La seguí hasta la cocina de su apartamento. Ella se apoyó en la encimera con los brazos cruzados.
—No tiene muy buen aspecto —añadió, sin tono de preocupación—. Señor Lennox, no puedo aceptar que la policía golpee a la puerta de mi casa a cualquier hora de la noche.
—¿Quiere que me marche, señora White?
—No he dicho eso. Pero éste es un barrio decente. Han venido bastantes vecinos a preguntarme qué ocurría. Ya lo toman por un asesino sanguinario.
—¿Usted cómo sabe que no lo soy?
—Supongo que en ese caso no lo habrían dejado en libertad. —Encendió un cigarrillo y arrojó el paquete sobre la mesa de la cocina—. Sírvase. Tengo que pensar en mis hijos, señor Lennox. No quiero que se expongan a esta clase de cosas.
—Era un testigo, señora White. No un sospechoso.
—No sabía que la policía sacaba a los testigos de sus casas medio dormidos en plena noche.
—Les llevó un tiempo deducir que era un testigo.
Sorbí el té. Estaba dulce y caliente y me calmó el dolor de cabeza. No estaba de humor para un interrogatorio de la casera.
La furgoneta del panadero hizo sonar su claxon en la calle y ella se excusó con un tono de «aún no hemos terminado», cogió su monedero y salió a paso vivo. La observé mientras se marchaba. Era delgada, tal vez excesivamente. Era una mujer atractiva, con mejillas como las de Kate Hepburn y unos ojos que habrían sido más bonitos si no fuera por la perpetua sombra de cansancio y tristeza que le cubría el rostro. Fiona White no tendría más de treinta y cinco o treinta y seis años, pero parecía mayor.
Yo había empezado a sentir cariño por la triste y pequeña familia White, que ya había aceptado que su padre y marido yacía en el fondo del Atlántico, pero aun así parecía seguir esperando su regreso de una guerra que había terminado mucho tiempo atrás. Bebí el té.
—Entonces… ¿preferiría que me marchase? —volví a preguntarle cuando volvió.
—No quiero que esta clase de cosas vuelva a ocurrir. Eso es todo lo que digo por ahora, señor Lennox. En caso contrario, creo que deberá buscar alojamiento en otra parte.
—Me parece justo. —Terminé la taza y me incorporé—. No volverá a ocurrir, señora White. De paso, gracias por decirle a la policía que estuve aquí toda la noche. Eso me ahorró un montón de… incomodidades, podría decirse.
—Sólo les dije la verdad.
La policía se había esmerado en mi habitación y tardé media hora en reordenarla. En realidad mi apartamento consistía en los dos dormitorios de la planta superior y un baño, según la disposición original de la casa. Eran cuartos de buen tamaño y tenían grandes ventanas de guillotina que dejaban entrar mucha luz y que daban a Great Western Road. El mayor de los dormitorios se había convertido en una sala con cocina. La señora White era justa con el alquiler, pero seguía siendo bastante caro.
Lo primero que revisé fue el ejemplar de
Lo que nos espera
de H. G. Wells que había encajado en medio de las estanterías. Lo abrí y verifiqué que el hueco que tenía en el medio seguía lleno de grandes, blancos y crujientes billetes de cinco libras del Banco de Inglaterra: mi oro de los Nibelungos de Alemania, que había conseguido aumentar durante mi estancia en Glasgow. Tenía muchos libros y me había parecido un escondite bastante seguro; los policías no suelen ser un grupo muy literario. Lo siguiente fue verificar que el suelo debajo de la cama estuviera intacto. Levanté el segmento que había cortado y revisé debajo de las tablas. Mi mano rodeó un objeto pesado y duro envuelto en hule.
Seguía allí. Por si lo necesitaba.
Dormí la mayor parte del día, pero a la mañana siguiente me levanté temprano, me bañé, me afeité y me puse uno de mis trajes oscuros más elegantes. Necesitaba sentirme limpio y renovado. El dolor de la nuca seguía molestándome, por lo que tomé prestado un par de aspirinas de la señora White. Pero había algo más que me incordiaba, aunque no conseguía saber qué era. En todos los diarios se hablaba del homicidio de Frankie McGahern y yo había percibido una frialdad aún mayor en la actitud de la casera.
El racionamiento de petróleo había terminado hacía dos años, pero yo había adquirido la costumbre de dejar el coche en casa si sólo iba a la oficina. Cogí el tranvía hacia el centro y abrí el cerrojo de la puerta de mi despacho, que ocupaba una sola habitación en la calle Gordon. Muchas veces había pensado en abandonarlo, teniendo en cuenta que la mayor parte de mis operaciones se dirigían desde el bar Horsehead, pero había razones legales y fiscales que me hacían conservarlo. También me proporcionaba algún que otro caso de personas desaparecidas, divorcios o robo en fábricas; alguna sordidez legítima para enseñar a la policía y a los de Hacienda.
El despacho fue lo que más me perturbó.
