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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (9 page)

Había avanzado unos doscientos metros y se paró en seco. Volvió la cabeza: allá, en la sombra, una de sus paredes apenas iluminada por el resplandor de un farol milagrosamente indemne de las hondas de los mataperros, mudo ahora, estaba el depósito. “No es un gato, pensó, no es una rata." Era un ladrón. Su pecho comenzó a latir con fuerza y sintió que la frente y las manos se le mojaban. Era un ladrón, un ladrón. Permaneció inmóvil unos segundos, pero ya sabía que iba a regresar. Estaba seguro: había tenido otras veces esos pálpitos. Desenfundó su pistola y le sacó el seguro y empuñó la linterna con la mano zurda. Regresó a trancos, sintiendo que el corazón se le salía por la boca. Sí, segurísimo, era un ladrón. A la altura del depósito se paró de nuevo, jadeando. ¿Y si no era uno sino unos? ¿No sería mejor buscar al Chato, al Choclo? Movió la cabeza: no necesitaba a nadie, se bastaba y sobraba. Si eran varios, peor para ellos y mejor para él. Escuchó, pegando la cara a la madera: silencio total. Sólo oía, a lo lejos, el mar y alguno que otro carro. "Qué ladrón ni qué ocho cuartos, Lituma, pensó. Estás soñando. Era un gato, una rata." Se le había quitado el frío, sentía calor y cansancio. Contorneó el depósito, buscando la puerta. Cuando la encontró, a la luz de la linterna verificó que la cerradura no había sido violentada. Ya se iba, diciéndose "qué tal chasco, Lituma, tu olfato no es el de antes", cuando, en un movimiento maquinal de su mano, el disco amarillento de la linterna le retrató la abertura. Estaba a pocos metros de la puerta; la habían hecho a lo bruto, rompiendo la madera a hachazos o a patadas. El boquete era lo bastante grande para un hombre a gatas.

Sintió su corazón agitadísimo, loco. Apagó la linterna, comprobó que su pistola estaba sin seguro, miró en torno: sólo sombras y, a lo lejos, como luces de fósforos, los faroles de la avenida Huáscar. Llenó de aire los pulmones y, con toda la fuerza de que era capaz, rugió:

—Rodéeme este almacén con sus hombres, cabo. Si alguno trata de escapar, fuego a discreción. ¡Rápido, muchachos!

Y, para que fuera más creíble, dio unas carreritas de un lado a otro, zapateando fuerte. Luego pegó la cara al tabique del depósito y gritó, a voz en cuello:

—Se amolaron, les salió mal. Están rodeados. Vayan saliendo por donde entraron, uno tras otro. ¡Treinta segundos para que lo hagan por las buenas!

Escuchó el eco de sus gritos perdiéndose en la noche, y, luego, el mar y unos ladridos. Contó no treinta sino sesenta segundos. Pensó: "Estás hecho un payaso, Lituma". Sintió un acceso de cólera. Gritó:

—Abran los ojos, muchachos. ¡A la primera, me los queman, cabo!

Y, resueltamente, se puso a cuatro patas y gateando, ágil a pesar de sus años y del abrigado uniforme, atravesó el boquete. Adentro, se incorporó de prisa, en puntas de pie corrió hacia un lado y pegó la espalda a la pared. No veía nada y no quería prender la linterna. No oía ningún ruido pero otra vez tenía una seguridad total. Había alguien ahí, agazapado en la oscuridad, igual que él, escuchando y tratando de ver. Le pareció sentir una respiración, un jadeo. Tenía el dedo en el gatillo y la pistola a la altura del pecho. Contó tres y encendió. El grito lo tomó tan desprevenido que, con el susto, la linterna se le escapó de las manos y rodó por el suelo, revelando bultos, fardos que parecían de algodón, barriles, vigas, y (fugaz, intempestiva, inverosímil) la figura del negro calato y encogido, con las manos tratando de taparse la cara, y, sin embargo, mirando por entre los dedos, los ojazos espantados, fijos en la linterna, como si el peligro le pudiera venir sólo de la luz.

