Pero, temerarios que crecen ante el peligro y practican lo de a gran mal peor remedio, un día misteriosamente el hombre del Chirimoyo trajo a su casucha de adobes unas latas llenas de un líquido que ocultó a las miradas de los curiosos (pero que cualquier olfato sensible hubiera reconocido como kerosene). Esa noche, cuando todos dormían, acompañado por su fiel Lituma, tapió desde afuera, con gruesas tablas y clavos obesos, las puertas y ventanas de la casa de ladrillos. Don Sebastián Bergua dormía el sueño de los justos, fantaseando en torno de un sobrino incestuoso que, arrepentido de haber afrentado a su hermana, terminaba de cura papista en una barriada de Lima: ¿Mendocita? No podía oír los martillazos de Lituma que convertían el templo evangelista en ratonera, porque la ex-comadrona doña Angélica, por órdenes del Padre Seferino, le había dado una pócima espesa y anestésica. Cuando la Misión estuvo tapiada, el hombre del Chirimoyo en persona la roció con kerosene. Luego, persignándose, encendió un fósforo y se dispuso a arrojarlo. Pero, algo lo hizo vacilar. El ex-sargento Lituma, la trabajadora social, la ex-abortera, los perros de Mendocita, lo vieron, largo y flaco bajo las estrellas, los ojos atormentados, con un fósforo entre los dedos, dudando sobre si achicharraría a su enemigo.
¿Lo haría? ¿Lanzaría el fósforo? ¿Convertiría el Padre Seferino Huanca Leyva la noche de Mendocita en crepitante infierno? ¿Arruinaría así una vida entera consagrada a la religión y el bien común? ¿O, pisoteando la llamita que le quemaba las uñas, abriría la puerta de la casa de ladrillos para, de rodillas, implorar perdón al pastor evangelista? ¿Cómo terminaría esta parábola de la barriada?
L
A PRIMERA
persona a la que hablé de mi propuesta de matrimonio a la tía Julia no fue Javier sino mi prima Nancy. La llamé, luego de la conversación telefónica con la tía Julia, y le propuse que fuéramos al cine. En realidad fuimos a El Patio, un café-bar de la calle San Martín, en Miraflores, donde solían reunirse los luchadores que Max Aguirre, el promotor del Luna Park, traía a Lima. El local —una casita de un piso, concebida como vivienda de clase media, a la que las funciones de bar notoriamente irritaban— estaba vacío, y pudimos conversar tranquilos, mientras yo tomaba la décima taza de café del día y la flaca Nancy una Coca-Cola.
Apenas nos sentamos, comencé a maquinar en qué forma podía dorarle la noticia. Pero fue ella la que se adelantó a darme novedades. La víspera había habido una reunión en casa de la tía Hortensia, a la que habían concurrido una docena de parientes, para tratar “el asunto". Allí se había decidido que el tío Lucho y la tía Olga le pidieran a la tía Julia regresar a Bolivia.
—Lo han hecho por ti —me explicó la flaca Nancy—. Parece que tu papá está hecho una fiera y ha escrito una carta terrible.
Los tíos Jorge y Lucho, que me querían tanto, estaban ahora inquietos por el castigo que podía infligirme.
Pensaban que si la tía Julia había ya partido cuando él llegara a Lima, se aplacaría y no sería tan severo.
—La verdad es que ahora esas cosas no tienen importancia —le dije, con suficiencia—. Porque le he pedido a la tía Julia que se case conmigo.
Su reacción fue llamativa y caricatural, le ocurrió algo de película. Estaba tomando un trago de Coca-Cola y se atoró. Le vino un acceso de tos francamente ofensivo y se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Déjate de payasadas, pedazo de tonta —la reñí, muy enojado—. Necesito que me ayudes.
—No me atoré por eso sino porque el líquido se me fue por otro lado —balbuceó mi prima, secándose los ojos y todavía carraspeando. Y, unos segundos después, bajando la voz, añadió:— Pero si eres un bebe. ¿Acaso tienes plata para casarte? ¿Y tu papá? ¡Te va a matar!
