Bobby me miró enfurruñado a través del ojo que no le había cerrado.
—Uno de estos días va a presionar demasiado a la persona equivocada.
—Oh, ¿en serio? Bueno, hasta que llegue ese momento, siempre te tengo a ti.
Lo empujé y él retrocedió tambaleándose hacia el borde del muelle. Sus horribles botas puntiagudas rasparon los escombros.
—Esto es muy sencillo, Bobby. Me habéis ocultado algo, y os he dicho que quería saberlo todo sobre Tam McGahern.
—Yo no le he ocultado nada —protestó—. ¡Le he contado todo lo que sé!
Le di otro empujón en el pecho y él se inclinó peligrosamente hacia atrás. Lo agarré de la corbata, estrecha como un cordón.
—¡No sé nadar! —gimoteó.
Me eché a reír.
—Éste es el jodido Clyde, Bobby. Morirías de envenenamiento por metal pesado antes de tener la oportunidad de ahogarte. Además, la mierda flota. Ahora hablemos… ¿Qué hay de la puta a la que acudía McGahern? ¿A quién le proporcionaba protección?
El odio y miedo en la cara de Bobby no dejaban mucho sitio para ninguna otra emoción, pero por un momento la atravesó algo parecido al desconcierto.
—¿Qué puta?
—La chica con clase del West End. La que McGahern se beneficiaba.
Cayó la ficha.
—Ah, sí… ella. Ni siquiera pensé en ella. No creía que fuera importante. No le estaba ocultando nada, simplemente no caí.
Tiré de su corbata y lo aparté del borde del agua. En cierta manera, me desilusionó no tener que tirarlo al Clyde.
—¿Cómo se llamaba?
—Molly. No sé su apellido.
—Háblame de ella.
—No puedo, nunca la vi. Tam tenía otro matón que usaba como gorila. Dijo que yo, Dougie y Pete no éramos lo bastante listos para un trabajo como ése. —Parecía herido. Se enderezó la corbata—. No sé qué tenía de especial ser el gorila de un grupo de putas.
—¿ Quién era ese tipo ?
—No lo sé. Nunca lo vi.
—¿Así que no sabes dónde estaba el burdel?
—No he dicho eso. Una noche se suponía que Tam iba a encontrarse con la zorra, pero algo lo retrasó en el Imperial. Me hizo pedirle un taxi por teléfono. La dirección era en Byres Road, por allí. No lo recuerdo exactamente.
—Es una calle larga.
Bobby se encogió de hombros.
—Fue hace mucho tiempo, no recuerdo el número. De todas formas no creo que sirva de nada.
—¿Por qué?
—Oí a Tam hablar por teléfono con Molly una noche, más o menos un mes antes de que lo mataran. Me dio la impresión de que ella estaba cerrando el negocio, o mudándose.
Asentí, recordando que Jonny Cohen me había dicho que al parecer la operación se había ido al garete.
—¿Por qué te dio esa impresión?
—No lo sé. Pero creo que a Tam le preocupaba que su participación le causara problemas con los Tres Reyes.
—No se me habría ocurrido que a Tam eso le preocupara demasiado.
Bobby se encogió de hombros. Por primera vez, tuve la oportunidad de estudiarlo de cerca. Era más joven de lo que había pensado al principio; la cara torcida y el ojo en compota que yo le había dejado le hacían parecer casi vulnerable. Me di cuenta de que ya no sentía deseos de seguir maltratándolo.
—Le oí hablar con Jimmy Wallace sobre Martillo Murphy. No pude enterarme de mucho, porque hablaban en voz baja, pero sé que Tom pensaba que Martillo Murphy podía intentar matarlos.
Reflexioné sobre lo que Bobby me decía.
—Me habías dicho que no se te ocurría quién podría estar detrás de los asesinatos de Tam y Frankie.
—Es cierto. Todo el mundo sabe que no fue Martillo Murphy, que Martillo Murphy se moría por cargarse a Tam, pero que los otros dos Reyes dijeron que no.
—¿Tam lo sabía?
Bobby asintió.
—¿Por qué hablaba con Jimmy Wallace sobre esto? ¿No me habías dicho que Jimmy no era parte de la pandilla?
—No lo es. O no lo era. Pero Tam le preguntaba cosas, hablaba mucho con él, le pedía consejos.
Saqué un par de billetes de una libra de mi cartera y los metí en el bolsillo delantero de la chaqueta de Bobby, que le llegaba hasta el muslo. Los sacó y los miró. Su ánimo se aligeró.
—¿Para qué es esto?
—Cómprate un traje nuevo.
La comunidad inmigrante más numerosa de Glasgow eran los italianos. Algunas familias habían estado en la ciudad desde los años veinte, o incluso antes, pero la mayoría había tenido que enfrentarse a repatriaciones o confinamientos cuando estalló la guerra. Ahora se esforzaban por caerle bien a la gente.
