Hablaba por teléfono con la tía Julia dos veces al día y la engañaba, todo estaba en regla, que tuviera un maletín de mano listo con las cosas indispensables, en cualquier momento le diría "ya". Pero me sentía cada vez más desmoralizado. El viernes en la noche, al regresar a casa de los abuelos, encontré un telegrama de mis padres: "Llegamos lunes, Panagra, vuelo 516".
Esa noche, después de pensar largo rato, dando vueltas en la cama, prendí la lamparita del velador y escribí en un cuaderno, donde anotaba temas para cuentos, en orden de prioridad, las cosas que haría. La primera era casarme con la tía Julia y poner a la familia ante un hecho legal consumado al que tendrían que resignarse, quisiéranlo o no. Como faltaban pocos días y la resistencia de los munícipes limeños era tan tenaz, esa primera opción se volvía cada instante más utópica. La segunda era huir con la tía Julia al extranjero. No a Bolivia; la idea de vivir en un mundo donde ella había vivido sin mí, donde tenía tantos conocidos, su mismo ex-marido, me molestaba. El país indicado era Chile. Ella podía partir a La Paz, para engañar a la familia, y yo me escaparía en ómnibus o colectivo hasta Tacna. Alguna manera habría de cruzar clandestinamente la frontera, hasta Arica, y luego seguiría por tierra hasta Santiago, donde la tía Julia vendría a reunirse conmigo o me estaría esperando. La posibilidad de viajar y vivir sin pasaporte (para sacarlo se necesitaba también autorización paterna) no me parecía imposible, y me gustaba, por su carácter novelesco. Si la familia, como era seguro, me hacía buscar, me localizaba y repatriaba, me escaparía de nuevo, todas las veces que hiciera falta, y así iría viviendo hasta alcanzar los codiciados, liberadores veintiún años. La tercera opción era matarme, dejando una carta bien escrita, para sumir a mis parientes en el remordimiento.
Al día siguiente, muy temprano, corrí a la pensión de Javier. Pasábamos revista, cada mañana, mientras él se afeitaba y duchaba, a los acontecimientos de la víspera y preparábamos el plan de acción de la jornada. Sentado sobre el excusado, viéndolo jabonarse, le leí el cuaderno donde había resumido, con comentarios marginales, las opciones de mi destino. Mientras se enjuagaba, me rogó encarecidamente que trastocara las prioridades y pusiera el suicidio a la cabeza:
—Si te matas, las porquerías que has escrito se volverán interesantes, la gente morbosa querrá leerlas y será fácil publicarlas en un libro —me convencía, a la vez que se secaba con furia—. Te volverás, aunque sea póstumamente, un escritor.
—Me vas a hacer perder el primer boletín —lo apuraba yo—. Déjate de jugar a Cantinflas que tu humor me hace maldita gracia.
—Si te matas, ya no tendría que faltar tanto a mi trabajo ni a la Universidad —continuaba Javier, mientras se vestía—. Lo ideal es que procedas hoy, esta mañana, ahorita. Así me librarías de empeñar mis cosas, que, por supuesto, terminarán rematando, porque ¿acaso me vas a pagar algún día?
Y ya en la calle, mientras trotábamos hacia el colectivo, sintiéndose un humorista eximio:
—Y, por último, si te matas, te volverás famoso, y a tu mejor amigo, tu confidente, el testigo de la tragedia, le harán reportajes y saldrá retratado en los periódicos. ¿Y tú crees que tu prima Nancy no se ablandaría con esa publicidad?
