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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (18 page)

Capítulo diecisiete

Encendí un cigarrillo para aplacar la tos que me había despertado. Ya había amanecido. Oí el sonido de los cascos de un caballo de tiro que venía desde la calle, Great Western Road. Lejos, al otro lado de la ciudad, la sirena de una fábrica anunció cansinamente a las masas el principio de la cotidiana monotonía.

Eché las piernas a un lado y me quedé un rato fumando en el borde de la cama mientras sacaba el sobre marrón de debajo de la almohada. Había guardado el dinero, la fotografía de la época de la guerra y la libreta que había encontrado en casa de McGahern dentro del sobre y lo había ocultado allí. Cuando llegué era más de la una de la mañana, y vi el breve y frío resplandor de la luz de la señora White debajo de su puerta justo mientras yo entraba de puntillas. Ella la dejó encendida sólo el tiempo suficiente para que yo me diera cuenta de que la había molestado. Me habría sido imposible levantar la tabla del suelo debajo de la cual tenía mi escondite, y estaba demasiado cansado como para empezar a ahuecar otro libro.

Me senté contemplando la libreta con tozudez, negándome a aceptar que esas hileras de números y letras no revelaran espontáneamente su significado. Después de diez minutos calmé la frustración contando de nuevo el dinero. Me había ido bastante bien, en especial teniendo en cuenta que precisamente lo que quería era marcharme de allí. Renunciaría a las doscientas libras que Willie Sneddon iba a darme a cambio de un nombre. Incluso sopesé la posibilidad de devolverle los cien —después de todo, ya tenía mucho más que eso—, pero decidí que no. Hacerlo sólo serviría para indicar que, de alguna manera, y en algún punto de todo este proceso, yo había encontrado algo.

Simplemente le diría a Sneddon que había llegado a un punto muerto; que nadie me ocultaba nada y que en realidad nadie tenía la menor idea de quién estaba detrás del asunto de los McGahern.

Por supuesto que yo mismo había iniciado todo aquello por pura curiosidad y empecinamiento, pero un par de miles de libras contribuían en gran manera a saciar la curiosidad. Quizás había llegado el momento de pasar a otra cosa. O incluso de volver a mi tierra. Ya tenía una cantidad razonable de dinero, no una fortuna, pero sí lo suficiente como para mantenerme durante bastante tiempo en Canadá. Y, por supuesto, mi familia era adinerada.

Vi una imagen vaga y tontorrona de mí mismo comprándome una casa en Rothesay o Quispamsis con un barco anclado en Gondola Point, una imagen que, increíblemente, incluía a la señora White y a sus hijas. Pero me engañaba a mí mismo; no era falta de dinero lo que me mantenía en este sitio. Todos esperarían el regreso del chico de Kennebecasis, el joven que yo había sido y que ya no era. O tal vez el joven que no había sido jamás; siempre hubo algo en mí, una semilla mala. La guerra sólo sirvió para cultivarla. Había una gran cantidad de adjetivos para describir la forma en que los hombres volvían de la guerra: cambiados, desilusionados, muertos. El adjetivo que yo usaba para mí era sucio. Había vuelto de la guerra sucio y no quería regresar a Canadá hasta sentirme limpio. Pero la verdad era que a medida que pasaba el tiempo y me mezclaba con la gente con la que me mezclaba, me ensuciaba cada vez más.

Me dije a mí mismo que debía cambiar de disco y mientras me lavaba, me afeitaba y me vestía empecé a reflexionar sobre cómo podría salirme del asunto de los McGahern con el dinero que acababa de encontrar, que ya había puesto a buen recaudo bajo las tablas del suelo. Encaré el día con ánimo positivo, decidido a dejar atrás todo lo relacionado con los McGahern.

No duró mucho.

Capítulo dieciocho

Fue Jock Ferguson quien me arruinó el día, aunque con la mejor de las intenciones. Y a petición mía.

Le invité a comer en el Trieste, como agradecimiento por averiguarme los datos de la furgoneta Bedford. Era lo más parecido a sobornarlo que podía hacer con él. Al principio se negó y declaró que una porción de pastel y una cerveza en el Horsehead bastarían, pero yo insistí y él se encontró conmigo en el restaurante italiano minutos después de la una.

