May me levantó el ánimo apareciendo desnuda salvo por sus medias y su liguero. Se tumbó a mi lado en la cama y nos consumimos en nuestro acto de acentuada apatía. Al menos, primero apagué mi Player's. En Escocia, eso me convertía en Valentino.
Luego ella preparó café y lo trajo al dormitorio. Encendí un cigarrillo para ella y otro para mí.
—¿Nunca te dan ganas de empezar de nuevo? —me preguntó de pronto.
—Ésta es mi manera de empezar de nuevo —dije, y exhalé un tenue círculo de humo hacia el revoque agrietado del techo—. Empecé mi vida rico y satisfecho, pero lo que un hombre puede soportar tiene un límite. Ahora mi vida es mucho más colorida, principalmente azul y negra.
—Hablo en serio. Quiero salir de esta ciudad, Lennox. Quiero casarme y tener hijos antes de que sea demasiado tarde.
—May…
—No te pongas nervioso —dijo ella, lanzando una carcajada amarga—. No te estoy proponiendo nada. No llegué por el Clyde en una canoa; sé exactamente lo que significo para ti, Lennox. Pero a veces necesito hablar. ¿Tú no necesitas hablar a veces?
—Oh, sí. Yo hablo. Hablo hasta aturdirme.
—Quiero salir de Glasgow. Escaparme de esa puñetera barra del hotel y marcharme a alguna parte donde nadie sepa nada sobre mí. A algún lugar aislado del resto del mundo como Sudáfrica o Australia, o el centro de la condenada jungla africana.
—Deberías pensar en Paisley —dije—. Está todavía más aislado de la civilización, pero puedes llegar en autobús.
—Hablo en serio. Esta ciudad es una mierda. Mi vida es una mierda. Aquí todos creen que saben quién soy, qué soy. Saben todo sobre mí. En esta puta y horrible ciudad todos creen que el universo gira en torno a Glasgow, y no pueden ver más allá. La verdad es que ésta no es una ciudad: es una aldea llena de pequeños capullos estúpidos y racistas. La odio. La odio, maldita sea. —Se mordió el carmín de su labio inferior.
Le acaricié el brazo.
—Entonces, ¿por qué no te vas?
—¿A hacer qué? —dijo, apartándose—. Necesito dinero, Lennox. Una cantidad de dinero que no puedo conseguir trabajando en el bar del hotel o ayudándote con tus fraudes de divorcio. Supongo que no conocerás a ningún viudo rico y solitario, ¿verdad?
El chiste me alarmó durante un momento.
—Antes sí, a uno. Pero ya no lee la sección de los corazones solitarios.
Algo me molestaba. Todo lo que Lillian Andrews hacía estaba meditado y planeado con mucho cuidado. Probablemente gran parte de eso se debía a su relación con Tam McGahern. Mafeking Jeffrey me había contado que los antecedentes bélicos de McGahern lo caracterizaban como inteligente, organizado y un estratega natural. Pero lo que más había hecho mella en mí era lo que había dicho May sobre el hecho de que en Glasgow nadie pensaba más allá de aquel horizonte urbano y repleto de casas de vecinos. Cada vez se volvía más claro que eso exactamente era lo que Tam había tenido en mente.
Nada de lo que había oído respecto del prostíbulo de clase alta del West End, del que nadie parecía saber mucho, parecía tener sentido. Yo había visto la casa que habían usado; no era nada fácil de encontrar. Pensé en la afectada ama de casa de Kelvinside que había atendido a la puerta. No me la podía imaginar dando indicaciones a los clientes que se habían perdido. «Oh, mucho me temo que se han equivocado de puerta, señores, el prostíbulo es tres casas más allá, justo entre la consulta del odontólogo y la oficina del contable…». Los clientes bien relacionados de Lillian sabían exactamente dónde ir. Entonces, ¿quién les indicaba el camino?
Usé el teléfono del vestíbulo para llamar a Willie Sneddon. Compartí con él mis ideas y le pedí permiso para presionar a Arthur Parks.
