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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (39 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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El alcohol fue el talón de Aquiles de su vida profesional, el lastre que, decían los entendidos, le impidió arbitrar en Europa. ¿Cómo se explica, de otra parte, que un hombre que bebía tanto hubiera podido ejercer una profesión de tantos rigores físicos? El hecho es que, enigmas que empiedran la historia, desenvolvió ambas vocaciones al mismo tiempo, y, a partir de la treintena, ambas fueron simultáneas: Joaquín Hinostroza Bellmont comenzó a arbitrar partidos borracho como una cuba y a seguirlos arbitrando imaginativamente en las cantinas.

El alcohol no amortiguaba su talento: ni empañaba su vista, ni debilitaba su autoridad, ni demoraba su carrera. Es verdad que, alguna vez, en medio de un partido se le vio atacado de hipos, y que, calumnias que enturbian el aire y acuchillan la virtud, se aseguraba que una vez, aquejado de sahariana sed, arrebató a un enfermero que corría a auxiliar a un jugador una botella de linimento y se la bebió como agua fresca. Pero estos episodios —anecdotario pintoresco, mitología del genio— no interrumpieron su carrera de éxitos.

Así, entre los atronadores aplausos del Estadio y las penitentes borracheras con que trataba de calmar los remordimientos —pinzas de inquisidor que hurgan las carnes, potro que descoyunta los huesos—, en su alma de misionero de la verdadera fe (¿testigos de Jehová?), por haber violado inopinadamente, en una noche loca de la juventud, a una menor de la Victoria (¿Sarita Huanca Salaverría?), llegó Joaquín Hinostroza Bellmont a la flor de la edad: la cincuentena. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu, que había trepado a la cumbre de su profesión.

En esas circunstancias le tocó a Lima ser escenario del más importante encuentro futbolístico del medio siglo, la final del Campeonato Sudamericano entre dos equipos que, en las eliminatorias, habían, cada uno por su lado, infligido deshonrosas goleadas a sus adversarios: Bolivia y Perú. Aunque la costumbre aconsejaba que arbitrara ese partido un réferi de país neutral, los dos equipos, y con especial insistencia —hidalguía del Altiplano, nobleza colla, pundonor aymara— los extranjeros, exigieron que fuera el famoso Joaquín Hinostroza Marroquín quien arbitrara el partido. Y como jugadores, suplentes y entrenadores amenazaron con una huelga si no se les satisfacía, la Federación accedió y el Testigo de Jehová recibió la misión de gobernar ese match que todos profetizaban memorable.

Las acérrimas nubes grises de Lima se despejaron ese domingo para que el sol calentara el encuentro. Muchas personas habían pasado la noche a la intemperie, con la ilusión de conseguir entradas (era sabido que estaban agotadas hacía un mes). Desde el amanecer, todo el entorno del Estadio Nacional se volvió un hervor de gentes en pos de revendedores y dispuestas a cualquier delito por entrar. Dos horas antes del partido, en el Estadio no cabía un alfiler. Varios centenares de ciudadanos del gran país del Sur (¿Bolivia?), llegados hasta Lima desde sus limpias alturas en avión, auto y a pie, se habían concentrado en la Tribuna de Oriente. Los vítores y maquinitas de visitantes y aborígenes caldeaban el ambiente, en espera de los equipos.

Ante la magnitud de la concentración popular, las autoridades habían tomado precauciones. La más célebre brigada de la Guardia Civil, aquella que, en pocos meses —heroísmo y abnegación, audacia y urbanidad— había limpiado de delincuentes y malvados el Callao, fue traída a Lima a fin de garantizar la seguridad y la convivencia ciudadanas en la tribuna y en las canchas. Su jefe, el célebre capitán Lituma, terror del crimen, se paseaba afiebradamente por el Estadio y recorría las puertas y calles adyacentes, verificando si las patrullas permanecían en sus sitios y dictando inspiradas instrucciones a su aguerrido adjunto, el sargento Jaime Concha.