En la llamada (horriblemente) Caja de Pignoración de la Plaza de Armas, empeñamos mi máquina de escribir y su radio, mi reloj y sus lapiceros, y al final lo convencí de que también empeñara su reloj. Pese a que regateamos como lobos, sólo obtuvimos dos mil soles. Los días anteriores, sin que lo advirtieran los abuelos, yo había ido vendiendo, en los ropavejeros de la calle La Paz, ternos, zapatos, camisas, corbatas, chompas, hasta quedarme prácticamente con lo que llevaba puesto. Pero la inmolación de mi vestuario significó apenas cuatrocientos soles. En cambio, había tenido más suerte con el empresario progresista, al que, después de media hora dramática, convencí que me adelantara cuatro sueldos y me los fuera descontando a lo largo de un año. La conversación tuvo un final inesperado. Yo le juraba que ese dinero era para una operación de hernia de mi abuelita, urgentísima, y no lo conmovía. Pero, de pronto, dijo: "Bueno”. Con una sonrisa de amigo, añadió: "Confiesa que es para hacer abortar a una hembrita". Bajé los ojos y le rogué que me guardara el secreto.
Al ver mi depresión por el poco dinero conseguido con el empeño, Javier me acompañó hasta la Radio. Quedamos en pedir permiso en nuestros trabajos para ir en la tarde a Huacho. Tal vez en provincias los munícipes fueran más sentimentales. Llegué al altillo cuando sonaba el teléfono. La tía Julia estaba hecha una furia. La víspera habían llegado a casa del tío Lucho, de visita, la tía Hortensia y el tío Alejandro y no le habían contestado el saludo.
—Me miraron con un desprecio olímpico, sólo les faltó decirme pe —me contó, indignada—. Tuve que morderme para no mandarlos ya sabes adonde. Lo hice por mi hermana, pero también por nosotros, para no, complicar más las cosas. ¿Cómo va todo, Varguitas?
—El lunes, a primera hora —le aseguré—. Tienes que decir que atrasas un día el vuelo a La Paz. Tengo todo casi listo.
—No te preocupes por el alcalde cacaseno —me dijo la tía Julia—. Ya me entró la rabieta y no me importa. Aunque no lo encuentres, nos escapamos lo mismo.
—¿Por qué no se casan en Chincha, don Mario? —le oí decir a Pascual, apenas colgué el teléfono. Al ver mi estupor, se confundió:— No es que yo sea chismoso y quiera entrometerme. Pero, claro, oyéndolos, nos enteramos de las cosas. Lo hago para ayudarlo. El alcalde de Chincha es mi primo y lo casa en un dos por tres, con o sin papeles, sea o no sea mayor de edad.
Ese mismo día quedó todo milagrosamente resuelto. Javier y Pascual partieron esa tarde a Chincha, en un colectivo, con los papeles y la consigna de dejar todo preparado para el lunes. Mientras, yo, fui con mi prima Nancy a alquilar el cuartito de la quinta miraflorina, pedí tres días de permiso en la Radio (los obtuve después de una discusión homérica con Genaro-papá, a quien temerariamente amenacé con renunciar si me los negaba) y planeé la fuga de Lima. El sábado en la noche, Javier volvió con buenas noticias. El alcalde era un tipo joven y simpático y, cuando él y Pascual le contaron la historia, se había reído y festejado el proyecto de rapto.
"Qué romántico", les había dicho. Se quedó con los papeles y les aseguró que, entre amigos, también se podía obviar el asunto de las proclamas.
El domingo previne a tía Julia, por teléfono, que había encontrado al cacaseno, que nos fugaríamos al día siguiente, a las ocho de la mañana, y que al mediodía seríamos marido y mujer.
J
OAQUÍN
Hinostroza Bellmont, quien habría de estremecer los estadios, no metiendo goles ni atajando penales sino arbitrando partidos de fútbol, y cuya sed de alcohol dejaría huella y deudas en los bares de Lima, nació en una de esas residencias que los mandarines se construyeron hace treinta años, en la Perla, cuando pretendieron convertir a ese baldío en una Copacabana limeña (pretensión malograda por la humedad, que, castigo de camello que se obstina en pasar por el ojo de la aguja, devastó gargantas y bronquios de la aristocracia peruana).