—¿Crees que Parky estaba metido con esa otra banda? —preguntó Sneddon.
—No lo sé. Pero alguien mandaba allí a la clase adecuada de clientes. Parks opera en la gama alta de este negocio; tal vez se reservaba a los mejores para este sitio especial.
—No… —dijo Sneddon, después de un momento de silencio—. Parky sabe que lo clavaría al puto suelo si me hace una jugarreta como ésa.
Me estremecí. Por lo que había oído sobre las técnicas de Sneddon para mantener su poder, aquello no había sido ninguna metáfora.
—Tal vez pensó que valía la pena correr ese riesgo —dije—. O tal vez los clientes que él redirigía a ese burdel no habrían ido al suyo en ningún caso.
—Un negocio marginal es un puto negocio marginal —dijo Sneddon—. Nadie trabaja para mí y hace sus propias operaciones por otro lado. Parky no es el hombre que buscas.
—De todas maneras me gustaría presionarlo, tal vez acompañado de Deditos o de Pequeñito.
—De ninguna manera. Parky es de los que me reportan más ganancias. No quiero que se sienta… disgustado.
—Entonces al menos déjeme hablar con él otra vez —dije—. Tal vez no sea él quien suministra los clientes. Debo admitir que cuando le enseñé una fotografía de Lillian Andrews pareció sincero cuando dijo que no la conocía, aunque sí le recordó a otra persona. Pero es posible que se haya enterado de alguna otra cosa, o que me oculte algo.
—Como ya te he dicho, Lennox, no quiero que Parky se disguste. Ya sabes lo impacientes que se ponen estos traga almohadas. Tú averigua lo que tienes que averiguar sin ponerlo nervioso. Y deja a Deditos y a Pequeñito fuera de esto. Además, yo no iría a visitarlo a esta hora de la noche. Éste es el momento de mayor actividad. Parky cierra entre las siete de la mañana y las tres de la tarde. Lo llamaré para avisarle de que pasarás a perturbar sus asquerosos sueños mañana por la mañana. Le aconsejaré que se muestre colaborador. Eso debería bastarte.
Accedí y colgué el teléfono. No estaba muy feliz con la forma en que se habían dado las cosas. Más allá de si Parks estaba implicado directamente o no, mis instintos me decían que había que presionarlo para que soltara todo lo que sabía. Y Sneddon acababa de prohibirme que lo hiciera.
Me acosté en la cama con las luces apagadas y fumé. Tenía toda clase de basura en la cabeza, revoloteando como abejas atrapadas en un jarro. No podía dejar de pensar en lo que May había dicho y en la desesperación con que lo había hecho. Pensé en Lillian Andrews y en su pelo oscuro y sus largas piernas. Luego, por alguna razón que no pude deducir, pensé en Helena Gersons sentada como un hermoso pájaro en una jaula de arquitectura georgiana. Hubo algo entre nosotros una vez, algo verdadero. Pero cada uno de los dos, a nuestra manera, estábamos tan destrozados que no queríamos nada que nos hiciera sentir. Aun así, no era aquello lo que me había hecho pensar en ella; lo hice porque si Arthur Parks había estado suministrando clientes a la operación del West End, entonces el siguiente nombre en la lista era el de Helena. Después de todo, había una historia de mentiras entre nosotros. Pero, más que ninguna otra cosa, lo que me irritaba y no me dejaba dormir era lo que había dicho May.
