—No tengo ninguna puñetera idea sobre el asesinato de Tam McGahern. Por supuesto que si la tuviera no te lo diría, y por lo general me importaría una mierda si me crees o no. Pero realmente no lo sé y no me gusta no saber. No hace falta que te diga que en esta ciudad el conocimiento es poder, y no soy la clase de hombre que acepta no tener alguna de esas dos cosas. ¿Quién te paga para que investigues esto?
—Nadie.
Sneddon alzó una ceja en expresión de duda. Esto podría convertirse fácilmente en otra paliza para que yo entregara una información que no poseía.
—Hablo en serio. Nadie. Creo que Frankie McGahern quería que yo averiguara quién mató a su hermano, pero a mí no me interesaba. Y en ese punto las cosas se pusieron feas. La policía me advirtió de que no me metiera. Supongo que me gusta llevar la contraria, pero cuando alguien trata de advertirme con una paliza de que no me meta en algo, tiendo a ponerme testarudo.
Sneddon asintió con la cabeza lentamente, con un frío brillo de evaluación en los ojos. Parecía estar tomando alguna decisión.
—Bueno, ahora sí vas a cobrar. Averigua quién se cargó a Tam y a Frankie y yo te pagaré.
—Como he dicho, esto lo estoy investigando por mi propia cuenta…
—Ya no. —El tono de Sneddon me dio a entender que la discusión había terminado. Abrió un cajón de su escritorio de nogal y sacó un rollo denso y apretado de billetes de cinco libras—. Esto es para empezar. Aquí hay cien. Te pagaré doscientas más si me dices el nombre a mí primero.
Cogí el dinero.
—Sabe que no puedo garantizarle nada. Nunca garantizo resultados. Eso lo sabe.
—Entonces habré perdido cien libras. Pero sólo te daré las otras doscientas si me das un nombre.
—Vale —dije, como si tuviera elección—. Gracias. Veré qué puedo averiguar. Pero tendré que hablar con los otros dos Reyes. Las cosas pueden complicarse.
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él, Lennox. Sólo recuerda quién te paga. Si averiguas algo, yo tengo que enterarme el primero. Y si digo que nadie más debe saberlo, así es como será.
—Es justo —concedí—. Tal vez para empezar usted podría contarme algo más sobre Tam y Frankie. No sé mucho de ellos. Nunca me había cruzado con ninguno de los dos.
Me froté la nuca, recordando lo difícil que había sido convencer a McNab de eso.
—No hay mucho que contar —respondió Sneddon—. Un par de fenianos
[2]
tratando de prosperar. Ya conoces cómo son: si hubieran nacido una generación antes estarían cagando en una turbera. Trataron de crear un pequeño imperio; más Tam que Frankie. Tam era duro, ambicioso, y agudo como una tachuela. Frankie era sólo… —Sneddon frunció el ceño mientras trataba de encontrar un símil adecuado—… Frankie no era más que un hijoputa.
—Yo habría pensado que se dividían el trabajo a partes iguales, considerando que eran mellizos y todo eso.
—Sí, tú lo habrías pensado. Pero los sesos no estaban divididos en partes iguales. Tam y Frankie eran gemelos sólo en su aspecto. Como he dicho, Tam ponía el cerebro… y los músculos… de toda la operación. Era un cabroncete muy astuto, lo veas cómo lo veas. Frankie no. Tam dirigía todo y cuidaba a Frankie. Le echaba las sobras.
—¿Así que se llevaban bien?
—¿Cómo carajo quieres que lo sepa? Yo no me codeo con esa clase de gente, ¿sabes? Pero una vez me contaron que Frankie había presionado a una puta que trabajaba por su propia cuenta. Cuando Tam se enteró le dio a Frankie una buena paliza. Pero también me contaron que Tam pagó una fortuna para que alguien cargara con la culpa de Frankie y se tirara seis meses en el trullo, de manera que éste no tuviera antecedentes.
—¿Frankie no tenía antecedentes?
