Sacrificios y esfuerzos rindieron los frutos esperados y Mendocita, asombrosamente, quedó limpio de cafiches. El Padre Seferino fue la adoración de las mujeres del barrio; desde entonces concurrieron masivamente a las misas y se confesaron todas las semanas. Para hacerles menos maligno el oficio que les daba de comer, el Padre Seferino invitó al barrio a un médico de la Acción Católica a que les diera consejos de profilaxia sexual y las adoctrinara sobre las maneras prácticas de advertir a tiempo, en el cliente o en sí mismas, la aparición del gonococo. Para los casos en que las técnicas de control de la natalidad que Mayte Unzátegui les inculcaba no dieran resultado, el Padre Seferino trasplantó, desde el Chirimoyo a Mendocita, a una discípula de doña Angélica, a fin de que despachara oportunamente al limbo a los renacuajos del amor mercenario. La advertencia seria que recibió de la Curia, cuando ésta supo que el párroco auspiciaba el uso de preservativos y pesarios y era un entusiasta del aborto, fue la decimotercera.
La decimocuarta fue por la llamada Escuela de Oficios que tuvo la audacia de formar. En ella, los experimentados del barrio, en amenas charlas —anécdotas van, anécdotas vienen bajo las nubes o las casuales estrellas de la noche limeña—, enseñaban a los novatos sin prontuario, maneras diversas de ganarse los frejoles. Allí se podían aprender, por ejemplo, los ejercicios que hacen de los dedos unos inteligentes y discretísimos intrusos capaces de deslizarse en la intimidad de cualquier bolsillo, bolso, cartera o maletín, y de reconocer, entre las heterogéneas piezas, la presa codiciada. Allí se descubría cómo, con paciencia artesanal, cualquier alambre es capaz de reemplazar con ventaja a la más barroca llave en la apertura de puertas, y cómo se puede encender los motores de las distintas marcas de automóviles si uno, por acaso, resulta no ser el propietario. Allí se enseñaba a arrancar prendas al escape, a pie o en bicicleta, a escalar muros y a desvidriar silenciosamente las ventanas de las casas, a hacer la cirugía plástica de cualquier objeto que cambiara abruptamente de dueño y la forma de salir de los varios calabozos de Lima sin autorización del comisario. Hasta la fabricación de chavetas y —¿murmuraciones de la envidia?— la destilación de pasta de pichicata se aprendía en esa Escuela, que ganó al Padre Seferino, por fin, la amistad y compadrazgo de los varones de Mendocita, y también su primera refriega con la Comisaría de la Victoria, donde fue conducido una noche y amenazado de juicio y cárcel por eminencia gris de delitos. Lo salvó, naturalmente, su influyente protectora.
Ya en esta época el Padre Seferino se había convertido en una figura popular, de la cual se ocupaban los periódicos, las revistas y las radios. Sus iniciativas eran objeto de polémicas. Había quienes lo consideraban un protosanto, un adelantado de esa nueva hornada de sacerdotes que revolucionarían la Iglesia, y había quienes estaban convencidos de que era un quintacolumnista de Satán encargado de socavar la Casa de Pedro desde el interior. Mendocita (¿gracias a él o por su culpa?) se convirtió en una atracción turística: curiosos, beatas, periodistas, snobs se llegaban hasta el antiguo paraíso del hampa para ver, tocar, entrevistar o pedir autógrafos al Padre Severino. Esta publicidad dividía a la Iglesia: un sector la consideraba beneficiosa y otro perjudicial para la causa.
Cuando el Padre Seferino Huanca Leyva, con motivo de una procesión a la gloria del Señor de Limpias —culto introducido por él en Mendocita y que había prendido como paja seca— anunció triunfalmente que, en la parroquia, no había un sólo niño vivo, incluidos los nacidos en las últimas diez horas, que no estuviera bautizado, un sentimiento de orgullo se apoderó de los creyentes, y la Jerarquía, por una vez, entre tantas admoniciones, le envió unas palabras de felicitación.