—Como ya he dicho, tienes una vida interesante y complicada, Lennox. —Ferguson me miró con la misma sospecha que le había dedicado a su plato de fideos cuando llegó—. Verifiqué el número de la furgoneta que me diste.

—Y no tiene nada que ver con el caso McGahern.

«Eso es lo que tú crees», pensé. Sería toda una coincidencia que una furgoneta llena de matones estuviera aparcada detrás de mí después de que me atrajeran a una emboscada con una llamada en la que me prometían información sobre Tam McGahern.

—Entonces, ¿a quién pertenece la furgoneta?

—Deberías pensar en presentar una denuncia formal sobre esto. Está claro que aquí ocurre algo raro…

—Jock… —dije con impaciencia.

—La furgoneta está registrada a nombre de la CCI. —Ferguson deslizó un papel con el nombre y la dirección sobre la mesa de formica—. Clyde Consolidated Importing.

—¿La empresa de John Andrews?

—La misma. Es evidente que ese tipo no era tan recto y limpio como tú creías. Has puesto nervioso a alguien con todo esto.

De modo que era eso. Traté de ocultar el escalofrío que me atravesó. Justo cuando pensaba que podría salirme del caso McGahern —la llamada que me habían hecho para atraerme a la Estación Central había sido específicamente sobre Tam McGahern.

—Me asaltaron unos matones desde una furgoneta registrada a nombre de la empresa de Andrews. Fuera lo que fuese en lo que Lillian Andrews estaba metida —y yo sabía que era Lillian Andrews, no John Andrews— tenía que ver con Tam o Frankie McGahern. Me sentí más convencido de que había tenido razón sobre John Andrews todo el tiempo. Lillian lo dominaba.

—¿Te encuentras bien? —Ferguson me miró con el entrecejo fruncido. Tenía franjas de tomate en el mentón, manchado de fideos—. Pareces un poco consternado.

—¿Qué tal los fideos? —Le señalé el mentón y él se lo limpió.

—Muy buenos. Nunca los había comido antes. Nunca había estado en un restaurante italiano, de hecho. ¿Te sorprende?

—La pobreza cultural de los habitantes de Glasgow nunca deja de sorprenderme.

—No eso, imbécil. ¿Te sorprende que la furgoneta fuera de la compañía de Andrews?

Encendí un cigarrillo, me eché hacia atrás y sonreí.

—En estos días nada me sorprende.

Tuve la intención de telefonear a John Andrews, pero lo pensé mejor. ¿Por qué me iba a atender a esas alturas? Además, nada indicaba que Lillian y sus compinches no estuvieran controlando todas sus llamadas, incluso las de la oficina. Debía pensar en la manera de verme con Andrews a solas; tal vez interceptándolo de camino al trabajo. Tendría que planearlo bien. Había dejado a Jock Ferguson no sólo con un flamante interés por la cocina italiana sino también con una creciente curiosidad sobre Andrews, la CCI y lo que fuera en lo que yo me había metido. Por el momento, me convenía mantener un perfil bajo en mis relaciones con Jock.

Lo conclusión principal que había sacudo del almuerzo con él era que aún no había terminado con el lío de McGahern. Quería olvidarlo, pero ahora que sabía que la empresa de Andrews estaba relacionada con todo eso estaba seguro de que había personas que no me permitirían olvidarme de nada. Pasé la tarde tratando empecinada e infructuosamente de decodificar la libreta que había sacado del retiro que Tam tenía en Milngavie. Luego me puse a examinar la fotografía que había encontrado: Gideon. ¿Por qué un criminal glasgowiano como McGahern habría escrito el nombre de un juez bíblico en la parte de atrás de una instantánea de camaradas de la guerra? Dada la inmensidad de arena en el fondo, el sol ardiente y los uniformes de faena, estaba claro que la fotografía no se había tomado en la playa de Mallaig. Aquello era Oriente Medio. Y Fred MacMurray y sus compinches de la noche anterior hablaban en un idioma extranjero que a mí no me había sonado europeo.