—¡Quieto o te quemo! ¡Quieto o estás muerto, zambo! —rugió Lituma, tan fuerte que le dolió la garganta, mientras, agachado, manoteaba buscando la linterna. Y luego, con satisfacción salvaje:— ¡Te amolaste, zambo! ¡Te salió mal, zambo!

Gritaba tanto que se sentía aturdido. Había recuperado la linterna y el halo de luz revoloteó, en busca del negro. No había huido, ahí estaba, y Lituma abría mucho los ojos, incrédulo, dudando de lo que veía. No había sido una imaginación, un sueño. Estaba calato, sí, tal como lo habían parido: ni zapatos, ni calzoncillo, ni camiseta, ni nada. Y no parecía tener vergüenza ni darse cuenta siquiera que estaba calato, porque no se tapaba sus cochinadas, que le bailoteaban alegremente, a la luz de la linterna. Seguía encogido, la cara medio oculta tras los dedos, y no se movía, hipnotizado por la redondela de luz.

—Las manos sobre la cabeza, zambo —ordenó el sargento, sin avanzar hacia él—. Tranquilo si no quieres un plomazo. Vas preso por invadir la propiedad privada y por andar con los mellicitos al aire.

Y, al mismo tiempo —los oídos alertas por si el menor ruido delataba a algún cómplice en las sombras del depósito—, el sargento se decía: "No es un ladrón. Es un loco". No sólo porque estaba desnudo en pleno invierno, sino por el grito que había lanzado al ser descubierto. No era de hombre normal, pensó el sargento. Había sido un ruido extrañísimo, algo entre el aullido, el rebuzno, la carcajada y el ladrido. Un ruido que no parecía únicamente de la garganta sino también de la barriga, el corazón, el alma.—He dicho manos a la cabeza, miéchica —gritó el sargento, dando un paso hacia el hombre. Éste no obedeció, no se movió. Era muy oscuro, tan flaco que en la penumbra Lituma distinguía las costillas hinchando el pellejo y esos canutos que eran sus piernas, pero tenía un vientre grandote, que se le rebalsaba sobre el pubis, y Lituma se acordó inmediatamente de las esqueléticas criaturas de las barriadas, con panzas infladas por los parásitos. El zambo seguía tapándose la cara, quieto, y el sargento dio otros dos pasos hacia él, midiéndolo, seguro de que en cualquier momento se echaría a correr. "Los locos no respetan los revólveres", pensó, y dio dos pasos más. Estaba apenas a un par de metros del zambo y sólo ahora alcanzó a percibir las cicatrices que le veteaban los hombros, los brazos, la espalda. "Pa su macho, pa su diablo", pensó Lituma. ¿Eran de enfermedad? ¿Heridas o quemaduras? Habló bajito para no espantarlo:

—Quieto y tranquilo, zambo. Las manos en la cabeza y caminando hacia el hueco por donde entraste. Si te portas bien, en la Comisaría te daré un café. Debes estar muerto de frío, así calato, con este tiempo.

Iba a dar un paso más hacia el negro, cuando éste, súbitamente, se quitó las manos de la cara —Lituma se quedó estupefacto al descubrir, bajo la mata de pelo pasa apelmazado, esos ojos sobrecogidos, esas cicatrices horribles, esa enorme jeta de la que sobresalía un único, largo y afilado diente—, volvió a lanzar ese híbrido, incomprensible, inhumano alarido, miró a un lado y a otro, desasosegado, indócil, nervioso, como un animal que busca un camino para huir, y por fin, estúpidamente, eligió el que no debía, el que bloqueaba el sargento con su cuerpo. Porque no se abalanzó contra él sino intentó escapar a través de él. Corrió y fue tan inesperado que Lituma no alcanzó a atajarlo y lo sintió que se estrellaba contra él. El sargento tenía sus nervios bien puestos: no se le fue el dedo, no se le escapó un tiro. El zambo, al chocar, bufó y entonces Lituma le dio un empujón y vio que se venía al suelo como si fuera de trapo. Para que se estuviese tranquilo, lo pateó.