En la Tribuna Occidental, magullados entre la masa rugiente y casi sin respiración, se encontraban al darse el pitazo inicial, además de Sarita Huanca Salaverría —quien, masoquismo de víctima que vive prendada de su violador, no se perdía jamás los partidos que arbitraba—, el venerable don Sebastián Bergua, recientemente incorporado del lecho de dolor donde yacía por las cuchilladas que recibió del propagandista médico Luis Marroquín Bellmont (¿quien estaba en el Estadio, en la Tribuna Norte, por un permiso especialísimo de la Dirección de Prisiones?), su esposa Margarita y su hija Rosa, ya del todo restablecida de los mordiscos que recibiera —oh infausto amanecer selvático— de una camada de ratas.

Nada hacía presagiar la tragedia, cuando Joaquín Hinostroza (¿Tello? ¿Delfín?) —quien, como de costumbre, había sido obligado a dar la vuelta olímpica agradeciendo aplausos—, apuesto, ágil, arrancó el partido. Al contrario, todo transcurría en una atmósfera de entusiasmo y caballerosidad: las acciones de los jugadores, los aplausos de las barras que premiaban los avances de los delanteros y las atajadas de los guardametas. Desde el primer momento fue notorio que se cumplirían los oráculos: el juego estaba equilibrado y aunque pundonoroso era recio. Más creativo que nunca, Joaquín Hinostroza (¿Abril?) se deslizaba sobre el césped como en patines, sin estorbar a los jugadores y colocándose siempre en el ángulo más afortunado, y sus decisiones, severas pero justas, impedían que, ardores de la contienda que la vuelven gresca, el partido degenerara en violencia. Pero, fronteras de la condición humana, ni un santo Testigo de Jehová podía impedir que se cumpliera lo que, indiferencia de fakir, flema de inglés, había urdido el destino.

El mecanismo infernal irremisiblemente comenzó a marchar, en el segundo tiempo, cuando los equipos iban uno a uno y los espectadores se hallaban afónicos y con las manos ardiendo. El capitán Lituma y el sargento Concha se decían, cándidamente, que todo iba bien: ni un solo incidente —robo, pelea, extravío de niño— había venido a malograr la tarde.

Pero he aquí que a las cuatro y trece minutos, a los cincuenta mil espectadores les fue dado conocer lo insólito. Del fondo más promiscuo de la Tribuna Sur, de pronto —negro, flaco, altísimo, dientón—, emergió un hombre que escaló livianamente el enrejado e irrumpió en la cancha dando gritos incomprensibles. No sorprendió tanto a la gente verlo casi desnudo —llevaba apenas un taparrabos colgado de la cintura— como que, de pies a cabeza, tuviera el cuerpo lleno de incisiones. Un ronquido de pánico estremeció las Tribunas; todos comprendieron que el tatuado se proponía victimar al árbitro. No había duda: el gigante aullador corría directamente hacia el ídolo de la afición (¿Gumercindo Hinostroza Delfín?), quien, absorto en su arte, no lo había visto y seguía modelando el partido.

¿Quién era el inminente agresor? ¿Tal vez el polizonte aquel, llegado misteriosamente al Callao, y sorprendido por la ronda nocturna? ¿Era el mismo infeliz al que las autoridades habían eutanásicamente decidido ejecutar y al que el sargento (¿Concha?) perdonó la vida en una noche oscura? Ni el capitán Lituma ni el sargento Concha tuvieron tiempo de averiguarlo. Comprendiendo que, si no procedían en el acto, una gloria nacional podía sufrir un atentado, el capitán —superior y subordinado tenían un método para entenderse con movimientos de pestañas— ordenó al sargento que actuara. Jaime Concha, entonces, sin ponerse de pie, sacó su pistola y disparó sus doce tiros, que fueron todos a incrustarse (cincuenta metros más allá) en distintas partes del calato. De este modo, el sargento venía a cumplir, más vale tarde que nunca dice el refrán, la orden recibida, porque, en efecto, ¡se trataba del polizonte del Callao!

