—Te llamo a las cuatro, como quedamos —me dijo al fin—. Estoy en el chino de la esquina y hay una cola esperando. Chaíto.
Bajé donde Genaro-hijo, pero no estaba. Le dejé dicho que tenía urgencia de hablar con él, y, por hacer algo, para llenar de algún modo el vacío que sentía, fui a la Universidad. Me tocó una clase de Derecho Penal, cuyo catedrático me había parecido siempre un personaje de cuento. Perfecta combinación de satiriasis y coprolalia, miraba a las alumnas como desnudándolas y todo le servía de pretexto para decir frases de doble sentido y obscenidades. A una chica, que le respondió bien una pregunta y que tenía el pecho plano, la felicitó, regodeando la palabra: “Es usted muy
sintética
, señorita”, y al comentar un artículo lanzó una perorata sobre enfermedades venéreas. En la Radio, Genaro-hijo me esperaba en su oficina:
—Supongo que no vas a pedirme aumento —me advirtió desde la puerta—. Estamos casi en quiebra.
—Quiero hablarte de Pedro Camacho —lo tranquilicé.
—¿Sabes que ha empezado a hacer toda clase de barbaridades? —me dijo, como festejando una travesura—. Cruza tipos de un radioteatro a otro, les cambia nombres, enreda los argumentos y está convirtiendo todas las historias en una. ¿No es genial?
—Bueno, algo he oído —le dije, desconcertado por su entusiasmo—. Precisamente, anoche hablé con los actores. Están preocupados. Trabaja demasiado, piensan que le puede dar un surmenage. Perderías a la gallina de los huevos de oro. Por qué no le das unas vacaciones, para que se entone un poco.
—¿Vacaciones a Camacho? —se espantó el empresario progresista—. ¿Él te ha pedido semejante cosa?
Le dije que no, que era una sugerencia de sus colaboradores.
Están hartos de que los haga trabajar como se pide y quieren librarse de él unos días —me explicó—. Sería demente darle vacaciones ahora. —Cogió unos papeles y los blandió con aire triunfante:— Hemos vuelto a batir el récord de sintonía este mes. O sea que la ocurrencia de cabecear las historias funciona. Mi padre estaba inquieto con esos existencialismos, pero dan resultado, ahí están los surveys. —Se volvió a reír—. Total, mientras al público le guste hay que aguantarle las excentricidades.
No insistí, para no meter la pata. Y, después de todo, ¿por qué no iba a tener razón Genaro-hijo? ¿Por qué no podían ser esas incongruencias algo perfectamente programado por el escriba boliviano? No tenía ganas de ir a la casa y decidí hacer un derroche. Convencí al cajero de la Radio que me diera un adelanto y, luego de El Panamericano, fui al cubículo de Pedro Camacho a invitarlo a almorzar. Tecleaba como un desaforado, por supuesto. Aceptó sin entusiasmo, advirtiéndome que no tenía mucho tiempo.
Fuimos a un restaurante criollo, a la espalda del Colegio de la Inmaculada, en el jirón Chancay, donde servían unos platos arequipeños, que, le dije, tal vez le recordarían los famosos picantes bolivianos. Pero el artista, fiel a su norma frugal, se contentó con un caldillo de huevos y unos frejoles colados a los que apenas probó la temperatura. No pidió dulce y protestó, con palabrejas que maravillaron a los mozos, porque no supieron prepararle su compuesto de yerbaluisa y menta.
—Estoy pasando una mala racha —le dije, apenas hubimos ordenado—. Mi familia ha descubierto mis amores con su paisana, y, como es mayor que yo y divorciada, están furiosos. Van a hacer algo para separarnos y eso me tiene amargado.
—¿Mi paisana? —se sorprendió el escriba—. ¿Está usted en amores con una argentina, perdón, boliviana?
Le recordé que conocía a la tía Julia, que habíamos estado en su cuarto de La Tapada compartiendo su comida, y que ya antes le había contado mis problemas amorosos y que él me recetó curármelos con ciruelas en ayunas y cartas anónimas. Lo hice a propósito, insistiendo en los detalles, observándolo. Me escuchaba muy serio, sin pestañear.
