—Es aquí.
—Vosotras, chicas, entrad primero —dije.
Tan pronto crucé la puerta hundí el codo en la cara del más grande de los tres, luego golpeé fuerte al segundo en la sien con mi porra. El de mayor tamaño se recuperó lo suficiente como para intentar atacarme. Fue un movimiento torpe y lo esquivé con facilidad, usando su impulso para hacerle atravesar la puerta que seguía abierta, golpearle la cara contra la pared con la fuerza suficiente como para dejar una mancha roja y darle un empujoncito de costado para que cayera hasta el fondo de la escalera. Bobby, el rubito, se limitó a mirarme. Su colega estaba cubriéndose la nariz con las manos tratando de parar la sangre. Le di una fuerte patada en la ingle y dejó de preocuparse por la nariz. Cuando cayó al suelo lo pateé en un costado de la cabeza y sus luces se apagaron. Bobby retrocedió.
—¿Por qué carajo has hecho eso? —chilló indignado, pero al mismo tiempo deslizó la mano por el bolsillo externo de su chaqueta estilo Eton.
—Eso es por lo que sea que estabais planeando en el bar y en la escalera. También para mostrarte que no estoy para jueguecitos.
Di un paso en su dirección, él sacó una navaja de su bolsillo e hizo un tajo en el aire delante de su cara.
—Atrás. Voy a rajarte, cabrón. —Su voz era estridente y temblorosa.
Miré a mi alrededor. No había mucho donde escoger, así que levanté una silla de madera y la proyecté con toda mi fuerza sobre su brazo. El soltó la navaja y yo lo empujé con la silla, golpeándolo debajo del ojo con el extremo de una de las patas. Se tambaleó hacia atrás y yo tiré la silla a un lado. Le di dos golpes en la cara, justo en el lugar en que le había acertado con la pata de la silla y que ya estaba hinchándose. Ya no tenía fuerzas para mantenerse en pie; se desplomó, me abalancé sobre él y le presioné el esternón con la rodilla, quitándole todo el aire de su estrecho tórax. Cogí la navaja y la sostuve contra su ojo, que seguía abierto, con la hoja casi besándole la parte blanca alrededor del iris. Empezó a chillar.
—¿Alguna vez has matado a alguien, Bobby? —le susurré—. Vamos, que si has matado de verdad.
Él negó enérgicamente con la cabeza, pero con movimientos lo bastante pequeños como para que la hoja de la navaja, que reflejaba un brillo agudo, no le cortara.
—Yo sí —dije—. A docenas de personas. En la guerra. Y de cerca, como ahora, ¿entiendes?
El graznó y deduje que estaba asintiendo.
—Podría acabar contigo ahora mismo, capullo. O tal vez sólo te deje ciego y te quite el ojo. No me costaría nada. Uno se acostumbra a matar, ¿sabes? A hacer daño a la gente. Se vuelve un hábito. —Hice una pausa—. Pero te diré algo… Te diré a qué dos personas no maté: a Tam y a Frankie McGahern. Y me está empezando a irritar de verdad que la gente ande por ahí diciendo que sí lo he hecho. ¿Has comprendido?
—Sí.
Le dejé la hoja junto al ojo durante un segundo para enfatizar mi posición, luego me incorporé y deslicé la navaja en mi bolsillo.
Eché un vistazo al piso. Estábamos en la habitación principal, que hacía las veces de sala y de cocina. El único otro cuarto era el dormitorio. No había baño ni aseo. Supuse que esas instalaciones estaban en la parte de atrás, compartidas con el bar. Muy romántico.
Las grasientas ventanas estaban semicubiertas de grisáceas telarañas de mugre. No había alfombra alguna en el suelo de madera; los muebles eran viejos y espartanos. En un rincón había una pila de cajones de cerveza. A la hora de escoger un lugar para seducir, estaba claro que Tom McGahern no era George Sanders.
Bobby hizo un movimiento para levantarse del suelo pero yo volví a empujarlo con el pie.
—No me darás más problemas, ¿verdad, Bobby?
