Las otras dos chicas me miraron con cara de pocos amigos y otro hombre entró en la habitación. No era un cliente. Arthur Parks era un cabrón muy feo. Medía alrededor de un metro ochenta y estaba inmaculadamente vestido, pero usaba unas gafas de culo de botella que exageraban el tamaño de sus ojos. Su labio inferior se curvaba hacia arriba, como el de un pez, superponiéndose al superior, y había señales de una operación mal hecha para reparar un labio leporino congénito. Al hablar, su voz tenía un afectado tono de barítono.
—¡Ah, señor Lennox! —exclamó, extendiendo histriónicamente su mano floja. Todo lo que hacía, lo hacía con histrionismo—. ¿En qué puedo ayudarle?
Le entregué la fotografía de Lillian Andrews que me había dado su marido. Parks la cogió entre sus manicurados dedos. El extravagante anillo turquesa del meñique hacía juego con sus pesados gemelos; me pregunté si el juego se completaba con unos pendientes.
—¿La reconoce?
—Mmmm… muy bonita.
Era como un abstemio haciendo un comentario sobre un vino fino. A pesar de todos los coños que Arthur Parks vendía, a él no le interesaban para nada. Su paso más reciente por prisión había sido por sodomía en el servicio de hombres de la estación central. Me pareció ver, durante una fracción de segundo, un brillo de reconocimiento en su expresión, que luego desapareció, o lo disimuló muy rápido.
—¿Y bien…? ¿La conoce? —pregunté.
—No. No.
—No parece muy seguro.
Volvió a mirar la fotografía. Hizo como que la estudiaba.
—No, no la conozco. Es sólo que me ha recordado a alguien. Pero no puede ser ella. La que yo digo era rubia, y está muerta.
—Hábleme de ella.
—Olvídelo, señor Lennox. Es imposible que sea Margot Taylor, sólo hay un vago parecido. Margot murió hace tres años. Era una de mis chicas, pero descubrí que hacía negocios por su cuenta en su tiempo libre. Recibió algunas bofetadas por ello y luego la eché. Seis meses después murió en un accidente. El que conducía era cliente suyo y estaba borracho. Se lo merecía. Si no hubiese tratado de engañarme todavía estaría trabajando aquí, a salvo.
—¿Cuánto se parece esta mujer a Margot?
—No tanto. Sólo me la ha recordado. En la zona de los ojos. —Me devolvió la fotografía—. Lo siento. No puedo ayudarle.
Guardé la fotografía en mi cartera.
—Otra cosa. ¿Los hermanos McGahern vinieron aquí alguna vez?
—Por Dios, no… —Se echó a reír histriónicamente—. No dejaría entrar en mi establecimiento a una mierdecilla de rufianes como ellos.
—¿Sabe algo de algún burdel independiente al que los McGahern proporcionaran protección? Por el West End…
—En realidad no —dijo Parks—. Algo escuché… podía ser una competencia potencial. Pero al parecer no duró mucho y por lo que sé no me quitaba clientes a mí. En cualquier caso, siento no poder ayudarle. —Parks señaló con la cabeza a la prostituta de más edad que estaba en el sofá—. ¿Le gustaría pasar un rato con Lena? Invita la casa.
Lena, una mujer de un aspecto vagamente aristocrático, reaccionó echando la cabeza hacia atrás y separando sus rojos labios en una pose provocativa. «Yo también he visto esa película de Rita Hayworth, Lena», pensé.
—No, gracias, paso. —No era que no la encontrara atractiva. Parks entendió mal mi negativa y me dedicó su propia versión de un mohín de Rita Hayworth—. No folio con prostitutas —expliqué—. Ni con mariquitas.
A la mañana siguiente un sol primaveral intentaba abrirse paso pero una Glasgow matinal e irritable le decía que se fuera a la mierda y lo tapaba con el humo de las fábricas. Desayuné en un puesto de café ambulante en la calle Dumbarton Road antes de dirigirme hacia Bearsden cerca de las ocho y media. Había un flujo constante de tráfico en dirección opuesta, lo que reflejaba el hecho de que la mayoría de los vehículos particulares de Glasgow correspondían a las frondosas residencias de Bearsden.
Aparqué cerca de la casa de Andrews y merodeé por la calle de la manera menos conspicua posible hasta que vi que el Bentley de John Andrews salía deslizándose de la entrada para coches con un sonido como el de agua sobre guijarros.
Lillian Andrews abrió la puerta con el gesto inexpresivo de alguien que espera encontrarse con el cartero en el umbral. Llevaba un jersey color azul claro con un collar doble de perlas bien ceñido a la garganta, pantalones Capri azul oscuro y bailarinas de suela plana. Era un atuendo bastante conservador, pero estaba más sexy así vestida que la mayoría de las mujeres en lencería francesa. Hubo un minúsculo brillo de reconocimiento en sus ojos que desapareció de inmediato. Era hábil. Muy hábil.
—¿Sí? —preguntó en tono desinteresado. Por un momento casi me convenció de que jamás nos habíamos cruzado antes.
—Un placer volver a verla, señora Andrews. Me alegra decir que al parecer el
smog
se ha despejado.