—No está mal tener esas contrariedades —dijo, sorbiendo su primera cucharada de caldo—. El sufrimiento educa.
Y cambió de tema. Peroró sobre el arte de la cocina y la necesidad de ser sobrio para mantenerse espiritualmente sano. Me aseguró que el abuso de grasas, féculas y azúcares entumecía los principios morales y hacía proclives al delito y al vicio a las personas.
—Haga una estadística entre sus conocidos —me aconsejó—. Verá que los perversos se reclutan sobre todo entre los gordos. En cambio, no hay flaco de malas inclinaciones.
—A pesar de que hacía esfuerzos para disimularlo, se sentía incómodo. No hablaba con la naturalidad y convicción de otras veces, sino, era, evidente, de la boca para afuera, distraído por preocupaciones que quería ocultar. En sus ojitos saltones, había una sombra azarosa, un temor, una vergüenza y de rato en rato, se mordía los labios. Su larga cabellera hervía de caspa y, en el cuello que le bailaba dentro de la camisa, le descubrí una medallita que a veces acariciaba con dos dedos. Me explicó, mostrándomela: “Un caballero muy milagroso: el Señor de Limpias”. Su saquito negro se le resbalaba de los hombros y se lo veía pálido. Había decidido no mencionar los radioteatros, pero allí, de pronto, al ver que se había olvidado de la existencia de la tía Julia y de nuestras conversaciones sobre ella, sentí una curiosidad malsana. Habíamos terminado el caldillo de huevos, esperábamos el plato fuerte tomando chicha morada.
Esta mañana estuve hablando con Genaro-hijo de usted —le conté, en el tono más desenvuelto que pude—. Una buena noticia: según los surveys de las agencias de publicidad, sus radioteatros han vuelto a aumentar de sintonía. Los oyen hasta las piedras.
Advertí que se ponía rígido, que desviaba la vista, que comenzaba a enrollar y desenrollar la servilleta, muy deprisa, pestañeando seguido. Dudé sobre si continuar o cambiar de tema, pero la curiosidad fue más fuerte:
—Genaro-hijo cree que el aumento de sintonía se debe a esa idea de mezclar los personajes de un radioteatro a otro, de enlazar las historias —le dije, viendo que soltaba la servilleta, que me buscaba los ojos, que se ponía blanco—. Le parece genial.
Como no decía nada, sólo me miraba, seguí hablando, sintiendo que se me torcía la lengua. Hablé de la vanguardia, de la experimentación, cité o inventé autores que, le aseguré, eran la sensación de Europa porque hacían innovaciones parecidas a las suyas: cambiar la identidad de los personajes en el curso de la historia, simular incongruencias para mantener suspenso al lector. Habían traído los frejoles colados y empecé a comer, feliz de poder callarme y bajar los ojos para no seguir viendo el malestar del escriba boliviano. Estuvimos en silencio un buen rato, yo comiendo, él revolviendo con su tenedor el puré de frejoles, los granos de arroz.
—Me está pasando algo engorroso —le oí decir, por fin, en voz bajita, como a sí mismo—. No llevo bien la cuenta de los libretos, tengo dudas y se deslizan confusiones. —Me miró con zozobra—. Sé que es usted un joven leal, un amigo en quien se puede confiar. ¡Ni una palabra a los mercaderes!
Simulé sorpresa, lo abrumé con protestas de afecto. Era otro: atormentado, inseguro, frágil, y con un brillo de sudor en la frente verdosa. Se tocó las sienes:
—Esto es un volcán de ideas, por supuesto —afirmó—. Lo traicionero es la memoria. Eso de los nombres, quiero decir. Confidencialmente, mi amigo. Yo no los mezclo, se mezclan. Cuando me doy cuenta, es tarde. Hay que hacer malabares para volverlos a donde corresponde, para explicar sus mudanzas. Una brújula que confunde el Norte con el Sur puede ser grave, grave.
