Así, día que persigue a día, mes que sucede a otro mes, llegaron a pasar treinta años.
La familia Bergua parecía ya aclimatada a la mediocridad cuando algo vino, de pronto, bomba atómica que una madrugada desintegra ciudades japonesas, a ponerla en efervescencia. Hacía muchos años que no funcionaba la radio y otros tantos que el presupuesto familiar impedía comprar periódicos. Las noticias del mundo no llegaban, pues, a los Bergua sino rara vez y de rebote, a través de comentarios y chismes de sus incultivados huéspedes.
Pero esa tarde, qué casualidad, un camionero de Castrovirreina soltó una carcajada vulgar con un escupitajo verde, murmuró "¡El chiflado es de rifarlo!" y tiró sobre la arañada mesita de la sala el ejemplar de "Última Hora" que acababa de leer. La ex-pianista lo recogió, lo hojeó. De repente, palidez de mujer que ha recibido el beso del vampiro, corrió al cuarto llamando a voces a su madre. Juntas leyeron y releyeron la estrujada noticia, y luego, a gritos, turnándose, se la leyeron a don Sebastián, quien, sin la menor duda, comprendió, pues al instante contrajo una de esas sonoras crisis que lo hacían hipar, sudar, llorar a gritos y revolverse como un poseso.
¿Qué noticia provocaba semejante alarma en esa familia crepuscular?
En el amanecer de la víspera, en un concurrido pabellón del Hospital Psiquiátrico Víctor Larco Herrera, de Magdalena del Mar, un pupilo que había pasado entre esos muros el tiempo de una jubilación, había degollado a un enfermero, con un bisturí, ahorcado a un anciano catatónico que dormía en una cama contigua a la suya y huido a la ciudad saltando gimnásticamente el muro de la Costanera. Su proceder causó sorpresa porque había sido siempre ejemplarmente pacífico y jamás se le vio un gesto de malhumor ni se le oyó levantar la voz. Su única ocupación, en treinta años, había sido oficiar misas imaginarias al Señor de Limpias y repartir hostias invisibles a inexistentes comulgantes. Antes de huir del hospital, Lucho Abril Marroquín —que acababa de cumplir la edad egregia del hombre: cincuenta años— había escrito una educada esquela de adiós: "Lo siento pero no tengo más remedio que salir. Me espera un incendio en una vieja casa de Lima, donde una cojita ardiente como una antorcha y su familia ofenden mortalmente a Dios. He recibido la encomienda de apagar las llamas".
¿Lo haría? ¿Las apagaría? ¿Se aparecería ese resucitado del fondo de los años para, por segunda vez, hundir a los Bergua en el horror así como ahora los había hundido en el miedo? ¿Cómo terminaría la empavorecida familia de Ayacucho?
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A MEMORABLE
semana comenzó con un pintoresco episodio (sin las características violentas del encuentro con los churrasqueros) del que fui testigo y a medias protagonista. Genaro-hijo se pasaba la vida haciendo innovaciones en los programas y decidió un día que, para agilizar los boletines, debíamos acompañarlos de entrevistas. Nos puso en acción a Pascual y a mí y desde entonces comenzamos a radiar una entrevista diaria, sobre algún tema de actualidad, en El Panamericano de la noche. Significó más trabajo para el Servicio de Informaciones (sin aumento de sueldo) pero no lo lamenté, porque era entretenido. Interrogando en el estudio de la calle Belén o ante una grabadora, a artistas de cabaret y a parlamentarios, a futbolistas y a niños prodigio, aprendí que todo el mundo, sin excepción, podía ser tema de cuento.
Antes del pintoresco episodio, el personaje más curioso que entrevisté fue un torero venezolano. Esa temporada en la Plaza de Acho había tenido un éxito descomunal. En su primera corrida cortó varias orejas y, en la segunda, después de una faena milagrosa, le dieron una pata y la muchedumbre lo llevó en hombros desde el Rímac hasta su hotel, en la Plaza San Martín. Pero en su tercera y última corrida —las entradas se habían revendido, por él, a precios astronómicos— no llegó a ver los toros, porque, presa de pánico cerval, corrió de ellos toda la tarde; no les hizo un solo pase digno y los mató a pocos, al extremo de que en el segundo le tocaron cuatro avisos. La bronca en los tendidos fue mayúscula: intentaron quemar la Plaza de Acho y linchar al venezolano, quien, en medio de gran rechifla y lluvia de cojines, debió ser escoltado hasta su hotel por la Guardia Civil. A la mañana siguiente, horas antes de que tomara el avión, lo entrevisté en un saloncito del Hotel Bolívar. Me dejó perplejo comprobar que era menos inteligente que los toros que lidiaba y casi tan incapaz como ellos de expresarse mediante la palabra. No podía construir una frase coherente, jamás acertaba con los tiempos verbales, su manera de coordinar las ideas hacía pensar en tumores, en afasia, en hombres-monos. La forma era no menos extraordinaria que el fondo: hablaba con un acento infeliz, hecho de diminutivos y apócopes, que matizaba, durante sus frecuentes vacíos mentales, con gruñidos zoológicos.
