—Oh, sí —había dicho mi compañero de conversación—. Eso es lo que nosotros llamamos
plating
(enchapar), o una
gammy
(pata coja), o una
gobble
(engullida).
Globos de goma, patas cojas, engullidas. Poco a poco conseguiría graduarme en los pintorescos encantos del Viejo Mundo.
Durante la guerra había visto con mis propios ojos lo que pasaba con una persona cuando empezaba a temblar de miedo; los dientes se sacudían y las rodillas se doblaban ante la perspectiva del combate. Pero cuando las balas empezaban a volar uno se asustaba y se agitaba demasiado como para temblar. Lo mismo ocurría con el viejo Pherson: uno veía el brillo de la navaja temblar en sus finos dedos, sentía el toque trémulo de la otra mano en la cara, y de pronto, milagrosamente, la hoja corría con suavidad y decisión a lo largo de la piel tensa como un tambor.
Pherson me estaba cortando el pelo, y las tijeras se agitaban entre corte y corte como un ave, cerrándose en el aire vacío, cuando percibí una presencia en la silla contigua a la mía.
—Tenemos que hablar, Lennox.
Miré el perfil de Jock Ferguson en el espejo que tenía delante.
—Suena oficial.
—Lo es —respondió—. Pero puedo esperar a que termines de cortarte el pelo.
Deditos apartó la mirada de su
Reader's Digest
y extendió la mano hacia la manija de la portezuela del coche cuando Ferguson y yo pasamos a su lado, pero le hice una advertencia frunciendo el ceño y con una subrepticia sacudida de la cabeza, y él volvió a acomodarse en el asiento.
No era el Morris de Jock el vehículo que nos aguardaba a la vuelta de la esquina, sino un Wolseley 6/90 negro de la policía con un conductor uniformado. Esto sería realmente oficial. Ferguson mantuvo una expresión pétrea en el rostro y no dijo palabra.
—¿De qué va esto, Jock? —pregunté.
—Ya lo verás…
Ya había deducido que Ferguson no me devolvería el favor de la invitación al restaurante italiano. El coche atravesó toda la ciudad en dirección al Glasgow Green y el Saltmarket. Cuando el chófer nos dejó delante de las puertas dobles del depósito de cadáveres municipal me di cuenta de que tampoco tenía planeado un día de diversión.
Al parecer nos esperaban. Glasgow era una ciudad de deficiencias, mayormente vitamínicas, y el asistente, el tipo inadecuadamente alegre para su trabajo que nos hizo pasar a las entrañas del edificio, tenía las típicas piernas curvadas de alguien que había padecido raquitismo. Era algo común en esa ciudad: un cuarto de la población que había vivido en Glasgow durante la década de 1930 tenía el aspecto de estar cabalgando sobre unos invisibles ponys Shetland.
El depósito de cadáveres de Glasgow se había trasladado a ese edificio en el período de entreguerras, y las paredes de azulejos blancos me recordaron a una casa de baños municipal. Bajamos por una escalera amplia y crudamente iluminada hasta llegar a una sala que estaba en el sótano.
El olor de esa clase de sitios no es lo que uno esperaría: nada de hedor a muerte, sino más bien una mezcla de jabón carbólico y un aroma un poco rancio, como si el jabón se hubiese mezclado con agua estancada. Entramos en una habitación larga y cavernosa. Tanto la temperatura como el ánimo de Ferguson habían bajado varios grados en comparación con el nivel de la calle. El alegre asistente que se balanceaba como un chimpancé nos dirigió hacia una de las puertas metálicas que se desplegaban en fila sobre la pared alicatada. Sacó una bandeja y retiró la sábana blanca que cubría el cuerpo allí almacenado.
—¿Sabes quién es éste?
Ferguson no esperaba que yo fuera a impresionarme, de modo que no aguardó a que lo hiciera. Jamás habíamos hablado de ello, pero ambos sabíamos que cada uno de nosotros había visto lo peor que la guerra podía vomitar. Había una suerte de lúgubre camaradería entre nosotros.
