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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (44 page)

Su vida era, para entonces, la bohemia de los gitanos del espíritu. Se levantaba a eso del mediodía y solía almorzar con el párroco de la Iglesia de Santa Aina, un ex-juez de instrucción en cuyo despacho se había mutilado un cuáquero (¿don Pedro Barreda y Zaldívar?) para demostrar su inocencia de un crimen que se le atribuía (¿haber matado a un negro polizonte venido en la panza de un trasatlántico desde el Brasil?). El doctor don Gumercindo Tello, profundamente impresionado, cambió entonces la toga por la sotana. El suceso de la mutilación fue inmortalizado por Crisanto Maravillas en un festejo de quijada, guitarra y cajón: "La sangre me absuelve".

El bardo y el Padre Gumercindo acostumbraban ir juntos por esas calles limeñas donde Crisanto —¿artista que se nutría de la vida misma?— recogía personajes y temas para sus canciones. Su música —tradición, historia, folklore, chismografía— eternizaba en melodías los tipos y las costumbres de la ciudad. En los corrales vecinos a la Plaza del Cercado y en los del Santo Cristo, Maravillas y el Padre Gumercindo asistían al entrenamiento que los galleros daban a sus campeones para las peleas en el Coliseo de Sandia, y así nació la marinera: "Cuídate del ají seco, mamá". O se asoleaban en la placita del Carmen Alto, en cuyo atrio, viendo al titiritero Monleón divertir al vecindario con sus muñecos de trapo, encontró Crisanto el tema del vals "La doncellita del Carmen Alto" (que comienza así: "Tienes deditos de alambre y corazón de paja, ay, mi amor"). Fue también, sin duda, durante esos paseos criollistas por la vieja Lima que Crisanto cruzó a las viejecitas de mantas negras que aparecen en el vals "Beatita, tú también fuiste mujer", y donde asistió a esas peleas de adolescentes de las que habla la polkita: "Los mataperros".

A eso de las seis, los amigos se separaban; el curita volvía a la parroquia a rezar por el alma del caníbal asesinado en el Callao y el bardo iba al garaje del sastre Chumpitaz. Allí, con el grupo de íntimos —el cajoneador Sifuentes, el rascador Tiburcio, ¿la cantante Lucía Acémila?, los guitarristas Felipe y Juan Portocarrero—, ensayaban nuevas canciones, hacían arreglos, y cuando caía la oscuridad alguien sacaba la fraterna botellita de pisco. Así, entre músicas y conversación, ensayo y traguitos, se les pasaban las horas. Cuando era noche, el grupo se iba a comer a cualquier restaurant de la ciudad, donde el artista era siempre invitado de honor. Otros días los esperaban fiestas —cumpleaños, cambio de aros, matrimonios— o contratos en algún club. Regresaban al amanecer y los amigos solían despedir al bardo tullido en la puerta de su hogar. Pero cuando habían partido y se hallaban durmiendo en sus tugurios, la sombra de una figurilla contrahecha y torpe de andar emergía del callejón. Cruzaba la noche húmeda, arrastrando una guitarra, fantasmal entre la garúa y la neblina del alba, e iba a sentarse en la desierta placita de Santa Ana, en la banca de piedra que mira a Las Descalzas. Los gatos del amanecer escuchaban entonces los más sentidos arpegios jamás brotados de guitarra terrena, las más ardientes canciones de amor salidas de estro humano. Unas beatas madrugadoras que, alguna vez, lo sorprendieron así, cantando bajito y llorando frente al convento, propalaron la especie atroz de que, ebrio de vanidad, se había enamorado de la Virgen, a quien daba serenatas al despuntar el día.

