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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (5 page)

—Bueno, te confieso que yo no soy un gran entusiasta de las fiestas —dijo con bonhomía el doctor Quinteros—. Pero que no lo seas tú, a tu edad, me llama la atención, sobrino.

—Las odio con toda mi alma —susurró Richard, mirando como si quisiera desaparecer a todo el mundo—. No sé por qué maldita sea estoy aquí.

—Imagínate lo que habría sido para tu hermana que no vinieras a su boda. —El doctor Quinteros reflexionaba sobre las cosas necias que hace decir el alcohol: ¿acaso no había visto él a Richard divirtiéndose en las fiestas como el que más? ¿No era un eximio bailarín? ¿Cuántas veces había capitaneado su sobrino a la pandilla de chicas y chicos que venían a improvisar un baile en los cuartos de Charito? Pero no le recordó nada de eso. Vio cómo Richard apuraba su whisky y pedía a un mozo que le sirviera otro.

—De todos modos, anda preparándote —le dijo—. Porque cuando te cases, tus padres te harán una fiesta más grande que ésta.

Richard se llevó el flamante vaso de whisky a los labios y, despacio, entrecerrando los ojos, bebió un trago. Luego, sin alzar la cabeza, con voz sorda y que llegó al doctor como algo muy lento y casi inaudible, musitó:

—Yo no me casaré nunca, tío, te lo juro por Dios.

Antes que pudiera responderle, una estilizada muchacha de cabellos claros, silueta azul y gesto decidido se plantó ante ellos, cogió a Richard de la mano y, sin darle tiempo a reaccionar, lo obligó a levantarse:

—¿No te da vergüenza estar sentado con los viejos? Ven a bailar, zonzo.

El doctor Quinteros los vio desaparecer en el zaguán de la casa y se sintió bruscamente inapetente. Seguía repicando en el pabellón de sus oídos, como un eco perverso, esa palabrita, 'viejos', que con tanta naturalidad y voz tan deliciosa había dicho la hijita menor del arquitecto Aramburú. Después de tomar el café, se levantó y fue a echar un vistazo al salón.

La fiesta estaba en su esplendor y el baile se había ido propagando, desde esa matriz que era la chimenea donde habían instalado a la orquesta, a los cuartos vecinos, en los que también había parejas que bailaban, cantando a voz en cuello los chachachás y los merengues, las cumbias y los valses. La onda de alegría, alimentada por la música, el sol y los alcoholes había ido subiendo de los jóvenes a los adultos y de los adultos a los viejos, y el doctor Quinteros vio, con sorpresa, que incluso don Marcelino Huapaya, un octogenario emparentado a la familia, meneaba esforzadamente su crujiente humanidad, siguiendo los compases de "Nube gris", con su cuñada Margarita en brazos. La atmósfera de humo, ruido, movimiento, luz y felicidad produjo un ligero vértigo al doctor Quinteros; se apoyó en la baranda y cerró un instante los ojos. Luego, risueño, feliz él también, estuvo observando a Elianita, que, todavía vestida de novia pero ya sin velo, presidía la fiesta. No descansaba un segundo; al término de cada pieza, veinte varones la rodeaban, solicitando su favor, y ella, con las mejillas arreboladas y los ojos lucientes, elegía a uno diferente cada vez y retornaba al torbellino. Su hermano Roberto se materializó a su lado. En vez del chaqué, tenía un liviano terno marrón y estaba sudoroso pues acababa de bailar.

—Me parece mentira que se esté casando, Alberto —dijo, señalando a Elianita.

—Está lindísima —le sonrió el doctor Quinteros—. Has echado la casa por la ventana, Roberto.

—Para mi hija lo mejor del mundo —exclamó su hermano, con un retintín de tristeza en la voz.

—¿Dónde van a pasar la luna de miel? —preguntó el doctor.

—En Brasil y Europa. Es el regalo de los papás del Pelirrojo. —Señaló, divertido, hacia el bar—. Debían partir mañana temprano, pero, a este paso, mi yerno no estará en condiciones.