Pero, instantáneamente, ganada por su terrible curiosidad, me acribilló a preguntas sobre detalles en los que yo no había tenido tiempo de pensar: ¿La Julita había aceptado? ¿Íbamos a escaparnos? ¿Quiénes iban a ser los testigos? ¿No podíamos casarnos por la Iglesia porque ella era divorciada, no es cierto? ¿Dónde íbamos a vivir?
—Pero, Marito —repitió al final de su cascada de preguntas, asombrándose de nuevo—. ¿No te das cuenta que tienes dieciocho años?
Se echó a reír y yo también me eché a reír. Le dije que tal vez tenía razón, pero que ahora se trataba de que me ayudara a poner ese proyecto en práctica. Nos habíamos criado juntos y revueltos, nos queríamos mucho, y yo sabía que en cualquier caso estaría de mi lado.
—Claro que si me lo pides te voy a ayudar, aunque sea a hacer locuras y aunque me maten contigo —me dijo al fin—. A propósito, ¿has pensado en la reacción de la familia si de verdad te casas?
De muy buen humor, estuvimos un rato jugando a qué dirían y qué harían los tíos y las tías, los primos y las primas cuando se enfrentaran a la noticia. La tía Hortensia lloraría, la tía Jesús iría a la iglesia, el tío Javier pronunciaría su clásica exclamación (¡Qué desvergüenza!), y el benjamín de los primos, Jaimito, que tenía tres años y ceceaba, preguntaría qué era casarse, mamá. Terminamos riéndonos a carcajadas, con una risa nerviosa que hizo venir a los mozos a averiguar cuál era el chiste. Cuando nos calmamos, la flaca Nancy había aceptado ser nuestra espía, comunicarnos todos los movimientos e intrigas de la familia. Yo no sabía cuántos días me tomarían los preparativos y necesitaba estar al tanto de qué tramaban los parientes. De otro lado, haría de mensajera con la tía Julia y, de tanto en tanto, la sacaría a la calle para que yo pudiera verla.
—Okey, okey —asintió Nancy—. Seré la madrina. Eso sí, si algún día me hace falta, espero que se porten igualito.
Cuando estábamos ya en la calle, caminando hacia su casa, mi prima se tocó la cabeza:
—Qué suerte tienes —se acordó—. Te puedo conseguir justo lo que te hace falta. Un departamento en una quinta de la calle Porta. Un sólo cuarto, su cocinita y su baño, lindísimo, de juguete. Y apenas quinientos al mes.
Se había desocupado hacía unos días y una amiga suya lo estaba alquilando; ella le podía hablar. Quedé maravillado con el sentido práctico de mi prima, capaz de pensar en ese momento en el problema terrestre de la vivienda en tanto que yo andaba extraviado en la estratosfera romántica del problema. Por lo demás, quinientos soles estaban a mi alcance. Ahora sólo necesitaba ganar más dinero "para los lujos" (como decía el abuelito). Sin pensarlo dos veces, le pedí que le dijera a su amiga que le tenía un inquilino.
Después de dejar a Nancy, corrí a la pensión de Javier en la avenida 28 de Julio, pero la casa estaba a oscuras y no me atreví a despertar a la dueña, que era malhumorada. Sentí una gran frustración pues tenía necesidad de contarle a mi mejor amigo mi gran proyecto y escuchar sus consejos. Esa noche dormí un sueño sobresaltado de pesadillas. Tomé desayuno al alba, con el abuelo, que se levantaba siempre con la luz, y corrí a la pensión. Encontré a Javier cuando salía. Caminamos hacia la avenida Larco, para tomar el colectivo a Lima. La noche anterior, por primera vez en su vida, había escuchado completo un capítulo de una radionovela de Pedro Camacho, junto con la dueña y los otros pensionistas, y estaba impresionado.
—La verdad que tu compinche Camacho es capaz de cualquier cosa —me dijo—. ¿Sabes qué pasó anoche? Una pensión vieja de Lima, una familia pobretona bajada de la sierra. Estaban en medio del almuerzo, conversando, y, de repente, un terremoto. Tan bien hecha la tembladera de vidrios y puertas, el griterío, que nos paramos y la señora Gracia salió corriendo hasta el jardín...