—No. —Sneddon encendió un cigarrillo sin ofrecerme otro—. Ninguno de los dos los tenía. Tam porque era listo. Frankie porque al parecer Tam hizo todo lo posible para que no tuviera manchas en su historial. Pero, como he dicho, tampoco se privó de darle alguna paliza.
—¿Qué operaciones manejaban? —pregunté.
—Tres bares: el Highlander, el Imperial y el Westfield, y un par de corredores de apuestas; dieron un par de golpes más o menos decentes y además se encargaban de la seguridad de un prostíbulo. Y tenían una pequeña operación de protección. Pero, como he dicho, Tam McGahern era un hijoputa muy astuto. Siempre estaba planeando alguna clase de fraude. Nosotros tratábamos de estar al día sobre sus actividades pero era muy escurridizo.
—Bien —dije, me puse de pie y recogí mi sombrero del recargado escritorio de Sneddon—. Veré qué puedo averiguar. Pero tal vez sea difícil. Hay muchas personas nerviosas por lo que les pasó a los McGahern, y pocos están dispuestos a hablar.
Sneddon se inclinó hacia un lado en la silla y gritó «¡Deditos!» en dirección al pasillo, detrás de mí.
—Ya conoces a Deditos, ¿verdad, Lennox?
—Pero no en su calidad profesional. —Sonreí débilmente, giré en la silla y saludé con la cabeza a la bestia que estaba en el umbral.
—Hola, señor Lennox —dijo Deditos con voz de barítono gigante, sonrió y se sentó en una silla que estaba junto a la puerta. Era un tipo amable, no demasiado brillante. Leía cómics. En ocasiones citaba el
Reader's Digest
. Torturaba gente para Sneddon.
—Esto va a ser duro de roer, Lennox —dijo Sneddon—. La gente no tiene ganas de hablar. Quiero que uses a Deditos si te topas con algo así.
—Escuche, señor Sneddon… Es que ése no es mi estilo. Sin ofender, Deditos.
Deditos McBride se quedó sentado y sonrió en silencio, formando una oscura mole amable pero amenazadora en un rincón. Las conversaciones no eran su fuerte; se había ganado su reputación haciendo que otros hablaran. El origen del apodo «Deditos» se relacionaba con su método de tortura. Consistía en quitarle los zapatos y los calcetines a la víctima, hacer uso de un cortador de pernos y recitar, con un humor irónico sorprendente, «este cerdito fue al mercado». Al parecer Deditos dejaba el dedo gordo de cada pie para el final.
—Les doy la oportunidad de que hablen antes de atacar el dedo gordo —me había explicado el por lo general lacónico McBride en una ocasión—. A menos que el señor Sneddon indique que no quiere que la persona en cuestión vuelva a caminar nunca más. No se puede mantener el equilibro sin ese dedo, ¿sabe?
—Qué interesante —había respondido yo.
—Sí… —El rostro de Deditos, grande y lleno de cráteres como la luna, resplandecía con un orgullo casi infantil—. Lo leí en el
Reader's Digest
.
Sonreí para mis adentros mientras salía de la mansión estilo falso nobiliario, falso gótico y falso respetable de Sneddon. Me las había arreglado para pasar de desempleado a empleado en menos de una hora. Y entre el cheque de John Andrews y el montón de billetes de cinco de Sneddon, ya había sumado doscientas libras a mis riquezas.
Lo único malo era que no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar. La policía urbana de Glasgow estaba respirándome en la nuca, que ya estaba bastante maltrecha; algún profesional de alto nivel le había pegado una buena revisada a mi despacho; y el podólogo Neanderthal del infierno no se separaba de mis espaldas.
Lo primero que me dispuse a hacer fue averiguar quién era la chica a la que Tam McGahern se estaba beneficiando justo antes de su prematuro fallecimiento. Nadie había mencionado ningún nombre. En otra ocasión habría invitado a Jock Ferguson a una cerveza en el bar Horsehead y se lo habría sonsacado, pero cada vez que pensaba en sus palabras de despedida en el coche era como tocar una cerca electrificada alrededor de la policía. Él era una fuente —por lo general la más importante y fiable— que esta vez no podría usar. No tenía otra elección que zambullirme directamente en el asunto e ir al bar de McGahern en Maryhill.
