Read Lennox Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (19 page)

Ya había salido de Glasgow. Estaba oscureciendo, y la opresión de la ciudad que me rodeaba dio paso a las oscuras y cada vez más espectaculares ondulaciones de los Trossachs. Es asombroso cómo uno puede encontrarse en el negro corazón de la ciudad más industrial de Gran Bretaña y veinte minutos más tarde estar conduciendo en medio de un paisaje espectacular y desprovisto de gente. La carretera estaba tranquila, y yo no había visto ningún otro coche en cinco minutos, así que me acerqué al arcén y paré.

A los tipos que habían tratado de secuestrarme en la calzada de Argyle les entusiasmaba mi compañía. Por eso había añadido, a regañadientes, un seguro más. Después de aparcar, saqué la llave para neumáticos del maletero y la dejé caer debajo del asiento delantero. Me pareció adecuado, considerando que mis potenciales oponentes habían usado una llave similar para destrozarle la cabeza a Frankie McGahern. Aunque a esas alturas ya estaba bastante seguro de que había sido Tam el segundo mellizo McGahern en dejar este mundo.

Pero mi principal póliza de seguro estaba sobre el asiento del copiloto, bajo mi abrigo, envuelta en hule. Lo desenvolví. Era un revólver Webley Mk IV y una caja de munición del 38. El arma era idéntica a la que me habían dado durante la guerra, pero yo había manipulado este revólver de manera tal que jamás nadie podría relacionarlo directamente conmigo.

Limpié la grasa del Webley, abrí la parte superior, lo cargué con seis balas, me lo metí en la cintura, lo que era bastante incómodo, y me ajusté la chaqueta cruzada encima. Una vez más pensé en la manera en que caminar con ese peso aumentaba los riesgos; el problema de llevar un arma es que uno tiende a terminar utilizándola. Diez años atrás eso no había supuesto ningún conflicto. De hecho, era lo que se esperaba de mí, lo que se alentaba. Ahora podía terminar con una cuerda en torno a mi cuello.

El hotel Royal tenía un aparcamiento desde el que se veía toda la extensión de Loch Lomond. Me quedé sentado en el Austin, con los bordes fríos y duros del Webley hundiéndose en mí, y observé cómo las nubes se arremolinaban entre las montañas y el agua brillaba como la tinta. Miré mi reloj. Eran poco más de las nueve. Esa era mi segunda reunión clandestina en la misma semana. Esta vez no había ninguna furgoneta Bedford aparcada detrás de mí, y yo estaba más que preparado para cualquier sorpresa desagradable. Y tenía algo mejor que el tablero de partidas de la Estación Central para contemplar.

Me dio la impresión de que la mujer de mediana edad que estaba detrás del pequeño mostrador de la recepción era la dueña del hotel. Todas las señales de alarma empezaron a sonar en mi cabeza en cuanto vi que fruncía el ceño cuando le pedí hablar con el señor Fraser. Supe en un instante que John Andrews no había llegado. Sólo para asegurarme de que Andrews no hubiera estado demasiado asustado y demasiado borracho para recordar el nombre que le había dado, pregunté por Jones. Luego por Andrews. Le expliqué que todos ellos eran compañeros de trabajo y que habíamos quedado en encontrarnos en ese hotel. La pequeña mujer negó con la cabeza, preocupada, y estaba claro que sentía que me había desilusionado cuando me dijo que esa noche no se había registrado nadie.

Regresé al aparcamiento. Había otros dos coches allí; ninguno era el Bentley de John Andrews, y ambos parecían vacíos. De todas maneras, me desabroché la chaqueta y apoyé la mano en la culata del Webley que llevaba en la cintura. Me quedé allí unos segundos, hasta que estuve seguro de que no había ninguna amenaza en el aparcamiento con excepción de la imponente sombra de Ben Lomond, que se recortaba contra un cielo negro de contornos violeta. Encendí el motor de mi Austin y emprendí el camino de regreso a Glasgow, cogiendo la carretera de Drymen por si Andrews había hecho caso omiso de mi advertencia de que no pasara por Bearsden. Tal vez ese idiota había parado en su casa para recoger algo. Andrews estaba en lo cierto respecto de una cosa: yo había tenido una conversación con un muerto.

Fue un agente de policía joven y delgaducho quien me hizo el gesto de que parara agitando una linterna. Había más agentes y una ambulancia Bedford a un lado del camino. Desde donde me habían obligado a detenerme alcanzaba a ver un agujero en la valla. Me aseguré de que el bulto de la culata del arma en la chaqueta no fuera demasiado visible antes de bajar la ventanilla.

—¿Qué ocurre, agente? —pregunté.

—Un accidente, señor. Me temo que alguien ha caído por el borde.

—¿Ha muerto?

—No tuvo ninguna oportunidad de sobrevivir. Tenga cuidado cuando pase junto a los otros vehículos, señor. Tendrá que subirse un poco al arcén.

—De acuerdo.