Mientras la policía había arrasado mi piso con su habitual delicadeza elefantina, no había ninguna señal exterior de que alguien hubiera estado en mi oficina, y mucho menos que la hubieran revisado. Pero me di cuenta de que sí lo habían hecho. El ángulo del teléfono sobre el escritorio, la posición del tintero, el hecho de que la silla estuviera acomodada con delicadeza en el hueco del escritorio… era un trabajo verdaderamente profesional. Quien fuera que lo había hecho estaba entrenado para revisar sin que lo detectaran. La policía nunca se preocupaba por eso.
Después de hurgar en cada cajón y en cada expediente, estuve seguro de que no faltaba nada de la oficina. Examiné la puerta, prestando especial atención al ojo de la cerradura. No había ninguna señal de una entrada forzada, ni siquiera de que alguien hubiera estado manipulándola, y yo tenía el único juego de llaves. El o los que lo habían hecho eran hábiles, muy hábiles. Y no tenía duda de que si hubieran sido ellos quienes revisaron mi casa habrían encontrado tanto mis ahorrillos como el paquete que tenía escondido debajo de las tablas del suelo. Pero tenía la sensación de que no me enfrentaba a ladrones comunes y, en cualquier caso, habría sido mucho más difícil entrar y salir de mi apartamento con la señora White allí.
Traté de sacármelo de la cabeza y de concentrarme en el caso de una persona desaparecida en el que estaba trabajando. Esa clase de encargos era esencial: un cliente legítimo que me diera y me exigiera recibos significaba que tendría algo convincente para mostrarle al inspector de impuestos. Al menos el cincuenta por ciento de mis clientes trataban de no molestar al hombre de Hacienda y debo admitir que a mí también me gustaba aliviar su trabajo un poco. El caso al que me había dedicado desde la semana anterior era el de la esposa desaparecida de un empresario de Glasgow. Era joven, bonita y animada, y él era de mediana edad, barrigón, con mala dentadura; definitivamente no era Robert Taylor. Formaban una evidente pareja despareja basada en el dinero, y yo ya sabía que no podría darle a mi cliente el final feliz que él esperaba.
Decidí concentrar la atención en la esposa que había desaparecido. Quizá si fingía que todo el asunto de McGahern jamás había ocurrido, éste se esfumaría. Telefoneé a la oficina del marido, John Andrews, y quedé en que me encontraría con él en su casa a las seis de la tarde.
Glasgow era una ciudad de camisas arremangadas. Durante cien años su única razón para existir había sido servir como fábrica del Imperio. La Revolución industrial había nacido aquí con un grito de metal y molinos atronadores. Los buques mercantes y militares de Gran Bretaña se construían aquí. Las enormes maquinarias que daban energía al Imperio británico se ensamblaban aquí. El combustible para impulsar esas maquinarias se extraía de esta tierra. Glasgow era una ciudad donde toda pretensión de refinamiento sonaba falsa, donde los chalets de los magnates se codeaban con las chabolas. Bearsden estaba al norte y se vestía como si fuera Surrey, sin embargo estaba a corta distancia, una distancia mugrienta de hollín, del violento y sórdido Maryhill. La casa de John Andrews estaba alejada del murmullo de la calle y se ubicaba en el centro de un jardín espacioso y arbolado. Yo no entendía del todo bien a qué se dedicaba Andrews; era una de esas ocupaciones que se resumían en una generalización poco clara: «importaciones y exportaciones», esa clase de cosas. Fuera lo que fuese lo que hacía, era rentable. Ardbruach House, la casa de Andrews, era una construcción victoriana de tres pisos, edificada tanto para impresionar como para la comodidad. La verdad era que yo no tenía nada nuevo que contarle a Andrews, principalmente porque había abandonado el caso de su esposa después de todo lo que había ocurrido desde mi encuentro con Frankie McGahern.
Andrews había estado brusco al teléfono. Le molestaba que lo llamara a su oficina, a pesar del nombre y de la empresa falsos que me había dado como código para su recepcionista. Pero cuando aparqué en su mansión, él me esperaba en la puerta con lo que parecía una sonrisa estudiada, de las que tiemblan en las comisuras de los labios.
Era un hombre pequeño, regordete, de pelo gris blanquecino y una bolsa de grasa bajo unas mandíbulas débiles. Llevaba un clavel del día en el ojal de su traje de sesenta guineas. Cuando me estrechó la mano, su carnosa palma estaba húmeda.
—Lamento que haya desaprovechado el viaje, señor Lennox. No he tenido tiempo de llamarlo. ¡El misterio está resuelto!
Encogió profundamente sus pequeños hombros en un gesto tan falso como su sonrisa. Todo esto me daba muy mala espina. Y, después del episodio McGahern, me habría venido bien un poco de sinceridad.
—Señor Andrews, ¿hay algún problema?
—¿Problema? —Se rio, pero apartó la mirada—. Todo lo contrario. Me temo que ha sido un terrible malentendido. Lillian me telefoneó esta tarde, poco después de que usted y yo habláramos. La habían llamado de pronto para que fuera a ver a su hermana, que está en Edimburgo. Ésta enfermó de repente, ¿sabe? Lillian me había dejado una nota, pero el papel se había caído detrás del escritorio. Hasta que me telefoneó no se dio cuenta de que estaba preocupado.
