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Authors: Craig Russell

Tags: #Intriga, #Policíaco

Lennox (2 page)

—Entonces, ¿dónde?

Me dio una tarjeta impresa con la dirección de un garaje de Rutherglen.

—Ven a verme al garaje mañana a las nueve y media.

—¿De qué va esto?

—Tengo un trabajo para ti. De los tuyos, de los de averiguar cosas.

—Hay cosas que trato de no averiguar —dije—. Creo que lo que tú quieres que investigue es una de ellas.

Los pequeños hombros se cuadraron dentro del traje de Savile Row. La piel picada de viruela de su rostro se puso tensa, como un gato que echa las orejas hacia atrás antes de saltar sobre un ratón. Pero yo era un ratón grande, y se inclinó hacia delante.

—Puedes decidir si te presentas o no. Pero si no vienes a buscarme, yo vendré a buscarte a ti.
Capice
?

Hay algo en el italiano o en cualquier otro idioma latino pronunciado con acento escocés que me parece graciosísimo.

Frankie captó mi sonrisa disimulada y dio un paso más hacia mí y hacia la violencia.

—Entonces tenemos un problema, amigo —dije, separándome de la barra para enfrentarme a él de lleno.

Por lo general era en este punto cuando Audie Murphy o Jack Palance llevaban la mano a la funda del revólver. Si hubiera habido un piano de bar de mala muerte en la esquina, habría dejado de sonar. En la realidad, nuestra pequeña coreografía hizo enmudecer todas las conversaciones a nuestro alrededor. Los pequeños ojos de McGahern parecieron volverse todavía más pequeños, como los de una rata, duros y relucientes de odio. De pronto pareció darse cuenta de que teníamos público y se le vio menos seguro de sí mismo.

—No hemos acabado con esto, Lennox.

—Oh, yo creo que sí.

—Mi dinero vale tanto como el de cualquiera de los Tres jodidos Reyes… Como el de cualquiera. Harás este trabajo para mí. No te lo estoy pidiendo, te lo digo. Preséntate allí mañana a la noche. —Se volvió abruptamente y salió del local.

Pedí otro whisky y lo diluí con agua del grifo de bronce del mostrador. Me di cuenta de que todavía tenía la tarjeta de McGahern en la mano y la deslicé en el bolsillo de la chaqueta. Big Bob, el camarero, apoyó sus antebrazos de Popeye con tatuajes grises azulados sobre la barra.

—Ése es un capullo mal nacido. —Señaló con la cabeza en dirección de la estela que McGahern había dejado en el aire enrarecido por el humo—. Tal vez te habría convenido aceptar lo que él quería que hicieras. Menos líos.

Me reí.

—Quiere que averigüe quién se cargó a su hermano. Si cruzo esa línea tendré más problemas que los que él podría causarme. Todo Glasgow sabe que Frankie no vale nada sin Tam. Y no me interesa meterme con el proceso de selección natural de las pandillas.

—Sólo cuídate las espaldas, Lennox. McGahern es una rata traicionera —dijo Big Bob encogiéndose de hombros.

* * *

Las cosas tendían a ponerse un poco desquiciadas cuando llegaba el momento de echar a la gente del local. Las presbiterianas leyes escocesas que regulan la venta de bebidas alcohólicas alientan que se beba contrarreloj, aunque a los glasgowianos tampoco hace falta alentarlos mucho. Y cuando a los hombres que han bebido demasiado y demasiado rápido se los arroja al aire nocturno llenos de una jovialidad asesina, se produce algo similar a una explosiva reacción química. De modo que, después de otro par de whiskys, salí a la calle cerca de las nueve y media para llegar a casa antes de que se desatara la furia.

Glasgow estaba reluciente como la tinta por la lluvia que había dejado de caer. La Segunda Ciudad del Imperio era una urbe negra; sus impresionantes edificios se habían convertido en sombras llenas de la oscura suciedad de sus actividades; había niños que pensaban que el color natural de la piedra era el negro. La lluvia, fuerte y frecuente, nunca lavaba la ciudad, sino que le pasaba un trapo con aceite.