Pero, en cambio, originó un escándalo el día que, con motivo de la Fiesta de la Patrona de Lima, Santa Rosa, hizo saber al mundo, en una prédica al aire libre desde el canchón de Mendocita, que, dentro de los límites polvorientos de su ministerio, no había pareja cuya unión no hubiera sido santificada ante Dios y el altar de la casucha de adobes. Pasmados, pues sabían muy bien que en el ex-Imperio de los Incas la más sólida y acatada institución —excluidos la Iglesia y el Ejército— era la mancebía, los prelados de la Iglesia peruana vinieron (¿arrastrando los pies?) a comprobar personalmente la hazaña. Lo que se encontraron, curioseando en las promiscuas viviendas de Mendocita, los dejó aterrados y con un regusto de escarnio sacramental en la boca. Las explicaciones del Padre Seferino les resultaron abstrusas y argóticas (el muchacho del Chirimoyo, luego de tantos años de barriada, había olvidado el castizo castellano del Seminario y contraído todos los barbarismos e idiotismos de la replana mendocita) y fue el ex-curandero y ex-guardia civil, Lituma, quien les explicó el sistema empleado para abolir el concubinato. Era sacrílegamente simple. Consistía en cristianizar, ante los evangelios, a toda pareja constituida o por constituir. Éstas, al primer refocilo, acudían presurosas a casarse como Dios manda, ante su querido párroco, y el Padre Seferino, sin molestarlos con preguntas impertinentes, les confería el sacramento. Y como, de este modo, muchos vecinos resultaron casados varias veces sin haber previamente enviudado —aeronáutica velocidad con que las parejas del barrio se deshacían, barajaban y rehacían—, el Padre Seferino recomponía los estragos que esto causaba, en el dominio del pecado, con la purificadora confesión. (Él lo había explicado con un refrán que, además de herético, resultaba vulgar: “Un chupo tapa otro chupo”.) Desautorizado, reprendido, poco menos que abofeteado por el arzobispo, el Padre Seferino Huanca Leyva festejó con este motivo una longeva efemérides: la advertencia seria número cien.
Así, entre temerarias iniciativas y publicitadas reprimendas, objeto de polémicas, amado por unos y vilipendiado por otros, llegó el Padre Seferino Huanca Leyva a la flor de la edad: los cincuenta años. Era un hombre de frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante y rectitud y bondad en el espíritu, al que su convicción, desde los aurorales días de seminarista, de que el amor imaginario no era pecado y sí un poderoso guardaespaldas para la castidad, había mantenido efectivamente puro, cuando hizo su llegada al barrio de Mendocita, serpiente del paraíso que adopta las formas voluptuosas, ubérrimas, llenas de brillos lujuriantes de la hembra, una pervertida que se llamaba Mayte Unzátegui y que se hacía pasar por trabajadora social (en verdad era, ¿mujer al fin y al cabo?, meretriz).
Decía haber trabajado abnegadamente en las selvas de Tingo María, sacando parásitos de las barrigas de los nativos, y haber huido de allí, muy contrariada, debido a que una pandilla de ratas carnívoras devoraron a su hijo. Era de sangre vasca y, por lo tanto, aristocrática. Pese a que sus horizontes turgentes y su andar de gelatina debieron alertarlo sobre el peligro; el Padre Seferino Huanca Leyva cometió, atracción del abismo que ha visto sucumbir monolíticas virtudes, la insensatez de aceptarla como ayudante, creyendo que, como ella decía, su designio era salvar almas y matar parásitos. En realidad, quería hacerlo pecar. Puso en práctica su programa, viniéndose a vivir a la casucha de adobes, en un camastro separado de él por una ridícula cortinilla que para colmo era traslúcida. En las noches, a la luz de un velón, la tentadora, con el pretexto de que así dormía mejor y conservaba el organismo sano, hacía ejercicios. ¿Pero, se podía llamar gimnasia sueca a esa danza de harén miliunanochesco que, en, el sitio, bamboleando las caderas, estremeciendo los hombros, agitando las piernas y revolando los brazos, realizaba la vasca, y que percibía, a través de la cortinilla iluminada por los reflejos del velón, como un desquiciador espectáculo de sombras chinescas, el jadeante eclesiástico? Y, más tarde, ya silenciadas por el sueño las gentes de Mendocita, Mayte Unzátegui tenía la insolencia de inquirir con voz meliflua, al escuchar los crujidos del camastro vecino: "¿Está usted desvelado, padrecito?".