Había algo en todo ese asunto que me ponía nervioso. Ese nerviosismo estaba convirtiéndose rápidamente en paranoia y estaba seguro de que alguien me había seguido hasta mi vivienda después de mi salida de la oficina, cerca de las cuatro menos cuarto. Glasgow no tenía muchos automóviles para una ciudad de ese tamaño y yo debería haber podido detectar a cualquiera que me siguiera, pero el hecho de que no viera ninguna rejilla delantera que se repitiera una y otra vez en mi espejo retrovisor no sirvió para aliviar el malestar que sentía en mis entrañas.

Me hice unos bocadillos y gasté lo poco que me quedaba de buen café para prepararme una jarra. Comí tumbado en la cama, leyendo, mientras la transmisión del Servicio Mundial balbuceaba en el fondo y yo trataba de obligarme a relajarme. Sin embargo, cada tanto sentía la necesidad de mover la cortina y asegurarme de que en la calle no hubiera ningún matón de película apoyado contra una farola fumando. Eran cerca de las ocho y media cuando la señora White me llamó para que bajara hasta el teléfono, ubicado en el fondo del pasillo que compartíamos y, sin decir palabra, me pasó el auricular.

—¿Lennox? ¿Es usted, Lennox?

Reconocí la voz al instante.

—¿Ocurre algo, señor Andrews?

John Andrews lanzó una risita amarga.

—Soy hombre muerto, Lennox. Espero que recuerde esta llamada el resto de su vida. Una conversación con un muerto. El mero hecho de hablar con usted significa que van a acabar con mi vida.

—¿Quién lo va a matar, señor Andrews? ¿Lillian? Si corre algún peligro, debería llamar a la policía. O yo puedo hablar con un detective que conozco, Jock Ferguson, de la División Central…

Hice la oferta a pesar de que eso significaba que tendría que explicarle a Jock Ferguson que había una conexión entre Tam McGahern y que yo había metido la nariz exactamente donde él me había indicado que no lo hiciera.

—No. Nada de policías. No le diga nada a la policía. —Estaba poniéndose más nervioso.

—De acuerdo, de acuerdo. Nada de policías. ¿Quién le va a matar, señor Andrews?

—Me tendieron una trampa. Lo tenían todo planeado desde el principio, desde el día en que conocí a Lillian…

John Andrews sonaba como si hubiera estado bebiendo y unos ruidos del fondo me dieron a entender que no me telefoneaba desde su casa. Un pub, tal vez. Eso me inquietó; él no era un hombre impulsivo y mucho menos un hombre valiente, y tuve la sensación de que el coraje que había necesitado para telefonearme era del que se vendía destilado.

—¿Qué clase de trampa?

—Mi empresa. Necesitan mi empresa para que funcione. En realidad no lo sé todo, pero he podido atar cabos. Y ésa es otra razón para que me maten. Lillian me hizo falsificar envíos, cambiar los datos. Pero no es eso por lo que le he llamado: me tendieron una trampa y yo entré como un caballo, y usted también. Por eso le llamo, Lennox. Como ya le he dicho, yo estoy muerto, pero usted todavía podría escaparse.

—Lo que dice no tiene sentido. ¿Qué clase de trampa? ¿Y cómo me tendieron una trampa?

—Lo lamento… —dijo, y supe que era sincero—. A través de mí. Le tendieron una trampa a través de mí. Cuando Lillian desapareció… cuando se suponía que había desaparecido… me dijeron que me pusiera en contacto con usted. Querían que usted se metiera en esto.

Reflexioné sobre lo que Andrews decía. No parecía tener sentido alguno, pero lo que me provocó un escalofrío fue que en algún lugar, en lo más profundo de mi mente, me di cuenta de que sí lo tenía.

—¿Dónde está? —pregunté—. Iré a buscarlo.

—No… no. No es seguro. Ningún lugar es seguro. —Hubo una pausa y escuché los sonidos de fondo de un bar—. Ayúdeme, Lennox. Tiene que ayudarme.

Pensé un momento. Contemplé el empapelado de flores marrones en la pared que estaba delante de mí y sentí la corriente de aire que salía de la brecha que había debajo de la puerta de la calle.

—Escúcheme, Andrews. ¿Tiene el coche cerca?

—Está fuera.

—Quiero que salga ahora mismo y se meta en él. ¿Está lo bastante sobrio para conducir?

—Creo que sí.

—Entonces métase en el coche y salga de la ciudad. Hacia el norte. Coja Aberfoyle. No coja Maryhill ni pase por Bearsden ni Drymen. No se acerque ni a su casa ni a su oficina. No pare a recoger nada; no vaya a ninguna otra parte; no se detenga en ningún lado. ¿Me escucha?

—Lo he entendido, de acuerdo.

Me di cuenta de que mis indicaciones le habían levantado el ánimo.

—Hay un hotel en el lado norte de Loch Lomond. Se llama Hotel Royal. ¿Lo conoce?

—Sé dónde está.

—Vaya hasta allí ahora mismo y regístrese con un nombre falso. Yo iré a buscarlo más tarde. Diga que se llama Jones… No, diga que se llama Fraser, así sabré por quién preguntar. ¿Lo ha entendido?

—Sí. Hotel Royal. Fraser.

—Como he dicho, no se detenga por nada; le llevare ropa y un cepillo de dientes y otras cosas. Y escúcheme, señor Andrews, lo sacaré de ésta. Se lo prometo.

—Gracias, Lennox. —Percibí un vibrato en su voz. Este tipo estaba a punto de quebrarse. Se había dado por vencido y ahora estaba haciendo un esfuerzo para aceptar que tal vez le quedaba alguna esperanza—. No sé cómo agradecérselo.

—Cuando llegue allí puede empezar contándome todo lo que sabe sobre lo que traman Lillian y sus compinches.

—¿Por qué hace esto? ¿Por qué me ayuda?

—Usted es mi cliente, señor Andrews. O tal vez es sólo que he visto demasiadas películas de vaqueros. Es mi turno de ser el bueno. —Me reí amargamente de mi propio chiste—. Llámeme el
Kennebecasis Kid
.

Después de colgar subí corriendo a mi apartamento, metí unas cuantas cosas en un bolso de mano para Andrews y agarré mis llaves y mi chaqueta. Había bajado a medias las escaleras cuando me detuve. Volví a subir y abrí la puerta de mi piso. Saqué el clavo torcido que ocultaba en la jarra de la repisa y me deslicé debajo de la cama. Usé el clavo para enganchar la tabla floja y levantarla. Rebusqué a tientas debajo y encontré el bulto envuelto en hule, lo saqué y lo cubrí con mi impermeable antes de volver a bajar las escaleras y salir a la calle. Puse el bulto sobre el asiento del copiloto y lo tapé con el abrigo. Llevé a cabo cada una de estas acciones rápida y mecánicamente. No quería pensar en la gravedad de lo que hacía.

Pero la verdad era que la llamada telefónica de John Andrews me había asustado. Fuera cual fuese la relación entre Lillian y Tam McGahern, fuera cual fuese el golpe que tenían planeado, era grande. Habían trabajado en ello varios meses, desde el momento en que Lillian había pescado a Andrews, un viudo crédulo que se sentía solo y que tenía una empresa que ellos necesitaban controlar para llevar a cabo el proyecto. Mientras salía de la ciudad traté de reflexionar sobre todo este asunto con la mayor serenidad posible. ¿Cuál era la conexión entre McGahern y Lillian? Tal vez ella fuera la «señora McGahern» que había vendido la casa del West End. Yo, ciertamente, había visto la prueba de la impresionante experiencia profesional de Lillian Andrews haciendo mamadas en la pantalla; no hacía falta forzar la imaginación para ver a Lillian dirigiendo un burdel. Pero lo que no encajaba era que Tam McGahern estuviera asociado al fraude organizado por Lillian y sus cómplices. Era algo demasiado grande para cualquiera de los McGahern. Lo más probable era que Tam se hubiera implicado en una fase menos importante del asunto y que hubiera empezado a tratar de ascender por la fuerza. Ésa podía ser la conexión, tal vez. O tal vez la conexión era simplemente que la persona con la que Lillian estaba relacionada hubiera matado a Tam. Y a Frankie.

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