El bar Highlander estaba sorprendentemente exento de cualquier referencia cultural a las Highlands o a los
highlanders
. Nada de solemnes cuadros de ciervos rodeados de perros o de emperifollados príncipes, ni siquiera una amplia selección de buenos whiskys escoceses de malta detrás del mostrador. Ningún aroma a brezo bañado por la lluvia, a menos que el brezo bañado por la lluvia oliera a humo y pis. En cambio, el Highlander era un ejemplo típico de los pubs de Glasgow llenos de escupitajos y serrín que generaban inmensas ganancias. Era una factoría de empinar el codo. Los hombres que acudían aquí —no había ningún reservado ni ningún salón cómodo y especial para las damas— se esforzaban más en su consumo de cerveza, jerez oloroso o el whisky de mezcla más barato que podían encontrar que en su trabajo en los astilleros o acerías de las que habían venido directamente. Llegué al Highlander poco después de que abriera y ya estaba lleno de gente. Yo mido un metro ochenta, pero aun así me sentí en medio de un océano de gorras chatas que me llegaban casi al cuello, envuelto en una bruma marina de humo de tabaco.
—¿Todo bien, amigo? —me preguntó uno con una sonrisa de dientes amarillos. Era un joven bajo y desagradable de pelo rubio y sucio peinado hacia atrás en secciones curvas, formando ese corte de pelo típico de los años cincuenta que se conocía como «culo de pato». Hacía un esfuerzo excesivo para irradiar un aire de amenaza y amabilidad al mismo tiempo.
—Estoy bien. ¿Y tú?
—Oh, perfectamente, amigo. No te ofendas, pero tú no eres un cliente habitual de este bar. —Su compañero también sonreía con la misma falsa amabilidad—. ¿Qué te trae por aquí, si no te molesta que te lo pregunte?
Puse cara de «me has pillado».
—Soy periodista. Para ser honesto, he venido por lo del homicidio. Ya sabes, el de arriba.
Un tercer matón entró por la puerta que tenía a mis espaldas. Era más grande que los otros dos. Pero, al igual que ellos, se esforzaba demasiado en mostrarse recio.
—Fue una puñetera tragedia. Una puñetera tragedia —dijo el matón bajito y rubio—. El señor McGahern era un caballero. Trataba bien a todo el mundo. Escucha, amigo, nosotros trabajábamos para el señor McGahern. Seguimos haciéndolo, de alguna manera. Podemos darte toda la información que necesites.
—¿Sí?
—Oh, claro… ningún problema. Todo lo que necesites saber.
—¿Y por qué haríais algo así?
—Porque haremos lo que haga falta para ayudar a atrapar a los cabrones que lo hicieron —dijo el más alto, de pelo oscuro—. Para que salga en los periódicos y eso.
La mayoría de los clientes estaban apiñados en filas de a cuatro junto a la barra. En Glasgow beber era una actividad tan seria que se hacía de pie, al menos hasta que uno se desplomara. La mayoría de los que se sentaban en torno a las mesas dispersas y llenas de marcas eran más viejos.
—Vale. Sentémonos a conversar. —Señalé una mesa vacía—. Primero pagaré una ronda para todos.
Cogí sus pedidos y me acerqué a la barra. Cuando regresé dejaron de hablar entre ellos y las sonrisas volvieron a su sitio. Esto iba a ser divertido. El joven del pelo amarillo y sucio se presentó como Bobby. Sus amigos eran Dougie y Pete. Bebimos una cerveza negra agria y tibia y hablamos sobre la noche del homicidio. Bobby y sus amigos hicieron grandes aspavientos dando a entender que no les gustaba entrar en detalles en un sitio público.