Pasaron semanas, meses, años. La fama de Crisanto Maravillas fue, destino de globo que crece y sube en pos del sol, extendiéndose como su música. Nadie, sin embargo, ni su íntimo amigo, el párroco Gumercindo Lituma, ex-guardia civil apaleado brutalmente por su esposa e hijos (¿por criar ratones?) y que, mientras convalecía, escuchó el llamado del Señor, sospechaba la historia de su inconmensurable pasión por la recluida Sor Fátima, quien, en todos estos años, había seguido trotando hacia la santidad. La casta pareja no pudo cambiar palabra desde el día en que la superiora (¿Sor Lucía Acémila?) descubrió que el bardo era un ser dotado de virilidad (¿pese a lo ocurrido, esa mañana infausta, en el despacho del juez instructor?). Pero a lo largo de los años tuvieron la dicha de verse, aunque con dificultad y a distancia. Sor Fátima, una vez monjita, pasó, como sus compañeras del convento, a hacer las guardias que tienen orando en la capilla, de dos en dos, las veinticuatro horas del día, a las Madres Descalzas. Las monjitas veladoras están separadas del público por una rejilla de madera que, pese a ser de calado fino, permite que las gentes de ambos lados lleguen a verse. Esto explicaba, en buena parte, la religiosidad tenaz del bardo de Lima, que lo había hecho víctima, a menudo, de las burlas del vecindario, a las que Maravillas respondió con el piadoso tondero: "Sí, creyente soy…”.

Crisanto pasaba, efectivamente, muchos momentos del día en la Iglesia de Las Descalzas. Entraba varias veces a santiguarse y echar una ojeada a la rejilla. Si —vuelco en el corazón, carrera del pulso, frío en la espalda— a través del cuadriculado maderamen, en uno de los reclinatorios ocupados por las eternas siluetas de hábitos blancos, reconocía a Sor Fátima, inmediatamente caía de hinojos en las baldosas coloniales. Se colocaba en una posición sesgada (lo ayudaba su físico, en el que no era fácil diferenciar el frente y el perfil), que le permitía dar la impresión de estar mirando el altar cuando en realidad tenía los ojos prendidos de esas nubes talares, de los almidonados copos que envolvían el cuerpo de su amada. Sor Fátima, a veces, respiros que se toma el atleta para redoblar esfuerzos, interrumpía sus rezos, alzaba la vista hacia el (¿acrucigramado?) altar, y reconocía entonces, interpuesto, el bulto de Crisanto. Una imperceptible sonrisa aparecía en la nívea faz de la monjita y en su delicado corazón se reavivaba un tierno sentimiento, al reconocer al amigo de la infancia. Se encontraban sus ojos y en esos segundos —Sor Fátima se sentía obligada a bajar los suyos— se decían ¿cosas que hasta ruborizaban a los ángeles del cielo? Porque —sí, sí— esa muchachita milagrosamente salvada de las ruedas del automóvil conducido por el propagandista médico Lucho Abril Marroquín, que la arrolló una mañana soleada, en las afueras de Pisco, cuando aún no tenía cinco años, y que en agradecimiento a la Virgen de Fátima se había hecho monja, había llegado, con el tiempo, en la soledad de su celda, a amar de amor sincero al aeda de los Barrios Altos.

Crisanto Maravillas se había resignado a no desposar carnalmente a su amada, a sólo comunicarse con ella de esa manera subliminal en la capilla. Pero nunca se conformó a la idea —cruel para un hombre cuya única belleza era su arte— de que Sor Fátima no oyera su música, esas canciones que, sin saberlo, inspiraba. Tenía la sospecha —certeza para cualquiera que echara un vistazo al espesor fortificado del convento— que a los oídos de su amada no llegaban las serenatas, que, desafiando la pulmonía, le daba cada madrugada desde hacía veinte años. Un día, Crisanto Maravillas comenzó a incorporar temas religiosos y místicos a su repertorio: los milagros de Santa Rosa, las proezas (¿zoológicas?) de San Martín de Porres, anécdotas de los mártires y execraciones a Pilatos sucedieron a las canciones costumbristas. Esto no debilitó el aprecio de las multitudes, pero le ganó una nueva legión de fanáticos: curas y frailes, las monjitas, la Acción Católica. La música criolla, dignificada, aromosa de incienso, cuajada de temas santos, empezó a salvar las murallas que la tenían arraigada en salones y clubs, y a oírse en lugares donde antes era inconcebible: iglesias, procesiones, casas de retiro, seminarios.

