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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (11 page)

Fue hasta el calabozo y lo abrió. Por primera vez en el día, observó al negro. Le habían puesto un pantalón andrajoso, que apenas le llegaba a las rodillas, y cubría su pecho y su espalda un costal de cargador, con un agujero para la cabeza. Estaba descalzo y tranquilo; miró a Lituma a los ojos, sin alegría ni miedo. Sentado en el suelo, masticaba algo; en vez de esposas, tenía en las muñecas una cuerda, lo suficientemente larga para que pudiese rascarse o comer. El sargento le hizo señas de que se pusiera de pie, pero el negro no pareció entender. Lituma se le acercó, lo cogió del brazo, y el hombre se paró dócilmente. Caminó delante de él, con la misma indiferencia con que lo había recibido. Manzanita Arévalo estaba ya con el capote puesto y la chalina enroscada en el cuello. El teniente Concha no se volvió a mirarlos partir: tenía la cara enterrada en un Pato Donald ("pero no se da cuenta que está al revés", pensó Lituma). Camacho, en cambio, les hizo una sonrisa de pésame.

Ya en la calle, el sargento se colocó a la orilla de la pista y dejó la pared a Arévalo. El negro caminaba entre los dos, a su mismo paso, largo y desinteresado de todo, masticando.

—Hace como dos horas que masca ese pedazo de pan —dijo Arévalo— Esta noche, cuando lo trajeron de vuelta de Lima, le dimos todos los panes duros de la despensa, esos que se han vuelto piedras. Y se los ha comido todos. Masticando como una moledora. Qué hambre terrible, ¿no?

"El deber primero y los sentimientos después", estaba pensando Lituma. Se fijó el itinerario: subir por la calle Carlos Concha hasta Contralmirante Mora y luego bajar la avenida hasta el cauce del Rímac y seguir con el río hasta el mar. Calculó: tres cuartos de hora para ir y volver, una hora a lo más.

—Usted tiene la culpa, mi sargento —gruñía Arévalo—. Quién lo mandó capturarlo. Al darse cuenta que no era ladrón, debió dejarlo irse, Vea en qué lío nos metió. Y ahora dígame, ¿usted se cree eso que piensa la superioridad? ¿Que éste se vino escondido en un barco?

—Eso es también lo que se le ocurrió a Pedralbes —dijo Lituma—. Puede que sí. Porque, si no, cómo miéchica te explicas que un tipo con esta pinta, con estos pelos, con estas marcas y calato y que habla esa chamuchina se aparezca de buenas a primeras en el puerto del Callao. Debe ser lo que dicen.

En la calle oscura resonaban los dos pares de botas de los guardias; los pies descalzos del zambo no hacían ningún ruido.

—Si de mí fuera, yo lo hubiera dejado en la cárcel —volvió a hablar Arévalo—. Porque, mi sargento, un salvaje del África no tiene la culpa de ser un salvaje del África.

—Por eso mismo no puede quedarse en la cárcel —murmuró Lituma—. Ya lo oíste al teniente: la cárcel es para los ladrones, asesinos y forajidos. ¿A cuento de qué lo va a mantener el Estado en la cárcel?

—Entonces debían mandarlo de vuelta a su país —refunfuñó Arévalo.

—¿Y cómo miéchica averiguas cuál es su país? —alzó la voz Lituma—. Ya lo has oído al teniente. La superioridad trató de hablar con él en todos los idiomas: el inglés, el francés, hasta el italiano. No habla idiomas: es salvaje.

—O sea que a usted le parece bien que por ser salvaje tengamos que pegarle un tiro —volvió a gruñir Manzanita Arévalo.

—No estoy diciendo que me parezca bien —murmuró Lituma—. Sino repitiendo lo que el teniente dijo que dice la superioridad. No seas idiota.