Es verdad que, para disimular, la bella corruptora trabajaba doce horas diarias, poniendo vacunas y curando sarnas, desinfectando cuchitriles y asoleando ancianos. Pero lo hacía en shorts, piernas y hombros y brazos y cintura al aire, alegando que en la selva se había acostumbrado a andar así. El Padre Seferino continuaba desplegando su creativo ministerio, pero enflaquecía a ojos vistas, tenía ojeras, la mirada se le iba todo el tiempo en busca de Mayte Unzátegui y, al verla pasar, se le abría la boca y un hilillo de saliva venial le mojaba los labios. En esta época adquirió la costumbre de andar día y noche con las manos en los bolsillos y su sacristana, la ex-abortera doña Angélica, profetizaba que en cualquier momento comenzaría a escupir la sangre del tuberculoso.
¿Sucumbiría el pastor a las malas artes de la trabajadora social, o sus debilitantes antídotos le permitirían resistir? ¿Lo llevarían éstos al manicomio, a la tumba? Con espíritu deportivo, los feligreses de Mendocita seguían esta lucha y comenzaron a cruzar apuestas, en las que se fijaban plazos perentorios y se barajaban alérgicas opciones: la vasca quedaría embarazada de simiente de cura, el hombre del Chirimoyo la mataría para matar la tentación, o colgaría los hábitos y se casaría con ella. La vida, por supuesto, se encargó de derrotar a todo el mundo con una carta marcada.
El Padre Seferino, con el argumento de que había que volver a la iglesia de los primeros tiempos, a la pura y sencilla Iglesia de los evangelios, cuando todos los creyentes vivían juntos y compartían sus bienes, inició enérgicamente una campaña para restablecer en Mendocita —verdadero laboratorio de experimentación cristiana— la vida comunal. Las parejas debían disolverse en colectividades de quince o veinte miembros, que se distribuirían el trabajo, la manutención y las obligaciones domésticas, y vivirían juntos en casas adaptadas para albergar estas nuevas células de la vida social que reemplazarían a la pareja clásica. El Padre Seferino dio el ejemplo, ampliando su casucha e instalando en ella, además de la traba adora social, a sus dos sacristanes: el ex-sargento Lituma y la ex-abortera doña Angélica. Esta micro-comuna fue la primera de Mendocita, a ejemplo de la cual debían irse constituyendo las otras.
El Padre Seferino estipuló que, dentro de cada comuna católica, existiera la más democrática igualdad entre los miembros de un mismo sexo. Los varones entre ellos y las mujeres entre ellas debían tutearse, pero, para que no se olvidaran las diferencias de musculatura, inteligencia y sentido común establecidas por Dios, aconsejó que las hembras hablasen de usted a los machos y procuraran no mirarlos a los ojos en señal de respeto. Las tareas de cocinar, barrer, traer agua del caño, matar cucarachas y pericotes, lavar ropa y demás actividades domésticas se asumían rotativamente y el dinero ganado —de buena o mala manera— por cada miembro debía ser íntegramente cedido a la comunidad, la que, a su vez, lo redistribuía a partes iguales luego de atender los gastos comunes. Las viviendas carecían de paredes, para abolir el hábito pecaminoso del secreto, y todos los quehaceres de la vida, desde la evacuación del intestino hasta el ósculo sexual, debían hacerse a la vista de los otros.
