Fue así como el hijo del estupro resultó pupilo del Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, en Magdalena del Mar. A diferencia de otros casos, en los que la vocación precede la acción, Seferino Huanca Leyva descubrió que había nacido para cura después de ser seminarista. Se volvió un estudiante piadoso y aprovechado, al que mimaban sus maestros y que enorgullecía a la Negra Teresita y a su protectora. Pero, al mismo tiempo que sus notas en Latín, Teología y Patrística ascendían a enhiestas cimas, y que su religiosidad se manifestaba de manera irreprochable en misas oídas, oraciones dichas y flagelaciones auto-propinadas, desde adolescente comenzaron a advertirse en él síntomas de lo que, en el futuro, cuando los grandes debates que sus audacias provocaron, sus defensores llamarían impaciencias de celo religioso, y sus detractores el mandato delictuoso y matón del Chirimoyo. Así, por ejemplo, antes de ordenarse, comenzó a propagar entre los seminaristas la tesis de que era necesario resucitar las Cruzadas, volver a luchar contra Satán no sólo con las armas femeninas de la oración y el sacrificio, sino con las viriles (y, aseguraba, más eficaces) del puño, el cabezazo y, si las circunstancias lo exigían, la chaveta y la bala.
Sus superiores, alarmados, se apresuraron a combatir estas extravagancias, pero ellas, en cambio, fueron calurosamente apoyadas por doña Mayte Unzátegui, y como la filantrópica latifundista subvenía al mantenimiento de un tercio de los seminaristas, aquéllos, razones de presupuesto que hacen de tripas corazón, debieron disimular y cerrar ojos y oídos ante las teorías de Seferino Huanca Leyva. No eran sólo teorías: las corroboraba la práctica. No había día de salida en que, al anochecer, no volviera el muchacho del Chirimoyo con algún ejemplo de lo que llamaba la prédica armada. Era, un día, que viendo en las agitadas calles de su barrio cómo un marido borracho aporreaba a su mujer, había intervenido rompiéndole las canillas a puntapiés al abusivo y dándole una conferencia sobre el comportamiento del buen esposo cristiano. Era, otro día, que habiendo sorprendido en el ómnibus de Cinco Esquinas a un carterista bisoño que pretendía desplumar a una anciana, lo había desbaratado a cabezazos (llevándolo él mismo, luego, a la Asistencia Pública, a que le suturaran la cara). Era, por fin, un día, que habiendo sorprendido, entre las crecidas yerbas del bosque de Matamula, a una pareja que se refocilaba animalmente, los había azotado a ambos hasta la sangre y hecho jurar, de rodillas, so amenaza de nuevas palizas, que irían a casarse en el término de la distancia. Pero, el broche de oro (para calificarlo de algún modo) de Seferino Huanca Leyva, en lo que se refiere a su axioma de 'la pureza, como el abecedario, con sangre entra', fue el puñetazo que descerrajó, nada menos que en la capilla del Seminario, a su tutor y maestro de Filosofía Tomista, el manso Padre Alberto de Quinteros, quien, en gesto de fraternidad o arrebato solidario, había intentado besarlo en la boca. Hombre sencillo y nada rencoroso (había ingresado al sacerdocio tarde, luego de conquistar fortuna y gloria como psicólogo con un caso célebre, la curación de un joven médico que atropelló y mató a su propia hija en las afueras de Pisco), el Reverendo Padre Quinteros, al regresar del hospital donde le soldaron la herida de la boca y le repusieron los tres dientes perdidos, se opuso a que Seferino Huanca Leyva fuera expulsado y él mismo, generosidad de los espíritus grandes que de tanto poner la otra mejilla suben póstumamente a los altares, apadrinó la Misa en la que el hijo del estupro se consagró sacerdote.