Bastó que viera acribillado a balazos al potencial verdugo de su ídolo, al que un instante atrás odiaba, para que inmediatamente —veleidades de frívola sentimental, coqueterías de hembra mudable— la muchedumbre se solidarizara con él, lo convirtiera en víctima, y se enemistara con la Guardia Civil. Una silbatina que ensordeció a los pájaros del cielo se elevó por los aires en la que las Tribunas de sombra y de sol entonaban su cólera por el espectáculo del negro que, allá, sobre la tierra, se iba quedando sin sangre por doce agujeros. Los balazos habían desconcertado a los peones, pero el Gran Hinostroza (¿Téllez Unzátegui?), fiel a sí mismo, no había permitido que se interrumpiera la fiesta, y seguía luciéndose, alrededor del cadáver del espontáneo, sordo ante la silbatina, a la que ahora se añadían interjecciones, alaridos, insultos. Ya comenzaban a caer —multicolores, volanderos— los emisarios del que pronto sería diluvio de cojines contra el destacamento policial del capitán Lituma. Éste olfateó el huracán y decidió actuar rápido. Ordenó que los guardias prepararan las granadas lacrimógenas. Quería evitar una sangría a toda costa. Y unos momentos después, cuando ya las barreras habían sido traspasadas en muchos puntos del redondel, y, aquí y allá, taurófilos enardecidos se precipitaban hacia el coso con belicosidad, ordenó a sus hombres que rociaran el perímetro con unas cuantas granadas. Las lágrimas y los estornudos, pensaba, calmarían a los iracundos y la paz reinaría de nuevo en la Plaza de Acho apenas el viento disipara los efluvios químicos. Dispuso asimismo que un grupo de cuatro guardias rodeara al sargento Jaime Concha, quien se había convertido en el objetivo de los exaltados: visiblemente, estaban decididos a lincharlo, aunque para ello tuvieran que enfrentarse al toro.

Pero el capitán Lituma olvidaba algo esencial; él mismo, dos horas atrás, para impedir que los aficionados sin entradas que rondaban la plaza, amenazantes, intentaran invadir el local por la fuerza, había ordenado bajar las rejas y cortinas metálicas que cerraban el acceso a los Tendidos. Así, cuando, puntuales ejecutores de órdenes, los guardias regalaron al público una bandada de granadas lacrimógenas, y aquí y allá, en pocos segundos, se elevaron pestilentes humaredas en los graderíos, la reacción de los espectadores fue huir. Atropelladamente, saltando, empujando, mientras se cubrían la boca con un pañuelo y comenzaban a llorar, corrieron hacia las salidas. Las correntadas humanas se vieron frenadas por las cortinas y rejas metálicas que las clausuraban. ¿Frenadas? Sólo unos segundos, los suficientes para que las primeras filas de cada columna, convertidas en arietes por la presión de quienes venían atrás, las abollaran, hincharan, rajaran y arrancaran de cuajo. De este modo, los vecinos del Rímac que, por azar, transitaban ese domingo alrededor de la Plaza de Toros a las cuatro y treinta minutos de la tarde, pudieron apreciar un espectáculo bárbaramente original: de pronto, en medio de un crepitar agónico, las puertas de Acho volaban en pedazos y comenzaban a escupir cadáveres apachurrados, que, bien vengas mal si vienes solo, eran encima pisoteados por la muchedumbre enloquecida que escapaba por los boquetes sanguinolentos.