—Párate —le ordenó—. Además de loco eres tonto. Y cómo apestas.

Tenía un olor indefinible, a alquitrán, acetona, pis y gato. Se había dado vuelta y, las espaldas contra el suelo, lo miraba con pánico.

—Pero de dónde has podido salir tú —murmuró Lituma. Acercó un poco la linterna y examinó un rato, confuso, esa increíble cara cruzada y descruzada por incisiones rectilíneas, pequeñas nervaduras que recorrían sus mejillas, su nariz, su frente, su mentón y se perdían por su cuello. Cómo había podido andar por las calles del Callao un tipo con una pinta así, y con los mellizos al aire, sin que alguien diera parte.

—Levántate de una vez o te doy tu sopapo —dijo Lituma—. Loco o no loco ya me cansaste.

El tipo no se movió. Había comenzado a hacer unos ruidos con la boca, un murmullo indescifrable, un ronroneo, un bisbiseo, algo que parecía tener que ver más con pájaros, insectos o fieras que con hombres. Y seguía mirando la linterna con un terror infinito.

—Párate, no tengas miedo —dijo el sargento y, estirando una mano, cogió al zambo del brazo. No se resistió pero tampoco hizo esfuerzo alguno para ponerse de pie. "Qué flaco eres", pensó Lituma, casi divertido con el maullido, gorgoteo, silabeo incesante del hombre: "Y qué miedo me tienes". Lo obligó a levantarse y no podía creer que pesara tan poco; apenas le dio un empujoncito en dirección a la abertura del tabique, lo sintió que trastabillaba y se caía. Pero esta vez se levantó solito, con gran esfuerzo, apoyándose en un barril de aceite.

—¿Estás enfermo? —dijo el sargento—. Casi no puedes caminar, zambo. Pero de dónde maldita sea ha podido salir un fantoche como tú.

Lo arrastró hacia la abertura, lo hizo agacharse y lo obligó a ganar la calle, delante de él. El zambo seguía emitiendo ruidos, sin pausa, como si llevara un fierro en la boca y tratara de escupirlo. "Sí, pensó el sargento, es un loco." La garúa había cesado pero ahora un viento fuerte y silbante barría las calles y ululaba a su alrededor, mientras Lituma, dando empujoncitos al zambo para apresurarlo, enfilaba hacia la Comisaría. Bajo su grueso capote, sintió frío.

—Debes estar helado, compadre —dijo Lituma—. Calato con este tiempo, a estas horas. Si no te da una pulmonía será un milagro.

Al negro le castañeteaban los dientes y caminaba con los brazos cruzados sobre el pecho, frotándose los flancos con sus manazas largas y huesudas, como si el frío lo atacara sobre todo en las costillas. Seguía roncando, rugiendo o graznando, pero ahora para sí mismo, y torcía dócilmente donde le señalaba el sargento. No encontraron en las calles ni automóviles, ni perros, ni borrachos. Cuando llegaron a la Comisaría —las luces de sus ventanas, con su resplandor aceitoso, alegraron a Lituma como a un náufrago que ve la playa— el bronco campanario de la iglesia de Nuestra Señora del Carmen de la Legua daba las dos.

Al ver aparecer al sargento con el negro desnudo, al joven y apuesto teniente Jaime Concha no se le cayó el Pato Donald de las manos —era el cuarto que llevaba leído en la noche, aparte de tres Supermanes y dos Mandrakes—, pero se le abrió tanto la boca que por poco se desmandibula. Los guardias Camacho y Arévalo, que estaban jugando una partidita de damas chinas, también abrieron mucho los ojos.

—¿De dónde sacaste este espantapájaros? —dijo por fin el teniente.