Pero no sólo su convicción de que la Iglesia debía combatir el mal pugilísticamente inquietó a sus superiores cuando Seferino Huanca Leyva era seminarista, sino, más todavía, su creencia, (¿desinteresada?) de que, en el vasto repertorio de los pecados mortales, no debía figurar de ningún modo el tocamiento personal. Pese a las reprensiones de sus maestros, que, citas bíblicas y bulas papales numerosas que fulminan a Onán, pretendieron sacarlo de su error, el hijo de la abortera doña Angélica, terco como era desde antes de nacer, soliviantaba nocturnamente a sus compañeros asegurándoles que el acto manual había sido concebido por Dios para indemnizar a los eclesiásticos por el voto de castidad, y, en todo caso, hacerlo llevadero. El pecado, argumentaba, está en el placer que ofrece la carne de mujer, o (más perversamente) la carne
ajena
, pero ¿por qué había de estarlo en el humilde, solitario e improductivo desahogo que ofrecen, ayuntados, la fantasía y los dedos? En una disertación leída en la clase del venerable Padre Leoncio Zacarías, Seferino Huanca Leyva llegó a sugerir, interpretando capciosos episodios del Nuevo Testamento, que había razones para no descartar como descabellada la hipótesis de que Cristo en persona, alguna vez —¿acaso después de conocer a Magdalena?— hubiera combatido masturbatoriamente la tentación de ser impuro. El Padre Zacarías sufrió un soponcio y el protegido de la pianista vasca estuvo a punto de ser expulsado del Seminario por blasfemo.
Se arrepintió, pidió perdón, hizo las penitencias que se le impusieron, y, por un tiempo, dejó de propagar esas disparatadas especies que afiebraban a sus maestros y enardecían a los seminaristas. Pero en lo que toca a su persona no dejó de ponerlas en práctica, pues, muy pronto, sus confesores volvieron a oírlo decir, apenas arrodillado ante los crujientes confesionarios: "Esta semana he sido el enamorado de la Reina de Saba, de Dalila y de la esposa de Holofernes". Fue este capricho el que le impidió hacer un viaje que hubiera enriquecido su espíritu. Acababa de ordenarse y como, pese a sus devaneos heterodoxos, Seferino Huanca Leyva había sido un alumno excepcionalmente aplicado y nadie puso nunca en duda la vibración de su inteligencia, la jerarquía decidió enviarlo a hacer estudios de Doctorado en la Universidad. Gregoriana de Roma. De inmediato, el flamante sacerdote anunció su propósito de preparar, eruditos que enceguecen consultando los polvosos manuscritos de la Biblioteca Vaticana, una tesis que titularía: "Del vicio solitario como ciudadela de la castidad eclesial”. Rechazado airadamente su proyecto, renunció al viaje a Roma y fue a sepultarse en el infierno de Mendocita, de donde no saldría más.
Él mismo eligió el barrio cuando supo que todos los sacerdotes de Lima le temían como a la peste, no tanto por la concentración microbiana que había hecho de su jeroglífica topografía de arenosas veredas y casuchas de materiales variopintos —cartón, calamina, estera, tabla, trapo y periódico— un laboratorio de las formas más refinadas de la infección y la parasitosis, como por la violencia social que imperaba en Mendocita. La barriada, en efecto, era en ese entonces una Universidad del Delito, en sus especialidades más proletarias: robo por efracción o escalamiento, prostitución, chavetería, estafa al menudeo, tráfico de pichicata y cafichazgo.
El Padre Seferino Huanca Leyva construyó con sus manos, en un par de días, una casucha de adobes a la que no le puso puerta, llevó allí un camastro de segunda mano y un colchón de paja comprados en la Parada, y anunció que todos los días oficiaría a las siete una misa al aire libre. Hizo saber también que confesaría de lunes a sábado, a las mujeres de dos a seis y a. los hombres de siete a medianoche, para evitar promiscuidades. Y advirtió que, en las mañanas, de ocho a dos de la tarde, se proponía organizar un Parvulario donde los chicos del barrio aprenderían el alfabeto, los números y el catecismo. Su entusiasmo se hizo añicos contra la dura realidad. Su clientela a las misas madrugadoras fueron apenas un puñado de ancianos y ancianas legañosos, de agonizantes reflejos corporales, que, a veces, sin saberlo, practicaban esa impía costumbre de las gentes de cierto país (¿conocido por sus vacas y por sus tangos?) de soltar cuescos y hacer sus necesidades con la ropa puesta durante el oficio. Y, en lo que se refiere a la confesión de las tardes y al Parvulario de las mañanas, no compareció ni un curioso de casualidad.
