

Jeffrey se puso de pie. Me despedí de él y vi cómo avanzaba hacia el lavabo donde se había metido el joven marica.

A diferencia de Glasgow no había metro en Edimburgo, así que después de dejar a Jeffrey con su sórdido asunto en el lavabo caminé por la Royal Mile.

El cielo de marzo era luminoso, como suele ocurrir con frecuencia en Edimburgo, pero fresco y sin alegría, como también sucede allí. El castillo, rodeado apretadamente por el puño cerrado de la ciudad, sobresalía en medio de ese estéril cielo azul. Edimburgo se divide básicamente en la Ciudad Vieja medieval y la Ciudad Nueva georgiana, separadas por los jardines de la calle Princes y la estación Waverley. Bajé por The Mound, la colina artificial creada en el siglo XIX, en dirección a la calle Princes y la Ciudad Nueva, que estaba más allá, pero abandoné mi idea previa de hacer todo el camino a pie y en cambio llamé a un taxi que pasaba. El taxista, que hasta ese momento parecía apesadumbrado, sonrió con sorna cuando le di la dirección a la que quería ir, en St Bernard's Crescent.

Edimburgo es una ciudad afectada y con pretensiones de superioridad moral y a mí, como forastero, siempre me pareció el contrapunto de Glasgow. Tal vez ésta tuviera el corazón negro, pero además de negro era un corazón cálido. Edimburgo era puro remilgo presbiteriano y esnobismo sin ninguna base real; o, como les gustaba decir a los de Glasgow, puro abrigo de piel y nada de bragas. En realidad, esa descripción no podría haber sido más adecuada para el domicilio al que me dirigía. A pesar de la reputación de Glasgow de ser una ciudad llena de grandes bebedores, hombres duros y mujeres más duras, la capital de los crímenes sexuales, la pornografía y la prostitución de Escocia era Edimburgo. Muchas cosas oscuras tenían lugar detrás de esas agitadas cortinas de redecilla.

St Bernard's Crescent estaba en el centro del área de Srockbridge, un semicírculo de casas bajas de piedra arenisca de estilo georgiano que daban a un pequeño parque lleno de árboles. La mayoría de esas residencias tenían tres plantas sobre el nivel de la calle y un sótano con ventanas que miraban hacia arriba tras unas verjas de hierro forjado. Esta disposición era importante en la casa que yo iba a visitar; se decía que cuanto más alto era el piso al que acudías, más caro pagabas.

Los taxistas de Edimburgo son famosos por tener la alegría de vivir de un sepulturero deprimido, y éste en particular se mantuvo en silencio durante todo el trayecto. Se las arregló, de todas maneras, para repetir su expresión socarrona cuando aparqué delante de la dirección que le había dado, en la calle St. Bernard, y me dijo cuánto le debía. Por lo general yo dejaba buenas propinas a los taxistas, en especial en Londres o Glasgow, donde era frecuente tener la mejor conversación del día en el asiento de atrás de un taxi. En este caso le di las monedas exactas y ni un penique de más. Mi intencionada mezquindad no tuvo ningún efecto; al parecer el taxista no se dio cuenta o no le importó. Estábamos en Edimburgo, después de todo.

La casa se veía igual que todas las otras de ese semicírculo; en realidad, la pintura de la puerta y de las ventanas parecía más reciente, y los escalones mejor barridos que los de sus vecinas. La joven que me recibió iba sobriamente ataviada con una chaqueta de sarga azul, una falda tubo y una blusa blanca. Me preguntó si tenía una cita y le expliqué que no estaba allí por negocios, sino que era amigo de la señora Gersons. Ella sonrió y me hizo pasar a un cuarto pequeño parecido a una oficina que estaba a un lado del vestíbulo. Cuando pasé por el salón percibí el buen gusto y el alto coste de la decoración que había puesto Helena. No me sorprendió: Helena Gersons era una dama sofisticada y elegante. Sí, sin duda en Edimburgo los prostíbulos tenían más clase, pensé mientras hacía una rápida comparación mental con el burdel de Arthur Parks de Glasgow.

