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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (25 page)

Hacia el final de lo que había sido, debo reconocerlo, una carrera militar más bien colorida, yo pasé bastante tiempo en compañía de la Policía Militar. En muchos aspectos fue una experiencia similar a la que había tenido desde entonces con la policía civil: estuve sentado en una habitación de paredes gruesos con un par de tipos que querían molerme a patadas. La diferencia con los gorras rojas era que ellos no podían hacerlo, porque yo era oficial.

Era como si McNab me hubiera leído la mente.

—Este tipo, Lennox, fue oficial, ¿sabe, capitán? ¿Verdad?

Asentí con un gesto.

—Sí… —McNab me miró de arriba abajo—. Era un caballero y un oficial. Ahora no es más que un capullo.

El sargento pequeñito de la gorra roja sonrió, y yo hice lo mismo. Lo que quería era golpear a McNab en su voluminosa, redonda y estúpida cara de policía. Pero sonreí.

—Si no le molesta, superintendente, no voy a mencionarlo cuando alguien pida referencias mías para un curriculum.

—Y además va de listo. ¿Sabes lo que eres, Lennox? Eres una rata de alcantarilla. Correteas por la mierda de esta ciudad y terminas enterándote de cosas. Cosas que yo no sé.

—¿Tiene algún sentido todo esto, McNab? Para ser honesto, no me gusta que me insulte gente de su calaña.

Lo encaré de frente. Empecé a sopesar las palizas que recibiría en la celda si le rompía la mandíbula a McNab y estaba convirtiéndose en una negociación cada vez más aceptable. Miré al sargento de la gorra roja, luego al mayor, y conseguí hacerles entender que si decidía seguir adelante haría que valiera la pena y me enfrentaría a todos juntos. El sargento dejó de sonreír y el joven maravilla sin mentón y con tiras en los hombros empezó a dar la impresión de que deseaba estar de regreso en Chelsea. McNab dio un paso hacia delante.

—¿Estás calculando tus posibilidades, Lennox?

—Déjalo ya, Lennox… —Big Bob se había acercado a nuestro extremo de la barra—. No vale la pena que te hagas colgar por él.

No sé si fue aquella repentina sugerencia de que McNab podría no sobrevivir al enfrentamiento, pero la cuestión es que el superintendente de pronto pareció menos seguro de sí mismo. Hubo una mínima vacilación de incertidumbre detrás de su expresión dura.

—Volveré a preguntárselo, McNab. ¿Tiene algo concreto que decirme?

—Tranquilo, amigo… —El mayor de la Policía Militar, que parecía aun menos seguro de sí mismo, se colocó entre McNab y yo. Tenía uno de esos acentos de clase alta que yo creía que se habían inventado exclusivamente para generar un efecto cómico en actores como Basil Radford y Naughton Wayne—. El superintendente sugirió que viniéramos aquí porque cabía la lejana posibilidad de que pudiéramos charlar con usted un rato. Como al parecer usted está… relacionado, por así decirlo, tal vez se haya enterado de algún rumor.

—¿Respecto de qué? —Mantuve la mirada fija en McNab.

—Anoche asaltaron un almacén textil —dijo McNab—. No se llevaron mucho y lo normal es que no hubiese sido objeto de una investigación de alto nivel, pero lo que sí se llevaron es importante. El almacén era de una empresa de uniformes de la fuerza aérea y de la policía.

—¿Qué fue lo que se llevaron?

—Fueron muy selectivos. Eligieron elementos específicos que servirían para completar cinco uniformes de la policía y tres del ejército.

—¿Y ustedes creen que alguien está planeando un robo haciéndose pasar por policía?

McNab apartó la mirada y le dio un sorbo a la cerveza.

—Así parece. Eran sólo uniformes, de todas maneras. Ni placas ni insignias, ni de la policía ni del ejército.

—No me he enterado de nada sobre eso —dije, y McNab me lanzó una mirada de sospecha—. Es la verdad, McNab. Pero sí debo decirle que no creo que fuera ninguno de los Tres Reyes. Hacerse pasar por oficiales de policía genera grandes titulares en los periódicos, atrae la atención y hace que ustedes, amiguitos, se pongan tan nerviosos que ya no se les puede tranquilizar con los sobres marrones de siempre.

McNab me miró como si fuera a darme un golpe. Le sonreí: se lo había dicho para irritarlo.

—En cualquier caso —continué—, no creo que ellos se metieran en algo así. Si uno comete un robo vestido con un uniforme de la policía añade diez años a su condena si lo atrapan.

—Quiero que hagas preguntas por ahí —dijo McNab.

—¿Y por qué iba a hacer algo así, superintendente?

—Porque podría hacerte la vida más fácil.

—Y me la podría hacer mucho más difícil si se corre la voz de que soy un soplón. Pero tal vez sí lo haga. Tengo la impresión de que a los Tres Reyes no va a gustarles que alguien haya dado un golpe así en su territorio.

No quedaba nada más que decir, así que me alejé hacia mi extremo habitual de la barra sin pedir permiso ni despedirme. McNab y los dos gorras rojas vaciaron sus vasos y se marcharon. Después de abrir la puerta para dejarlos salir, Big Bob se acercó a mí.