Antes de que la policía y el ejército invadieran Mendocita, con un cinematográfico despliegue de carabinas, máscaras antigases y bazookas e hicieran esa redada que tuvo encerrados muchos días a los hombres y mujeres del barrio en los cuarteles, no por lo que en realidad eran o habían sido (ladrones, chaveteros, meretrices) sino por subversivos y disolventes, y el Padre Seferino fuera llevado ante un Tribunal Militar acusado de establecer, al amparo de la sotana, una cabecera de puente para el comunismo (fue absuelto gracias a gestiones de su protectora, la millonaria Mayte Unzátegui), el experimento de las arcaicas comunas cristianas estaba ya condenado.
Condenado por la Curia, desde luego (advertencia seria doscientas treinta y tres), que lo encontró sospechoso como teoría e insensato como práctica (los hechos, ay, le dieron la razón), pero, sobre todo, por la naturaleza de los hombres y mujeres de Mendocita claramente alérgica al colectivismo. El problema número uno fueron los tráficos sexuales. Al estímulo de la oscuridad, en los dormitorios colectivos, de colchón a colchón, se producían los más ardientes tocamientos, roces seminales, frotaciones, o, directamente, estupros, sodomías, embarazos y, en consecuencia, se multiplicaron los crímenes por celos. El problema número dos fueron los robos: la convivencia, en vez de abolir el apetito de propiedad lo exacerbó hasta la locura. Los vecinos se robaban unos a otros hasta el vaho pútrido que respiraban. La cohabitación, en lugar de hermanar a las gentes de Mendocita las enemistó a muerte. Fue en este período de behetría y desquiciamiento, que la trabajadora social (¿Mayte Unzátegui?) declaró estar encinta y el ex-sargento Lituma admitió ser el padre de la criatura. Con lágrimas en los ojos, el Padre Seferino cristianizó esa unión forjada a causa de sus invenciones sociocatólicas. (Dicen que desde entonces acostumbra sollozar en las noches cantando elegías a la luna.)
Pero casi inmediatamente después debió hacer frente a una catástrofe peor que la de haber perdido a esa vasca que nunca llegó a poseer: la llegada a Mendocita de un competidor de marca, el pastor evangelista don Sebastián Bergua. Era éste un hombre todavía joven, de aspecto deportivo y fuertes bíceps, que nada más llegar hizo saber que se proponía, en un plazo de seis meses, ganar para la verdadera religión —la reformada— a todo Mendocita, incluido el párroco católico y sus tres acólitos. Don Sebastián (que había sido, antes de pastor, ¿un ginecólogo atiborrado de millones?) tenía medios para impresionar a los vecinos: se construyó para él una casita de ladrillos, dando trabajo regiamente pagado a la gente del barrio, e inició los llamados 'desayunos religiosos' a los que gratuitamente convidaba a quienes asistieran a sus pláticas sobre la Biblia y memorizaran ciertos cantos. Los mendocitas, seducidos por su elocuencia y voz de barítono o por el café con leche y el pan con chicharrón que la acompañaba, comenzaron a desertar los adobes católicos por los ladrillos evangelistas.
El Padre Seferino recurrió, naturalmente, a la prédica armada. Retó a don Sebastián Bergua a probar a puñetazos quién era el verdadero ministro de Dios. Debilitado por la sobrepráctica del Ejercicio de Onán que le había permitido resistir las provocaciones del demonio, el hombre del Chirimoyo cayó noqueado al segundo puñetazo de don Sebastián Bergua, que, durante veinte años, había hecho, una hora diaria, calistenia y boxeo (¿en el Gimnasio Remigius de San Isidro?). No fue perder dos incisivos y quedar con la nariz achatada lo que desesperó al Padre Seferino, sino la humillación de ser derrotado con sus propias armas y notar que, cada día, perdía más feligreses ante su adversario.