¿Qué ocurría? El curandero del barrio, Jaime Concha, un fornido ex-sargento de la Guardia Civil que había colgado el uniforme desde que su institución le ordenó ejecutar a balazos a un pobre amarillo llegado como polizonte hasta el Callao desde algún puerto de Oriente, y dedicado desde entonces con tanto éxito a la medicina plebeya que tenía realmente en un puño el corazón de Mendocita, había visto con recelo la llegada de un posible competidor y organizado el boicot de la parroquia.
Enterado de esto por una delatora (la ex-bruja de Mendocita, doña Mayte Unzátegui, una vasca de sangre azul añil venida a menos y desalojada como reina y señora del barrio por Jaime Concha), el Padre Seferino Huanca Leyva supo, alegrías que empañan la vista y abrasan el pecho, que había llegado por fin el momento propicio para poner en acción su teoría de la prédica armada. Como un anunciador de circo, recorrió las mosqueadas callejuelas diciendo a voz en cuello que ese domingo, a las once de la mañana, en el canchón de los partidos de fútbol, él y el curandero averiguarían, a los puños, quién de los dos era el más macho. Cuando el musculoso Jaime Concha se presentó a la casucha de adobe a preguntar al Padre Seferino si debía interpretar eso como un desafío a trompearse, el hombre del Chirimoyo se limitó a preguntarle a su vez, fríamente, si prefería que las manos, en vez de ir desnudas a la pelea, fueran armadas de chavetas. El ex-sargento se alejó, contorsionándose de risa y explicando a los vecinos que él, cuando era guardia civil, acostumbraba matar de un cocacho en el cerebro a los perros bravos que se encontraba por la calle.
La pelea del sacerdote y el curandero concitó una expectativa extraordinaria y no sólo Mendocita entera, sino también la Victoria, el Porvenir, el Cerro San Cosme y el Agustino vinieron a presenciarla. El Padre Seferino se presentó con pantalón y camiseta y se persignó antes del combate. Este fue corto pero llamativo. El hombre del Chirimoyo era físicamente menos potente que el ex-guardia civil pero lo superaba en tretas. De arranque le echó un pocotón de polvo de ají en los ojos que llevaba preparado (después explicaría a la hinchada: "En las trompeaduras criollas todo vale"), y cuando el gigantón, Goliat deteriorado por el hondazo inteligente de David, comenzó a dar traspiés, ciego, lo debilitó con una andanada de patadas en las partes pudendas hasta que lo vio doblarse. Sin darle tregua, inició entonces un ataque frontal contra su cara, a derechazos y zurdazos, y sólo cambió de estilo cuando lo tuvo tumbado sobre la tierra. Allí consumó la masacre, pisoteándole las costillas y el estómago. Jaime Concha, rugiendo de dolor y de vergüenza, se confesó derrotado. Entre aplausos, el Padre Seferino Huanca Leyva cayó de rodillas y oró devotamente, la cara al cielo y las manos en cruz.
Este episodio —que se abrió paso hasta las páginas de los periódicos y que incomodó al arzobispo— comenzó a ganarle al Padre Seferino las simpatías de sus todavía potenciales parroquianos. A partir de entonces, las misas matutinas se vieron más concurridas y algunas almas pecadoras, sobre todo femeninas, solicitaron confesión, aunque, por supuesto, esos raros casos no llegaban a ocupar ni la décima parte de los dilatados horarios que —calculando, a ojo, la capacidad pecadora de Mendocita— había fijado el optimista párroco. Otro hecho bien recibido en el barrio y que le ganó nuevos clientes, fue su comportamiento con Jaime Concha después de su humillante derrota. Él mismo ayudó a las vecinas a echarle mercurio cromo y árnica, y le hizo saber que no lo expulsaba de Mendocita, y que, por el contrario, generosidad de Napoleones que invitan champaña y casan con su hija al general cuyo ejército acaban de volatilizar, estaba dispuesto a asociarlo a la parroquia en calidad de sacristán. El curandero quedó autorizado a seguir proporcionando filtros para la amistad y la enemistad, el mal de ojo y el amor, pero a tarifas moderadas que estipulaba el propio párroco, y sólo quedó prohibido de ocuparse de cuestiones relativas al alma. También le permitió seguir ejerciendo de huesero, para aquellos vecinos que se luxaban o sentían, a condición de que no intentara curar a enfermos de otra índole, los mismos que debían ser encaminados al hospital.
