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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (26 page)

—El ginecólogo Alberto de Quinteros está haciendo parir trillizos a una sobrina, y uno de los renacuajos se ha atravesado. ¿Puede esperarme cinco minutos? Hago una cesárea a la muchacha y nos tomamos una yerbaluisa con menta.

Esperé, fumando un cigarrillo, sentado en el alféizar de la ventana, que acabara de traer al mundo a los trillizos atravesados, operación que, en efecto, no le tomó más de unos minutos. Luego, mientras se quitaba el disfraz, lo doblaba escrupulosamente y, junto con las postizas barbas patriarcales, lo guardaba en una bolsa de plástico, le dije:

—Para un parto de trillizos, con cesárea y todo, sólo necesita cinco minutos, qué más quiere. Yo me he demorado tres semanas para un cuento de tres muchachos que levitan aprovechando la presión de los aviones.

Le conté, mientras íbamos al Bransa, que, después de muchos relatos fracasados, el de los levitadores me había parecido decoroso y que lo había llevado al Suplemento Dominical de "El Comercio", temblando de miedo. El director lo leyó delante de mí y me dio una respuesta misteriosa: "Déjelo, ya se verá qué hacemos con él". Desde entonces, habían pasado dos domingos en que yo, afanoso, me precipitaba a comprar el diario y hasta ahora nada. Pero Pedro Camacho no perdía tiempo con problemas ajenos:

—Sacrifiquemos el refrigerio y caminemos —me dijo, cogiéndome del brazo, cuando ya iba a sentarme, y regresándome hacia la Colmena—. Tengo en las pantorrillas un cosquilleo que anuncia calambre. Es la vida sedentaria. Me hace falta ejercicio.

Sólo porque sabía lo que me iba a responder le sugerí que hiciera lo que Victor Hugo y Hemingway: escribir de pie. Pero esta vez me equivoqué:

—En la pensión La Tapada suceden cosas interesantes —me dijo, sin siquiera responderme, mientras me hacía dar vueltas, casi al trote, en torno al Monumento a San Martín—. Hay un joven que llora en las noches de luna.

Yo rara vez venía al centro los domingos y estaba sorprendido de ver lo distinta que era la gente de semana de la que veía ahora. En vez de oficinistas de clase media, la plaza estaba colmada de sirvientas en su día de salida, serranitos de mejillas chaposas y zapatones, niñas descalzas con trenzas y, entre la abigarrada muchedumbre, se veían fotógrafos ambulantes y vivanderas. Obligué al escriba a detenerse frente a la dama con túnica que, en la parte central del Monumento, representa a la Patria, y, para ver si lo hacía reír, le conté por qué llevaba ese extravagante auquénido aposentado en su cabeza: al vaciar el bronce, aquí en Lima, los artesanos confundieron la indicación del escultor 'llama votiva' con el llama animal. Ni sonrió, naturalmente. Volvió a cogerme del brazo y mientras me hacía caminar, dando encontronazos a los paseantes, reanudó su monólogo, indiferente a todo lo que lo rodeaba, empezando por mí:

—No se le ha visto la cara, pero cabe suponer que es algún monstruo, ¿hijo bastardo de la dueña de la pensión?, aquejado de taras, jorobas, enanismo, bicefalia, a quien doña Atanasia oculta de día para no asustarnos y sólo de noche deja salir a orearse.

Hablaba sin la menor emoción, como una grabadora, y yo, por tirarle la lengua, le repliqué que su hipótesis me parecía exagerada: ¿no podía tratarse de un muchacho que lloraba penas de amor?

—Si fuera un enamorado, tendría una guitarra, un violín, o cantaría —me dijo, mirándome con un desprecio mitigado por la compasión—. Éste sólo llora.

Hice esfuerzos para que me explicara todo desde el principio, pero él estaba más difuso y reconcentrado que de costumbre. Sólo saqué en claro que alguien, desde hacía muchas noches, lloraba en un rincón de la pensión y que los inquilinos de La Tapada se quejaban. La dueña, doña Atanasia, decía no saber nada y, según el escriba, empleaba "la coartada de los espíritus".

—Es posible también que llore un crimen —especuló Pedro Camacho, con un tono de contador que hace sumas en alta voz, dirigiéndome, siempre del brazo, hacia Radio Central, después de una decena de vueltas al Monumento—. ¿Un crimen familiar? ¿Un parricida que se jala los pelos y se araña la carne de arrepentimiento? ¿Un hijo del de las ratas?