Entraron a la avenida Contralmirante Mora cuando las campanas de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daban las doce y el sonido le pareció a Lituma tétrico. Iba mirando adelante, empeñosamente, pero a ratos, a pesar suyo, la cara se le volvía hacia la izquierda y echaba una ojeada al negro. Lo veía, un segundo, cruzando el macilento cono de luz de algún farol y siempre estaba igual: moviendo las mandíbulas con seriedad y caminando al ritmo de ellos, sin el menor indicio de angustia. "Lo único que parece importarle en el mundo es masticar", pensó Lituma. Y un momento después: "Es un condenado a muerte que no sabe que lo es". Y casi inmediatamente: "No hay duda que es un salvaje". En eso, oyó a Manzanita:

—Y por último por qué la superioridad no deja que se vaya por ahí y se las arregle como pueda —rezongaba, malhumorado—. Que sea otro vagabundo, de los muchos que hay en Lima. Uno más, unos menos, qué más da.

—Ya lo oíste al teniente —replicó Lituma—. La Guardia Civil no puede auspiciar el delito. Y si a éste lo dejas suelto en plaza no tendría más remedio que robar. O se moriría como un perro. En realidad, le estamos haciendo un favor. Un tiro es un segundo. Eso es preferible a irse muriendo de a poquitos, de hambre, de frío, de soledad, de tristeza.

Pero Lituma sentía que su voz no era muy persuasiva y tenía la sensación, al oírse, de estar oyendo a otra persona.

—Sea como sea, déjeme decirle una cosa —oyó protestar a Manzanita— Esta vaina no me gusta y me hizo usted un flaco favor escogiéndome.

—¿Y a mí crees que me gusta? —murmuró Lituma—. ¿Y no me hizo un flaco favor a mí la superioridad escogiéndome?

Pasaron frente al Arsenal Naval, donde sonaba una sirena, y, al cruzar el descampado, a la altura del dique seco, un perro salió de las sombras a ladrarlos. Caminaron en silencio, oyendo el golpear de las botas contra la vereda, el rumor vecino del mar, sintiendo en las narices el aire húmedo y salado.

—En este terreno vinieron a refugiarse unos gitanos el año pasado —dijo Manzanita, de pronto, con la voz quebrada—. Levantaron unas carpas y dieron una función de circo. Leían la suerte y hacían magia. Pero el alcalde hizo que los corriéramos porque no tenían licencia municipal.

Lituma no contestó. Sintió pena, de repente, no sólo por el negro sino también por Manzanita y por los gitanos.

—¿Y lo vamos a dejar tirado ahí en la playa, para que lo picoteen los alcatraces? —casi sollozó Manzanita.

—Vamos a dejarlo en el basural, para que lo encuentren los camiones municipales, se lo lleven a la Morgue y lo regalen a la Facultad de Medicina para que los estudiantes lo autopsien —se enojó Lituma—. Oíste muy bien las instrucciones, Arévalo, no me las hagas repetírtelas.

—Las oí, pero no me pasa la idea de que tenemos que matarlo, así, en frío —dijo Manzanita unos minutos después—. Y a usted tampoco, aunque trate. Por su voz me doy cuenta que tampoco está de acuerdo con esta orden.

—Nuestra obligación no es estar de acuerdo con la orden, sino ejecutarla —dijo débilmente el sargento. Y luego de una pausa, todavía más despacio:— Ahora que tienes razón. Yo tampoco estoy de acuerdo. Obedezco porque hay que obedecer.

En ese momento terminaron el asfalto, la avenida, los faroles, y comenzaron a andar en tinieblas sobre la tierra blanda. Una hediondez espesa, casi sólida, los envolvió. Estaban en los basurales de las orillas del Rímac, muy cerca del mar, en ese cuadrilátero entre la playa, el lecho del río y la avenida, donde los camiones de la Baja Policía venían, a partir de las seis de la mañana, a depositar los desperdicios de Bellavista, la Perla y el Callao y donde, aproximadamente desde la misma hora, una muchedumbre de niños, hombres, viejos y mujeres comenzaban a escarbar las inmundicias en busca de objetos de valor, y a disputar a las aves marinas, a los gallinazos, a los perros vagabundos los restos comestibles perdidos entre las basuras. Estaban muy cerca de ese desierto, camino a Ventanilla, a Ancón, donde se alinean las fábricas de harina de pescado del Callao.

