Read Lennox Online

Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (9 page)

—La veré mañana, Wilma. —Cuando me incorporé ella pareció aliviarse. Decidí atenuar el alivio—. Asegúrese de estar aquí, y nada de sorpresas desagradables. Espero ser su único visitante. Si veo a alguien que se parezca remotamente a un matón, entonces cogeré el próximo tren a Glasgow y me aseguraré de que cualquiera que quiera encontrarla sepa dónde buscar.

La dejé sentada en los jardines. Sabía que había bastantes probabilidades de que Wilma no estuviera allí al día siguiente, cuando yo regresara, pero no podía quedarme merodeando por el sanatorio y supuse que sería difícil para los que la habían metido allí organizar su partida en poco tiempo. Y tal vez estaba lo suficientemente asustada como para hacer lo que yo le había indicado.

Ahora tenía que matar veinticuatro horas en Perth. El tiempo allí duraba cinco veces más que en cualquier otro sitio. Mi anciano chófer me dejó en el hotel y tuve un sombrío almuerzo en el comedor. Me sirvieron una chuleta de cordero que compensaba su falta de tamaño con una consistencia tan resistente al cuchillo y a los dientes que podría haber tenido alguna aplicación industrial. Yo ya me había comido la mitad cuando un hombre alto y de complexión fuerte me preguntó con una ancha sonrisa y en un acento difícil de ubicar si podía sentarse a mi mesa.

—Claro —dije—. Adelante.

—Usted es canadiense, ¿verdad? Me he dado cuenta por el acento.

Traté de que mi sonrisa no pareciera demasiado hastiada.

—Sí, lo soy.

—Un placer conocerlo. Me llamo Powell… Sam Powell.

Extendió una bronceada mano por encima de la mesa. No se veían muchos bronceados en Escocia. La estreché. Powell irradiaba una alegría irreprimible. Su gran sonrisa dejaba al descubierto unos dientes perfectos y tenía el atractivo de esos tipos grandes, amables y extrovertidos como el actor Fred MacMurray. Me cayó mal de una manera tan profunda como instantánea.

—He pasado bastante tiempo en Canadá —explico con un entusiasmo tan imparable como un tren de carga fuera de control—. Trabajo con tractores. Estoy en una empresa que es anglocanadiense, en el equipo de ventas.

—Entiendo —dije. La camarera se acercó a tomar su pedido. Había sólo dos opciones como plato principal. Me senté en un malicioso silencio y sonreí cuando pidió la chuleta.

—¿Usted está aquí por negocios, señor…?

—Lennox —respondí. Cuando me había registrado en el hotel no me había parecido que fuera necesario usar otro nombre que el verdadero—. Sí. En cierta manera.

—¿A qué se dedica usted, señor Lennox, si no le molesta que se lo pregunte? —Para este tipo, en una conversación ninguna montaña era tan alta como para no intentar treparla.

—Seguros —mentí. El trabajo más aburrido del mundo por lo general cae en medio de una conversación como una vía muerta de ferrocarril. Pero el hermano menor de Fred Mac-Murray no se inmutó.

—¿En serio? Qué fascinante. ¿Generales o automovilísticos?

—De toda clase. Yo me ocupo de las reclamaciones.

Me rescató la llegada de su chuleta. De ahora en adelante su boca estaría plenamente ocupada. Dejé intacto el lodo gris y gelatinoso que servían como postre y me excusé de la compañía de Powell.

—Un placer haberle conocido, señor Powell.

Mi jovialidad fue sincera. Me había liberado de él. Powell se incorporó, me estrechó la mano y me dedicó una sonrisa ancha y hollywoodense. Sentí una felicidad tan grande que no podría describirla cuando vi un pedazo particularmente tenaz de cartílago de chuleta metido entre dos de sus dientes.

Decidí buscar otro bar en la ciudad para tomar un trago antes de correr el riesgo de volver a cruzarme con Powell en el salón del hotel.

Por desgracia tuve que aceptar el desafío de la alegría de Powell a la mañana siguiente durante el desayuno. Llegué a la conclusión de que la propietaria del hotel —una mujer severa, sombría y macilenta de unos cincuenta años, cuyo temperamento era la antítesis de Powell— debía de ser una sádica secreta que había decidido someterme a la doble tortura de la comida del hotel y de la compañía de Powell.

Volví a esquivar su curiosidad y después de pagar la cuenta del hotel salí a la calle y fumé un cigarrillo. Era una radiante mañana de primavera, por lo que dejé el abrigo y la maleta en el hotel y quedé en retirarlos más tarde cuando mi antiguo taxi y mi anciano chófer volvieran a recogerme. Caminé por la orilla del río y pensé en Wilma Marshall. Era más que posible que ella me hubiese hecho esperar hasta hoy por una razón: que necesitara ponerse en contacto con alguien. Fuera quien fuese ese alguien, tenía muchas de las respuestas que yo buscaba.

Saludé con un gesto de la cabeza y con un hola a un elegante hombre mayor que llevaba una chaqueta deportiva de pata de gallo con una gorra que hacía juego y una corbata militar. Él pasó a mi lado sin decir palabra, como si no me hubiera oído ni visto.