Negó con la cabeza con fuerza.
—Siéntate allí. —Le señalé una silla de club vieja y gastada—. Y quédate quieto.
Me acerqué a la puerta, donde el colega de Bobby comenzaba a removerse. Lo alcé hasta ponerlo de pie, le dije que recogiera a su amigo que estaba a los pies de la escalera y que se largaran. Él asintió con un débil movimiento de la cabeza y se escabulló.
Después de que se marcharan pasé al dormitorio. La cama era vieja y la cabecera estaba oxidada, como si la hubieran recogido en una chatarrería, pero las sábanas estaban razonablemente limpias. Aquí tampoco había nada que cubriera las tablas del suelo, y en los rincones de la habitación se habían acumulado motas de polvo y roña.
Algo me llamó la atención. En un rincón había un pedazo de tela azul claro. Lo recogí. Un pañuelo de mujer, de encaje barato, que estaba manchado con oscuras salpicaduras de sangre. Éstas eran pequeñas, algunas del tamaño de un alfiler. Solté el pañuelo: el origen de la sangre no tenía nada que ver con las heridas de Tam McGahern. Dos escopetas a esa distancia no habrían dejado un rastro tan delicado.
Volví a la sala, encontré la única silla que quedaba libre y la ubiqué delante de Bobby. Uno de sus ojos se había cerrado del todo, y ese lado de la cara se había inflado como un globo con una hinchazón de un desagradable tono rojo. Las franjas de pelo engominado que antes llevaba peinadas hacia atrás ahora colgaban como alas rotas sobre sus orejas. Daba la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar. Sentí ganas de volver a golpearle, verdaderas ganas. En cambio, encendí un cigarrillo.
—¿Quién mató a Tam McGahern? —pregunté.
—No lo sé, lo juro. No había nadie aquí… Quiero decir, en el bar, o por aquí, cuando ocurrió.
—Sí había. Estaba la chica.
—Excepto la chica.
—¿Cómo se llamaba?
Durante un momento me pareció que tenía miedo. Estaba pensando si mentirme o no. Decidió no hacerlo.
—Wilma. Wilma Marshall.
—¿Era prostituta?
—No, en realidad no. Trabajaba de camarera en uno de los otros bares de Tam. Uno de los mejores; Wilma tenía cierta clase. Tam era la clase de hombres que cogen lo que quieren.
—¿Dónde está ella ahora? ¿Cómo se llama el bar en el que trabaja?
—Era el Imperial, pero ya no está allí. Trabajaba allí a veces sí y a veces no. Desde el asesinato desapareció.
—¿Quién la hizo desaparecer?
—No lo sé.
Me puse de pie y Bobby extendió las manos.
—Lo juro… De verdad, no lo sé. No fue nadie relacionado con la gente de Tam. Tal vez lo decidió ella misma. También pensamos que podría haber sido la policía. Ya sabes… Protección de testigos, algo así.
—¿Ella le contó algo a alguien sobre lo que ocurrió aquella noche?
—Sólo lo que usted probablemente ya sabe. Se escondió en el dormitorio cuando oyó los disparos. Después se asomó por encima de la repisa de la ventana y vio a dos tipos con trajes elegantes y escopetas recortadas que se subían a un coche. Hubo más personas que también los vieron y contaron lo mismo… que eran elegantes, y muy tranquilos. Volvieron caminando al coche como si no tuvieran ninguna prisa.
Le di un cigarrillo a Bobby y se lo encendí. Las manos le temblaban mientras fumaba. No tenía pasta de gánster. Tam y Frankie McGahern se habían rodeado de inútiles para sentirse más importantes. No pasaría mucho tiempo antes de que uno de los Tres Reyes mandara a alguien mucho más malvado que yo para pasar la aspiradora por lo que quedara del diminuto imperio de los McGahern. Si Bobby o sus camaradas se interponían, estarían en el fondo del Clyde en cuestión de horas.
—¿Y la policía no sabe nada? —le pregunté.