—Éste es el mejor sitio —dijo Lituma—. Los camiones de la basura pasan todos por aquí.

El mar sonaba muy fuerte. Manzanita se detuvo y el negro se detuvo también. Los guardias habían prendido sus linternas y examinaban, en la temblona luz, la cara cuarteada de rayas, masticando inmutable.

—Lo peor es que no tiene reflejos ni adivina las cosas —murmuró Lituma—. Cualquiera se daría cuenta y se asustaría, trataría de escapar. Lo que me friega es su tranquilidad, la confianza que nos tiene.

—Se me ocurre una cosa, mi sargento. —A Arévalo le chocaban los dientes como si estuviera helándose—. Dejémoslo que se escape. Diremos que lo matamos y, en fin, cualquier cuento para explicar la desaparición del cadáver...

Lituma había sacado su pistola y estaba quitándole el seguro.

—¿Te atreves a proponerme que desobedezca las órdenes de los superiores y que encima les mienta? —resonó, trémula, la voz del sargento. Su mano derecha apuntaba el caño del arma hacia la sien del negro.

Pero pasaron dos, tres, varios segundos y no disparaba. ¿Lo haría? ¿Obedecería? ¿Estallaría el disparo? ¿Rodaría sobre las basuras indescifrables el misterioso inmigrante? ¿O le sería perdonada la vida y huiría, ciego, salvaje, por las playas de las afueras, mientras un sargento irreprochable quedaba allí, en medio de pútridos olores y del vaivén de las olas, confuso y adolorido por haber faltado a su deber? ¿Cómo terminaría esa tragedia chalaca?

V

E
L PASO DE
Lucho Gatica por Lima fue adjetivado por Pascual en nuestros boletines como “soberbio acontecimiento artístico y gran hit de la radiotelefonía nacional". A mí la broma me costó un cuento, una corbata y una camisa casi nuevas, y dejar plantada a la tía Julia por segunda vez. Antes de la llegada del cantante de boleros chileno, había visto en los periódicos una proliferación de fotos y de artículos laudatorios ("publicidad no pagada, la que vale más", decía Genaro-hijo), pero sólo me di cuenta cabal de su fama cuando noté las colas de mujeres, en la calle Belén, esperando pases para la audición. Como el auditorio era pequeño —un centenar de butacas— sólo unas pocas pudieron asistir a los programas. La noche del estreno la aglomeración en las puertas de Panamericana fue tal que Pascual y yo tuvimos que subir al altillo por un edificio vecino que compartía la azotea con el nuestro. Hicimos el boletín de las siete y no hubo manera de bajarlo al segundo piso:

—Hay un chuchonal de mujeres tapando la escalera, la puerta y el ascensor —me dijo Pascual—. Traté de pedir permiso pero me creyeron un zampón.

Llamé por teléfono a Genaro-hijo y chisporroteaba de felicidad:

—Todavía falta una hora para la audición de Lucho y la gente ya ha parado el tráfico en Belén. Todo el Perú sintoniza en este momento Radio Panamericana.

Le pregunté si en vista de lo que ocurría sacrificábamos los boletines de las siete y de las ocho, pero él tenía recursos para todo e inventó que dictáramos las noticias por teléfono a los locutores. Así lo hicimos y, en los intervalos, Pascual escuchaba, embelesado, la voz de Lucho Gatica en la radio, y yo releía la cuarta versión de mi cuento sobre el senador-eunuco, al que había acabado por poner un título de novela de horror: "La cara averiada". A las nueve en punto escuchamos el fin del programa, la voz de Martínez Morosini despidiendo a Lucho Gatica y la ovación del público que, esta vez, no era de disco sino real. Diez segundos más tarde sonó el teléfono y oí la voz alarmada de Genaro-hijo:

—Bajen como sea, esto se está poniendo color de hormiga.