No estaba excitado en lo más mínimo, pero lo noté más distante que otras veces, más incapaz que nunca de escuchar, de conversar, de recordar que tenía alguien al lado. Estaba seguro de que no me veía. Traté de alargar su monólogo, pues era como estar viendo su fantasía en plena acción, pero él, con la misma brusquedad con que había comenzado a hablar del invisible llorón, enmudeció. Lo vi instalarse de nuevo en su cubículo, quitarse el saco negro y la corbatita de lazo, sujetarse la cabellera con una redecilla y enfundarse una peluca de mujer con moño que sacó de otra bolsa de plástico. No pude aguantarme y lancé una carcajada:

—¿A quién tengo el gusto de tener al frente? —le pregunté, todavía riéndome.

—Debo dar unos consejos a un laboratorista francófilo, que ha matado a su hijo —me explicó, con un retintín burlón, poniéndose en la cara, en vez de las bíblicas barbas de antes, unos aretes de colores y un lunar coquetón—. Adiós,
amigo
.

Apenas di media vuelta para irme, sentí —renaciente, parejo, seguro de sí mismo, compulsivo, eterno— el teclear de la Remington. En el colectivo a Miraflores, iba pensando en la vida de Pedro Camacho. ¿Qué medio social, qué encadenamiento de personas, relaciones, problemas, casualidades, hechos, habían producido esa vocación literaria (¿literaria? ¿pero qué, entonces?) que había logrado realizarse, cristalizar en una obra y obtener una audiencia? ¿Cómo se podía ser, de un lado, una parodia de escritor y, al mismo tiempo, el único que, por tiempo consagrado a su oficio y obra realizada, merecía ese nombre en el Perú? ¿Acaso eran escritores esos políticos, esos abogados, esos pedagogos, que detentaban el título de poetas, novelistas, dramaturgos, porque, en breves paréntesis de vidas consagradas en sus cuatro quintas partes a actividades ajenas a la literatura, habían producido una plaquette de versos o una estreñida colección de cuentos? ¿Por qué esos personajes que se servían de la literatura como adorno o pretexto iban a ser más escritores que Pedro Camacho, quien
sólo
vivía para escribir? ¿Porque ellos habían leído (o, al menos, sabían que deberían haber leído) a Proust, a Faulkner, a Joyce, y Pedro Camacho era poco más que un analfabeto? Cuando pensaba en estas cosas sentía tristeza y angustia. Cada vez me resultaba más evidente que lo único que quería ser en la vida era escritor y cada vez, también, me convencía más que la única manera de serlo era entregándose a la literatura en cuerpo y alma. No quería de ningún modo ser un escritor a medias y a poquitos, sino uno de verdad, como ¿quién? Lo más cercano a ese escritor a tiempo completo, obsesionado y apasionado con su vocación, que conocía, era el radionovelista boliviano: por eso me fascinaba tanto.

En casa de los abuelos, me estaba esperando Javier, rebosante de felicidad, con un programa dominical para resucitar muertos. Había recibido la mensualidad que le giraban sus padres desde Piura, con una buena propina por las Fiestas Patrias, y decidido que nos gastáramos esos soles extras los cuatro juntos.

—En homenaje a ti, he hecho un programa intelectual y cosmopolita —me dijo, dándome unas palmadas estimulantes—. Compañía argentina de Francisco Petrone, comida alemana en el Rincón Toni y fin de fiesta francesa en el Negro-Negro, bailando boleros en la oscuridad.

Así como, en mi corta vida, Pedro Camacho era lo más próximo a un escritor que había visto, Javier era, entre mis conocidos, lo más parecido a un príncipe renacentista por su generosidad y exuberancia. Era, además, de una gran eficiencia: ya la tía Julia y Nancy estaban informadas de lo que nos esperaba esa noche y ya tenía él en el bolsillo las entradas para el teatro. El programa no podía ser más seductor y disipó de golpe todas mis lúgubres reflexiones sobre la vocación y el destino pordiosero de la literatura en el Perú. Javier también estaba muy contento: desde hacía un mes salía con Nancy y esa asiduidad tomaba caracteres de romance formal. Haberle confesado a mi prima mis amores con la tía Julia le había sido utilísimo porque, con el pretexto de servirnos de celestinos y facilitarnos las salidas, se las arreglaba para ver a Nancy varias veces por semana. Mi prima y la tía Julia eran ahora inseparables: iban juntas de compras, al cine e intercambiaban secretos. Mi prima se había vuelto una entusiasta hada madrina de nuestro romance y una tarde me levantó la moral con esta reflexión: "La Julita tiene una manera de ser que borra todas las diferencias de edad, primo".