—Nada que valga la pena. Al menos nada sobre Tam. El rumor era que creían que había sido usted quien se cargó a Frankie. Ahora la pasma busca a Jimmy Wallace para hablar con él. Lo han estado buscando desde la muerte de Frankie.
—¿Jimmy Wallace?
Bobby me leyó el pensamiento y negó con la cabeza.
—Es un callejón sin salida. Jimmy no se cargó a Frankie y no hay ninguna duda de que no mató a Tam. Es sólo que desapareció la noche en que mataron a Frankie.
—¿Jimmy Wallace trabajaba con vosotros? Quiero decir, ¿era parte del equipo de los McGahern?
—No, para nada. Wallace era un pajillero. Un pajillero de clase alta. Estaba siempre pegado a Tam, pero éste lo soportaba.
A Jimmy nunca le faltaban uno o dos chelines, aunque bebía como un puto pez. Y apostaba, también. A mí me daba la impresión de que Tam se ocupaba de que siempre tuviera dinero.
—¿Por qué?
—No lo sé. Tam lo soportaba por alguna razón. Se suponía que habían estado juntos en el ejército, en el desierto.
—¿Y tú crees que Jimmy no tuvo nada que ver con ninguno de los asesinatos?
—No, seguro que no. Le tenía devoción a Tam, más que nada porque era quien le daba de comer. No sé qué había pasado entre ellos antes, pero era como si Tam sintiera que tenía una deuda con Jimmy, algo así. De otra manera Tam jamás habría aguantado las gilipolleces que decía Jimmy.
—¿Entonces por qué huyó cuando mataron a Frankie?
—Ni idea. —Bobby se encogió de hombros y se alisó las alas rotas de su pelo engrasado. Todavía le temblaban los dedos—. Cuando Tam murió ya no tenía quien le diera de comer. O tal vez supuso que él sería el siguiente.
Reflexioné un momento y negué con la cabeza.
—No tiene sentido. Si fuera así habría huido después de que se cargaran a Tam. ¿Por qué esperar a que a Frankie le convirtieran la cabeza en mermelada?
Bobby volvió a encogerse de hombros pero me miró con aprensión. Estaba claro que creía que le daría otra tunda por no ser capaz de explicarme las contradicciones de su relato.
—¿Dónde vive Jimmy Wallace? —pregunté.
—Lo siento, señor Lennox. Eso tampoco lo sé.
—Antes de que mataran a Tam, ¿apareció alguna cara nueva por aquí, o pasó algo fuera de lo común?
Bobby me miró con expresión de ignorancia. Me di cuenta de que estaba tratando de pensar en algo para decirme y así evitar otra bofetada. Percibí que le había venido algo a la memoria.
—Jackie Gillespie vino un par de veces.
—¿El ladrón armado? ¿Acaso Tam planeaba un robo?
—No lo sé. Pero lo vi en el Highlander con Gillespie tres, quizá cuatro veces. Muy juntos y hablando mucho.
—Gillespie… —dije, más para mí mismo que para mi nuevo amiguito—. Gillespie es un peso pesado. Demasiado para el nivel de los McGahern. —Sacudí la cabeza para no seguir pensando en ello—. ¿Algún otro?
—Había dos tipos que yo jamás había visto antes. A veces yo le hacía de chófer a Tam, y él se encontró con un gordo grandote que se alojaba en el hotel Central. Jimmy Wallace lo acompañaba.
—¿Recuerdas algo de ese hombre?
—No, no mucho. Salvo que me pareció extranjero, o algo así. Sólo lo vi de lejos, una vez que salió del hotel con Tam, pero fue por su aspecto, por cómo se vestía, esas cosas.
—¿Y el otro desconocido?
—Éste era diferente. Un cabroncete pequeñito y grasiento al que le colgaba un párpado.
La idea de que Bobby se refiriera a alguien como un cabroncete pequeñito y grasiento me hizo sonreír.
—¿Cuál era el negocio de McGahern con este tipo?