El Trieste era un pequeño restaurante italiano cerca del centro de la ciudad. Comía allí a menudo y conocía a la familia que lo regentaba. Al principio los Rosseli quedaron sorprendidos por mis conocimientos básicos de italiano. Después se volvieron desconfiados, porque se dieron cuenta de que se trataba del contacto pasajero que los invasores —o los liberadores— tienen con la cultura de la nación que ocupan. Ahora me saludaban con una familiaridad indiferente que me hacía sentir cómodo. Como la comida, la atmósfera era vulgar y alegre.
Me senté en un rincón, bajo un póster hecho jirones pero colorido que encomiaba las soleadas virtudes de Rímini; comí espaguetis y bebí un áspero vino tinto.
Estaba tratando de sacarme de la cabeza la imagen de Lillian Andrews. Había prometido no entrometerme en cualesquiera que fueran los sórdidos negocios en los que estaba metida pero, admitámoslo, probablemente mi palabra valía tan poco como la suya. De todas maneras, todo aquello tendría que esperar.
Mientras tanto, mi progreso en la investigación sobre los negocios de los McGahern no era espectacular. Después de mi encuentro con Bobby fui a la sede central de la Oficina de Correos, en la calle Waterloo, y revisé las guías telefónicas en busca de abogados y agentes inmobiliarios que operaran ventas en Byres Road. Había unos cuantos. Los llamé por teléfono y les expliqué que era un ingeniero estadounidense que se había mudado a Glasgow para trabajar en el diseño de motores de barcos. Dije que buscaba una propiedad en Byres Road y les pedí detalles y precios de propiedades que se hubieran vendido en los últimos tres meses. La mayoría de ellos no se mostraron muy dispuestos a colaborar, pero logré reunir una lista de siete propiedades. Yo conocía bien esa calle; empalmaba con Great Western Road, a menos de un kilómetro de mi apartamento. Al día siguiente iría a comprobar esas direcciones.
Salvo ésa, no tenía ninguna otra pista, a menos que los muchachos de Sneddon averiguaran algo sobre Powell, el sosias de Fred MacMurray.
Se suponía que los italianos eran expertos en café. Al parecer ese talento se había saltado una o dos generaciones de la familia Rosseli. Dejé la taza semivacía y salí a la calle.
Si hay algo que a Glasgow le sale bien es la lluvia. El agua caía en ráfagas que chisporroteaban a la luz de las farolas. Corrí hacia mi coche, y estaba a punto de abrir la puerta cuando un Riley RMB verde oscuro, tan reluciente y limpio que parecía recién salido de fábrica, se detuvo detrás de mí. La puerta se abrió y Jonny Cohen sacó la cabeza bajo la lluvia.
—¡Lennox! Deja tu coche aquí. Luego te traeré para que lo recojas.
—¿Qué ocurre, Jonny?
—Tengo algo que enseñarte.
Salimos del centro de la ciudad y nos dirigimos hacia el este. Yo estaba sentado delante, en el asiento del copiloto, pero cuando subí al Riley noté la presencia de dos matones de gran tamaño en el asiento trasero. Como uno de los Tres Reyes, era natural que Jonny Cohen viajara con protección. También era cierto que a mí Jonny me caía sinceramente bien y que yo confiaba en él hasta donde se podía confiar en alguien de su posición, pero que un jefe criminal y dos de sus matones me recogieran en la calle tendía a hacer relucir el lado más cauteloso de mi naturaleza.
—No te preocupes por los muchachos. —Jonny me leyó el pensamiento—. No están aquí por ti.
—¿De qué va todo esto, Jonny? —pregunté. En ese momento cogimos la autopista A8. A pesar de las tranquilizadoras palabras de Jonny, sentía la necesidad de estar pendiente del recorrido. Él se volvió y me dedicó una de sus atractivas sonrisas.
—Vamos a ver una película porno —contestó.
Justo después de Shotts salimos de la carretera principal y pasamos a la entrada de una fábrica pequeña. El vigilante nocturno, que llevaba uniforme, se llevó un dedo a la gorra cuando vio a Jonny y abrió la puerta para dejar pasar el Riley.
Yo sabía de la existencia de ese sitio, pero no conocía su ubicación. Jonny Cohen, como los otros dos Reyes, necesitaba un negocio semilegítimo para lavar dinero y otras cosas. Yo sospechaba que ese lugar tenía otros usos: Jonny Cohen era bien conocido como uno de los principales importadores y distribuidores de porno duro que venía del continente europeo. Se rumoreaba que él suministraba gran parte del material que se vendía al sur de la frontera, enviándolo quincenalmente en camiones al Solio londinense. Gracias a su actividad empresarial las revistas y películas pornográficas se habían hecho un lugar en la lista de las principales exportaciones escocesas porque nadie se hacía una paja con whisky y dulces
shortbread
.
Aparcamos delante de uno de los almacenes de la fábrica y Jonny fue el primero en entrar. Había dos hombres más dentro del almacén. Uno era de mediana edad y corta estatura, pero tenía el aspecto malvado y musculoso de un ex boxeador. El otro era todavía mayor, parecía nervioso e iba vestido como si trabajara en un banco. Ambos estaban junto a un proyector de películas de ocho milímetros. Habían clavado una sábana blanca en la pared de enfrente.