El mexicano que me tocó entrevistar el lunes de la semana memorable era, por el contrario, un hombre lúcido y un desenvuelto expositor. Dirigía una revista, había escrito libros sobre la revolución mexicana, presidía una delegación de economistas y estaba alojado en el Bolívar. Aceptó venir a la radio y lo fui a buscar yo mismo. Era un caballero alto y derecho, bien vestido, de cabellos blancos, que debía andar por los sesenta. Lo acompañó su señora, una mujer de ojos vivos, menuda, que llevaba un sombrerito de flores. Entre el hotel y la radio preparamos la entrevista y ésta quedó grabada en quince minutos, ante la alarma de Genaro-hijo, porque el economista e historiador, en respuesta a una pregunta, atacó duramente a las dictaduras militares (en el Perú padecíamos una, encabezada por un tal Odría).
Sucedió cuando acompañaba a la pareja de regreso al Bolívar. Era mediodía y la calle Belén y la Plaza San Martín rebalsaban de gente. La señora ocupaba la vereda, su marido el centro y yo iba al lado de la pista. Acabábamos de pasar frente a Radio Central, y, por decir algo, le repetía al hombre importante que la entrevista había quedado magnífica, cuando fui clarísimamente interrumpido por la vocecita de la dama mexicana:
—Jesús, Jesús, me descompongo...
La miré y la vi demacrada, abriendo y cerrando los ojos y moviendo la boca de manera rarísima. Pero lo sorprendente fue la reacción del economista e historiador. Al oír la advertencia, lanzó una mirada veloz a su esposa, y me lanzó otra a mí, con expresión confusa, Y. al instante, miró de nuevo al frente, y, en lugar de detenerse, aceleró el paso. La dama mexicana quedó a mi lado, haciendo muecas. Alcancé a cogerla del brazo cuando se iba a desplomar. Como era tan frágil, felizmente, pude sostenerla y ayudarla, mientras el hombre importante huía a trancos y me endosaba la delicada tarea de arrastrar a su mujer. La gente nos abría paso, se paraba a mirarnos, y en una de ésas —estábamos a la altura del cine Colón y la damita mexicana, además de hacer morisquetas, había comenzado a echar babas, mocos y lágrimas— oí que un vendedor de cigarrillos decía: "También se está meando". Era verdad: la esposa del economista e historiador (que había cruzado la Colmena y desaparecía entre la gente agolpada a las puertas del Bar del Bolívar) iba dejando una estela amarilla detrás de nosotros. Al llegar a la esquina, no tuve más remedio que cargarla y avanzar así, espectacular y galante, los cincuenta metros que faltaban, entre choferes que bocineaban, policías que pitaban y gentes que nos señalaban. En mis brazos, la damita mexicana se retorcía sin cesar, continuaba las muecas, y en las manos y en la nariz me parecía comprobar que además de pipí se estaba haciendo algo más feo. Su garganta emitía un ruido atrofiado, intermitente. Al entrar al Bolívar, oí que me ordenaban, con sequedad: "Habitación 301". Era el hombre importante: estaba medio escondido, detrás de unas cortinas. Apenas me dio la orden, volvió a escapar, a alejarse a paso ligero hacia el ascensor, y, mientras subíamos, ni una vez se dignó mirarme o mirar a su consorte, como si no quisiera parecer impertinente. El ascensorista me ayudó a llevar a la dama hasta la habitación. Pero, apenas la depositamos en la cama, el hombre importante nos empujó literalmente hasta la puerta y, sin decir gracias ni adiós, nos la cerró con brutalidad en las narices; tenía en ese momento una expresión salobre.
—No es un mal marido —me explicaría después Pedro Camacho—, sino un tipo sensible y con gran sentido del papelón.
Esa tarde yo debía leerles a la tía Julia y a Javier un cuento que acababa de terminar: "La tía Eliana". "El Comercio" no publicó nunca la historia de los levitadores y me consolé escribiendo otra historia, basada en algo que había ocurrido en mi familia. Eliana era una de las muchas tías que aparecían por la casa cuando era niño y yo la prefería a las otras porque me traía chocolates y algunas veces me llevaba a tomar té al Cream Rica. Su afición a los dulces era motivo de burla en las reuniones de la tribu, donde se decía que se gastaba todos sus sueldos de secretaria en los pasteles cremosos, las medialunas crujientes, las tortas esponjosas y el chocolate espeso de La Tiendecita Blanca. Era una gordita cariñosa, risueña y parlanchina y yo tomaba su defensa cuando en la familia, a sus espaldas, comentaban que se estaba quedando para vestir santos. Un día, misteriosamente, la tía Eliana dejó de aparecer por la casa y la familia no volvió a nombrarla. Yo tendría entonces seis o siete años y recuerdo haber sentido desconfianza ante las respuestas de los parientes cuando les preguntaba por ella: se ha ido de viaje, estaba enferma, ya vendría cualquier día de éstos. Unos cinco años después, la familia entera, de pronto, se vistió de luto, y esa noche, en casa de los abuelos, supe que habían asistido al entierro de la tía Eliana, que acababa de morir de cáncer. Entonces se aclaró el misterio. La tía Eliana, cuando parecía condenada a la soltería, se había casado intempestivamente con un chino, dueño de una bodega en Jesús María, y la familia, empezando por sus padres, horrorizada ante el escándalo —entonces creí que lo escandaloso era que el marido fuese chino, pero ahora deduzco que su tara principal era ser bodeguero— había decretado su muerte en vida y no la había visitado ni recibido jamás. Pero cuando se murió la perdonaron —éramos una familia de gentes sentimentales, en el fondo—, fueron a su velorio y a su entierro, y derramaron muchas lágrimas por ella.