Un grupo de muchachos tenían cercado al Pelirrojo Antúnez y se turnaban para brindar con él. El novio, más colorado que nunca, riendo algo alarmado, trataba de engañarlos mojando los labios en su copa, pero sus amigos protestaban y le exigían vaciarla. El doctor Quinteros buscó a Richard con la mirada, pero no lo vio en el bar, ni bailando, ni en el sector del jardín que descubrían las ventanas.

Ocurrió en ese momento. Terminaba el vals “Ídolo", las parejas se disponían a aplaudir, los músicos apartaban los dedos de las guitarras, el Pelirrojo hacía frente al vigésimo brindis, cuando la novia se llevó la mano derecha a los ojos como para espantar a un mosquito, trastabilleó y, antes de que su pareja alcanzara a sostenerla, se desplomó. Su padre y el doctor Quinteros permanecieron inmóviles, creyendo tal vez que había resbalado, que se levantaría al instante muerta de risa, pero el revuelo que se armó en el salón —las exclamaciones, los empujones, los gritos de la mamá: “¡Hijita, Eliana, Elianita!"— los hizo correr también a ayudarla. Ya el Pelirrojo Antúnez había dado un salto, la levantaba en brazos, y, escoltado por un grupo, la subía por la escalera, tras la señora Margarita, que iba diciendo "Por aquí, a su cuarto, despacio, con cuidadito", y pedía "Un médico, llamen a un médico". Algunos familiares —el tío Fernando, la prima Chabuca, don Marcelino— tranquilizaban a los amigos, ordenaban a la orquesta reanudar la música. El doctor Quinteros vio que su hermano Roberto le hacía señas desde lo alto de la escalera. Pero qué estúpido, ¿acaso no era médico?, ¿qué esperaba? Trepó los peldaños a trancos, entre gente que se abría a su paso.

Habían llevado a Elianita a su dormitorio, una habitación decorada de rosa que daba sobre el jardín. Alrededor de la cama, donde la muchacha, todavía muy pálida, comenzaba a recobrar el conocimiento y a pestañear, permanecían Roberto, el Pelirrojo, el ama Venancia, en tanto que su madre, sentada a su lado, le frotaba la frente con un pañuelo empapado en alcohol. El Pelirrojo le había cogido una mano y la miraba con embelesamiento y angustia.

—Por lo pronto, todos ustedes se me van de aquí y me dejan solo con la novia —ordenó el doctor Quinteros, tomando posesión de su papel. Y, mientras los llevaba hacia la puerta:— No se preocupen, no puede ser nada. Salgan, déjenme examinarla.

La única que se resistió fue la vieja Venancia; Margarita tuvo que sacarla casi a rastras. El doctor Quinteros volvió a la cama y se sentó junto a Elianita, quien lo miró, entre sus largas pestañas negras, aturdida y miedosa. Él la besó en la frente y, mientras le tomaba la temperatura, le sonreía: no pasaba nada, no había de qué asustarse. Tenía el pulso algo agitado y respiraba ahogándose. El doctor advirtió que llevaba el pecho demasiado oprimido y la ayudó a desabotonarse:

—Como de todas maneras tienes que cambiarte, así ganas tiempo, sobrina.

Cuando notó la faja tan ceñida, comprendió inmediatamente de qué se trataba, pero no hizo el menor gesto ni pregunta que pudieran revelar a su sobrina que él sabía. Mientras se quitaba el vestido, Elianita había ido enrojeciendo terriblemente y ahora estaba tan turbada que no alzaba la vista ni movía los labios. El doctor Quinteros le dijo que no era necesario que se quitara la ropa interior, sólo la faja, que le impedía respirar. Sonriendo, mientras con aire en apariencia distraído iba asegurándole que era la cosa más natural del mundo que el día de su boda, con la emoción del acontecimiento, las fatigas y trajines precedentes, y, sobre todo, si se era tan loca de bailar horas de horas sin descanso, una novia tuviera un desmayo, le palpó los pechos y el vientre (que, al ser liberado del abrazo poderoso de la faja, había literalmente saltado) y dedujo, con la seguridad de un especialista por cuyas manos han pasado millares de embarazadas, que debía estar ya en el cuarto mes. Le examinó la pupila, le hizo algunas preguntas tontas para despistarla, y le aconsejó que descansara unos minutos antes de volver a la sala. Pero, eso sí, que no siguiera bailando tanto.