Yo era un cínico hijo de puta, lo admito. Las cosas que había visto, las cosas que había hecho, me habían convertido en alguien que no me gustaba y mi manera de lidiar con ello con frecuencia consistía en saludar cada nuevo día con una sonrisa burlona o con un chiste a expensas de alguien. Tal vez simplemente me estaba aclimatando; aquí las actitudes eran diferentes. En Estados Unidos y en Canadá saludábamos la llegada de cada día con «¡Otro día, otro dólar!». En Glasgow el lema era «Un día nuevo, la misma mierda». Fuera lo que fuese lo que ocurría a mi alrededor, por lo general yo era demasiado cínico como para que me importara un carajo.

Sin embargo, cuando Helena Gersons entró en la oficina sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago, lo que, como estaba justo entre el corazón y la ingle, era apropiado. Helena Gersons era quizá la mujer más hermosa que había conocido. Ese día iba vestida con un traje gris a medida que abrazaba su silueta de una manera que lo ponía a uno celoso. Tenía el pelo negro, negro como las alas de un cuervo, y resplandeciente, y sujeto detrás de la cabeza para dejar al descubierto su grácil cuello. Tenía ojos oscuros y cejas arqueadas y sus carnosos labios estaban pintados de rojo subido. Me sonrió, pero con un poco de tristeza.

—Lennox… —dijo en un acento más inglés que escocés y teñido de un débil hálito europeo—. Pensé que jamás volvería a verte.

—El mundo es un pañuelo, Helena. ¿Cómo estás?

Ella hizo un gesto con la mano abierta señalando la arquitectura georgiana que nos rodeaba.

—No me refiero a los negocios. Me refiero a ti. ¿Cómo te encuentras?

—Me encuentro bien. Pero seamos honestos; si estuvieras tan interesado en mi estado mental o en mi bienestar habría recibido noticias tuyas hace mucho tiempo. —Frunció el ceño—. Lo siento, ese comentario ha sido inadecuado.

—Tal vez no.

Puse mi sombrero sobre el escritorio. Helena echó unos cubitos de hielo en un vaso de cristal de aspecto caro y me sirvió un Canadian Club sin preguntarme. Luego se sirvió un escocés para ella y yo esperé a que se sentara y cruzara sus largas piernas envueltas en seda antes de ubicarme en la silla opuesta.

—Ahora soy ciudadana británica. —Aceptó el cigarrillo que le ofrecí—. Ya no soy una expatriada, tengo algo así como una nueva patria. Aunque entré justo en el último momento. La policía hizo un informe sobre esta pequeña empresa que tengo aquí y deberían haberme deportado como extranjera indeseable. Pero afortunadamente el trámite se demoró por alguna razón.

Lancé una risita cínica. Helena Gersons tenía mucha influencia sobre un montón de gente entre la clase dirigente de Edimburgo. Tipos que podían tirar de hilos y a quienes, en alguna u otra ocasión, les habían movido sus propios hilos entre estas elegantes paredes georgianas.

—¿De modo que los negocios van bien? —pregunté.

—Pasablemente bien… Siempre está más tranquilo en esta época del año, a menos que llegue algún barco. La época de mayor trabajo es durante el Festival. —Se rio y dejó al descubierto unos perfectos dientes de porcelana—. Y, por supuesto, cuando la Asamblea General de la Iglesia de Escocia está en la ciudad. Es habitual que las chicas tengan que esforzarse para lidiar con tanto fervor religioso.

Yo también me reí. Una vez más noté el tono anglicano de su acento y su gramática perfecta. Apenas quedaba una insinuación de la Viena que había dejado atrás, cuando era poco más que una niña, en el año treinta y seis.

—¿Nunca piensas en volver? A Austria, quiero decir.

—Yo ya no soy esa persona —respondió, y me sorprendió, no por primera vez, con una declaración que yo podría haber hecho sobre mí mismo. Era bueno volver a mirar a Helena, volver a hablar con ella. En otra época, unos cuantos años antes, habíamos hablado mucho. Toda la noche, en voz baja, a oscuras—. Y en cualquier caso, Austria sigue siendo un verdadero desastre; Dios sabe que podría tirar para cualquier lado y tal vez terminar como un estado satélite de Rusia. Además, las personas como yo les damos vergüenza. Les recordamos sus pecados del pasado. —Sus ojos se endurecieron—. ¿Qué quieres, Lennox?

—¿Es tan obvio que quiero algo?

—Siempre has querido algo.

—Los dos hemos sido siempre así. Somos de la misma clase, Helena. De todas maneras tienes razón, al menos en parte. Pensé que tal vez conocerías a alguien que estoy investigando. Pero no es ése el único motivo por el que he venido. Lo cierto es que quería verte.

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