—Oh, ya veo —dije. Me estaba soltando tonterías o, como les gusta decir a los locales, pura mierda.
—Tenga, señor Lennox. —Andrews no hizo ningún ademán de invitarme a pasar. En cambio sacó un cheque de su bolsillo y me lo dio. Era mucho más de lo que me debía—. Me siento culpable por haberle hecho perder el tiempo. Espero que esta suma compense los inconvenientes.
Esto estaba muy mal. Pero me guardé el cheque.
—¿Le molestaría que echara un vistazo a la nota que le dejó su esposa? —pregunté.
La expresión de alivio de Andrews se tornó vacilante y puso gesto de irritación.
—¿La nota? ¿Para qué? Oh… Me temo que la tiré después de encontrarla. No me parecía que fuera necesario conservarla.
—Ya veo. —Levanté mi sombrero unos centímetros—. Bueno, me alegro de que todo esté resuelto. Adiós, señor Andrews.
Algo titiló en su expresión. Una débil duda, o esperanza. Luego desapareció.
—Adiós, señor Lennox.
Tal vez porque tenía que matar el tiempo, no volví directamente a mi casa. Hay otros métodos además de «importaciones y exportaciones» para ganar el dinero necesario para tener una casa en Bearsden. Me dirigí hacia el norte a través del frondoso barrio residencial de Glasgow y accedí por otra extensa entrada para coches flanqueada de arbustos y árboles muy cuidados. Pero cuando llegué al final no me recibió un empresario rechoncho y de baja estatura en la puerta de una pequeña mansión; en cambio, había un corrillo de matones ataviados con trajes baratos que observaban mi avance con una actitud que denotaba malas intenciones.
—¿En qué puedo servirle? —El acento de Glasgow era tan espeso como el macasar que tenía en el pelo el gorila que se acercó a la ventanilla del coche. Llevaba unos ajustados pantalones pitillo y una chaqueta que le llegaba a la mitad del muslo. Era la última moda, al parecer. Se suponía que daba un aspecto «eduardiano» y había oído por ahí que sus seguidores se hacían llamar
teddy boys
.
—Quisiera ver al señor Sneddon.
—Oh, claro, no me diga. ¿Tiene una cita? —pronunció cada palabra como si hubiera estado practicando.
—No, dile que soy Lennox. Quiero hablar con él.
—¿Sobre qué?
—Eso es entre el señor Sneddon y yo.
El memo de los pantalones pitillo abrió la puerta del coche y me hizo pasar a la mansión de Sneddon. Como si fuera una parodia brutal de un mayordomo, me indicó que aguardara en el vestíbulo seudogótico. Sneddon me dejó sudando la gota gorda durante media hora antes de salir de la sala de billar inglés. Era su manera de dejar las cosas claras. Yo ahora estaba a su disposición y no podría salir sin su permiso.
Willie Sneddon era uno de los Tres Reyes que gobernaban Glasgow. Puede que su castillo fuera esa mansión estilo seudogótico de Bearsden que nos rodeaba, pero su reino se encontraba en el lado sur de la ciudad. No era un hombre particularmente grande, y se vestía con ropa cara y con un sorprendente buen gusto, pero uno se daba cuenta a primera vista de que todo en él estaba relacionado con la violencia. Era de constitución fornida, pero no corpulenta. Musculoso. Fibroso, como si estuviera hecho de cuerda entretejida. A eso se le añadía el hecho de que en un pasado lejano alguien le había dejado una cicatriz permanente en la mejilla con una navaja.
—¿Qué carajo quieres, Lennox? —me espetó por encima del hombro mientras me hacía pasar a un estudio tapizado de libros que él jamás había leído y que probablemente jamás podría hacerlo. No me invitó a sentarme, pero lo hice de todas maneras.
—He tenido un encontronazo con Frankie McGahern —respondí al tiempo que encendía un cigarrillo.
—Por lo que me han dicho, fue él quien tuvo un encontronazo contigo —respondió Sneddon con una gramática perfecta para la zona de Gavon—. ¿Lo mataste tú, Lennox?
—Ya no estoy bajo sospecha por eso. Ha sido otro. La gran pregunta es quién. Y eso es lo que quería hablar con usted. Quería preguntarle si sabía algo respecto de lo que le ocurrió a su hermano.
—¿Me estás acusando?
—No, señor Sneddon. No lo estoy acusando, sólo se lo pregunto. No se me ocurre ninguna razón por la que usted hubiera mandado matar a Tam McGahern, o a Frankie. Pero nadie conoce esta ciudad como usted…
—¿Sí? Supongo que no habrás hablado con los otros Reyes…
—En realidad, no. He venido a verlo primero a usted.
Era cierto y él lo sabía. No le habría costado nada verificarlo. Aunque trató de ocultarlo, me di cuenta de que le gustaba la idea de que de alguna manera yo lo considerara superior a los otros dos Reyes. Decidí no mencionar que estaba en el barrio por casualidad.