Fue Joaquín hijo único de una familia que, además de adinerada, entroncaba, frondosa selva de árboles que son títulos y escudos, con marquesados de España y Francia. Pero el padre del futuro réferi y borrachín había puesto de lado los pergaminos y consagrado su vida al ideal moderno de multiplicar su fortuna en negocios que comprendían desde la fabricación de casimires hasta la introducción del ardiente cultivo de la pimienta en la Amazonía. La madre, madona linfática, esposa abnegada, había pasado su vida gastando el dinero que producía su marido en médicos y curanderos (pues padecía diversas enfermedades de alta clase social). Ambos habían tenido a Joaquín algo crecidos, después de mucho rogar a Dios que les concediera un heredero. El advenimiento constituyó una felicidad indescriptible para sus padres, quienes, desde la cuna, soñaron para él un porvenir de príncipe de la industria, rey de la agricultura, mago de la diplomacia o lucifer de la política.
¿Fue por rebelde, en insubordinación contra este destino de gloria crematística y brillo social que el niño resultó árbitro de fútbol, o más bien por insuficiencia de psicología? No, fue por genuina vocación. Tuvo, naturalmente, desde la mamadera hasta el bozo, una variopinta sucesión de institutrices, importadas de países exóticos: Francia, Inglaterra. Y en los mejores colegios de Lima fueron reclutados profesores para enseñarle los números y las letras. Todos, uno tras otro, terminaron renunciando al pingüe salario, desmoralizados e histéricos, por la indiferencia ontológica del niño ante cualquier especie de saber. A los ocho años no había aprendido a sumar y del alfabeto a duras penas memorizaba las vocales. Sólo decía monosílabos, era tranquilo, se paseaba por las habitaciones de la Perla, entre muchedumbres de juguetes adquiridos en distintos puntos del orbe para distraerlo —mecanos alemanes, trenes japoneses, rompecabezas chinos, soldaditos austriacos, triciclos norteamericanos—, con expresión de aburrimiento mortal. Lo único que parecía sacarlo, a ratos, de su sopor brahamánico, eran las figuritas de fútbol de los chocolatines Mar del Sur, que pegaba en cuadernos satinados y contemplaba, horas de horas, con curiosidad.
Aterrados ante la idea de haber procreado un fin de raza, hemofílico y tarado, que sería más tarde hazmerreír del público, los padres acudieron a la ciencia. Ilustres galenos comparecieron en la Perla. Fue el pediatra estrella de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros, quien desasnó luminosamente a los atormentados:
—Tiene lo que llamo mal de invernadero —les explicó—. Las flores que no viven en el jardín, entre flores e insectos, crecen mustias y su perfume es hediondo. La cárcel dorada lo está atontando. Amas y dómines deben ser despedidos y el niño matriculado en un colegio para que alterne con gente de su edad. ¡Será normal el día que un compañero le rompa la nariz!
Dispuesta a cualquier sacrificio con tal de desimbecilizarlo, la orgullosa pareja consintió en dejar que Joaquincito se zambullera en el plebeyo mundo exterior. Se escogió para él, claro está, el colegio más caro de Lima, los Padres de Santa María, y, a fin de no destruir todas las jerarquías, se le mandó hacer un uniforme de color reglamentario, pero en terciopelo.
La receta del famoso dio resultados apreciables. Es verdad que Joaquín sacaba notas extraordinariamente bajas y que, para aprobar sus exámenes, áurea codicia que produjo cismas, sus padres debían hacer donaciones (vitrales para la capilla del colegio, faldas de paño para los acólitos, pupitres robustos para la escuelita de los pobres, etcétera), pero el hecho es que el niño se volvió sociable y que a partir de entonces se le vio algunas veces contento. En esta época se manifestó el primer indicio de su genialidad (su incomprensivo padre le decía tara): un interés por el balompié. Cuando fueron informados que el niño Joaquín, apenas se calzaba los zapatos de fútbol, de anestésico y monosilábico se transformaba en un ser dinámico y gárrulo, sus padres se alegraron mucho. Y, de inmediato, adquirieron un terreno contiguo a su casa de la Perla, para construir una cancha de fútbol, de proporciones apreciables, donde Joaquincito pudiera divertirse a sus anchas.