—Escucha, Lennox, eres un buen cliente, y un amigo. Pero si vuelves a enfrentarte a un jodido policía aquí dentro te prohibiré la entrada.

—Entendido, Bob. Ese cabrón de McNab sabe cómo irritarme. No creo que volvamos a verlo por aquí. ¿Has oído lo que se traía entre manos?

—Sí, y tienes razón. Los Tres Reyes no se meterían en un golpe haciéndose pasar por policías. Esto es de una banda de fuera, o un puñado de jovenzuelos pasándose de listos.

—No lo creo. Tiene pinta de que llevaban una lista de la compra.

Vacié mi whisky y Big Bob volvió a llenarme el vaso sin que yo se lo pidiera.

—Invita la casa —dijo—. Da la impresión de que lo necesitas de verdad.

—Ha sido un día muy largo.

—Ha venido alguien a eso de las ocho y ha preguntado por ti… No me ha dicho su nombre.

—¿Qué aspecto tenía?

—Mierda… No lo sé… —Big Bob se frotó el mentón con aire pensativo, hasta que una expresión de reconocimiento le iluminó el rostro—. Era un cabrón grande y feo; muy grande y muy feo. Ah, sí… había otra cosa: tenía una impresionante cicatriz de navaja en la mejilla derecha, como si le hubieran rajado hace tiempo.

—Un cabrón feo y grande con una cicatriz de navaja… —repetí. Pensé en la mitad de los tíos duros con los que trataba, en sus madres, incluso en algunas de las mujeres con las que había estado desde que me había mudado a esta ciudad—. Estamos en Glasgow, Bob. Tendrás que ser más específico.

Big Bob se echó a reír.

—No podrías confundirlo. Un tipejo realmente enorme. Más que yo.

—¿Dejó algún mensaje?

—Sólo que quería hablar contigo. De negocios.

Reflexioné durante un momento.

—Dices que tenía una cicatriz. ¿Y no era reciente? ¿Por casualidad no llevaba una venda en la mejilla?

—No, era antigua. Pero sí que tenía pinta de tío duro. Ah, sí, una cosa más… llevaba un traje oscuro a rayas, como si fuera un empresario.

—Acaso no van todos así —respondí, y le di un sorbo a mi whisky. El hecho de que no fuera el tipo que había perseguido por toda la ciudad no significaba que no fuera uno de los socios de Lillian. Tuve la extraña sensación de que pronto volvería a tener noticias de ellos. No habían conseguido asustarme, y me olía que me ofrecerían alguna clase de pacto.

El monstruo del traje a rayas estaba esperándome fuera. La descripción de Bob me había parecido demasiado imprecisa, pero cuando lo vi me di cuenta de que nada encajaba mejor que «un cabrón feo y enorme con una cicatriz de navaja». Estaba apoyado en un coche, presumiblemente el suyo, y no era el 16/6.

Cerré la mano en torno a la porra que llevaba en el bolsillo. No me asusto con facilidad y había estado dispuesto a golpear a McNab y a enfrentarme a las consecuencias, pero este cabrón pertenecía a una liga completamente distinta. Medía por lo menos dos metros de altura y compararlo con un armario ropero habría sido completamente insuficiente: supuse que podría haberme matado con sólo caerse encima de mí. Pero no era su complexión lo que me preocupaba. Tenía el aspecto de una persona que había segado vidas, un asesino. Me alegré de llevar la porra pero deseé estar equipado con algo más sustancioso, como mi llave para desmontar neumáticos o un arma de fuego. O un tanque. Supuse que la última vez que ese tipo había estado en un combate lo más probable era que hubiera terminado noqueado por un niñito judío con una honda. Se incorporó del coche cuando me vio y me sorprendió que no lo dejara abollado.

—¿Señor Lennox? —me preguntó con un tono de barítono que seguramente habría hecho temblar las ventanas de Paisley. Al menos era un asesino con buenos modales.

—¿Quién quiere saberlo? —dije, tratando de calcular cuánto debía de medir Goliat.

—Me manda el señor Sneddon. Deditos y yo se supone que debemos cuidarle. Traté de encontrarle antes pero no estaba en su casa.

Se acercó hacia mí y se hizo todavía más grande. Sí que era un cabrón muy feo: parecía que hubiese molido a golpes a la mitad de la población de Glasgow usando su cara como instrumento contundente. Y también tenía la cicatriz que había mencionado Bob: un surco largo y profundo en la mejilla. Me impresionó el alcance del ambicioso, y probablemente finado, glasgowiano que se la había hecho.

—Por favor, no me digas que llamaste a la puerta de mi casa… —Imaginé a la señora White abriendo la puerta y preguntándose por qué se había apagado la luz.

—No, no… Vi que su coche no estaba. El señor Sneddon me dijo que fuera discreto. Se supone que debo decirle que estamos cubriéndole las espaldas y que si necesita ayuda lo único que tiene que hacer es gritar o algo así.