Sospechaba que la policía había puesto a Wilma en el sanatorio, pero también era cierto que la policía no pagaba a los testigos para que se mantuvieran ocultos. Fuera quien fuese el responsable, tenía acceso a muchos recursos, tal vez incluso a un médico dócil. Mientras caminaba reflexioné sobre lo que ella me había contado respecto al malvado truco que los mellizos McGahern le habían hecho, turnándose para follársela y fingiendo que los dos eran Tam. Parecía un subterfugio que, si bien era de una crueldad suprema, carecía de sentido.

La solitaria cafetería de Perth era la única concesión de la ciudad a los tiempos modernos. Entré a tomar un café antes de regresar al hotel a recoger mis cosas y esperar mi taxi. La propietaria estaba en el mostrador cuando llegué. Su vestido negro sin forma, sus zapatos planos, la cadena-llavero rodeándole la cintura y su expresión adusta y cansada la hacían parecer más la gobernanta de una cárcel de mujeres que una cordial anfitriona.

—Su amigo, el señor Powell, se dejó algo en su habitación, señor Lennox. Una pluma. Tengo su dirección. Firmó el registro con la dirección de su empresa, así que podría enviársela allí, pero se me ocurrió que tal vez usted lo vería pronto.

—Me temo que se equivoca… No conozco al señor Powell. Lo vi por primera vez ayer durante la cena.

Ella me miró con su expresión de encargada del pabellón de mujeres.

—Pero el señor Powell dijo que lo conocía. Pidió específicamente sentarse a su lado.

Fruncí el ceño.

—Tal vez me confundió con otra persona.

En ese momento mi chófer entró en la recepción, cogió mi equipaje y nos dirigimos hacia el taxi.

—Fíjese, el tío Joe ha muerto —fue el gambito de apertura del taxista.

—¿El tío Joe? —Por un momento, mi confusión fue sincera.

—El tío Joe Stalin. Stalin ha estirado la pata. Lo han dicho en el noticiario estatal esta mañana.

Nunca había visto tan contento a mi pequeño taxista, pero ésa fue toda la conversación durante el viaje de media hora hasta el sanatorio.

—Espéreme aquí otra vez —dije cuando bajé delante del imponente edificio Victoriano. Tenía la sensación de que no tardaría mucho. Esta vez la enfermera del mostrador de entrada era más bonita y más amable, pero frunció el ceño cuando le pregunté por Wilma.

—No está aquí —me explicó—. Se dio de alta ella misma esta mañana a primera hora. Me sorprende que usted no lo supiera. ¿Dice que es su primo? —Su entrecejo se oscureció por la sospecha—. El que la recogió fue su hermano.

—¿Su hermano? ¿Está segura?

—Yo misma estaba en la recepción.

Me di cuenta de que estaba a punto de llamar a alguien. Estaba claro que no creía que yo fuera el primo de Wilma.

—Debemos de habernos cruzado —dije, y fruncí el ceño como si estuviera enfadado. Pensé durante un momento—. ¿Está absolutamente segura de que era su hermano? Es un tipo grandote, apuesto… Se parece a una versión más joven de Fred MacMurray, ¿lo conoce?, el actor de cine.

La sospecha se evaporó de su expresión.

—Sí, es ése.

Capítulo ocho

Era tarde cuando regresé a Glasgow. La primavera de Perth se había evaporado y Glasgow estaba nuevamente cubierta de
smog
. De noviembre a febrero era la peor época en la ciudad, pero siempre amenazaba con caer en cualquier momento del año, y la temperatura había disminuido drásticamente durante el día.

Mientras estaba sentado en el tren mirando cómo cambiaba el tiempo por la ventanilla, pensé en Powell. Estaba seguro de que era él quien estaba detrás del trabajo que habían hecho en mi oficina y de esa vaga sensación que tenía de que me seguían unas personas que sabían muy bien lo que hacían. Powell era un profesional y yo no me habría enterado de su participación en este asunto si él mismo no la hubiera anunciado a los cuatro vientos. Por alguna razón que aún no conseguía deducir, había querido que yo me enterara de su presencia.

Apenas bajé del tren me dirigí, con equipaje y todo, al bar Horsehead. Necesitaba un poco de la alegría de Glasgow después de Perth. Big Bob se acercó y me sirvió un whisky de centeno de la única botella que tenía en el bar que no era
scoth
.

—¿Cómo estás? —preguntó, sin su sonrisa habitual.

—Bien. ¿Qué hay?

—Uno de los chicos de Willie Sneddon pasó por aquí. Te buscaba.

—¿Deditos McBride?

—No. Uno de esos capullos que usan para los recados. Me dijo que te dijera que Sneddon quiere verte. Creo, Lennox, que estás jugando en el lado equivocado. No sé por qué te metes con gente de la calaña de Willie Sneddon.

—Es mi trabajo, Bob. A estas alturas ya deberías saberlo. Sneddon y yo somos viejos compañeros de juegos.