El magno programa de ese domingo (en el que, creo, se decidió estelarmente buena parte de mi futuro) comenzó bajo los mejores auspicios. Había pocas ocasiones, en la Lima de los años cincuenta, de ver teatro de calidad, y la compañía argentina de Francisco Petrone trajo una serie de obras modernas, que no se habían dado en el Perú. Nancy recogió a la tía Julia donde la tía Olga y ambas se vinieron al centro en taxi. Javier y yo las esperábamos en la puerta del Teatro Segura. Javier, que en esas cosas solía excederse, había comprado un palco, que resultó el único ocupado, de modo que fuimos un centro de observación casi tan visible como el escenario. Con mi mala conciencia, supuse que varios parientes y conocidos nos verían y maliciarían. Pero apenas comenzó la función, se esfumaron esos temores. Representaban "La muerte de un viajante", de Arthur Miller, y era la primera pieza que yo veía de carácter no tradicional, irrespetuosa de las convenciones de tiempo y espacio. Mi entusiasmo y excitación fueron tales que, en el entreacto, comencé a hablar hasta por los codos, haciendo un elogio fogoso de la obra, comentando sus personajes, su técnica, sus ideas, y luego, mientras comíamos embutidos y tomábamos cerveza negra en el Rincón Toni de la Colmena, seguí haciéndolo de una manera tan absorbente que Javier, después, me amonestó: "Parecías una lora a la que le hubieran dado yohimbina". Mi prima Nancy, a quien mis veleidades literarias siempre le habían parecido una extravagancia semejante a la que tenía el tío Eduardo —un viejecito hermano del abuelo, juez jubilado que se dedicaba al infrecuente pasatiempo de coleccionar arañas—, después de oírme perorar tanto sobre la obra que acabábamos de ver, sospechó que mis inclinaciones podían tener mal fin: "Te estás volviendo locumbeta, flaco".

El Negro-Negro había sido escogido por Javier para rematar la noche porque era un lugar con cierta aureola de bohemia intelectual —los jueves se daban pequeños espectáculos: piezas en un acto, monólogos, recitales, y solían concurrir allí pintores, músicos y escritores—, pero también porque era la boite más oscura de Lima, un sótano en los portales de la Plaza San Martín que no tenía más de veinte mesas, con una decoración que creíamos 'existencialista'. Era un sitio que, las pocas veces que había ido, me daba la ilusión de estar en una cave de Saint Germain des Près, Nos sentaron en una mesita a la orilla de la pista de baile y Javier, más rumboso que nunca, pidió cuatro whiskies. Él y Nancy se pararon de inmediato a bailar y yo, en el reducto estrecho y atestado, seguí hablándole a Julia de teatro y de Arthur Miller. Estábamos muy juntos, con las manos entrelazadas, ella me escuchaba con abnegación y yo le decía que esa noche había descubierto el teatro: podía ser algo tan complejo y profundo como la novela, e, incluso, por ser algo vivo, en cuya materialización intervenían seres de carne y hueso, y otras artes, la pintura, la música, era tal vez superior.

—De repente, cambio de género y en lugar de cuentos me pongo a escribir dramas —le dije, excitadísimo—. ¿Qué me aconsejas?

—En lo que a mí respecta, no hay inconveniente —me contestó la tía Julia, poniéndose de pie—. Pero ahora, Varguitas, sácame a bailar y dime cositas al oído. Entre pieza y pieza, si quieres, te doy permiso para que me hables de literatura.

Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Bailamos muy apretados, besándonos, yo le decía que estaba enamorado de ella, ella que estaba enamorada de mí, y ésa fue la primera vez que, ayudado por el ambiente íntimo, incitante, turbador, y por los whiskies de Javier, no disimulé el deseo que me provocaba; mientras bailábamos mis labios se hundían con morosidad en su cuello, mi lengua entraba a su boca y sorbía su saliva, la estrechaba con fuerza para sentir sus pechos, su vientre y sus muslos, y luego, en la mesa, al amparo de las sombras, le acaricié las piernas y los senos. Así estábamos, aturdidos y gozosos, cuando la prima Nancy, en una pausa entre dos boleros, nos heló la sangre:

—Dios mío, fíjense quien está ahí: el tío Jorge.

Era un peligro que hubiéramos debido tener en cuenta. El tío Jorge, el más joven de los tíos, congeniaba audazmente, en una vida super-agitada, toda clase de negocios y aventuras empresariales, con una intensa vida nocherniega, de faldas, fiestas y copas. De él se contaba un malentendido tragicómico, que tuvo como escenario otra boite: El Embassy. Acababa de comenzar el show, la muchacha que cantaba no podía hacerlo porque, desde una de las mesas, un borrachín la interrumpía con malacrianzas. Ante la boite atestada, el tío Jorge se había puesto de pie, rugiendo como un Quijote: "Silencio, miserable, yo te voy a enseñar a respetar a una dama", y avanzado hacia el majadero en actitud pugilística, sólo para descubrir, un segundo después, que estaba haciendo el ridículo, pues la interrupción de la cantante por el seudocliente era parte del show. Ahí estaba, en efecto, sólo a dos mesas de nosotros, muy elegante, la cara apenas revelada por los fósforos de los fumadores y las linternas de los mozos. A su lado reconocí a su mujer, la tía Gaby, y pese a estar apenas a un par de metros de nosotros, ambos se empeñaban en no mirar a nuestro lado. Era clarísimo: me habían visto besando a la tía Julia, se habían dado cuenta de todo, optaban por una ceguera diplomática. Javier pidió la cuenta, salimos del Negro-Negro casi inmediatamente, los tíos Jorge y Gaby se abstuvieron de mirarnos incluso cuando pasamos rozándolos. En el taxi a Miraflores —los cuatro íbamos mudos y con las caras largas— la flaca Nancy resumió lo que todos pensábamos: "Adiós trabajos, se armó el gran escándalo".

Pero, como en una buena película de suspenso, en los días siguientes no pasó nada. Ningún indicio permitía advertir que la tribu familiar había sido alertada por los tíos Jorge y Gaby. El tío Lucho y la tía Olga no dijeron una palabra a la tía Julia que le permitiera suponer que sabían, y ese jueves, cuando, valientemente, me presenté en su casa a almorzar, estuvieron conmigo tan naturales y afectuosos como de costumbre. La prima Nancy tampoco fue objeto de ninguna pregunta capciosa por parte de la tía Laura y el tío Juan. En mi casa, los abuelos parecían en la luna y me seguían preguntando, con el aire más angelical del mundo, si acompañaba siempre al cine a la Julita, "que era tan cinemera". Fueron unos días desasosegados, en que, extremando las precauciones, la tía Julia y yo decidimos no vernos ni siquiera a ocultas por lo menos una semana. Pero, en cambio, hablábamos por teléfono. La tía Julia salía a telefonearme desde la bodega de la esquina, por lo menos tres veces al día, y nos comunicábamos nuestras respectivas observaciones sobre la temida reacción de la familia y hacíamos toda clase de hipótesis. ¿Sería posible que el tío Jorge hubiera decidido guardar el secreto? Yo sabía que eso era impensable dentro de las costumbres familiares. ¿Y entonces? Javier adelantaba la tesis de que la tía Gaby y el tío Jorge hubieran tenido encima tantos whiskies que no se dieran bien cuenta de las cosas, que en su memoria sólo quedara una remota sospecha, y que no habían querido desatar un escándalo por algo no absolutamente comprobado. Un poco por curiosidad, otro por masoquismo, hice esa semana un recorrido por los hogares del clan, para saber a qué atenerme. No noté nada anormal, salvo una omisión curiosa, que me suscitó una pirotecnia de especulaciones. La tía Hortensia, que me invitó un té con biscotelas, en dos horas de conversación no mencionó ni una sola vez a la tía Julia. "Saben todo y están planeando algo", le aseguraba yo a Javier, y él, harto de que no le hablara de otra cosa, respondía: "En el fondo, estás muerto de ganas de que haya ese escándalo para tener de qué escribir".

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