Miré lo que quedaba de la cara. Lo extraño era que el pelo blanco y grisáceo de la cabeza seguía perfectamente peinado, en el mismo estilo exagerado que John Andrews usaba en vida… Sin embargo, debajo del nacimiento del cabello había un corle profundo, como una abolladura en el cráneo. También se veían una gran cantidad de laceraciones a través del puente de la nariz, que estaba destrozada, otras cruzando la cuenca del ojo derecho, ahora vacía, y la mejilla. Pero lo que quedaba de la boca y de la papada débil y barbuda bastaba para que supiera con seguridad que se trataba de Andrews.
—Supongo que es una pregunta retórica —repliqué—. Sabes perfectamente quién es.
Jock Ferguson hizo un breve gesto en dirección al asistente del depósito y su postura de vaquero del Oeste para indicarle que nos dejara solos. La sonrisa del tipo no vaciló ni un momento cuando se alejó caminando como un pato hacia la puerta.
—Es bueno estar contento con tu trabajo —le dije a Ferguson. Su expresión me contestó que me reservara los chistes.
—Sí, sé perfectamente quién es. También sé perfectamente que a ti te atacaron unos hombres que se desplazaban en uno de los camiones de la empresa de Andrews. Sé perfectamente que llevas varias semanas husmeando en los asuntos de Andrews y su esposa. Y sé perfectamente, aunque no pueda probarlo, que la cara no te queda así de destrozada si te caes en una zanja con un vehículo sólido como el Bentley.
Volví a mirar la cara devastada y asentí.
—Tal vez se golpeó la cara contra el volante, diez u once veces. No lo sé, Jock… Pero me parece que a alguien se le fue la mano con una llave para neumáticos.
—Como pasó con Frankie McGahern.
Lo miré un momento. No había escapatoria.
—Igual que con Frankie McGahern —suspiré—. Hay una conexión entre Lillian Andrews, o Sally Blane, como se la conocía profesionalmente, y Tam McGahern.
—¡Lo sabía! —Ferguson levantó las manos y las dejó caer flojas en los pliegues de su impermeable—. Lo sabía, maldita sea. Has estado metiendo las narices en la mierda de este caso todo el tiempo, ¿no? Te lo advertí, Lennox, joder. Si McNab se entera de esto va a usar tu culo como hoyo de golf. Te dije que te mantuvieras alejado de este caso. No sabes en qué te estás metiendo. Créeme.
—¿Por qué no me lo cuentas tú?
La cara por lo general inexpresiva de Ferguson se acercó bastante a algo parecido a la rabia y la sorpresa.
—Tienes que estar bromeando, cabrón. No te voy a contar una mierda. —Me clavó el dedo en el pecho—. Tú vas a contarme a mí todo lo que sabes, y si no lo haces, te voy a entregar a McNab en bandeja de plata.
Miré a John Andrews, pero estaba claro que él no tenía ninguna opinión sobre este asunto. Me di cuenta de que Ferguson iba en serio. Yo le había mentido y había hecho que me ayudara mientras le mentía. Tenía buenas razones para venderme. Lo único que tenía que hacer era decirle a McNab que yo estaba metido en el caso de los McGahern y que había ocultado información importante para que el superintendente y su granjero de cara enrojecida se dispusieran a jugar a los bolos con mis huevos.
—De acuerdo —respondí en tono de resignación. Miré a Ferguson. Su rostro estaba tenso, decidido. Sabía que podía confiar en que sería honesto conmigo y también que estaba enojado porque había pensado lo mismo de mí. No sé por qué la gente hace eso.
De todas maneras, Ferguson era un tipo decente y recto, un buen policía en el que se podía confiar. Decidí mentirle de una manera decente y recta.