Entre las primeras víctimas del holocausto bajopontino, les cupo figurar a los introductores de los Testigos de Jehová en el Perú: el moqueguano don Sebastián Bergua, su esposa Margarita, y su hija Rosa, la eximia tocadora de flauta dulce. Perdió a la religiosa familia lo que hubiera debido salvarla: su prudencia. Porque, apenas ocurrido el incidente del caníbal espontáneo, cuando éste acababa de ser despedazado por el cornúpeta, don Sebastián Bergua, cejas enarcadas y dedo dictatorial, había ordenado a su tribu: "En retirada". No era miedo, palabra que el predicador desconocía, sino buen tino, la idea que ni él ni sus parientes debían verse mezclados a ningún escándalo, para evitar que, amparados en ese pretexto, los enemigos trataran de enlodar el nombre de su fe. Así, la familia Bergua, apresuradamente, abandonó su Tendido de sol y bajaba las gradas hacia la salida cuando estallaron las granadas lacrimógenas. Se hallaban los tres, beatíficos, junto a la cortina metálica número seis, esperando que la levantaran, cuando vieron irrumpir a sus espaldas, tronante y lacrimal, a la multitud. No tuvieron tiempo de arrepentirse de los pecados que no tenían cuando fueron literalmente desintegrados (¿hechos puré, sopa humana?) contra la cortina metálica, por la masa empavorecida. Un segundo antes de pasar a esa otra vida que él negaba, don Sebastián alcanzó todavía a gritar, terco, creyente y heterodoxo: "El Cristo murió en un árbol, no en una cruz".

La muerte del desequilibrado acuchillador de don Sebastián Bergua, y violador de doña Margarita y de la artista, fue, ¿cabria la expresión?, menos injusta. Porque, estallada la tragedia, el joven Marroquín Delfín creyó llegada su oportunidad: en medio de la confusión, huiría del agente que la Dirección de Prisiones le había destinado como acompañante para que viera la histórica corrida, y escaparía de Lima, del Perú, y, en el extranjero, con otro nombre, iniciaría una nueva vida de locura y crímenes. Ilusiones que se pulverizarían cinco minutos después, cuando, en la puerta de salida número cinco, a (¿Lucho? ¿Ezequiel?) Marroquín Delfín y al agente de prisiones Chumpitaz, que lo tenía de la mano, les tocó el dudoso honor de formar parte de la primera fila de taurófilos triturados por la multitud. (Los dedos entrelazados del policía y el propagandista médico, aunque cadáveres, dieron que hablar.)

El deceso de Sarita Huanca Salaverría tuvo, al menos, la elegancia de ser menos promiscuo. Constituyó un caso de malentendido garrafal, de equivocada evaluación de actos e intenciones por parte de la autoridad. Al estallar los incidentes, ver al caníbal comeado, los humos de las granadas, oír los aullidos de los fracturados, la muchacha de Tingo María decidió que, pasión de amor que quita el miedo a la muerte, debía estar junto al hombre que amaba. A la inversa de la afición, entonces, bajó, hacia el redondel, lo que la salvó de perecer aplastada. Pero no la salvó de la mirada de águila del capitán Lituma, quien advirtiendo, entre las nubes de gas que se expandían, una figurilla incierta y desalada, que saltaba el burladero y corría hacia el diestro (quien, pese a todo, seguía citando al animal y haciendo pases de rodillas), y convencido de que su obligación era impedir, mientras le quedara un hálito de vida, que el matador fuera agredido, sacó su revólver y de tres rápidos disparos cortó en seco la carrera y la vida de la enamorada: Sarita vino a caer muerta a los pies mismos de Gumercindo Bellmont.

El hombre de la Perla fue el único, entre los muertos de esa tarde griega, que falleció de muerte natural. Si se puede llamar natural al fenómeno, insólito en tiempos prosaicos, de un hombre al que el espectáculo de su bienamada, muerta a sus pies, le paraliza el corazón y mata. Cayó junto a Sarita y alcanzaron los dos, con el último aliento, a estrecharse y entrar así, unidos, en la noche de los amantes desgraciados (¿como ciertos Julieta y Romeo?)...

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