Hice avanzar el coche y dos de las ruedas se subieron a la hierba. Cuando pasé por el agujero de la valla miré hacia abajo y vi fugazmente la parte trasera del coche que había caído al otro lado. Era un Bentley. Volví mi atención a la carretera y seguí conduciendo. No me hacía falta ver más para saber que quien estaba allí abajo era John Andrews. Seguramente el coche estaría bastante maltrecho después de un revolcón como ése, pero me pregunté si el forense de la policía se preguntaría, aunque fuera por un segundo, cómo podía ser que la cabeza del conductor estuviera tan destrozada.

Aquella mañana no prometía. Era difícil encontrar café verdadero en Glasgow, y se me había acabado el mío. Me había visto obligado a comprar la alternativa de producción local: un frasco de café grueso y achicoria que se diluía con agua hirviendo. Decidí renunciar a ese placer y fui directo a la oficina.

La noticia estaba en el
Glasgow Herald
que recogí en el camino: un artículo corto titulado Muere en trágico accidente el presidente de Clyde Consolidated Importing. No daba ningún detalle salvo que habían encontrado a Andrews muerto en la escena del accidente. Hice una mueca mientras lo leía; me avergüenza decir que no fue compasión por John Andrews, sino porque sabía que era muy probable que un tal detective inspector Jock Ferguson leyera el mismo artículo en el transcurso del día y viniera a golpearme la puerta. Ojo: podría ser peor; al menos no provocaría una visita del superintendente Willie McNab acompañado de su peón de granja. Con suerte.

Todavía miraba por encima del hombro y ahora tenía más razones que nunca. A John Andrews no lo habían matado porque hubiera salido a dar un paseo por el campo. Quien fuera el responsable de su muerte, sabía que iba a encontrarse con alguien, y muy probablemente que ese alguien era yo. Por supuesto que siempre estaba la posibilidad de que aquello hubiera sido un verdadero accidente. Después de todo, Andrews había sonado más que borracho por teléfono; tal vez el alcohol, la oscuridad y una curva repentina del camino habían sido los únicos responsables de su muerte. En todo caso, aquello me daba una mínima esperanza a la que aferrarme. Pero más allá de si su muerte había sido un accidente o no, John Andrews me había contado más que suficiente para inquietarme: había sido objeto de una trampa de Lillian y de quien fuera el cómplice de ella, y además me había dicho que a mí también me habían tendido una trampa. Sin embargo, no me había contado lo bastante como para darme alguna pista de en qué dirección debía investigar. Decidí que tendría que acudir a Sneddon y contarle todo lo que sabía. Él tenía razón, después de todo; necesitaba a alguien que me cubriera las espaldas.

Sneddon había salido cuando le telefoneé, de modo que le dejé el mensaje de que necesitaba hablarle. Miré por la ventana de mi oficina y observé a la gente en sus quehaceres cotidianos por la calle Gordon. Pasaban tranvías. Los taxis, como escarabajos negros bajo una piedra, se arremolinaban entrando y saliendo de debajo de la marquesina de hierro forjado de la Estación Central. Eran las tres de la tarde. En las Provincias Marítimas de Canadá serían las once de la mañana. Jamás entendí por qué hacía eso, pero siempre que estaba estresado pensaba qué hora del día sería en mi tierra. Lo había hecho en toda Europa, imaginando qué estarían haciendo mis padres, cómo estaría la luz en el jardín de New Brunswick, mientras veía morir hombres.

Abrí el cajón de mi escritorio —había empezado a cerrarlo con llave desde que revisaron con tanta profesionalidad mi oficina— y saqué la libreta y la fotografía que había encontrado en la casa de McGahern. Volví a mirar la lista de letras y números de la libreta. Noté que la mayoría de las cifras terminaban en 51 y 52. ¿1952? ¿Podrían ser fechas de envíos? Andrews había dicho que usaban su empresa para despachar mercancías robadas. Pero ahora que él había muerto yo no tenía forma de acceder a los registros de la CCI.

Volví a mirar la fotografía. Había cinco hombres en la imagen. Una vez más me pareció que dos, o tal vez tres de ellos eran extranjeros, demasiado morenos para ser escoceses. Éstos son la gente más blanca del planeta; tanto que a veces parecen azules. El único color tostado que se veía en Glasgow era el del cuero de algunos zapatos. Pero por otra parte Tam sí parecía bronceado en la fotografía. Y el último rostro moreno que yo había visto recientemente era el del alegre sosias de Fred Mac-Murray.

Levanté el teléfono y marqué un número de Edimburgo. Era hora de cobrarme algunos favores.

Capítulo diecinueve

Glasgow bien podía ser la Segunda Ciudad del Imperio, pero Edimburgo, mucho más pequeña, era la capital de Escocia. Sus habitantes la llamaban «la Atenas del norte», seguramente porque ninguno de ellos había visto la verdadera Atenas. Si Glasgow podía describirse como una ciudad negra, Edimburgo era gris. Edificios grises y gente gris. También era la ciudad de mayor influencia inglesa de Escocia, lo que podía ser la razón por la que sus residentes eran los más anglófobos que podían encontrarse; lo que uno más odia es aquello que más quiere ser pero no es.