—Estos dos caballeros son socios míos —explicó Jonny—. Si no te molesta, no daremos nombres. Lo único que te hace falta saber es que no sólo importamos pornografía, también la hacemos aquí; en Edimburgo, casualmente. Estos amigos míos son, cómo decirlo, el equivalente de Sam Goldwyn y J. Arthur Rank para la industria de las películas para pajilleros.
—El señor Cohen nos dio una descripción aproximada de la mujer a la que usted busca. —Quien habló era el que parecía un gerente de banco—. También nos explicó la manera en que usted le describió su excepcional… «magnetismo», podríamos llamarlo. Pero hasta que no nos enseñó la fotografía… ¿Puedo volver a verla?
Jonny asintió y le entregó la foto de Lillian Andrews. El otro la examinó un momento y sonrió. Luego la inclinó para que el ex boxeador la viera. Éste hizo un leve movimiento con la cabeza.
—No, no hay ninguna duda —dijo—. Es Sally Blane, desde luego.
—¿Sally Blane? —pregunté.
A modo de respuesta el gerente de banco me dio la fotografía mientras el boxeador encendía el proyector y apagaba las luces fluorescentes. En la pantalla apareció un título:
El favorito del ama de casa
. La película era en blanco y negro y sin sonido, así que no pude oír su voz, pero reconocí de inmediato a una Lillian Andrews más joven que le abría la puerta a un vendedor ambulante.
—Sí que os ella —dije—. Pero está distinta.
—Más joven. Esto se rodó hace unos cinco o seis años —explicó el gerente de banco. En ese momento Lillian/Sally estaba practicándole una felación al vendedor con una profesionalidad impresionante—. Sally trabajó unos seis meses para nosotros. Tenía un talento natural, podría decirse que estaba hecha para esto. Le ofrecimos más dinero del que jamás habíamos ofrecido a ninguno de nuestros artistas para que siguiera con nosotros, pero renunció y no hemos vuelto a saber de ella. Aunque desde luego era la clase de chica que no se olvida.
—¿Dónde la encontraron?
—Hicimos correr la voz de que buscábamos nuevos talentos y uno de nuestros contactos nos habló de ella. Vino a una audición junto a su hermana. —Traté de no pensar cómo sería la audición para una película pornográfica—. No estoy seguro, pero creo que trabajaba en un burdel de Edimburgo.
Volví a mirar la pantalla. Lillian y el «vendedor» ya estaban practicando un coito completo en el que parecía un ángulo muy difícil y sin duda incómodo contra un lavabo estilo Belfast. Recordé la primera vez que vi a John Andrews: pomposo, descortés, avergonzado, pero desesperadamente preocupado por la mujer que amaba. Esto era más que un matrimonio por dinero: era una trampa.
—De acuerdo —dije—. He visto suficiente. ¿Así que su verdadero nombre es Sally Blane?
El gerente de banco apagó el proyector y las luces se encendieron.
—No podría decírselo. Todos nuestros pagos se hacían en metálico; sin impuestos, sin nombres, sin otras obligaciones. Yo creo que era un nombre profesional; su hermana también trabajó para nosotros y usaba un apellido completamente distinto.
El boxeador volvió a guardar el carrete de película en la lata y la apiló junto a otras. Me pasó un sobre grande.
—Aquí hay instantáneas tomadas de algunas de las películas que hizo Sally para nosotros. —La voz del boxeador estaba llena de vocales largas y neutras, con un típico acento de Edimburgo—. Hemos pensado que podrían venirle bien estas copias. Por si necesita alguna prueba.
—Gracias —dije. Sentí un poco de náuseas cuando pensé en que, en un futuro no demasiado lejano, tendría que enseñarle a John Andrews las fotografías de su mujer practicando sexo por dinero. Debería haberme apartado de todo este asunto cuando tuve la oportunidad. Todavía podía hacerlo. Pero sabía que no lo haría.
Jonny Cohen dejó a sus dos matones en uno de sus clubes antes de llevarme hasta mi coche, que seguía aparcado delante del restaurante italiano.
—Ha sido muy amable por su parte, Jonny —le dije cuando aparcó—. Quiero decir, haber hecho todo ese esfuerzo por algo que no tenía ningún interés para usted. Se lo agradezco.
Cuando empecé a salir del coche él puso su mano, cubierta por un guante de conducir, sobre mi antebrazo.
—No voy a decir que no es nada, Lennox. Me debes una. Tal vez algún día te pida que me devuelvas el favor.
Pensé durante un momento en lo que acababa de decirme y luego asentí con un gesto.
—Es justo, Jonny.
Me quedé observando el Riley verde oscuro que se alejaba con un ronroneo y sentí una inquietud vaga, imprecisa y profunda. Yo estaba trabajando para Sneddon, y en deuda con Jonny Cohen. Sentía que estaba hundiéndome cada vez más profundamente en un caso por el que ya no me pagaban. Supuse que no podría estar en una situación mucho peor.
Pero me equivocaba. Sí que podía.