Vi el Humber negro aparcado al otro lado de la calle unos doscientos metros hacia atrás. «Oh, Frankie —pensé—, ¿por qué tenemos que bailar?». Simulé que no me había percatado del vehículo y comencé a caminar hacia mi Austin Atlantic. Cuando lo alcancé, volví a mirar al otro lado de la acera. El Humber no se había movido.

Hay cosas que se aprenden en la guerra y que luego permanecen con uno. Ser consciente de que los ataques no siempre vienen de la dirección que uno espera es una de ellas. Frankie, quien a diferencia de su hermano no había combatido en la guerra, cometió el error de dar un paso a un lado para atacarme desde un ángulo mejor mientras seguía cubierto por las sombras del umbral que estaba a mis espaldas. Su movimiento fue tan previsible como torpe, y yo pude reconocer una navaja en el arco brillante como un relámpago que reflejó la luz de la calle. Uno no pierde el tiempo cuando lo atacan con una navaja, de modo que me volví y le di una patada en el centro del pecho, con fuerza. Oí cómo el aire salía de él y blandí la porra corta de cuero que siempre guardaba en el bolsillo de la chaqueta. Le di de lleno en un lado de la cabeza. Volví a empicar la maza, le insensibilicé la muñeca y la navaja cayó al suelo con un estrépito.

Yo sabía que ya había acabado, pero estaba enfadado con Frankie por no haber desistido cuando le dije que su propuesta no me interesaba. Guardé la maza, agarré unos mechones de su pelo lustroso y lleno de Brylcreem y le propiné unos puñetazos secos, fuertes y directos a la cara. Tres, en rápida sucesión. Los golpes me lastimaron la mano, pero sentí que el cartílago de su nariz se quebraba con el impacto del segundo puñetazo y su elegante camisa se tiñó de rojo oscuro a la luz de la farola. Volví a golpearlo, esta vez en la boca, para partirle los labios. Ya había terminado. Lo empujé contra la pared, me limpié las manos en su traje de Savile Row y lo dejé deslizarse por la pared y caer en un estado de inconsciencia.

—¿Hay algún problema, caballeros?

Me volví y vi que el Humber negro se había acercado por la calle. Su pasajero era un hombre inmenso y corpulento de unos cincuenta años, vestido con un traje gris y un sombrero de ala ancha encasquetado con fuerza sobre un cabello blanco, corto y de punta. McNab.

—Ningún problema, superintendente.

Tomé un largo aliento y le dediqué una sonrisa encantadora. Pero no lo bastante como para impedir que McNab y su chófer uniformado salieran del Humber camuflado. McNab contempló desde una altura de casi dos metros la arrugada silueta de Frankie.

—Vaya, vaya, el hermano del recientemente fallecido señor McGahern. Veamos, Lennox, ¿qué demonios tienes tú que ver con un capullo como éste?

—¿Lo conoce? Me temo que yo no… Justo pasaba por aquí y noté que necesitaba ayuda. Creo que ha bebido unas cuantas copas de más… Debe de haberse caído.

—Si… Parece que ha interrumpido la caída con su nariz.

McNab se inclinó y giró la cara de Frankie hacia la luz. La nariz estaba rota y tenía muy mal aspecto, era cierto. También presentaba un verdugón de sangre negra y rojiza como una arruga en sus labios hinchados, pero tampoco es que Frankie fuera un galán de cine de antes.

—A veces pasa, superintendente. Estoy seguro de que en su carrera en la policía de Glasgow usted se ha topado con muchos desafortunados incidentes similares a éste en las celdas.