Le dije que estaba cansado, nadie podía trabajar a ese ritmo sin destruirse, que debía tomar unas vacaciones.
—¿Vacaciones? Sólo en la tumba —me repuso, amenazante, como si lo hubiera ofendido.
Pero, un momento después, con humildad, me contó que al darse cuenta de 'los olvidos' había intentado hacer un fichero. Sólo que era imposible, no tenía tiempo, ni siquiera para consultar los programas radiados: todas sus horas estaban tomadas en la producción de nuevos libretos. “Si paro, el mundo se vendría abajo”, murmuró. ¿Y por qué no lo podían ayudar sus colaboradores? ¿Por qué no acudía a ellos cuando se presentaban esas dudas?
—Eso jamás —me contestó—. Me perderían el respeto. Ellos son una materia prima, mis soldados, y si meto la pata su obligación es meterla conmigo.
Cortó abruptamente el diálogo para sermonear a los mozos por la infusión, que encontró insípida, y luego debimos volver al trote a la Radio, porque lo esperaba el radioteatro de las tres. Al despedirnos, le dije que haría cualquier cosa por ayudarlo.
—Lo único que le pido es silencio —me dijo. Y, con su sonrisita helada, añadió:— No se preocupe: a grandes males, grandes remedios.
En mi altillo, revisé los periódicos de la tarde, señalé las noticias, concerté una entrevista para las seis con un neurocirujano historicista que había cometido una trepanación de cráneo con instrumentos incaicos que le prestó el Museo de Antropología. A las tres y media, comencé a mirar el reloj y el teléfono, alternativamente. La tía Julia telefoneó a las cuatro en punto. Pascual y el Gran Pablito no habían llegado.
—Mi hermana me habló a la hora del almuerzo —me dijo, con voz lúgubre—. Que el escándalo es demasiado grande, que tus papás vienen a sacarme los ojos. Me ha pedido que regrese a Bolivia. ¿Qué puedo hacer? Tengo que irme, Varguitas.
—¿Quieres casarte conmigo? —le pregunté.
Se rió con poca alegría.
—Te estoy hablando en serio —insistí.
—¿Me estás pidiendo que me case contigo de veras? —volvió a reírse la tía Julia, ahora sí más divertida.
—¿Es sí o es no? —le dije—. Apúrate, ahorita llegan Pascual y el Gran Pablito.
—¿Me pides eso para demostrarle a tu familia que ya eres grande? —me dijo la tía Julia, con cariño.
—También por eso —reconocí.
L
A HISTORIA
de Reverendo Padre don Seferino Huanca Leyva, ese párroco del muladar que colinda con el futbolístico barrio de la Victoria y que se llama Mendocita, comenzó medio siglo atrás, una noche de Carnavales, cuando un joven de buena familia, que gustaba darse baños de pueblo, estupró en un callejón del Chirimoyo a una jacarandosa lavandera: la Negra Teresita.
Cuando ésta descubrió que estaba encinta y como ya tenía ocho hijos, carecía de marido y era improbable que con tantas crías algún hombre la llevara al altar, recurrió rápidamente a los servicios de doña Angélica, vieja sabia de la Plaza de la Inquisición que oficiaba de comadrona, pero era sobre todo surtidora de huéspedes al limbo (en palabras sencillas: abortera). Sin embargo, pese a los ponzoñosos cocimientos (de orines propios con ratones macerados) que doña Angélica hizo beber a la Negra Teresita, el feto del estupro, con terquedad que hacía presagiar lo que sería su carácter, se negó a desprenderse de la placenta materna, y allí siguió, enroscado como un tornillo, creciendo y formándose, hasta que, cumplidos nueve meses de los fornicatorios Carnavales, la lavandera no tuvo más remedio que parirlo.