Suprimí una mueca ante la idea de que este bicho de dos metros de altura y ciento cincuenta kilos pudiera ser capaz de algo semejante a la discreción.

—Me habríais sido de utilidad hoy. ¿Conoces a alguien que conduzca un Austin 16/6?

Goliat se encogió de hombros; lo que resultó impresionante, considerando el tamaño de aquellos hombros.

—He tenido un encontronazo con un tipo en un 16/6. Me ha estado siguiendo todo el día y yo he supuesto que sería alguno de vosotros.

—No.

—Si vas a cubrirme las espaldas, ¿podrías prestar atención a ello? Un Austin 16/6 azul oscuro o negro.

—Ningún problema, señor Lennox.

—Ahora me voy a casa. Esta noche ya no voy a necesitarte.

—Vale —dijo Goliat en tono amable y con su voz de barítono digna de una escala Richter—. Pero voy a seguirle hasta allí. Sólo para asegurarme, o algo así.

—Entiendo que tú eres Semple —dije mientras abría mi coche—. El señor Sneddon me habló de ti. ¿Cuál es tu nombre de pila?

—Todos me llaman Pequeñito —dijo sin asomo de ironía—. Pequeñito Semple.

Capítulo veintidós

Siempre hay un momento, cuando te despiertas por la mañana, en que te encuentras temporalmente fuera de tu vida. Nos ocurre a todos: esa sensación de felicidad o satisfacción o inquietud o desesperación que no puede atribuirse a nada concreto. Te quedas allí tumbado y piensas: «hay una razón por la que me siento así pero no consigo recordar cuál es».

Cuando desperté a la mañana siguiente la sensación de mis entrañas se acercaba más a la de «un día nuevo, la misma mierda» que a la de «otro día, otro dólar». Luego, igual que los ladrillos de mentira caían sobre la cabeza de Oliver Hardy, toda la mierda del día anterior fue cayendo pedazo tras pedazo en mi memoria. Fumé tosiendo mi primer Player's Navy Cut del día sin salir de la cama. Me quedé tumbado un momento contemplando la idea de quedarme así el resto del día o de averiguar, finalmente, si aquel billete a Halifax, Nueva Escocia, seguía siendo válido.

A pesar de que me parecía una mala idea, me levanté, me aseé y me puse una camisa cara y elegante, una corbata de seda y mi mejor traje. No me afeité; en cambio, decidí que iría a Pherson's y haría que me afeitaran y me cortaran el pelo. Sentía que aquél sería uno de esos días, y nada como que te calcinen la cara con una toalla hirviendo para prepararte para veinticuatro horas de mierda.

Había un Sunbeam Talbot 90 aparcado en la puerta de mi residencia y cuando pasé al lado del coche, Deditos McBride apartó la mirada de su
Reader's Digest
y me sonrió con cordialidad. Era obvio que Pequeñito había quedado libre, y probablemente estaría descansando encima de algún tallo de judías.

Me dio la impresión de que Deditos había agradecido la interrupción: toda una página del
Reader's Digest
de una sentada tal vez le habría provocado dolor de cabeza. Deditos no sólo movía los labios cuando leía: también los movía cuando el que estaba leyendo era otro. Le informé de que iría andando a Pherson's para que me cortaran el pelo y le pregunté si podría recogerme allí media hora después.

Pherson's estaba en el West End, el lado occidental de la ciudad, cerca de la calle Byres, de modo que no se encontraba lejos de mi residencia. Yo no sabía dónde se había perdido el «Mac», pero nadie hablaba de MacPherson's, sólo de Pherson's. La verdad era que ese lugar me gustaba mucho. Una buena barbería en Glasgow en pleno siglo XX era el equivalente de un comedor de la época Regencia una vez que las damas se retiraban: un refugio de masculinidad. En alguna ocasión había oído que el poste rojo y blanco de los barberos era el símbolo de los antiguos barberos cirujanos: sangre y vendas. No era cierto. Era una gran polla a rayas que indicaba que aquél era territorio de hombres.

Pherson's apestaba a aceite de macasar para el cabello, ungüentos picantes, loción para después de afeitarse y testosterona. Esto resultaba extraño, puesto que el viejo Pherson, un hombre de aspecto frágil que parecía un pájaro, de unos sesenta años y cuyo cabello tenía un color negro nada natural para su edad —en realidad, un negro nada natural para la especie humana— era más maricón que un palomo cojo.

Éste era el sitio al que iba cada quincena, o cada
fortnight
como llamaban en Gran Bretaña a los períodos de dos semanas, me hacía cortar el pelo y me daba el gusto del afeitado más apurado que uno podía conseguir en Glasgow —con excepción de calificar a Martillo Murphy de cabrón irlandés de los pantanos y cara de mierda desde un coche a toda marcha justo antes de emigrar al otro lado del planeta—. Pherson's era también donde compraba mi suministro habitual de profilácticos, aquí llamados
rubber johnnies
(globos de goma). Las diferencias en este tipo de expresiones eran asombrosas. En una ocasión había tratado de explicarle a un oriundo de Glasgow que
blow job
(soplarla) era la expresión estadounidense y canadiense para una relación.

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