Desayuné en una cafetería de la calle Byres antes de dirigirme hacia la zona del Park Circus. La lluvia estaba tomándose un respiro y el sol trataba de colarse, pero Glasgow le vomitaba su humo matinal en la cara. Me senté junto al ventanal de la cafetería a comer jamón con huevos, o bacon con huevos, como lo llamaban aquí. Miré cómo pasaba el mundo: un hombre de más edad con un raquitismo peor que el del asistente del depósito de cadáveres caminaba con paso de pato. Parecía medir menos de un metro cincuenta, pero ociosamente me pregunté si enderezado no llegaría al metro ochenta. Hizo una pausa, se inclinó hacia delante, apretó con el pulgar una de las ventanas de la nariz y expulsó el contenido de la otra sobre la acera con una violenta exhalación. Un repartidor aparcó su carro, tirado por un caballo Clydesdale, justo delante del ventanal, arruinándome la vista de la vida callejera de la Glasgow cosmopolita. El Clydesdale retorció su cola y salpicó el asfalto con estiércol que humeaba en la fría luz de la mañana. Oré una pequeña plegaria de agradecimiento por no haber terminado en algún sitio menos sofisticado, como París o Roma.
Los antiguos griegos eran grandes porque sabían leer los presagios. Yo debería haber leído el augurio en la mierda del Clydesdale: me habría ahorrado un día endemoniado.
Regresé caminando por Great Western Road y entré en los círculos concéntricos de la zona de Park Circus. Cuando llegué a la residencia de Parks, todas las ventanas tenían las cortinas corridas. No había ningún portero de cuello de toro vigilando la entrada, y el brillo rojo profundo de la puerta principal, de paneles georgianos, se combinaba con la piedra de las paredes, ennegrecidas de hollín, dando la impresión de que era la puerta trasera del infierno. O la puerta trasera del infierno durante la pausa del té. Tiré de la cuerda de la campanilla y di unos golpecitos con la ornamentada aldaba. Después de unos minutos me di cuenta de que no recibiría respuesta. Pero cuando Willie Sneddon te decía que esperaras a alguien, tú esperabas. Empecé a sentirme inquieto por el hecho de que no pareciera haber nadie en la casa.
Una cosa extraña sobre la fraternidad criminal es que sus miembros por lo general confían mucho en que todos los demás respetan la ley. Bajé los escalones hasta el nivel del sótano y encontré una ventana ligeramente separada del marco. Me deslicé por ella hacia un pequeño dormitorio. O más bien, una habitación con una cama; me dio la impresión de que allí no se dormía mucho. Estaba decorada con un empapelado rojo y negro con motivos búlgaros y en una de las paredes colgaba un amplio espejo de marco dorado que ofrecía una buena vista de la cama. Muy romántico. Había dos cuartos más en el sótano, un pasillo y las escaleras que subían a la planta principal. Reconocí la sala de espera en la que había hablado con Parks antes. De allí salían cuatro dormitorios, todos vacíos. Un vago hedor a humo rancio de cigarrillo, perfume y whisky flotaba en el aire. De alguna parte venía el suave sonido de una radio, en la planta superior. Llamé a Parks pero no hubo respuesta. Una escalera muy ornamentada llevaba al piso siguiente, donde yo sabía que Parks tenía sus aposentos.
Cuando llegué a lo alto de la escalera la decoración se volvió menos chillona y más elegante. La música de la radio estaba más fuerte: Guy Mitchell me informó de que olla «llevaba una boa roja». Avancé por el rellano y llegué a una sala grande y luminosa. Las paredes tenían colores brillantes y estaban interrumpidas con litografías enmarcadas y carteles de diferentes producciones teatrales. Los muebles eran modernos y de buen gusto y también contrastaban con la artificial y chillona perversión victoriana de la decoración escogida para el área «de trabajo» de la casa.
—Hola, Arthur —le dije a Parks. No respondió. Pero claro, yo no esperaba que lo hiciera. Tan pronto entré en la sala y mis ojos se encontraron con los de él, supe que sólo uno de nosotros podía ver. Estaba sentado en medio de la sala. Alguien había apartado de un empujón la mesa lateral y el sofá para dejar suficiente espacio para ocuparse de Parks, a quien habían atado a una silla de la cocina. Y sí que habían trabajado en él. La mandíbula estaba ubicada en un ángulo totalmente incorrecto respecto de la cara. Tal vez habían tratado de arreglarle los dientes inferiores. Tenía la mayor parte del rostro hinchado con bultos purpúreos de carne estirada. Lleva tiempo hacerse unos moretones e hincharse de esa forma, por lo que supuse que quien fuera que había matado a Parks, había tardado mucho en hacerlo.