—La verdad, Jock, es que abandoné el caso de los McGahern. Me daba la impresión de que me causaría demasiados problemas y, para ser honesto, no veía de qué manera podría sacarle alguna tajada. Así que lo dejé, completamente.
Ferguson me miró con escepticismo.
—Pero tenía otro caso. Él… —señalé con la cabeza el cadáver de John Andrews como si él pudiera confirmar mi versión de los hechos. Desde luego, no la desmentiría—… me dijo que su esposa había desaparecido y que estaba muy preocupado por ella. Me di cuenta de que era sincero, lo que es más de lo que puedo decir respecto de la desaparición de su esposa. Lo llamé para ir a visitarlo y me dijo que ella había regresado, que todo iba de maravilla, que en realidad había sido un enorme malentendido y que lamento haberlo molestado y de paso aquí tiene una suma de dinero que es alrededor de tres veces lo que le debo de modo que muchas gracias y váyase a la mierda. Todo tan creíble como una virgen de diecinueve años de Govan. Y ésa es la razón por la que, en lugar de hacer lo que era razonable y olvidarme de todo aquello, vi a Lillian Andrews en la calle y la seguí a ella y a una amiga.
—Lo que tuvo como resultado una exhibición de tetas y un golpe en la cabeza, según recuerdo —dijo Ferguson.
—Exacto. Así que después de un rápido toqueteo y veinte puntos en la cabeza averigüé que Lillian Andrews es o era Sally Blane, una puta y actriz porno tan profesional con una polla en la boca como Larry Adler con una armónica. Luego oí algunas historias sobre un burdel de alto nivel al que sólo se accede con cita previa y que está cerca de Byres Road, en el West End. Pocas chicas, pero con mucha clase y talento. Según la historia, muchos de los hombres más importantes y bondadosos de Glasgow se cuentan entre la clientela. Yo habría apostado que Lillian Andrews era la
madame
. Ninguno de los Tres Reyes está metido en ese prostíbulo y supuse, te guste o no, Jock, que sí lo están miembros de alto rango de la policía, ya sea en los registros de clientes o como destinatarios de sobres marrones. Sea cual sea la razón, se les deja en paz. Lo que no sabía era que Tam McGahern les proporcionaba hombres para la seguridad.
—¿No acabas de decir que era independiente?
—Sí. McGahern era un contratado, no uno de los dueños. O al menos, así era al principio. Luego averigüé que McGahern estaba loco por la mujer que dirigía el burdel, quien, como ya he dicho, supongo que era Lillian Andrews. Pero en ese momento eso aún no lo sabía. Entonces de pronto recibo una llamada de una mujer que dice poseer información para mí y me ofrece encontrarme con ella en algún lugar tranquilo y apartado para que me vuelvan a partir la cabeza. Yo me niego, pero en cambio le digo que voy a estar bajo el reloj de la Estación Central. El tiempo pasa y ella no aparece. Luego, de camino al coche, un grupo de matones que sale de esa furgoneta Bedford que te pedí que investigaras me ataca.
—La que pertenece a la empresa de John Andrews.
—Pero la mujer que me telefoneó y que dijo que tenía información no era Lillian Andrews, al menos yo creo que no lo era. Lo que tenía para mí era sobre la muerte de Tam McGahern.
La cara de Ferguson volvió a nublarse.
—Entonces todavía seguías con el caso.
—No, ya te lo he dicho —mentí con indignación—. Lo había dejado. Pero cuando alguien te llama y te dice que tiene información sobre un homicidio del que la policía sospecha que tú sabes más de lo que realmente sabes, tienes que ir a verificarlo. Si hubiese averiguado cualquier cosa me habría puesto en contacto contigo directamente.
Jock Ferguson levantó una ceja. Estaba claro que pensaba en cerdos voladores y en vírgenes de diecinueve años de Govan.
