Primero examiné cada una de las propiedades desde el exterior. Ninguna parecía un ex prostíbulo, o tal vez todas. Yo ya tenía lista una historia para disimular, pero la idea de golpear puerta por puerta no me agradaba. Vi una casa en la calle Dowanside, a unos doscientos metros de la encrucijada con Byres, que parecía tan adecuada como las otras. Había un callejón estrecho y empinado al costado de la casa que salía de Dowanside. Caminé por él y llegué a la parte de atrás de la casa, tratando de despertar la menor atención posible teniendo en cuenta que era una tranquila tarde de domingo. La parte trasera estaba protegida por unas rejas, pero noté que su nuevo ocupante había empezado a renovar un jardín que había estado abandonado. Los encargados de los burdeles no pasan mucho tiempo cuidando de las plantas.
El afectado acento de Kelvinside, una zona de Glasgow, era un ejemplo notable de ingeniería vocal. Los residentes de ese barrio, con todas sus pretensiones de alta sociedad, no podían imitar las vocales del inglés típico del sur, por lo que en cambio trataban de torturar la instintiva monotonía glasgowiana hasta eliminarla de cada sílaba. La mujer que me abrió la puerta era la Torquemada de las vocales. Un ama de casa pequeña y nada atractiva de casi cuarenta años con un pelo rubio de apagados tonos rojizos y modales helados. Alcancé a oír ruidos de niños desde el interior de la casa.
—¿Qué se le ofrece? —preguntó.
—Hola, señora. Me llamo Wilbur Kaznyk. Soy de Estados Unidos y estoy aquí de vacaciones. Tenía la esperanza de localizar a un antiguo amigo mío, compañero de guerra: Frank Harris. No tengo la dirección exacta, pero sé que es aquí, en la calle Dowanside. Alguien me dijo que él había vendido la casa y se había mudado. Entiendo que ustedes acaban de comprar esta vivienda.
Durante un momento me miró con sospecha. Llamó a alguien que estaba en el vestíbulo hablándole por encima del hombro.
—Henry… Aquí hay un tipo que busca a un tal Frank Harris.
Henry apareció detrás del hombro de su esposa. Era un hombre pequeño que parecía un topo y que llevaba unas gruesas gafas. Repetí mi ficción de que era un extranjero estadounidense.
—No era esta casa —dijo—. Ésta se la compramos a la señora McGahern. Una joven viuda, al parecer su marido murió en la guerra.
—¿Tuvieron la oportunidad de ver a la señora McGahern? —Tensé la credibilidad de mi historia todo lo que pude—. Quiero decir, tal vez ella le comprara la casa a Frank y entonces podría tener su nuevo domicilio.
—Jamás hemos visto a la señora McGahern —explicó la esposa de Henry—. Ya se había mudado. Todo se gestionó a través de Mason y Brodie, sus abogados. —Mason y Brodie fueron quienes me dieron esa dirección—. Tal vez debería consultarlo con ellos. Las oficinas están en la calle Saint Vincent. Buenos días.
Cerró la puerta. La campaña de «manos a través del océano», de amistad con los Estados Unidos, evidentemente tenía sus límites. Al menos había podido comprobar que ésa era la dirección correcta. También estaba bastante seguro de que McGahern no tenía una esposa secreta. Tendría que hallar la manera de sonsacarles la información a Mason y Brodie.
Pensé en dirigirme al Horsehead a la hora en que abría para comerme uno de sus tradicionales pasteles acompañados de una cerveza, pero de pronto recordé la planta de procesamiento de Martillo Murphy, así que decidí tomarme un té con algo para picar en la calle Byres. Las pastas eran muy caras y demasiado dulces. El racionamiento estaba acabando y el azúcar acababa de salir de la lista de los productos, así que la nueva manera de demostrar riqueza consistía en derrocharlo. Me senté junto a la ventana y miré el mundo, o al menos la calle Byres, pasar junto a mí. Bebí mi té y reflexioné sobre mi progreso. Afuera el sol brillaba sobre las personas y los coches que pasaban con el júbilo de un predicador presbiteriano; los domingos británicos eran el momento en que más nostalgia sentía por Canadá.
Tomé una decisión y, después de pagar, cogí mi coche y puse rumbo a Bearsden. Aparqué donde lo había hecho antes y caminé hasta la entrada para coches de la casa de Andrews. Un MG TF convertible color visón apareció en la entrada con un suave rumor y salió a la calle. Yo me oculté detrás de las ramas inclinadas de un grueso arbusto. Reconocí a la que conducía: era la rubia que había visto junto a Lillian Andrews aquella noche del
smog
, y estaba bastante seguro de que quien la acompañaba era la misma Lillian. Esperé hasta que cogieron la calle Drymen antes de dirigirme hacia la casa.
Fue John Andrews quien abrió la puerta. Llevaba una camisa con el botón del cuello desabrochado, un pañuelo y un jersey azul pálido que exageraba una barriga que no necesitaba exageración. Dado que había evitado mis llamadas, supuse que estaría desconcertado, incluso enfadado, pero parecía sobresaltado y temeroso.
—¿Qué quiere, Lennox?