Nos costó un triunfo perforar el muro de mujeres apiñadas en la escalera, a las que contenía, en la puerta del auditorio, el corpulento portero Jesusito. Pascual gritaba: "¡Ambulancia! ¡Ambulancia! ¡Buscamos aun herido!". Las mujeres, la mayoría jóvenes, nos miraban con indiferencia o sonreían, pero no se apartaban y había que empujarlas. Adentro, nos recibió un espectáculo desconcertante: el celebrado artista reclamaba protección policial. Era bajito y estaba lívido y lleno de odio hacia sus admiradoras. El empresario progresista procuraba calmarlo, le decía que llamar a la policía causaría pésima impresión, esa nube de muchachas era un homenaje a su talento. Pero la celebridad no se dejaba convencer:

—Yo las conozco a ésas —decía, entre aterrado y furibundo—. Comienzan pidiendo un autógrafo y acaban arañando, mordiendo.

Nosotros nos reíamos, pero la realidad confirmó sus predicciones. Genaro-hijo decidió que esperáramos media hora, creyendo que las admiradoras, aburridas, se irían. A las diez y cuarto (yo tenía compromiso con la tía Julia para ir al cine) nos habíamos cansado de esperar que ellas se cansaran y acordamos salir. Genaro-hijo, Pascual, Jesusito, Martínez Morosini y yo formamos un círculo, cogidos de los brazos, y pusimos en el centro a la celebridad, cuya palidez se acentuó hasta la blancura apenas abrimos la puerta. Pudimos bajar las primeras gradas sin grandes daños, dando codazos, rodillazos, cabezazos y pechazos contra el mar femenino, que por el momento se contentaba con aplaudir, suspirar y estirar las manos para tocar al ídolo —quien, níveo, sonreía, e iba murmurando entre dientes: "Cuidadito con soltar los brazos, compañeros"—, pero pronto tuvimos que hacer frente a una agresión en regla. Nos cogían de la ropa y jaloneaban, y dando aullidos alargaban las uñas para arrancar pedazos de la camisa y el terno del ídolo. Cuando, luego de diez minutos de asfixia y empujones, llegamos al pasillo de la entrada, creí que nos íbamos a soltar y tuve una visión: el pequeño cantante de boleros nos era arrebatado y sus admiradoras lo desmenuzaban ante nuestros ojos. No sucedió, pero cuando lo metimos al auto de Genaro-papá, quien esperaba al volante desde hacía hora y media, Lucho Gatica y su guardia de hierro estábamos convertidos en los sobrevivientes de una catástrofe. A mí me habían arranchado la corbata y hecho jirones la camisa, a Jesusito, le habían roto el uniforme y robado la gorra y Genaro-hijo tenía amoratada la frente de un carterazo. El astro estaba indemne, pero de su ropa sólo conservaba íntegros los zapatos y los calzoncillos. Al día siguiente, mientras tomábamos nuestro cafecito de las diez en el Bransa, le conté a Pedro Camacho las hazañas de las admiradoras. No le sorprendieron en absoluto:

—Mi joven amigo —me dijo, filosóficamente, mirándome desde muy lejos—,
también
la música llega al alma de la multitud.

Mientras yo luchaba por defender la integridad física de Lucho Gatica, la señora Agradecida había hecho la limpieza del altillo y echado a la basura la cuarta versión de mi cuento sobre el senador. En vez de amargarme, me sentí liberado de un peso y deduje que había en esto una advertencia de los dioses. Cuando le comuniqué a Javier que no lo rescribiría más, él, en vez de tratar de disuadirme, me felicitó por mi decisión.

La tía Julia se divirtió mucho con mi experiencia de guardaespaldas. Nos veíamos casi a diario, desde la noche de los besos furtivos en el Grill Bolívar. Al día siguiente del cumpleaños del tío Lucho yo me había presentado intempestivamente en la casa de Armendáriz y, buena suerte, la tía Julia estaba sola.

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