McNab dio un paso hacia mí y eclipsó Glasgow. Se quedó callado un par de segundos, lo que evidentemente era una estudiada técnica de intimidación. Yo traté de no mostrarle que estaba dando resultado. Por fortuna, Frankie volvió a atraer su atención al empezar a gemir y a hacer ruidos como de gárgaras. El agente uniformado le hizo ponerse de pie.

—¿Qué ha pasado, McGahern? ¿Quieres presentar una denuncia?

Frankie me miró con un odio sordo y desenfocado, luego negó con la cabeza.

—Lárgate, Lennox —dijo McNab—. Pero asegúrate de estar localizable.

—Es bueno saber que un oficial de su experiencia y rango patrulla las calles de Glasgow, superintendente.

McNab me fulminó con la mirada.

—Buenas noches, señor McNab.

Volví a mi apartamento cerca de las diez y media, me serví un whisky Canadian Club y me dediqué a contemplar los tranvías, los escasos coches y las multitudes de peatones en Great Western Road. No estaba contento. Le había dado a Frankie McGahern más bofetadas de la cuenta; tal vez él no era tan gánster como su hermano Tam, pero tenía bastantes contactos y era lo bastante peligroso como para preocuparme.

Y había otra cosa que me molestaba: el superintendente de detectives Willie McNab. Veinticinco años de servicio en la policía de Glasgow, dos hijos en el cuerpo, figura prominente en las órdenes masónica y de Orange. Y un cabrón al cien por cien. McNab había empezado su carrera policial como uno de los cosacos de Sillitoe, la patrulla montada creada en la década de 1930 por el jefe de la policía de Glasgow, Percy Sillitoe, para acabar con las bandas. Sillitoe, según los rumores, ahora estaba a cargo del MI5. En el mundo de sospecha y desconfianza de la posguerra, Sillitoe había pasado a perseguir a comunistas y extranjeros en lugar de a los navajeros de Glasgow. Pero allá por los años treinta, los cosacos de Sillitoe tenían fama de ser tan violentos como las pandillas de delincuentes a las que combatían.

De modo que Willie McNab había empezado su carrera fracturando cráneos de los miembros de los Bridgeton Billyboys, los Norman Conks y la pandilla de la colmena de los Gorbals. Desde entonces había ascendido hasta convertirse en el segundo al mando de la fuerza de detectives de Glasgow.

No era alguien a quien uno se encontrara por casualidad patrullando las calles.

McNab había ido allí por una razón y la única que a mí se me ocurría era Frankie McGahern. Mierda; lo único que me había pasado la noche tratando de evitar era implicarme en cualquiera que fuera la lucha de pandillas que estaba detrás de la muerte de Tam McGahern, y ahora me habían atrapado vapuleando a su hermano mellizo.

Bebí dos whiskys más y me quedé tumbado en la cama fumando con las luces apagadas y las cortinas abiertas, observando las sombras proyectadas sobre el techo por las luces de la calle y los faros de los coches que pasaban. Me sentía mal por la paliza que le había dado a McGahern. No mal por él: mal por mí. Y no por los problemas que pudiera causarme: me sentía mal porque lo había disfrutado. Porque esto era en lo que me había convertido.

Mi propia posguerra.

Al principio pensé que lo que me había despertado era un trueno. Encendí la lámpara de la mesilla de noche, miré mi reloj y vi que era poco antes de las tres de la mañana; entonces me di cuenta de que los truenos eran los golpes que le daban a la puerta los puños abiertos de un policía. Tuve un ataque de la tos reumática que siempre me sobrevenía cuando me despertaba, gruñí algo obsceno y abrí la puerta. No tuve tiempo de contar cuántos había en el rellano antes de que el puño que había estado golpeando la puerta se abalanzara sobre mi cara, me empujara hacia e1 interior de mi apartamento y me hiciera caer al suelo.