—Ya ves, sólo era un poco de cansancio, sobrina. De todas maneras, te voy a dar algo, para contrarrestar las impresiones del día.

Le acarició los cabellos y, para darle tiempo a serenarse antes de que entraran sus papás, le hizo algunas preguntas sobre el viaje de bodas. Ella le respondía con voz lánguida. Hacer un viaje así era una de las mejores cosas que podían ocurrirle a una persona; él, con tanto trabajo, jamás podría darse tiempo para un recorrido tan completo. Y ya iban para tres años que no había estado en Londres, su ciudad preferida. Mientras hablaba, veía a Elianita esconder con disimulo la faja, ponerse una bata, disponer sobre una silla un vestido, una blusa con cuello y puños bordados, unos zapatos, y volver a tenderse en la cama y cubrirse con el edredón. Se preguntó si no habría sido mejor hablar francamente con su sobrina y darle algunos consejos para el viaje. Pero no, la pobre hubiera pasado un mal rato, se hubiera sentido muy incómoda. Además, sin duda habría estado viendo a un médico a escondidas todo este tiempo y estaría perfectamente al tanto de lo que debía hacer. De todas maneras, llevar una faja tan ajustada era un riesgo, hubiera podido pasar un susto de verdad, o, en el futuro, perjudicar a la criatura. Lo emocionó que Elianita, esa sobrina en la que sólo podía pensar como en una niña casta, hubiera concebido. Se llegó a la puerta, la abrió, y tranquilizó a la familia en voz alta para que lo oyera la novia:

—Está más sana que ustedes y yo, pero muerta de fatiga. Mándenle comprar este calmante y déjenla descansar un rato.

Venancia se había precipitado al dormitorio y, por sobre el hombro, el doctor Quinteros vio a la vieja criada haciendo mimos a Elianita. Entraron también sus padres y el Pelirrojo Antúnez se disponía a hacerlo, pero el doctor, discretamente, lo tomó del brazo y lo llevó con él hacia el cuarto de baño. Cerró la puerta:

—Ha sido una imprudencia que en su estado estuviera bailando así toda la tarde, Pelirrojo —le dijo, con el tono más natural del mundo, mientras se jabonaba las manos—. Ha podido tener un aborto. Aconséjale que no use faja, y menos tan apretada. ¿Qué tiempo tiene? ¿Tres, cuatro meses?

Fue en ese momento que, veloz y mortífera como una picadura de cobra, la sospecha cruzó la mente del doctor Quinteros. Con terror, sintiendo que el silencio del cuarto de baño se había electrizado, miró por el espejo. El Pelirrojo tenía los ojos incrédulamente abiertos, la boca torcida en una mueca que daba a su cara una expresión absurda, y estaba lívido como muerto.

—¿Tres, cuatro meses? —lo oyó articular, atorándose—. ¿Un aborto?

Sintió que se le hundía la tierra. Qué bruto, qué animal eres, pensó. Y, ahora sí, con atroz precisión, recordó que todo el noviazgo y la boda de Elianita era una historia de pocas semanas. Había apartado la vista de Antúnez, se secaba las manos demasiado despacio y su mente buscaba ardorosamente alguna mentira, una coartada que sacara a ese muchacho del infierno al que acababa de empujarlo. Sólo atinó a decir algo que le pareció también estúpido:

—Elianita no debe saber que me he dado cuenta. Le he hecho creer que no. