Recuerdo haber visto, antes de la guerra, una película sobre un circo en la que un domador metía la cabeza en la boca de un león. En su momento pensé que era una forma bastante estúpida de ganarse la vida. Ahora había llegado mi turno. Todavía quedaba un Rey en la jauría.
Martillo Murphy.
En Glasgow un nombre como Murphy era como una insignia. Te distinguía, dejaba en claro tu entorno y tus lealtades. Tu religión. Para la mayoría protestante de Glasgow, un nombre como Michael Murphy era el nombre del enemigo. Un feniano. Un
Mick
. Un
Taig
.
Glasgow bien podía ser la ciudad menos antisemita de Europa, pero lo compensaba con el odio feroz y ferviente que católicos y protestantes se profesaban entre sí. En realidad no tenía nada que ver con la religión, sino con el origen. Los protestantes eran escoceses nativos, mientras que los católicos descendían de inmigrantes irlandeses del siglo XIX.
Martillo Murphy no medía más que un metro setenta pero jamás se lo podría haber descrito como un hombre pequeño. Daba la impresión de que era tan ancho como alto; lleno de músculos, lleno de odio. Los otros dos Reyes solían bromear sobre la falta de cerebro de Murphy. Desde luego no era académico, pero no convenía subestimar la cruel inteligencia animal de Murphy.
Todo el mundo conocía su historia. Era el material con que se crean las leyendas, y quienes la sabían deseaban no tener que conocer al hombre.
Murphy aprendió a una edad temprana que había nacido con las cartas en su contra. Se dio cuenta de que no poseía la inteligencia suficiente para salir del atestado apartamento de la casa de vecinos de Maryhill que compartía con sus padres, cinco hermanos y dos hermanas. También dedujo que el sistema británico de clases era muy avaro con las oportunidades y que como católico perteneciente a la clase trabajadora de Glasgow no tendría ningún acceso a esas oportunidades. Para el joven Murphy era obvio que jamás disfrutaría de las cosas de la vida que los otros recibían sólo por no haber nacido en ciertos barrios. A menos que él mismo las cogiera.
Todo ello contribuyó a generar una furia oscura y malévola que ardía en lo profundo del interior de Murphy. Al principio, la violencia fue su manera de descargar esa furia; violencia por la violencia misma. Los partidos de «Old Firm»
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entre el Celtic y el Rangers proporcionaban la febril atmósfera tribal propicia a esas situaciones. Más tarde intentó combinar la violencia con una estrategia para la supervivencia y el éxito; violencia productiva. Con sus cinco hermanos ya tenía una pandilla. La firma Murphy nunca se caracterizó por su imaginación. Siguió el recorrido típico, empezando con pequeño tráfico de protección local, robo de coches y de casas. Luego pasaron a los préstamos usurarios, y al territorio de otra pandilla.
Todo comenzó como algo menor: una riña entre dos bandas formadas por delincuentes de poca monta por una zona sin ningún valor dentro del área de Glasgow. Pero nació una leyenda. Ése fue el momento en que Murphy se ganó su mote.
El líder de la otra pandilla era Paul Cochrane. La manera habitual en que se resolvían estas disputas era mediante una guerra de desgaste: reiteradas batallas entre pandillas, conquista de una operación tras otra, tienda por tienda, bar por bar, prestamista por prestamista. Pero Murphy le sugirió a Cochrane que la resolvieran ellos mismos. Un reto frente a frente, con las dos bandas como testigos. Quien ganara sería el jefe de ambas. Cochrane no preguntó qué ocurriría con el perdedor.
Se esperaba que se utilizaran armas, y Cochrane llevó irnos nudillos de acero de lubricación casera de los que salía una púa corta pero letal. Murphy usó los puños, los pies, la frente. Hasta los dientes. Las patadas y golpes de Cochrane no hicieron mella en el rostro de Murphy, endurecido por mil batallas. Cuando Cochrane lo atacó con su arma, Murphy le rompió el brazo. Fue una pelea rápida, brutal y muy desigual. Cochrane hizo un gesto de rendición con el brazo sano.
Entonces Murphy, triunfante, se volvió hacia los miembros reunidos de ambas pandillas y les dijo que a partir de ese momento todos estaban bajo su control. Que ahora eran más fuertes. Mejores, más duros. Les prometió más dinero, más poder. Aquél era el principio de una buena época para todos ellos. Luego, con un tono calmo y medido, les dijo que cualquiera que se le opusiera recibiría lo mismo que Cochrane estaba a punto de recibir.
Era un mazo de albañil, de mango corto, cabeza cilíndrica, hecho de plomo.
Delante de cuarenta testigos, Michael Murphy cometió un homicidio. Más que eso, lo convirtió en un espectáculo: una exhibición de violencia extrema y psicótica para impresionar a unos hombres que lidiaban con la violencia todos los días. Cuando terminó, ordenó al segundo de Cochrane que recogiera lo que quedaba de la cabeza de su antiguo jefe con una pala. El mensaje quedó claro.
Todo el mundo se enteró. Incluso la policía.
Arrestaron a Murphy, naturalmente. Podría haber terminado ahorcado con toda facilidad, pero ya había alcanzado un nivel legendario. El miedo que lo rodeaba bordeaba lo supersticioso. Tal vez algunos pensaron que si testificaban contra Martillo Murphy, su ejecución no impediría que regresara para vengarse.
La policía sabía que él había matado a Cochrane. Sabía dónde, cuándo y cómo. Pero no pudieron preparar un caso en su contra. Murphy salió libre.
Otros dos jefes encontrarían un final literalmente pegajoso mediante el mazo de plomo de Murphy. Después de eso, su organización criminal se extendió por la zona occidental de Glasgow como una mancha. Creció tanto que lo único que se interponía entre su dominio total de la ciudad eran Willie Sneddon y Jonny Cohen, los dos operadores de mercado negro más exitosos de Glasgow en la época inmediatamente posterior a la guerra.
Las cosas no tardaron en torcerse. La Segunda Guerra Mundial acababa de terminar y había un montón de armas circulando ilegalmente. El conflicto entre los Tres Reyes, que aún no habían sido coronados, amenazaba con transformar Glasgow en una nueva Chicago. A principios de 1949, Sneddon y Cohen unieron sus fuerzas y atacaron a Murphy con todos sus recursos. Cada dos semanas los ladrones armados de Cohen atracaban a los prestamistas de Murphy y los obligaban a pasarse de bando. Los matones de Sneddon dejaron lisiados o muertos a algunos de los miembros principales de la organización de Murphy. Mientras tanto, éste también atacó con fuerza las operaciones de Cohen y Sneddon. Después de que el Jaguar de Murphy explotara justo cuando él estaba a punto de entrar, pidió una tregua.
Entonces Jonny Cohen propuso el pacto de los Tres Reyes. En octubre de 1949, durante un almuerzo en el elegante salón art-déco del Regent Oyster Bar, en el distrito financiero de Glasgow, los tres gánsteres más violentos y poderosos se dividieron la ciudad y sus actividades criminales más rentables. Ésa fue la coronación de los Tres Reyes. El pacto se convirtió en un arreglo exitoso y estable y ahora, cinco años después, los negocios criminales de Glasgow se llevaban a cabo en una relativa paz.
Pero Martillo Murphy tensaba continuamente los límites del pacto. Todos apostaban a que él sería el primero en romper la paz entre los Tres Reyes. Cada vez que se realizaba algún trato, Murphy sospechaba que los otros dos le estaban estafando. También envidiaba la influencia que tenían sus rivales sobre la policía, algo que él no había podido lograr. Murphy estaba seguro de que Sneddon o Cohen eran responsables de ello y que lo hacían utilizando a los policías corruptos que tenían en nómina.
Murphy era volátil, imprevisible, desconfiado hasta la paranoia, y su resentimiento no parecía tener límites. Ahora yo tenía que averiguar si ocultaba algo respecto del asesinato de Tam McGahern.
No había manera de que pudiera presentarme sin más en el umbral de Martillo Murphy tal como lo había hecho con Jonny Cohen, o incluso con Willie Sneddon. En cambio, le telefoneé desde mi oficina. Sólo conseguí hablar con uno de sus matones pero le dejé un mensaje en el que le explicaba en términos no demasiado específicos de qué quería hablar. Me indicaron que volviera a llamar al día siguiente y me responderían.
Pero recibí la respuesta en menos de dos horas.
Después de telefonear a Murphy, llamé a la oficina de John Andrews y volví a presentarme con el nombre en código y los datos de la empresa falsa. El no quiso atenderme. Le expliqué a la secretaria que era urgente y ella volvió a intentarlo, pero se deshizo de mí por segunda vez. En cierta manera me alegró tener que postergar el momento en que le enseñaría las fotografías de su esposa. Pensé nuevamente en lo fácil que sería alejarme de todo ese sórdido asunto.
Dios sabe que era difícil que a uno le cayera bien John Andrews, pero yo sentía que me debía algo a mí mismo, al chico de Kennebecasis. Probar que todavía podía hacer lo correcto, incluso después de toda la mierda que había tenido que tragar. Había encontrado a otro ser humano de quien sospechaba, de alguna manera y por la razón que fuera, que estaba siendo explotado, manipulado. Podía ser que estuviera completamente equivocado, pero sabía que si me alejaba de aquello, me alejaría también de la escasa decencia que quedaba en mí.
Tenía la costumbre de almorzar en alguna de las confiterías que estaban en la esquina de la calle Argyle. Había algo en los grandes ventanales de aquellas confiterías, en sus techos altos y abovedados y en sus mármoles negros que me recordaban a un sitio en Saint John al que iba con mis padres cuando era niño, allá en New Brunswick.
Estaba de camino hacia allí cuando me abordaron en la calle dos irlandeses de gran tamaño con narices reventadas y trajes oscuros.
—Nos manda el señor Murphy. Quiere verle. Ahora. Suba al taxi.
Mis escoltas me rodearon y me señalaron un taxi negro que se acercó al bordillo de la acera. No me resistí a que me metieran en él. Traté de no pensar que esto era un gesto característico de Murphy, y que sólo Dios sabía cuántas personas habían sido abordadas en la calle de la misma manera y probablemente, teniendo en cuenta la estudiaba habilidad con que lo habían hecho, por los mismos caballeros. Si bien a los otros que habían desaparecido de tal guisa nunca más se los volvió a ver.
Me llevaron a Baillieston. Parecía más gris y más feo de lo habitual bajo un cielo apagado, y la chatarrería a la que entramos se fusionaba sin fisuras con ese paisaje. Había un grupo de barracas prefabricadas semicirculares, de estilo militar, en una esquina del terreno. Contra ese fondo, el brillo igual al de una navaja afilada del Bentley gris plateado que estaba allí aparcado anunciaba la presencia de Martillo Murphy como un estandarte real en un castillo.
Mis escoltas me trasladaron a la barraca principal y esperaron fuera. Martillo Murphy estaba sentado tras un escritorio. Al igual que el Bentley, tenía el lustre de una navaja afilada: puro mohair gris, recién afeitado con Brylcreem. Desde la última vez que lo había visto se había dejado crecer un bigote fino como un lápiz. Ese estilo a lo Ronald Colman no le quedaba peor a su golpeado rostro irlandés que el peinado igualito al de Tony Curtís y el traje de mohair.
Con frecuencia es difícil imaginar el modo en que ciertas personas pueden recurrir a las formas más extremas de la brutalidad; a veces cuesta mucho equiparar la violencia interna de la que es capaz una persona con su apariencia exterior. Eso no ocurría con Martillo Murphy. Él daba la sensación de que estaba perpetuamente al borde de aplastar su puño contra alguien o algo. Había una densidad intensa en su complexión, casi como si la furia fuera una energía que sujetaba con más fuerza los átomos de su cuerpo.
Se me ocurrió hacer algún comentario ingenioso sobre el bigote nuevo, pero decidí que prefería sobrevivir al encuentro.
—Hola, señor Murphy. ¿Quería verme?
Murphy me miró con odio en los ojos. Sabía que no debía tomármelo personalmente. Siempre había odio allí.
—Me he enterado de que quieres hablar conmigo —dijo. Su fuerte acento de Glasgow seguía teñido con el de la ciudad irlandesa de Galway de donde sus padres se habían marchado—. Pero ha ocurrido algo. Algo que tú tienes que explicarme.
—Si puedo…
—Estás investigando la muerte de Tam McGahern. Has estado presionando a la gente, según me han dicho.
—No más de lo necesario.
Murphy se puso de pie.
—Sígueme.
Salimos al patio y fuimos hacia otra barraca. Noté que mis dos escoltas irlandeses volvieron a pegarse a mí. Uno de los matones abrió el candado y entramos. Esa barraca se usaba para almacenar partes de motores y otros artículos más pequeños rescatados de la chatarrería. Había algo más grande en el suelo, envuelto en una manta manchada de aceite. El bulto tenía aproximadamente el mismo tamaño de un cuerpo humano. Sentí que se me aceleraba el pulso: no quería ver lo que fuera que estuviera envuelto en esa manta. Todos sabían que Martillo Murphy había segado vidas, pero nadie, y yo menos que nadie, quería ser testigo de ese hecho. Una cosa así podría acabar con una carrera prometedora.
—Escúcheme, señor Murphy.
—Cierra tu puta boca y mira —dijo Murphy.
Uno de los matones cerró la puerta tras nosotros. Cerré mi puta boca y miré. El otro matón levantó la manta de la cara del cadáver.
—Mierda —murmuré.
—¿Tú has hecho esto? —preguntó Murphy.
—¿Yo? Joder, no. Pensé que usted…
Murphy me miró inexpresivamente un momento.
—Si lo hubiésemos hecho nosotros y tú estuvieras mirándolo estarías tumbado al lado de él.
Hice una pausa para reflexionar sobre mi prometedora carrera mientras contemplaba los restos mortales del antiguo criado fiel de Tam McGahern, Bobby. Alguien le había arreglado el peinado «culo de pato» con un objeto pesado. Tenía la cabeza hundida en un costado y gran parte de lo que debía haber estado dentro del cráneo ahora estaba fuera. Traté de quitarme de la mente la imagen de un mazo de plomo de dos kilos con cabeza cilíndrica. Martillo Murphy no tenía ninguna razón para mentirme.
—Entonces, ¿quién lo ha hecho? —pregunté.
—Bueno, tú le diste una paliza. Y dos al mierda de su compañero.
—Tuvimos una discrepancia. Discutimos sobre quién debería suceder a Churchill. Él decía que Rab Butler y yo soy partidario de Tony Eden. —La broma no hizo efecto, así que pasé a otro tema rápidamente—. Bobby y sus camaradas no querían contarme todo lo que yo necesitaba saber sobre McGahern. A eso habría que añadirle que me tenían preparada una pequeña fiesta y les arruiné la sorpresa. En todo caso también le di a Bobby, el de aquí, un par de libras. Era patético, en cierta manera. Un pajillero con aires de gran señor.