Cuando el tren se detuvo en la estación Waverley me recibió un estandarte que anunciaba
Ceud Mille Failte
, lo que, según me habían dicho, en gaélico quería decir «Cien mil veces bienvenidos». Después de haberme familiarizado un poco con la personalidad de Edimburgo, habría supuesto que esas palabras significarían «Vete a la mierda, inglés hijo de puta».

Pero la ira de Edimburgo no tenía como objetivo sólo a los ingleses. La rivalidad entre las dos ciudades principales de Escocia era grande y llena de maldad. Las diferencias culturales entre Glasgow y Edimburgo se consideraban muy importantes. En Glasgow llamaban a los niños
weans
y en Edimburgo
bairns
; en Edimburgo acompañaban su pescado frito y sus patatas con sal y salsa, mientras que en Glasgow lo hacían con sal y vinagre. Los glasgowianos terminaban sus oraciones con la coletilla «pero», algo completamente inexplicable, pero en Edimburgo lo hacían con el interrogativo «¿eh?».

A veces el caleidoscopio cultural de Escocia terminaba mareándome.

Cogí un taxi de la fila hasta el castillo de Edimburgo y me bajé en la Explanada. El rígido y pequeño cabo que hacía guardia se negaba a dejarme pasar a las barracas, hasta que le informé de que yo era el capitán Lennox y que venía a ver al capitán Jeffrey. Me dirigió hacia la oficina principal y cuando llegué Rufus
Mafeking
Jeffrey estaba esperándome, sin gorra y vestido de civil. Yo le había puesto el sobrenombre de Mafeking años atrás, lo que a él le molestaba, aunque no tenía idea de a qué se debía ese apelativo. Era un tipo larguirucho y desgarbado, de un pelo rubio rizado que estaba dando lugar a una calvicie incipiente. Me di cuenta de que no estaba especialmente contento de verme y, para ser honesto, a mí nunca me hacía muy feliz encontrarme otra vez en un ámbito militar, aunque fuera el castillo de Edimburgo y rodeado de sus soldaditos de chocolate.

—Se me ha ocurrido que podríamos ir a tomar una cerveza a la Royal Mile, si te parece bien, colega. —La sonrisa de Jeffrey era tan auténtica como su falso acento inglés de clase alta, que había obtenido por cortesía de un internado privado de Edimburgo.

Un sargento de la Policía Militar marchó con su gorra roja a nuestro lado y entró en la oficina. Me trajo recuerdos desagradables.

—Claro —dije, y bajamos por la Explanada.

Nos sentamos en un rincón del pub. La débil luz de marzo que entraba por la ventana atravesaba una atmósfera cargada de humo azul y formaba un halo en torno al pelo rubio y rizado de Mafeking Jeffrey. Charlamos un poco sobre el tiempo que había transcurrido desde nuestro último encuentro. Era una conversación lo más trivial posible; la verdad era que a ninguno de los dos le importaba una mierda lo que había ocurrido en la vida del otro. Jeffrey no me caía bien y yo a él tampoco, pero él me debía un favor porque en cierta ocasión yo le había sacado las castañas del fuego. Tenía bastantes razones para estarme agradecido. La gratitud es, de lejos, el mejor cimiento sobre el que construir un verdadero odio.

—¿Tienes la fotografía que mencionas? —me pidió en un tono bastante amable. Se la pasé por encima de la mesa del pub—. Gideon… —Leyó la parte de atrás—. Eso sí sé lo que es. Y he revisado los antecedentes de este sargento McGahern. Tal vez empezó su carrera militar como Rata del Desierto, pero no la terminó así. Al parecer este sargento McGahern era un hombre de… ¿cómo decirlo?… talentos «particulares».

—Un asesino por naturaleza.

—Por lo menos. Pero al parecer también era un muy buen estratega y tenía una capacidad natural de mando. Como tú sabes bien, Lennox, nuestro último pequeño conflicto europeo requirió algunas innovaciones. ¿Has oído hablar del SAS?

—Por supuesto.

El tono condescendiente de Jeffrey me irritaba terriblemente, al igual que su falso acento. Él pertenecía a esa clase de británicos del norte de Edimburgo que llevaban
kilts
en las «Noches de Burns», las celebraciones en homenaje al poeta Robert Burns y en las danzas escocesas y en la Reel Society, pero al mismo tiempo se esforzaban por extirpar cualquier resabio escocés de su acento.

—Como ya sabes, el SAS se estableció para realizar misiones especiales tras las líneas enemigas: asesinatos, etcétera. Pero no fue algo tan innovador como parecía. Hubo un antecedente creado por el viejo loco de Orde Wingate, el que también formó a los Chindits.

—¿Gideon?

—La Fuerza Gideon. Operaba en Abisinia. Era una fuerza de élite y estaba formada por una mezcla muy rara… británicos, abisinios, sudaneses y
moishes
.

—¿Judíos?

—Ajá. Extraño, ¿verdad? A mí no me interesan pero al parecer Wingate siempre ha sido un gran defensor de la idea de que nuestros amigos judíos establecieran un Estado en Palestina. Él estuvo metido en toda clase de chanchullos en el territorio que ahora llamamos Israel.

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