—No lo sé, lo juro. Pero este tipo le tenía miedo a Tam. El otro, el extranjero gordo, parecía que no, y el cabrón de Jackie Gillespie no le tiene miedo a nadie.
Dejé a Bobby en el apartamento y salí a la calle. Reflexioné sobre lo que me había contado. Era probable que el extranjero y el tipo del párpado colgante que Bobby había mencionado fueran insignificantes; sólo negocios. Pero Jimmy Wallace me intrigaba. Jamás había oído ese nombre antes, pero a juzgar por lo que Bobby había dicho, eso era natural. No había sido un miembro activo de la pandilla de McGahern, pero al parecer sí estaba en nómina. También se me ocurrió que Bobby lo había descartado muy fácilmente como sospechoso del asesinato. Tal vez fuera un pajillero, según las palabras de Bobby, pero como ex Rata del Desierto era bastante seguro que sabría manejarse muchísimo mejor que Bobby o sus camaradas. También era muy probable que Wallace hubiera matado en combate. Y la pregunta de por qué había desaparecido después de la muerte de Frankie y no después de que borraran a su jefe, Tam, seguía sin respuesta.
Eso no era todo lo que me crispaba los nervios. Los modales tranquilos de los asesinos me molestaban; eran profesionales. Si sales corriendo o huyes a toda velocidad en coche después de un homicidio, la gente recuerda tu matrícula o tu aspecto lo bastante como para describirte. Si no tienes prisa, los viandantes tienden a no mirarte; más bien mantienen la cabeza baja por si aún no has terminado de disparar. Y si pareces tranquilo y despreocupado, los testigos potenciales temen que vuelvas a buscarlos más tarde si hablan.
Muy profesional, sin duda. Igual que el repaso que le habían dado a mi oficina.
Es difícil desaparecer en Glasgow —como me había dicho Jock Ferguson, en realidad no era una ciudad, sino una aldea gigantesca—, pero Wilma Marshall lo conseguía bastante bien. Yo había localizado la casa de su familia: sus padres y dos hermanas vivían apiñados en un apartamento de dos habitaciones en una zona que parecía una madriguera de ratas llena de casas de vecinos, con un aseo en el rellano compartido con otras tres familias. El hogar de los Marshall casi podía ser descrito como una pocilga; sólo le faltaban algunos arreglos para llegar a ese estado. Casi la tercera parte de los hogares de Glasgow podían ser descritos de la misma manera. Era la clase de lugar del que cualquier chica haría lo que fuera por escapar, que engendraba aquella feroz ambición que había impulsado a generaciones de tíos duros y gánsteres de Glasgow. Y tal vez a un par de empresarios.
No me acerqué a la familia Marshall; el riesgo de que acudieran directamente a la policía, si ésta era quien tenía a Wilma, era demasiado grande. Ni siquiera podía vigilar el apartamento: las casas de vecinos de Glasgow rebosaban de vida, humana o no, y habría demasiados ojos observando las constantes idas y venidas; mi coche, o incluso yo mismo, desentonaríamos terriblemente en la calle.
Pero, como he dicho, Glasgow no es un lugar en el que uno pueda desaparecer.
La vi un viernes por la tarde, en la calle Sauchiehall. No a Wilma Marshall, a quien debería haber estado buscando, sino a Lillian Andrews, la esposa del empresario pequeñito y nervioso del húmedo apretón de manos y el clavel y la historia poco convincente pura disimular su desaparición y su repentina reaparición.
Había estudiado la fotografía que me había dado Andrews, y reconocí a Lillian de inmediato. Era bastante alta, de pelo oscuro y labios carnosos pintados de rojo profundo. El caro género de su chaqueta a medida y su falda tubo se aferraban a sus curvas mortales. La estola de piel de zorro que le rodeaba los hombros habría costado más que el salario anual promedio de Glasgow. Tenía rasgos armónicos, pero no llegaban a ser hermosos. Sin embargo, no había duda de que Lillian Andrews era una de las mujeres más sexualmente atractivas que yo había visto: rezumaba
sex-appeal
por cada poro.