—¿Es hombre, animal o cosa? —preguntó Manzanita Arévalo, poniéndose de pie y olfateando al negro. Éste, desde que había pisado la Comisaría, estaba mudo y movía la cabeza en todas direcciones, con una mueca de terror, como si por primera vez en su vida viera luz eléctrica, máquinas de escribir, guardias civiles. Pero al ver acercarse a Manzanita lanzó otra vez su espeluznante alarido —Lituma vio que el teniente Concha casi se venía al suelo con silla y todo de la impresión y que Mocos Camacho desbarataba las damas chinas— e intentó regresar a la calle. El sargento lo contuvo con una mano y lo sacudió un poco: "Quieto, zambo, no te me asustes".

—Lo encontré en el almacén nuevo del Terminal, mi teniente —dijo—. Se metió fracturando el tabique. ¿Hago el parte por robo, por invasión de propiedad, por conducta inmoral o por las tres cosas?

El zambo se había quedado otra vez encogido, mientras el teniente, Camacho y Arévalo lo escudriñaban de pies a cabeza.

—Esas cicatrices no son de viruela, mi teniente —dijo Manzanita, señalando las incisiones de la cara y el cuerpo—. Se las hicieron a navaja, aunque parezca mentira.

—Es el hombre más flaco que he visto en mi vida —dijo Mocos, mirando los huesos del calato—. Y el más feo. Dios mío, qué crespos tiene. Y qué patas.

—Sácanos de la curiosidad —dijo el teniente—. Cuéntanos tu vida, negrito.

El sargento Lituma se había quitado el quepí y desabotonado el capote. Sentado en la máquina de escribir, comenzaba a redactar el parte. Desde ahí, gritó:

—No sabe hablar,— mi teniente. Hace unos ruidos que no se entienden.

—¿Eres de los que se hacen los locos? —se interesó el teniente—. Estamos viejos para que nos metan el dedo a la boca. Cuéntanos quién eres, de dónde sales, quién era tu mamá.

—O te devolvemos el habla a soplamocos —añadió Manzanita—. A cantar como un canario, zambito.

—Sólo que si esas rayas fueran de chaveta, tendrían que haberle dado mil chavetazos —se admiró Mocos, mirando una y otra vez las incisiones que cuadriculaban al negro—. ¿Pero cómo es posible que un hombre esté marcado así?

—Se muere de frío —dijo Manzanita—. Le chocan los dientes como maracas.

—Las muelas —lo corrigió Mocos, examinándolo como una hormiga, muy de cerca—. ¿No ves que no tiene sino un diente, este colmillo de elefante? Pucha, qué tipo: parece una pesadilla.

—Creo que es un chiflado —dijo Lituma, sin dejar de escribir—. Andar así, en este frío, no es cosa de cuerdos, ¿no, mi teniente?

Y, en este instante, el desbarajuste lo hizo mirar: el zambo, de pronto, electrizado por algo, había dado un empujón al teniente y pasaba como una flecha entre Camacho y Arévalo. Pero no hacia la calle sino hacia la mesa de las damas chinas; Lituma vio que se precipitaba sobre un sándwich a medio comer y que se lo embutía y tragaba en un solo afanoso y bestial movimiento. Cuando Arévalo y Camacho llegaron hasta él y le aventaron un par de sopapos, el negro estaba englutiendo, con la misma avidez, las sobras del otro sándwich.

—No le peguen, muchachos —dijo el sargento—. Más bien convídenle un café, sean caritativos.

—Ésta no es la Beneficencia —dijo el teniente—. No sé qué cuernos me voy a hacer con este sujeto aquí. —Se quedó mirando al zambo, que, luego de tragarse los sándwiches, había recibido los coscorrones de Mocos y Manzanita sin inmutarse y permanecía ahora tumbado en el suelo, tranquilo, jadeando suavemente. Terminó por compadecerse y gruñó:— Está bien. Denle un poco de café y métanlo al calabozo.

El Mocos le alcanzó media taza de café del termo. El zambo bebió despacio, cerrando los ojos, y cuando hubo terminado lamió el aluminio en busca de las últimas gotitas hasta dejarlo brillante. Se dejó llevar al calabozo pacíficamente.

Lituma releyó el parte: intento de robo, invasión de propiedad, conducta inmoral. El teniente Jaime Concha se había vuelto a sentar en el escritorio y su mirada vagabundeaba:

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