Le pusieron Seferino para halagar a su padrino de bautizo, un portero del Congreso que llevaba ese nombre, y los dos apellidos de la madre. En su niñez, nada permitió adivinar que sería cura, porque lo que le gustaba no eran las prácticas piadosas sino bailar trompos y volar cometas. Pero siempre, aun antes de saber hablar, demostró ser persona de carácter. La lavandera Teresita practicaba una filosofía de la crianza intuitivamente inspirada en Esparta o Darwin y consistía en hacer saber a sus hijos que, si tenían interés en continuar en esta jungla, tenían que aprender a recibir y dar mordiscos, y que eso de tomar leche y comer era asunto que les concernía plenamente desde los tres años de edad, porque, lavando ropa diez horas al día y repartiéndola por todo Lima otras ocho horas, sólo lograban subsistir ella y las crías que no habían cumplido la edad mínima para bailar con su propio pañuelo.
El hijo del estupro mostró para sobrevivir la misma terquedad que para vivir había demostrado cuando estaba en la barriga: fue capaz de alimentarse tragando todas las porquerías que recogía en los tachos de basura y que disputaba a los mendigos y perros. En tanto que sus medio hermanos morían como moscas, tuberculosos o intoxicados, o, niños que llegan a adultos aquejados de raquitismo y taras psíquicas, pasaban la prueba sólo a medias, Seferino Huanca Leyva creció sano, fuerte y mentalmente pasable. Cuando la lavandera (¿aquejada de hidrofobia?) ya no pudo trabajar, fue él quien la mantuvo, y, más tarde, le costeó un entierro de primera en la Casa Guimet que el Chirimoyo celebró como el mejor de la historia del barrio (era ya entonces párroco de Mendocita).
El muchacho hizo de todo y fue precoz. Al mismo tiempo que a hablar, aprendió a pedir limosna a los transeúntes de la avenida Abancay, poniendo una cara de angelito del fango que volvía caritativas a las señoras de alcurnia. Luego, fue lustrabotas, cuidante de automóviles, vendedor de periódicos, de emoliente, de turrones, acomodador en el Estadio y ropavejero. ¿Quién hubiera dicho que esa criatura de uñas negras, pies inmundos, cabeza hirviendo de liendres, reparchado y embutido en una chompa con agujeros sería, al cabo de los años, el más controvertido curita del Perú?
Fue un misterio que aprendiera a leer, porque nunca pisó la escuela. En el Chirimoyo se decía que su padrino, el portero del Congreso, le había enseñado a deletrear el alfabeto y a formar sílabas, y que lo demás le vino, muchachos del arroyo que a base de tesón llegan al Nóbel, por esfuerzo de la voluntad. Seferino Huanca Leyva tenía doce años y recorría la ciudad pidiendo en los palacios ropa inservible y zapatos viejos (que luego vendía en las barriadas) cuando conoció a la persona que le daría los medios de ser santo: una latifundista vasca, Mayte Unzátegui, en la que era imposible discernir si era más grande la fortuna o la fe, el tamaño de sus haciendas o su devoción al Señor de Limpias. Salía de su morisca residencia de la avenida San Felipe, en Orrantia, y el chofer le abría ya la puerta del Cadillac cuando la dama percibió, plantado en medio de la calle, junto a su carreta de ropas viejas recogidas esa mañana, al producto del estupro. Su miseria supina, sus ojos inteligentes, sus rasgos de lobezno voluntarioso, le hicieron gracia. Le dijo que iría a visitarlo, a la caída del sol.
En el Chirimoyo hubo risas cuando Seferino Huanca Leyva anunció que esa tarde vendría a verlo una señora en un carrazo que manejaba un chofer uniformado de azul. Pero cuando, a las seis, el Cadillac frenó ante el callejón, y doña Mayte Unzátegui, elegante como una duquesa, ingresó en él y preguntó por Teresita, todos quedaron convencidos (y estupefactos). Doña Mayte, mujeres de negocios que tienen contado hasta el tiempo de la menstruación, directamente hizo una propuesta a la lavandera que le arrancó un alarido de felicidad. Ella costearía la educación de Seferino Huanca Leyva y daría una gratificación de diez mil soles a su madre a condición de que el muchacho fuera cura.