—Tenemos las llaves del apartamento de arriba. Podríamos llevarte allí, amigo. Mostrarte dónde ocurrió —dijo Bobby en tono conspirativo. Hasta el momento nadie me había preguntado para qué periódico se suponía que trabajaba. Recorrió el bar con la mirada e hizo una pausa cuando un hombre de unos setenta años pasó tambaleándose—. No podemos hablar aquí.
—De acuerdo —dije.
Salimos del pub por una puerta lateral que se abría a un callejón que apestaba a orina y cosas peores. Tan pronto estuvimos a fuera, los tres matones me bloquearon. Ésa era la jugada que habían estado telegrafiándose entre ellos desde el momento en que nos vimos. Les planté cara y los miré desde arriba, mientras mi mano se cerraba en torno a la porra que guardaba en el bolsillo.
—Tú no eres periodista —dijo Bobby. La sonrisa había desaparecido y sus movimientos tenían el ritmo entrecortado de alguien que está excitado y listo para la acción—. Tú eres Lennox, el yanqui. Tú eres el que mató a Frankie.
—Si quieres jugar, pedazo de mierda —dije, avanzando hacia él y obligándolo a dar un paso atrás—, vamos a jugar. Y no importa cuántos amiguitos te acompañen; al que voy a hacer daño es a ti. Mucho. ¿Entiendes? No me gusta tu aspecto. Y no me gusta tu olor.
Saqué la cachiporra del bolsillo y hundí mi otra mano en su pecho. Él retrocedió otros dos pasos tambaleándose. Tenía la espalda contra la pared del callejón y había perdido toda confianza en sí mismo. Percibí que los otros dos se acercaban y me di la vuelta.
—En cuanto a vosotros dos… Estoy trabajando para Willie Sneddon. Así que salid cagando leches o terminaréis como vuestros jefes.
El rubio pequeño me miró entrecerrando los ojos, tratando de recuperar algo de credibilidad. Lo abofeteé, con fuerza, y hebras de aceitoso cabello rubio cayeron sobre su frente. Algunas gorras dentro del pub giraron en nuestra dirección.
—¿Qué vas a hacer ahora, capullo?
Los otros no se movieron. En cambio miraron con furia a su colega, que los había dejado malparados a todos.
—Os diré lo que vais a hacer —continué—. Ni una mierda. Porque eso es lo que sois… Ni una mierda. Nada. Vuestro jefe está muerto, el hermano de vuestro jefe está muerto. Estáis a punto de ser tragados por los grandes, así que no finjáis que estáis aquí para defender algo.
Esperé que hicieran algún movimiento. No lo hicieron. En cambio, se miraron entre sí con gesto de desorientación. Ahora mandaba yo.
—Lo que vosotros, panda de maricones, vais a hacer, es llevarme arriba, como dijisteis, enseñarme el apartamento y contarme todo lo que necesito saber.
Todito
. Y no va a haber ningún problema y no me vais a ocultar nada. Porque si lo hacéis, volveré. Y no estaré solo. Willie Sneddon me ha prestado a Deditos McBride por si tengo la impresión de que no queréis cooperar.
Ése fue el factor decisivo.
—Podemos hablar arriba —dijo Bobby, el del pelo rubio grasiento y la cara roja por la bofetada—. En el apartamento.
Obligué a los tres matones a ir delante de mí. Salimos del callejón a la calle y usamos una puerta que estaba justo al lado de la entrada principal del bar. Daba directa a un vestíbulo tan pequeño que apenas había sitio para la puerta cuando se abría. Una empinada escalera llevaba a un rellano igualmente pequeño con una puerta a la izquierda. Ése era el sitio en que a Tam McGahern le habían dado por el culo de la peor manera posible. Había algunos rastros pegajosos allí donde alguien había limpiado sin muchas ganas. Mientras subíamos alcanzamos a oír los ruidos y a sentir los olores del pub. Los tres delincuentes iban delante de mí y aprovecharon la oportunidad para intercambiar unos balbuceos. Cuando llegamos arriba, Bobby abrió la puerta.