La manera como el Padre Seferino Huanca Leyva consiguió atraer, moscas que sienten la miel, alcatraces que divisan el pez, hacia su desairado Parvulario a los chiquillos de Mendocita, fue poco ortodoxa y le ganó la primera advertencia seria de la Curia. Hizo saber que por cada semana de asistencia, los niños recibirían de regalo una estampita. Este cebo hubiera resultado insuficiente para la desalada concurrencia de desarrapados que motivó, si las eufemísticas "estampitas" del muchacho del Chirimoyo no hubieran sido, en realidad, imágenes desvestidas de mujeres que era difícil confundir con vírgenes. A ciertas madres de familia que se mostraron extrañadas de sus métodos pedagógicos, el párroco les aseguró, solemnemente, que, aunque pareciera mentira, las "estampitas" mantendrían a sus cachorros lejos de la carne impura y los harían menos traviesos, más dóciles y soñolientos.
Para conquistar a las niñas del barrio se valió de las inclinaciones que hicieron de la mujer la primera pecadora bíblica y de los servicios de Mayte Unzátegui, también incorporada al plantel de la parroquia en calidad de ayudante. Ésta —sabiduría que sólo veinte años de regencia de lupanares en Tingo María puede forjar, supo ganarse la simpatía de las niñas dándoles cursos que las divertían: cómo pintarrajearse labios y mejillas y párpados sin necesidad de comprar maquillaje en las boticas, cómo fabricar con algodón, almohadillas y aun papel periódico, pechos y caderas y nalgas postizas, y cómo bailar los bailes de moda: la rumba, la huaracha, el porro y el mambo. Cuando el Visitador de la Jerarquía inspeccionó la parroquia y vio, en la sección femenina del Parvulario, la aglomeración de mocosas, turnándose el único par de zapatos de taco alto del barrio y contoneándose ante la vigilancia magisterial de la ex-celestina, se restregó los ojos. Al fin, recuperando el habla, preguntó al Padre Seferino si había creado una Academia para Prostitutas.
—La respuesta es sí —contestó el hijo de la Negra Teresita, varón que no le temía a las palabras—. Ya que no hay más remedio que se dediquen a ese oficio, por lo menos que lo ejerzan con talento.
(Fue por esto que recibió la segunda advertencia seria de la Curia.)
Pero no es cierto que el Padre Seferino, como llegaron a propalar sus detractores, fuera el Gran Cafiche de Mendocita. Era sólo un hombre realista, que conocía la vida palmo a palmo. No fomentó la prostitución, trató de adecentarla y libró soberbias batallas para impedir que las mujeres que se ganaban la vida con su cuerpo (todas las de Mendocita entre los doce y sesenta años) contrajeran purgaciones y fueran despojadas por los macrós. La erradicación de la veintena de cafiches del barrio (en algunos casos, su regeneración) fue una labor heroica, de salubridad social, que ganó al Padre Seferino varios chavetazos y una felicitación del alcalde de la Victoria. Empleó para ello su filosofía de la prédica armada. Hizo saber, mediante pregón callejero de Jaime Concha, que la ley y la religión prohibían a los hombres vivir como zánganos, a costilla de seres inferiores, y que, en consecuencia, vecino que explotara a las mujeres se toparía con sus puños. Así, tuvo que desmandibular al Gran Margarina Pacheco, dejar tuerto al Padrillo, impotente a Pedrito Garrote, idiota al Macho Sampedri y con violáceos hematomas a Cojinoba Huambachano. Durante esa quijotesca campaña fue una noche emboscado y cosido a chavetazos; los asaltantes, creyéndolo muerto, lo dejaron en el fango, para los perros. Pero la reciedumbre del muchacho darwiniano fue más fuerte que las enmohecidas hojas de cuchillo que lo pincharon, y salvó, conservando, eso sí —marcas de fierro en cuerpo y cara de varón que damas lúbricas suelen llamar apetitosas— la media docena de cicatrices que, luego del juicio, mandaron al Hospital Psiquiátrico, como loco incurable, al jefe de sus agresores, el arequipeño de nombre religioso y apellido marítimo, Ezequiel Delfín.