—Lo lamento —dijo ella, y empezó a cerrar la puerta—. No compro a vendedores a domicilio.
Metí el pie justo a tiempo y apoyé el hombro en la puerta con tanta fuerza que ella casi se cayó de espaldas. Nos quedamos justo en el umbral y sus oscuros ojos ardieron de odio.
—¡Márchese ahora mismo!
—Necesito hablar con usted, señora Andrews.
—¿De qué? —Retrocedió hacia la repisa y levantó el auricular de un teléfono color marfil—. Si no se va, llamaré a la policía.
—Podría hacerlo —dije, quitándome el sombrero—. Pero ¿sabe?, la policía me conoce. Saben que la información que les doy es bastante precisa. —Sonreí, pensando en el granjero de mejillas enrojecidas que se había esforzado tanto en asegurarse de que lo fuera—. Así que estoy seguro de que les interesará averiguar por qué su esposo está tan asustado y por qué usted me tendió una emboscada en la niebla la otra noche.
—¿Conoce a mi esposo? —Dejó el teléfono.
—Eso no lo sabía la otra noche, ¿verdad? Lo sé todo sobre su truquillo de desaparecer y reaparecer. Lo que quiero saber es por qué me tendió esa emboscada y quién fue el que me hizo la raya en el medio.
—No sé de qué habla. Jamás lo había visto a usted en mi vida.
—No trate de engañarme, Lillian. —Cerré la puerta a mis espaldas—. Algo apesta en todo este asunto. Si no me dice de qué se trata tal vez debería hablar con su marido.
Ella se echó a reír.
—Hágalo. —No era un farol.
La agarré de la muñeca y la arrastré a la sala. Supongo que en Bearsden se llamaba
lounge
. Estaba amueblada en estilo Contemporary: sofá y sillones tan bajos que uno necesitaba una grúa para salir de ellos; mesilla de centro baja de madera clara; mampara de hierro forjado con formas geométricas y madera noble; el pequeño ojo gris de un flamante aparato de televisión observándonos desde un rincón. La arrojé sobre uno de los sillones. Para ser un ama de casa de barrio rico no parecía especialmente perturbada por el duro trato. Me miró con odio en sus ojos oscuros. No era miedo: era odio.
—Escúcheme, Lillian, puede fingir todo lo que quiera, pero los dos sabemos que fue usted la que me agarró la polla inmediatamente antes de que se apagaran las luces. Lo único que le interesaba era averiguar si la seguía por mi erección o si tenía alguna otra razón para vigilarla. Bueno, pues sí: una razón profesional que no compartiré con usted. Pero lo que empezó como curiosidad laboral se volvió personal inmediatamente después do que su matón tratara de fracturarme el cráneo. —Me senté frente a ella y dejé caer el sombrero en el sofá que estaba al lado—. Así que, cuéntemelo todo.
Ella me miró con ojos duros pero el odio estaba disipándose. Lanzó una risa cínica, como si algo acabara de encajar para ella.
—Trabaja para John, ¿verdad? Él le paga para que me espíe, ¿no?
No dije nada, pero ella asintió para sus adentros.
—Es lo que pensaba. Vale, cometí un error. Tuve un romance con alguien, alguien que no me convenía, y me escapé con él. Iba a dejar a John. Pero entonces recapacité y volví a casa. Mi «amigo»… bueno, no aceptó que yo regresara con John y amenazó con causarme toda clase de problemas. Así que quedé en encontrarme con él la otra noche para decirle que todo había terminado. Le dije que alguien me estaba siguiendo, por eso le dio un golpe en la cabeza. Lo lamento. Pero él está así de loco. Esa es una de las razones por las que rompí con él.
—¿En serio? Debo decir que es el amante celoso de mentalidad más abierta que he conocido. Quiero decir, permitió que usted me enseñara las tetas y me metiera la lengua hasta la mitad de la garganta.
Ella cogió un cigarrillo de un paquete que estaba sobre la mesilla de centro y lo encendió con un encendedor de mesa de mármol. Le dio unos golpecitos al paquete con sus delgados dedos de uñas carmesí.
—No lo entiende. Esa clase de cosas pueden complicarse. El sexo es complicado. Cuando estoy con él me convierto en otra persona.
—¿Y eso ya ha terminado?
—Completamente.
—Entonces no le importará darme la dirección de su amiguito. Me gustaría hacerle una visita. Para equilibrar un poco las cosas.
Sus ojos volvieron a endurecerse.
—No, no lo haré. Quiero que todo esto quede en el pasado. Es un hombre violento y peligroso, como usted ya sabe. Por favor, olvídelo.
—¿Su nombre?
Lillian Andrews caminó hasta un aparador y abrió un cajón. Sacó diez billetes de cinco libras de una cartera y los sostuvo delante de mí con todo el brazo extendido.
—Cójalos.
—Ya me ha pagado su marido.
—Ahora le pago yo. Para que se olvide de todo esto. He regresado con mi marido y él no sabe nada. Me siento mal por lo que ocurrió la otra noche. Por favor, coja esto. Considérelo una indemnización.