—Tenemos que hablar, señor Andrews.
—Nuestro negocio ha concluido. Ya lo hemos discutido. Mi esposa ha regresado sana y salva.
Le enseñé el sobre.
—Tenemos que conversar sobre lo que tengo aquí, señor Andrews. Me temo que es importante. ¿Puedo pasar?
Andrews pareció indeciso un momento, luego se hizo a un lado. Traté de no dar a entender que ya conocía el camino hasta aquella sala de estar con sus muebles estilo Contemporary. Andrews permaneció de pie y no me invitó a sentarme. Le pasé el sobre con las fotografías. Después de haber planeado este momento durante tanto tiempo, de pronto me di cuenta de que no estaba seguro de qué decir. Dejé que mirara las fotos. Cuando había visto la mitad se sentó, o más bien se desplomó sobre el sofá bajo. Siguió mirándolas. Después de terminar levantó la mirada hacia mí. Había dolor en sus ojos. Muchísimo dolor, pero nada de sorpresa. Ni desilusión.
—¿Está contento ahora, señor Lennox? —dijo, con un odio sordo, pesado y contundente en la voz—. ¿Está feliz de verme humillado delante de usted?
—No, señor Andrews. Esto no me causa ningún tipo de placer. Podría haber dejado las cosas como estaban…
—¿Entonces por qué demonios no lo hizo? —Ahora había un brillo húmedo en sus ojos—. ¿Por qué no dejó las cosas en paz cuando yo se lo pedí?
—Porque pensé que usted tenía problemas, señor Andrews. Y ahora lo pienso todavía más. Imagino que debe de haber sido perturbador ver esas fotografías, pero también sé que no han sido ninguna sorpresa. ¿Tiene problemas, señor Andrews? ¿Le están chantajeando o algo por el estilo?
Lanzó una risita amarga.
—Amaba a mi esposa, ¿sabe? Todavía la amo. Lillian es muy hermosa, muy hermosa. No podía creer que fuera tan afortunado a estas alturas de mi vida. Mi primera esposa murió, ¿entiende?
—Lo lamento. ¿Y ya en ese momento usted pensó que era demasiado bueno para ser cierto?
Otra risita amarga.
—Gracias por eso, Lennox. Gracias por señalar lo obvio que debería haber sido.
—Escúcheme, sé que tiene problemas. Quisiera ayudarle, si es posible.
—Ya veo. Quiere hacer más negocios…
—No me interesa el dinero. Ya me ha pagado más que suficiente. Sólo quiero ayudarle.
—Entonces déjeme en paz. Lárguese y déjeme en paz. Sí que tengo problemas. Me he casado con una cazafortunas y una zorra que va a quitarme todo lo que tengo. Ése es mi problema. Y créame, es suficiente. ¿A usted no le parece suficiente, señor Lennox?
Cogí mi sombrero.
—Si usted lo dice. Pero creo que hay más cosas en este asunto. Si necesita mi ayuda, llámeme a mi oficina o a este número. —Escribí el número de teléfono de mi apartamento—. Una cosa más… Tal vez usted no lo sepa, pero el verdadero nombre de Lillian es Sally, Sally Blane. Pensé que debía saberlo. Si ése sigue siendo su nombre legal y se casó con usted usando una identidad falsa, entonces el matrimonio es nulo. Usted podría tener una salida.
Continuó mirándome con furia y un odio apagado, pero de todas maneras cogió el número.
Paré en el Horsehead para tomar un par de copas; las necesitaba. Andrews no me caía bien. No me gustaban ni su cara regordeta y desagradable, ni sus afectados modales, ni la manera en que hablaba. Pero una vez más, en algún lugar profundo de mi ser, sentí pena por un semejante en apuros. Y eso volvió a sorprenderme. Creía que esa capacidad había muerto en la guerra, junto con el chico de Kennebecasis.
Un par de copas se hicieron tres o cuatro y empecé a pensar otra vez en la enfermera pequeñita. Y luego en Fiona White, mi casera. En sus ojos como los de Kate Hepburn. En besarla, para aflojar esos labios siempre tan apretados y tensos. En lo fácil que sería que un montón de mercancía arruinada se mezclara con otro.
En la mierda que era todo y todos.
Big Bob me preguntó si quería otra, pero me negué. Estaba metiéndome en ese desagradable estado de ánimo que es como yesca, y sólo hacía falta un trago de más para prender fuego; en ese momento sientes deseos de aplastar alguna cara, cualquier cara, sólo para que otra persona se sienta peor que tú. En mí había más sangre escocesa de lo que me gustaba admitir.
Salí a la húmeda y fría noche de Glasgow. Dejé el coche fuera del Horsehead e hice andando todo el camino de regreso hasta mi apartamento. Era una caminata larga, y el aire nocturno fue enfriándome el ánimo lentamente. Me quedé fuera de la casa. Las cortinas del apartamento de Fiona White, que estaba en la planta baja, estaban corridas, pero en su borde brillaba una luz cálida. Las dos niñas estarían dormidas en la habitación del fondo, probablemente soñando con un padre a quien ahora sólo recordaban por las fotografías.