—Es la verdad, Jock. Como sea, luego, y no me preguntes cómo, obtuve unas fotografías extraídas de una película pornográfica en las que una Lillian Andrews/Sally Blane más joven toca el
piccolo
de una sola nota. Todavía no sé cuál es la historia con Andrews, así que le muestro las fotos, como te he dicho, y él no parece sorprenderse. Ahora sí sé que hay algo que apesta muchísimo en todo esto. De hecho, empiezo a preocuparme por su segundad… —Volví a mirar el rostro aplastado de mi ex cliente y pensé en lo mucho que le había servido mi preocupación—. En cualquier caso, luego recibo una llamada de él y vaya si estaba asustado. Me dice que es hombre muerto y que Lillian está detrás de todo eso. Pero como soy un genio, le dijo que ya me lo contará todo más tarde, que vaya a ponerse a salvo. Quedo en encontrarme con él en un hotel de Loch Lomond.
—Pero él nunca llega.
—Exacto. Ah, otra cosa, antes de que te pongas moralista conmigo: una de las opciones que le di cuando me telefoneó era que se pusiera en contacto con un policía al que yo conocía y en quien se podía confiar. Tú.
—Si lo hubiera hecho, aún estaría vivo.
—Tal vez sí, tal vez no. Cuando le sugerí involucrar a la policía sintió pánico de verdad. He de ser honesto, Jock, fue como si él supiera que Lillian y quien sea que está metido en esto con ella tuvieran algún contacto dentro de la policía. Y eso encaja con mis sospechas de que dejaban en paz el burdel porque había contactos policiales implicados.
Ferguson frunció el ceño pero su expresión revelaba que sabía que no era imposible. Había un juego de salón en Glasgow, que por lo general se jugaba en los vestuarios de los Baños Western, llamado el cambio del sobre de papel manila. Los Baños Western eran populares entre oficiales de policía de alto rango, empresarios y miembros del Consejo de la Corporación de la ciudad.
—En fin, eso es todo lo que sé —dije, como si me hubiera quitado de encima todo lo que me pesaba. Mi actuación había sido bastante convincente, me dije a mí mismo. Pero la expresión de Ferguson, como siempre, era difícil de descifrar.
—Deberías haber acudido a mí en cuanto Andrews fue asesinado —dijo. Nuestras voces resonaron en la caverna del depósito.
—No sabía con seguridad si había sido asesinado. Y en cualquier caso, tú no tienes nada. —Señalé el cuerpo de Andrews—. Ni siquiera puedes probar que no fue un accidente.
—Pero lo que me has contado me basta para iniciar una investigación de homicidio. Una llamada pidiendo auxilio y una declaración de que su vida estaba amenazada inmediatamente anterior a su muerte. Sabemos que las muertes de Tam y Frankie McGahern sí fueron homicidios, y ahora tenemos una conexión con la muerte de Andrews.
Reflexioné sobre lo que me decía y asentí con un gesto. Sabía que no le había dado información suficiente como para probar un caso. No le había dicho nada sobre los manifiestos falsificados de envíos que Andrews me había mencionado por teléfono. Y, por supuesto, tampoco le había dicho nada sobre una cuarta muerte conectada con todo el asunto, la de Bobby, quien a esas alturas probablemente sería un mejor relleno de pastel de lo que había sido como matón. También mantuve la boca cerrada respecto a todo lo demás que había averiguado, incluyendo mi corazonada de que el sosias de Fred MacMurray y sus camaradas estaban totalmente desconectados de la banda poco competente que había tratado de secuestrarme en la calle Argyle. La verdad era que quería ganar tiempo para investigar un poco más. Ferguson era un buen policía, pero estaba acompañado de un espectro de talentos policiales que iban de lo incompetente a lo corrupto. O bien arruinarían todas las pruebas o, si yo tenía razón y alguien en la fuerza estaba en la nómina de pagos de Lillian, las enterrarían a propósito. En cualquier caso, yo no trabajaba en pos de la justicia: trabajaba para Willie Sneddon.