La policía de la ciudad de Glasgow era famosa por reclutar a su personal en las Highlands, las tierras altas de Escocia. Sus habitantes, los
highlanders
, tienden a ser altos y fornidos, con una altura superior al promedio de los glasgowianos, aunque esa imponente estatura física no suele extenderse a su intelecto; cualificaciones ideales para un policía. Los
highlanders
también poseen un acento agradable y cantarín, y yo sentí que los groseros juramentos proferidos por el oso pelirrojo que me alzó del suelo eran como una serenata. Otro policía me torció las manos detrás de la espalda y las rodeó con un par de esposas. Sentí náuseas por haberme despertado abruptamente y por el sabor a sangre en la boca. La corpulenta complexión de McNab llenó el umbral de mi apartamento.

—¿Qué mierda pasa aquí, McNab?

McNab le hizo una señal a un policía de civil, quien golpeó una porra de veinte centímetros de largo contra mi cabeza, y mi abrupto despertar dejó de ser un problema.

Capítulo dos

La espaciosa celda policial en la que recuperé el conocimiento tenía el reglamentario olor a desinfectante, mantas mohosas y pis rancio. Me encontraba sentado en una silla, con las manos todavía esposadas a mi espalda. Seguía vestido sólo con mi chaleco y mis pantalones y o bien había quedado atrapado bajo un repentino aguacero de camino a la comisaría o alguien me había tirado agua encima para despertarme.

McNab estaba sentado sobre la litera de baldosas de la celda. Había un policía más joven y de aspecto malvado de pie a mi lado con un cubo vacío. Su cara grande de muchacho campesino estaba enrojecida por haber pasado un período demasiado largo de su infancia en algún prado de las Hébridas mirando el viento de frente. No llevaba chaqueta, tenía la camisa arremangada y el cuello desabrochado, como si supusiera que pronto tendría que realizar alguna tarea física esforzada. Me resigné a recibir una paliza.

—Exactamente, ¿qué es lo que se supone que debo confesar? —le pregunté a McNab, pero no dejé de observar al otro policía, que se estaba envolviendo con un trapo empapado los nudillos de la mano derecha.

—No te hagas el gilipollas gracioso conmigo, Lennox. Ya sabes por qué estás aquí.

Enfatizó su observación con un gesto con la cabeza dirigido al policía más joven y un puño se estrelló contra mi nuca. Arrancarle una confesión a un sospechoso es un arte. El golpe en la nuca es una táctica de primera; causa un dolor intenso en la cabeza y sigues recordándolo varias semanas más tarde cada vez que giras el cuello, pero no deja ninguna magulladura que un juez o un jurado puedan ver. El trapo mojado alrededor del puño impide que se produzca alguna otra lesión más evidente. Dirigiéndose principalmente a las manos del esforzado y mal pagado funcionario público que administraba los golpes, McNab dijo algo, luego esperó hasta que las campanas de mis oídos dejaran de retumbar para repetirlo.

—¿Por qué mataste a Frankie McGahern?

Contemplé confundido a McNab.

—¿De qué está hablando? No estaba muerto. Usted estaba allí. Habló con él cuando recuperó el conocimiento.

Otro gesto. Más relámpagos en mi cráneo. Campanas en los oídos.

—Pero luego regresaste para terminar el trabajo. Me sorprendes, Lennox. Nada de refinamiento. Realmente lo convertiste en carne picada. Uno de los novatos vomitó por todo el lugar. ¿Qué usaste, Lennox? ¿Sólo la llave de desmontar neumáticos?

Miré a McNab durante un momento. Tenía clavados en mí sus ojos grises y pequeños, en medio de una cara demasiado ancha. No podía asegurar si él realmente creía que yo había matado a McGahern o no, pero la paliza de la que estaba siendo objeto daba a entender que él pensaba que yo sabía más de lo que le decía. Lo que era un problema, puesto que yo no tenía la menor idea de qué estaba hablando. Se lo dije en un fluido inglés y recibí un golpe en la nuca. De nuevo. El dolor me hizo sentir náuseas y tuve que contenerme para no vomitar.

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