El astuto plan demoró diez años pero tuvo éxito. El Convento de Las Descalzas no pudo rechazar el ofrecimiento que recibió un día de admitir que el bardo mimado de la feligresía, el poeta de las congregaciones, el músico de los viacrucis, brindara en su capilla y claustros un recital de canciones a beneficio de los misioneros del África. El arzobispo de Lima, sabiduría púrpura y oído de conocedor, hizo saber que autorizaba el acto y que, por unas horas, suspendería la clausura a fin de que las Madres Descalzas pudieran deleitarse en música. Él mismo se proponía asistir al recital con su corte de dignatarios.

El acontecimiento, efeméride de efemérides en la Ciudad de los Virreyes, tuvo lugar el día en que Crisanto Maravillas llegaba a la flor de la edad: ¿la cincuentena? Era un hombre de frente penetrante, nariz ancha, mirada aguileña, rectitud y bondad en el espíritu, y de una apostura física que reproducía su belleza moral.

Aunque, previsiones del individuo que la sociedad tritura, se habían repartido invitaciones personales y advertido que nadie sin ellas podría asistir al evento, el peso de la realidad se impuso: la barrera policial, comandada por el célebre sargento Lituma y su adjunto el cabo Jaime Concha, cedió como si fuera de papel ante las muchedumbres. Éstas, congregadas allí desde la noche anterior, inundaron el local y anegaron claustros, zaguanes, escaleras, vestíbulos, en actitud reverenciosa. Los invitados debieron ingresar por una puerta secreta, directamente a los altos, donde, apiñados detrás de añejos barandales, se dispusieron a gozar del espectáculo.

Cuando, a las seis de la tarde, el bardo —sonrisa de conquistador, traje azul marino, paso de gimnasta, cabellera dorada flotando al viento— ingresó escoltado por su orquesta y coro, una ovación que rebotó por los techos conmovió Las Descalzas. Desde allí, mientras se ponía de hinojos, y, con voz de barítono, Gumercindo Maravillas entonaba un padrenuestro y un avemaría, sus ojos (¿mielosos?) iban identificando, entre las cabezas, a un ramillete de conocidos.

Estaba allí, en primera fila, un afamado astrólogo, el profesor (¿Ezequiel?) Delfín Acémila, quien, escrutando los cielos, midiendo las marcas y haciendo pases cabalísticos, había averiguado el destino de las señoras millonarias de la ciudad, y que, simpleza de sabio que juega a las bolitas, tenía la debilidad de la música criolla. Y estaba allí también, de punta en blanco, un clavel rojo en el ojal y una sarita flamante, el negro más popular de Lima, aquel que habiendo cruzado el Océano como polizonte en la barriga de un ¿avión?, había rehecho aquí su vida (¿dedicado al cívico pasatiempo de matar ratones mediante venenos típicos de su tribu, con lo que se hizo rico?). Y, casualidades que urden el diablo o el azar, comparecían igualmente, atraídos por su común admiración al músico, el Testigo de Jehová Lucho Abril Marroquín, quien, a raíz de la proeza que protagonizara —¿autodecapitarse, con un filudo cortapapeles, el dedo índice de la mano derecha?— se había ganado el apodo de El Mocho, y Sarita Huanca Salaverría, la bella victoriana, caprichosa y gentil, que le había exigido, en ofrenda de amor, tan dura prueba. ¿Y cómo no iba a verse, exangüe entre la multitud criollista, al miraflorino Richard Quinteros? Aprovechando que, una vez en la vida basta y sobra, se abrían las puertas de Las Carmelitas, se había deslizado al claustro, confundido entre las gentes, para ver aunque fuera de lejos a esa hermana suya (¿Sor Fátima? ¿Sor Lituma? ¿Sor Lucía?) encerrada allí por sus padres para librarla de su incestuoso amor. Y hasta los Bergua, sordomudos que jamás abandonaban la Pensión Colonial donde vivían, dedicados a la altruista ocupación de enseñar a dialogar entre sí, con muecas y ademanes, a los niños pobres privados de audición y habla, se habían hecho presentes, contagiados por la curiosidad general, para ver (ya que no oír) al ídolo de Lima.