Mi cuento era el monólogo de un niño que, tendido en su cama, trataba de descifrar el misterio de la desaparición de su tía, y, como epílogo, el velorio de la protagonista. Era un cuento "social", cargado de ira contra los parientes prejuiciosos. Lo había escrito en un par de semanas y les hablé tanto de él a la tía Julia y a Javier que se rindieron y me pidieron que se los leyera. Pero antes de hacerlo, en la tarde de ese lunes, les conté lo ocurrido con la damita mexicana y el hombre importante. Fue un error que pagué caro porque esta anécdota les pareció mucho más divertida que mi cuento.
Se había hecho una costumbre que la tía Julia viniera a Panamericana. Habíamos descubierto que era el sitio más seguro, ya que, de hecho, contábamos con la complicidad de Pascual y el Gran Pablito. Se aparecía después de las cinco, hora en que comenzaba un período de calma: los Genaros se habían ido y casi nadie venía a merodear por el altillo. Mis compañeros de trabajo, por un acuerdo tácito, pedían permiso para 'tomar un cafecito', de modo que la tía Julia y yo pudiéramos besarnos y hablar a solas. A veces yo me ponía a escribir y ella se quedaba leyendo una revista o charlando con Javier, quien, invariablemente, venía a juntarse con nosotros a eso de las siete. Habíamos llegado a formar un grupo inseparable y mis amores con la tía Julia adquirían, en ese cuartito de tabiques, una naturalidad maravillosa. Podíamos estar de la mano o besarnos y a nadie le llamaba la atención. Eso nos hacía felices. Franquear hacia adentro los límites del altillo era ser libres, dueños de nuestros actos, podíamos querernos, hablar de lo que nos importaba y sentirnos rodeados de comprensión. Franquearlos hacia afuera era entrar en un dominio hostil, donde estábamos obligados a mentir y a escondernos.
—¿Se puede decir que esto es nuestro nido de amor? —me preguntaba la tía Julia—. ¿O también es huachafo?
—Por supuesto que es huachafo y que no se puede decir —le respondía yo—. Pero podemos ponerle Montmartre.
Jugábamos al profesor y a la alumna y yo le explicaba lo que era huachafo, lo que no se podía decir ni hacer y había establecido una censura inquisitorial en sus lecturas, prohibiéndole todos sus autores favoritos, que empezaban por Frank Yerby y terminaban con Corín Tellado. Nos divertíamos como locos y a veces Javier intervenía, con una dialéctica fogosa, en el juego de la huachafería.
A la lectura de "La tía Eliana" asistieron también, porque estaban allí y no me atreví a echarlos, Pascual y el Gran Pablito y resultó una suerte porque fueron los únicos que celebraron el cuento, aunque, como eran mis subordinados, su entusiasmo resultaba sospechoso. Javier lo encontró irreal, nadie creería que una familia condena al ostracismo a una muchacha por casarse con un chino y me aseguró que si el marido era negro o indio la historia podía salvarse. La tía Julia me dio una estocada mortal diciéndome que el cuento había salido melodramático y que algunas palabritas, como trémula y sollozante, le habían sonado huachafas. Yo comenzaba a defender "La tía Eliana" cuando divisé en la puerta del altillo a la flaca Nancy. Bastaba verla para saber a qué venía:
—Ahora sí se armó la pelotera en la familia —dijo, de un tirón.
Pascual y el Gran Pablito, olfateando un buen chisme, adelantaron las cabezas. Contuve a mi prima, pedí a Pascual que preparara el boletín de las nueve, y bajamos a tomar un café. En una mesa del Bransa nos detalló la noticia. Había sorprendido, mientras se lavaba la cabeza, una conversación telefónica entre su madre y la tía Jesús. Se le habían helado las uñas al oír hablar de 'la parejita' y descubrir que se trataba de nosotros. No estaba muy claro, pero se habían dado cuenta de nuestros amores hacía ya bastante tiempo, porque, en un momento, la tía Laura había dicho: "Y fíjate que hasta Camunchita los vio una vez de la mano a los muy frescos, en el Olivar de San Isidro" (algo que efectivamente habíamos hecho, una única tarde, hacía meses). Al salir del baño (con "tembladera", decía) la flaca Nancy se encontró cara a cara con su madre y había tratado de disimular, los oídos le zumbaban del ruido del secador de pelo, no podía oír nada, pero la tía Laura la calló y la riñó y la llamó "encubridora de esa perdida".