Me imaginé al genial Batán roncando para imitar el eco profundo de la tierra, reproduciendo con ayuda de sonajas o de bolitas de vidrio que frotaba junto al micrófono la danza de los edificios y casas de Lima, y con los pies rompiendo nueces o chocando piedras para que se escucharan los crujidos de techos y paredes al cuartearse, de las escaleras al rajarse y desplomarse, mientras Josefina, Luciano y los otros actores se asustaban, rezaban, aullaban de dolor y pedían socorro bajo la mirada vigilante de Pedro Camacho.
—Pero el terremoto es lo de menos —me interrumpió Javier, cuando le contaba las proezas de Batán—. Lo bueno es que la pensión se vino abajo y todos murieron apachurrados. No se salvó ni uno de muestra, aunque te parezca mentira. Un tipo capaz de matar a todos los personajes de una historia, de un terremoto, es digno de respeto.
Habíamos llegado el paradero de los colectivos y no pude aguantar más. Le conté en cuatro palabras lo que había ocurrido la víspera y mi gran decisión. Se hizo el que no se sorprendía:
—Bueno, tú también eres capaz de cualquier cosa —dijo, moviendo la cabeza compasivamente. Y un momento después:— ¿Seguro que quieres casarte?
—Nunca he estado tan seguro de nada en la vida —le juré.
En ese momento ya era verdad. La víspera, cuando le había pedido a la tía Julia que se casara conmigo, todavía tenía la sensación de algo irreflexivo, de una pura frase, casi de una broma, pero ahora, después de haber hablado con Nancy, sentía una gran seguridad. Me parecía estar comunicándole una decisión inquebrantable, largamente meditada.
—Lo cierto es que estas locuras tuyas terminarán por llevarme a la cárcel —comentó Javier, resignado, en el colectivo. Y luego de unas cuadras, a la altura de la avenida Javier Prado:— Te queda poco tiempo, Si tus tíos le han pedido a Julita que se vaya, no puede seguir con ellos muchos días más. Y la cosa tiene que estar hecha antes de que llegue el cuco, pues con tu padre acá será difícil.
Estuvimos callados un rato, mientras el colectivo iba caleteando en las esquinas de la avenida Arequipa, dejando y recogiendo pasajeros. Al pasar frente al Colegio Raimondi, Javier volvió a hablar, ya totalmente posesionado del problema:
—Vas a necesitar plata. ¿Qué vas a hacer?
—Pedir un adelanto en la Radio. Vender todo lo viejo que tengo, ropa, libros. Y empeñar mi máquina de escribir, mi reloj, en fin, todo lo que sea empeñable. Y empezar a buscar otros trabajos, como loco.
—Yo también puedo empeñar algunas cosas, mi radio, mis lapiceros, y mi reloj, que es de oro —dijo Javier. Entrecerrando los ojos y haciendo sumas con los dedos, calculó:— Creo que te podré prestar unos mil soles.
Nos despedimos en la Plaza San Martín y quedamos en vernos al mediodía, en mi altillo de Panamericana. Conversar con él me había hecho bien y llegué a la oficina de buen humor, muy optimista. Leí los periódicos, seleccioné las noticias, y, por segunda vez, Pascual y el Gran Pablito encontraron los primeros boletines terminados. Desgraciadamente, ambos estaban ahí cuando llamó la tía Julia y estropearon la conversación. No me atreví a contarle delante de ellos que había hablado con Nancy y con Javier.
—Tengo que verte hoy día mismo, aunque sea unos minutos —le pedí—. Todo está caminando.
—De repente se me ha venido el alma a los pies —me dijo la tía Julia—. Yo que siempre he sabido ponerle buena cara al mal tiempo, ahora me siento hecha un trapo.
Tenía una buena razón para venir al centro de Lima sin despertar sospechas: reservar en las oficinas del Lloyd Aéreo Boliviano su vuelo a La Paz. Pasaría por la Radio a eso de las tres. Ni ella ni yo mencionamos el tema del matrimonio, pero a mí me produjo angustia oírla hablar de aviones. Inmediatamente después de colgar el teléfono, fui a la Municipalidad de Lima, a averiguar qué se necesitaba para el matrimonio civil. Tenía un compañero que trabajaba allá y él me hizo las averiguaciones, creyendo que eran para un pariente que iba a casarse con una extranjera divorciada. Los requisitos resultaron alarmantes. La tía Julia tenía que presentar su partida de nacimiento y la sentencia de divorcio legalizada por los Ministerios de Relaciones Exteriores de Bolivia y del Perú. Yo, mi partida de nacimiento. Pero, como era menor de edad, necesitaba autorización notarial de mis padres para contraer matrimonio o ser 'emancipado' (declarado mayor de edad) por ellos, ante el juez de menores. Ambas posibilidades estaban descartadas.
Salí de la Municipalidad haciendo cálculos; sólo conseguir la legalización de los papeles de la tía Julia, suponiendo que los tuviera en Lima, tomaría semanas. Si no los tenía y debía pedirlos a Bolivia, a la Municipalidad y juzgado respectivos, meses. ¿Y en cuanto a mi partida de nacimiento? Yo había nacido en Arequipa y escribirle a algún pariente de allá que me la mandara tomaría también tiempo (además de ser riesgoso). Las dificultades se levantaban una tras otra, como desafíos, pero, en vez de disuadirme, reforzaban mi decisión (desde chico había sido muy porfiado). Cuando estaba a medio camino de la Radio, a la altura de "La Prensa', de pronto, en un rapto de inspiración, cambié de rumbo, y, casi a la carrera, me dirigí al Parque Universitario, donde llegué sudando. En la Secretaría de la Facultad de Derecho, la señora Riofrío, encargada de hacernos saber las notas, me recibió con su expresión maternal de siempre y escuchó llena de benevolencia la complicada historia que le conté, de trámites judiciales urgentes, de una oportunidad única de conseguir un trabajo que me ayudaría a costear mis estudios.
—Está prohibido por el reglamento —se quejó, levantando su apacible humanidad del apolillado escritorio y avanzando, conmigo al lado, hacia el archivo—. Como tengo buen corazón, ustedes abusan. Un día voy a perder mi puesto por hacer estos favores y nadie levantará un dedo por mí.
Le dije, mientras ella escarbaba los expedientes de alumnos, levantando nubecillas de polvo que nos hacían estornudar, que si algún día ocurriera eso, la Facultad se declararía en huelga. Encontró por fin mi expediente, donde, en efecto, figuraba mi partida de nacimiento y me advirtió que me la prestaba sólo media hora. Apenas necesité quince minutos para sacar dos fotocopias en una librería de la calle Azángaro y devolverle una de ellas a la señora Riofrío. Llegué a la Radio exultante, sintiéndome capaz de pulverizar a todos los dragones que me salieran al encuentro.
Estaba sentado en mi escritorio, después de redactar otros dos boletines y haber entrevistado para El Panamericano al Gaucho Guerrero (un fondista argentino, naturalizado peruano, que se pasaba la vida batiendo su propio récord; corría alrededor de una plaza, días y noches, y era capaz de comer, afeitarse, escribir y dormir mientras corría), descifrando, tras la prosa burocrática de la partida, algunos detalles de mi nacimiento —había nacido en el Bulevard Parra, mi abuelo y, mi tío Alejandro habían ido a la Alcaldía a participar mi llegada al mundo— cuando Pascual y el Gran Pablito, que entraban al altillo, me distrajeron. Venían hablando de un incendio, muertos de risa con los ayes de las víctimas al ser achicharradas. Traté de seguir leyendo la abstrusa partida, pero los comentarios de mis redactores sobre los guardias civiles de esa Comisaría del Callao rociada de gasolina por un pirómano demente, que habían perecido todos carbonizados, desde el comisario hasta el último soplón e incluso el perro mascota, me distrajeron de nuevo.