Parks iba vestido sólo con un chaleco y calzoncillos, y la carpeta de color claro debajo de la silla tenía una mancha oscura de sangre y orina. La lengua le colgaba por encima de la mandíbula dislocada y sus ojos me miraron saltones, como enfatizando una idea: sí, estoy jodidamente muerto. Hice caso omiso del olor y me acerqué a examinarle el cuello. Lo habían estrangulado con algo grueso, como un cinturón, y se veían marcas azules y negras, como telarañas, en los puntos donde los vasos capilares habían estallado.
El asesinato de Parks tenía todos los sellos distintivos de un prolongado interrogatorio bajo tortura seguido de una ejecución. Bueno, también era verdad que, ése era el patio en el que Parks había jugado. Y era el patio en el que yo jugaba. Era absurdo pensar que Sneddon podría haber estado detrás de eso, poro yo no había visto a Deditos desde el día anterior y de pronto me vi haciendo un rápido inventario de los dedos de los pies desnudos de Parks.
Me senté en el sofá que habían empujado a un lado y contemplé a Parks. No sirvió de nada: él no me proporcionó ninguna sugerencia de qué hacer a continuación. Aunque sí obtuve una pista cuando oí las urgentes sirenas de unos coches patrulla que se acercaban. Muy bonito. Una vez más pensé en MacDonald, el delantero derecho adolescente de hockey sobre hielo que literalmente podía correr en círculos a mi alrededor. Me estaban incriminando y exhibiéndome como culpable en un marco mejor que los carteles de teatro que estaban en las paredes de Parks. Las sirenas de la policía parecían estar a una manzana de distancia pero lo bastante cerca como para descartar de plano una huida por la puerta delantera. Corrí hacia la cocina. Era estrecha y tenía una enorme ventana guillotina que daba a la parte trasera de la casa. La policía mandaría un coche atrás pero su principal atención estaría enfocada en la puerta delantera. Abrí la ventana. Había un caño que se abría en un ángulo agudo del punto en que el desagüe de la cocina descendía para unirse al caño descendiente principal. Deslizarme por esa tubería no sería muy difícil, pero avanzar por el caño de la cocina hasta ella sí lo sería.
Aun así, tampoco tendría que ser un problema, pensé. Si me encontraban en el patio trasero de Parks con los tobillos destrozados después de tratar de escapar del piso en el que encontrarían su cuerpo torturado y asesinado, no haría falta explicar demasiado.
Me deslicé por la ventana y palpé el ángulo agudo de la tubería con las puntas de mis zapatos Hush Puppies. Me quité el sombrero y lo arrojé al patio de abajo, tratando de aferrarme a la pared de piedra arenisca. Descendí arrastrándome y apoyé el peso de mi cuerpo sobre el alféizar. Mientras me acercaba a la tubería principal, oí que las sirenas de la policía sonaban más fuerte. Me sería imposible mantener el equilibro en la tubería que salía de la cocina; tendría que cruzarla rápidamente y balancearme hacia la principal, esperando poder agarrarme a ella con la firmeza suficiente.
Doblé las rodillas y me impulsé de lado, estirando los brazos hacia el caño. Me raspé los nudillos en la pared de piedra, lo que me causó dolor, pero logré aferrarme de una manera bastante decente. La manga de la chaqueta de mi traje se enganchó en el soporte de la tubería y oí cómo se rasgaba la tela. Me arrastré hacia abajo lo más rápido que me atreví y caí de cuclillas sobre las losas del patio. Contuve el aliento y traté de incorporarme. Los tobillos no se habían roto, pero la espalda me dolía un huevo. Recogí el sombrero y corrí por el pequeño patio; luego salí al callejón.