Abrí la puerta en silencio y subí rápidamente las escaleras después de cerrarla. Ésta no era la noche adecuada para toparme con la señora White. Esta noche existía el peligro de que nuestra mutua necesidad de consuelo fuera demasiado grande.
O tal vez me engañaba a mí mismo.
Me encontré con Jock Ferguson en el bar Horsehead a la hora del almuerzo. Le había llamado por teléfono poco antes y había organizado esa reunión, además le había dado una vaga idea de lo que quería averiguar. Pero con los policías siempre hay un precio. Son curiosos por naturaleza, entrometidos.
—¿Para qué precisas esta información? —me preguntó Ferguson—. ¿Es por algo que debería interesarnos a nosotros?
—Es por un caso en el que estoy trabajando. Hay algo que huele mal. En primer lugar, un tipo me pide que encuentre a su esposa desaparecida, luego intenta sobornarme para que abandone la búsqueda, y a continuación su esposa me enseña las tetas mientras su amiguito me parte la cabeza de un golpe.
—Tienes una vida pintoresca, Lennox. ¿Y la empresa por la que preguntas qué tiene que ver con todo esto?
—El tipo es el dueño. Y no fue muy claro con respecto a lo que se dedicaba exactamente.
—Bueno, yo la investigué bastante bien. Si el tipo al que te refieres es John Andrews, entonces es cierto que es el dueño de la empresa. Las siglas CCI corresponden a Clyde Consolidated Importing. La palabra «
Consolidated
», consolidada, se refiere al hecho de que Andrews compró unas cuantas empresas más pequeñas y con ellas formó una grande. Tiene almacenes junto al Clyde y una gran oficina en Blythswood Square.
—¿Qué exportan?
—Partes de máquinas para fábricas, cosas así. A todo el mundo, América del Norte, Oriente Medio, Lejano Oriente… ¿Dices que tuviste un encontronazo con la esposa?
—Es una forma de expresarlo. Mañana me quitan los puntos.
—¿Valían la pena? —preguntó Ferguson.
—¿El qué?
—Las tetas. —Ferguson me dedicó lo más parecido a una sonrisa que yo le había visto en mi vida.
—He conseguido averiguar que es ex prostituta —dije, sin prestar atención a su pregunta—. Tal vez todavía lo sea. O al menos actuaba en películas pornográficas. Ya sabes, de esas que a vosotros, los policías, os gusta ver.
Me lanzó una mirada.
—¿El anda en algo turbio?
—No. Esa es la cuestión. Parece un empresario glasgowiano honrado, si es que esa frase no es una contradicción. Evidentemente no sabía nada del pasado de su esposa.
—Hasta que tú lo desengañaste.
—En realidad, tal vez me equivoqué al decir que no sabía nada. Cuando le enseñé las fotos…
—¿Fotos? ¿Le enseñaste fotos de su esposa follando? Eres increíble.
—En cualquier caso… —Traté de que la desilusión de Ferguson no me afectara—. Cuando le enseñé las fotos no se mostró muy impresionado. Más bien triste, resignado.
—¿Sería una trampa?
—No lo sé. —Comí un bocado de pastel que tenía más grasa que el eje de un tractor. Glasgow no era una de las capitales gastronómicas del mundo—. A mí me dio esa impresión. Nada encaja. Su esposa antes era conocida por otro nombre, pero no sé cuál es el nombre verdadero y cuál es el profesional. Tampoco parece un chantaje.
Ferguson se encogió de hombros.
—Bueno, avísame si crees que ocurre algo que nosotros deberíamos saber.
Hablamos de otras cosas hasta que terminamos los pasteles y las cervezas. De hecho, Ferguson mantuvo una charla informal, o lo más informal que podía. El único asunto que se esforzaba por no mencionar era el asesinato de McGahern. Era lo único que tendría que haber surgido en la conversación, aunque sólo fuera para repetirme su advertencia anterior.
Al día siguiente fui a ver a mi médico de cabecera, quien me sacó los puntos de la parte trasera de la cabeza. Esto fue un alivio, porque los hijos de puta habían empezado a picarme. Luego me dirigí a mi oficina y fue allí donde recibí la llamada. Era una mujer joven que hablaba con algo parecido a un acento de clase media, pero el tono típico de Glasgow no dejaba de asomar una y otra vez, como un pariente indeseable y tosco que trataba de colarse en una cena formal. No me dijo su nombre, a pesar de que se lo pregunté.
—Lo único que necesita saber es que yo era amiga íntima de Tam McGahern. Sé que ha estado haciendo preguntas sobre él. Tengo una información que le será útil.
—Entonces dígamela.
—Por teléfono no. Encontrémonos junto al río, en el Broomielaw, a las diez de la noche.
—¿Sabe una cosa? —respondí—. Nunca entiendo por qué en las películas la gente siempre dice eso y algún idiota hace caso… «Por teléfono no. Encontrémonos en persona en algún lugar aislado y oscuro donde alguien podrá partirle la cabeza con una llave para neumáticos». ¿Por qué debería yo encontrarme con usted en un sitio tranquilo y oscuro?