El apocalipsis que enlutaría la ciudad se desencadenó cuando el Padre Gumercindo Tello ya había iniciado el recital. Ante la hipnosis de cientos de espectadores arracimados en zaguanes, patios, escaleras, techos, el lírico, acompañado por el órgano, interpretaba las últimas notas del primoroso apóstrofe: "Mi religión no se vende". La misma salva de aplausos que premió al Padre Gumercindo, mal y bien que se mezclan como el café con leche, perdió a los asistentes. Pues, demasiado absorbidos por el canto, demasiado atentos a las palmas, hurras, vítores, confundieron los primeros síntomas del cataclismo con la agitación creada en ellos por el Canario del Señor. No reaccionaron en los segundos en que aún era posible correr, salir, ponerse a salvo. Cuando, rugido volcánico que destroza los tímpanos, descubrieron que no temblaban ellos sino la tierra, era tarde. Porque las tres únicas puertas de Las Carmelitas —coincidencia, voluntad de Dios, torpeza de arquitecto— habían quedado bloqueadas por los primeros derrumbes, sepultando, el gran angelote de piedra que tapió la puerta principal, al sargento Crisanto Maravillas, quien, secundado por el cabo Jaime Concha y el guardia Lituma, al iniciarse el terremoto, trataba de evacuar el convento. El valeroso cívico y sus dos adjuntos fueron las primeras víctimas de la deflagración subterránea. Así acabaron, cucarachas que apachurra el zapato, bajo un indiferente personaje de granito, en las puertas santas de Las Carmelitas (¿en espera del Juicio Final?) los tres mosqueteros del Cuerpo de Bomberos del Perú.

Entre tanto, en el interior del convento, los fieles allí congregados por la música y la religión, morían como moscas. A los aplausos había sucedido un coro de ayes, alaridos y aullidos. Las nobles piedras, los rancios adobes no pudieron resistir el estremecimiento —convulsivo, interminable— de las profundidades. Una a una las paredes se fueron resquebrajando, desmoronando y triturando a quienes trataban de escalarlas para ganar la calle. Así murieron unos célebres exterminadores de ratas y ratones: ¿los Bergua? Segundos después se desfondaron, ruido de infierno y polvo de tornado, las galerías del segundo piso, precipitando —proyectiles vivos, bólidos humanos— contra las gentes apiñadas en el patio a las gentes que se habían instalado en los altos para escuchar mejor a la Madre Gumercinda. Así murió, el cráneo reventado contra las baldosas, el psicólogo de Lima, Lucho Abril Marroquín, que había desneurotizado a media ciudad mediante un tratamiento de su invención (¿que consistía en jugar al retumbante juego del palitroque?). Pero fue el derrumbe de los techos carmelitas lo que produjo el mayor número de muertos en el mínimo tiempo. Así murió, entre otros, la Madre Lucía Acémila, quien tanta fama había ganado en el mundo, luego de desertar su antigua secta, los Testigos de Jehová, por escribir un libro que alabó el Papa: "Escarnio del Tronco en nombre de la Cruz".

La muerte de Sor Fátima y Richard, ímpetu de amor que ni la sangre ni el hábito detienen, fue todavía más triste. Ambos, durante los siglos que duró el fuego, permanecieron indemnes, abrazándose, mientras a su alrededor, asfixiadas, pisoteadas, chamuscadas, perecían las gentes. Ya había cesado el incendio y, entre carbones y espesas nubes, los dos amantes se besaban, rodeados de mortandad. Había llegado el momento de ganar la calle. Richard, entonces, tomando de la cintura a la Madre Fátima, la arrastró hacia uno de los boquetes abiertos en los muros por la braveza del incendio. Pero apenas habían dado unos pasos los amantes, cuando —¿infamia de la tierra carnívora? ¿justicia celestial?— se abrió el suelo a sus pies. El fuego había devorado la trampa que ocultaba la cueva colonial donde Las Carmelitas guardaban los huesos de sus muertos, y allí cayeron, desbaratándose contra el osario, los hermanos ¿luciferinos?

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