Después de dar cuenta del whisky me dirigí a una cabina telefónica y llamé a Sneddon. Lo puse al día sobre mi progreso hasta el momento, que era menos de lo que él esperaba o de lo que yo hubiera querido debido a que, por alguna razón que yo mismo no comprendía del todo, no estaba listo para transmitirle la convicción de Wilma de que había sido Frankie a quien habían ejecutado en la escalera del piso; lo único que tenía para respaldarla era la intuición de Wilma, y declarar algo así habría hecho que montones de mierda salieran volando para todos lados. Decidí reservarme esa información por el momento. Cuando terminé mi informe, Sneddon me correspondió contándome que tenía prácticamente a toda su gente husmeando en busca de algún dato que pasarme. Nada.

—¿Así que crees que el tío del hotel se llevó a Wilma? —Por teléfono, sin la ayuda de un entorno falsamente nobiliario y de su ropa cara, Sneddon sonaba como el tipo duro de Govan que efectivamente era.

—Estoy seguro. ¿Le suena a alguien que conozca?

—No. Me acordaría de él; para mí es importante recordar una cara. Suena demasiado fino para el clan de Martillo Murphy. Podría ser de la pandilla de Cohen, pero lo dudo. Tal vez sea un aficionado, aunque por lo que me dices parece poco probable. O tal vez pertenezca a alguna empresa de fuera de la ciudad.

—No es ningún aficionado. Es un profesional en toda regla, pero hay algo en él que no se corresponde con un gánster. Sin ofender.

—No me ofendo —dijo Sneddon sin ironía—. Les preguntaré a los muchachos, a ver si les suena de algo.

No había nada más que decir, pero hice una pausa antes de colgar.

—Señor Sneddon, ¿ha oído hablar de una mujer llamada Lillian Andrews? No sé cuál sería su apellido de soltera. —Le di una descripción de la despampanante silueta de Lillian—. Igual que el tipo de Perth, es una verdadera profesional. Y de las duras. Pero no tiene el aspecto de las que necesitan trabajar la calle.

—Hay muchas chicas sexy por ahí, Lennox, y yo no conozco a todas las putas de Glasgow. Pero por lo que me dices, tiene demasiada clase para los clubes de Danny Dumfries. Tampoco trabaja en la plaza Blythswood… Si es una puta de interiores, entonces tendrías que hablar con Arthur Parks. Le diré que lo vas a llamar. —Sonreí. Que Sneddon pusiera sobre aviso a Parks significaba que éste me daría su cooperación plena—. ¿Esta mujer está relacionada con el asunto de los McGahern?

—No —respondí—. Pero está conectada con algo que obstaculiza mi investigación, señor Sneddon. Le agradezco su ayuda.

—Lennox…

—¿Sí?

—Asegúrate de mantenerme al día con lo que averigües sobre Tam McGahern. No quiero sorpresas.

Colgué sintiéndome bastante incómodo. Si Wilma tenía razón y había sido Frankie, no Tam, el primero en morir, me estaba guardando una gran sorpresa en la manga.

Capítulo nueve

A la noche siguiente me encontraba en el único lugar en Glasgow que te garantizaba una cita. Si tenías suficiente dinero encima.

Le dije al portero, que era todo cuello, que el señor Parks me esperaba, y él me hizo pasar a lo que en otra época debió de haber sido un salón.

Park Circus estaba en el extremo occidental de Glasgow y rompía la monotonía victoriana de la arquitectura de la ciudad con un círculo de impresionantes residencias georgianas. La mayoría seguían siendo viviendas unifamiliares, ocupadas por familias moderadamente adineradas, pero algunas habían sido subdivididas en apartamentos. Arthur Parks era el dueño de la totalidad de esta casa en particular, pero la había dividido en un apartamento grande para él mismo en los pisos superiores y dos más pequeños, uno en la planta baja y el otro en el sótano. Desde estos dos dirigía uno de los negocios más lucrativos del mundo. Y, proverbialmente, uno de los más antiguos.

Entré en el apartamento de la planta baja. Había tres chicas en el vestíbulo al que me hicieron pasar, y se incorporaron todas cuando lo hice. Una tendría aproximadamente treinta años y las otras dos eran mucho más jóvenes; una parecía no tener más de diecinueve. Todas eran bonitas, tenían las curvas en su sitio y sonreían de manera seductora. Las rechacé con un gesto.

—Lo siento, chicas, he venido por negocios, no por placer.

Sus sonrisas desaparecieron de forma tan rápida y mecánica como habían aparecido y volvieron a sentarse en el sofá, donde retomaron la conversación que tenían cuando yo entré. Me senté en un gran sillón de cuero y encendí un cigarrillo. Un empresario pequeño, calvo, parecido a un pájaro y vestido con un traje inmaculado hizo acto de presencia y ellas repitieron su actuación. Supuse que el empresario estaría cerca de los sesenta años, pero escogió a la más joven de las chicas.

—No confíes en él si te ofrece una piruleta —dije cuando estaban saliendo de la sala. Las mejillas del pequeño empresario adoptaron un subido tono rojo. No hice ningún esfuerzo por disimular mi desagrado.

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