Cogí el dinero y me lo guardé. Como ella dijo: una indemnización.
Me incorporé y me puse el sombrero. Ella me acompañó hasta la puerta.
—¿Estamos de acuerdo en que todo este desafortunado episodio ha terminado, señor Lennox?
—De acuerdo. Sólo una cosa más… ¿El nombre de Margot Taylor le suena de algo?
Ella apretó los labios como si estuviera pensándolo.
—No, de nada. ¿Por qué?
—No importa. Alguien que se parece un poco a usted. Pensé que podrían ser parientes.
Lillian me observó desde la puerta hasta que yo salí de la entrada para coches. Me quedé sentado en mi coche un rato y contemplé el parabrisas. Había tres cosas muy claras para mí. La primera era que si el soborno no hubiera dado resultado Lillian Andrews hubiera llegado a follar conmigo para mantenerme lejos de sus asuntos; probablemente, además de darme el dinero. La segunda, el nombre de Margot Taylor, mencionado de manera imprevista, había generado en ella una reacción rápidamente disimulada.
Y la tercera era que todas mis sospechas originales sobre ella eran ciertas. Me había llamado señor Lennox.
Yo no le había dicho mi nombre.
Me levanté en mitad de la noche, con el pulso retumbándome en los oídos. La pesadilla se desvaneció antes de que yo pudiera capturarla, pero tenía algo que ver con un rostro joven y asustado que me gritaba. Me rogaba. En alemán.
Fumé un cigarrillo en la oscuridad, con su resplandor pintando de rojo profundo las paredes cada vez que le daba una calada y luego volviendo a apagarse. Por alguna razón empecé a pensar en el hogar. Era gracioso cada vez que alguien me preguntaba de dónde era. Mi acento se había ido perdiendo un poco con el paso de los años y algunas personas de aquí creían que yo era estadounidense; otras, que era inglés, o incluso irlandés. Cuando me presionaban, lo que ocurría en contadas ocasiones, yo contestaba que era de Rothesay y, aunque la gente quedaba desconcertada, por lo general lo aceptaban. En realidad era cierto, aunque el Rothesay al que yo me refería no era el que ellos suponían, el deprimente destino turístico de los glasgowianos que quedaba en la isla escocesa de Bute. Mi Rothesay era otro. Mucho más lejano, en más de un aspecto: había un océano y una guerra de por medio.
Así que allí estaba, tumbado, fumando en la oscuridad y pensando en Rothesay y en Saint John. En paseos en bicicleta y en canoa a lo largo del río Kennebecasis. En mi exclusiva educación en la Collegiate School. En la enorme casa de finales del siglo XIX donde me había criado, que siempre tenía un olor profundo a madera envejecida. En el chico con grandes ideas e ideales aún más grandes que había muerto en Europa. Una baja de guerra.
Yo no había sido la única baja. Mientras yacía en la oscuridad compadeciéndome de mí mismo, oí los sonidos suaves y amortiguados de una mujer que sollozaba. Venían del apartamento de la señora White.
El sol de la mañana luchaba por hacer sentir su presencia a través de las grises columnas de humo provenientes de los molinos y las fábricas que flotaban sobre la ciudad. Me dirigí en mi coche a Newton Mearns, en el sur de Glasgow. La formación del Estado de Israel seguía siendo una noticia muy actual, y el último chiste consistía en referirse a Newton Mearns, debido a su gran población judía, como el Tel Aviv junto al Clyde. Hacían falta más que unos pocos campos de concentración para eliminar una buena y conocida broma antisemita. Pero, para ser justos, una de las cosas que me gustaban de Glasgow era la apertura y la amabilidad de sus vecinos. Glasgow era un sitio duro, oscuro y violento, y siempre era difícil reconciliar ese hecho con la calidez de su gente. Probablemente era la ciudad menos antisemita de Europa. Pero menos de diez años después de la liberación de los campos, ésa era una afirmación muy relativa.
La comunidad judía de Glasgow debía su origen, en gran medida, a un engaño: numerosas familias, en su huida de los pogromos que habían tenido lugar en Rusia durante el siglo XIX, habían desembarcado en el puerto de Glasgow creyendo, por las mentiras de los capitanes de los barcos, que habían llegado a Nueva York. Una de aquellas familias, que se habían afanado en tratar de percibir la silueta de la Estatua de la Libertad desde las orillas del Clyde, era la familia Cohen, cuyas dolorosas experiencias le habían enseñado a exhibir una resistencia feroz e inflexible. Uno de los nietos de aquellos primeros colonos era Jonny Cohen,
el Apuesto
.
El segundo de los Tres Reyes.
Había telefoneado a Jonny antes de ir a verle. Quedamos en encontrarnos en su casa. A diferencia de la mansión de Sneddon, la casa de Jonny Cohen era moderna, y había sido diseñada por un prometedor arquitecto londinense. Se parecía bastante a lo que uno esperaría ver en algún amplio terreno de Beverly Hills. No había ningún gorila de pantalones estrechos en la entrada de coches; nada que pudiera indicar que quien allí residía fuera algo más que un empresario exitoso y su familia.