Se vio a partir de entonces, en la neblinosa avenida de las Palmeras, de la Perla, desembarcar del ómnibus del Santa María, a la salida de clases, a veintidós alumnos —cambiaban las caras pero permanecía el número— que venían a jugar en la cancha de los Hinostroza Bellmont. La familia regalaba a los jugadores, después del partido, con un té acompañado de chocolates, gelatinas, merengues y helados. Los ricos gozaban viendo cada tarde a su hijito Joaquín jadeando feliz.
Sólo después de algunas semanas, se percató el pionero del cultivo de la pimienta en el Perú que ocurría algo extraño. Dos, tres, diez veces había encontrado a Joaquincito arbitrando el partido. Con un silbato en la boca y una gorrita para el sol, corría tras los jugadores, señalaba faltas, imponía penales. Aunque el niño no parecía acomplejado por cumplir este papel en vez de ser jugador, el millonario se enojó. ¿Los invitaba a su casa, los engordaba con dulces, les permitía codearse con su hijo de igual a igual y tenían la desfachatez de relegar a Joaquín a la mediocre función de árbitro? Estuvo a punto de abrir las jaulas de los Doberman y dar un buen susto a esos frescos. Pero se limitó a recriminarlos. Ante su sorpresa, los muchachos se declararon inocentes, juraron que Joaquín era árbitro porque le gustaba serlo y el damnificado corroboró por Dios y por su madre que era así. Unos meses después, consultando su libreta y los informes de sus mayordomos, el padre se enfrentó a este balance: en ciento treinta y dos partidos disputados en su cancha, Joaquín Hinostroza Bellmont no había sido jugador en ninguno y había arbitrado ciento treinta y dos. Cambiando una mirada, los padres subliminalmente se dijeron que algo andaba mal: ¿cómo podía ser esto la normalidad? Nuevamente, fue requerida la ciencia.
Fue el más connotado astrólogo de la ciudad, un hombre que leía las almas en las estrellas y que restañaba los espíritus de sus clientes (él hubiera preferido: 'amigos') mediante los signos del zodiaco, el profesor Lucio Acémila, quien, después de muchos horóscopos, interrogatorios a los cuerpos celestes y meditación lunar, dio el veredicto que, si no el más certero, resultó el más halagüeño para los padres.
—El niño se sabe celularmente un aristócrata, y, fiel a su origen, no tolera la idea de ser igual a los demás —les explicó, quitándose las gafas ¿para que fuera más notoria la lucecita inteligente que aparecía en sus pupilas al emitir un pronóstico?—. Prefiere ser réferi a jugador porque el que arbitra un partido es el que manda. ¿Creían ustedes que en ese rectángulo verde Joaquincito hace deporte? Error, error. Ejercita un ancestral apetito de dominación, de singularidad y jerarquía, que, sin duda, le corre por las venas.
Sollozando de felicidad, el padre sofocó a besos a su hijo, se declaró hombre bienaventurado, y agregó un cero a los honorarios, ya de por sí regios, que le había pasado el profesor Acémila. Convencido de que esa manía de arbitrar los partidos de fútbol de sus compañeros resultaba de avasalladores ímpetus de subyugación y prepotencia, que, más tarde, convertirían a su hijo en dueño del mundo (o, en el peor de los casos, del Perú), el industrial abandonó muchas tardes su múltiple oficina para, debilidades de león que lagrimea viendo a su cachorro despedazar a la primera oveja, venir a su estadio privado de la Perla a gozar paternalmente viendo a Joaquín, enfundado en el lindo uniforme que le había regalado, dando pitazos detrás de esa bastarda confusión (¿los jugadores?).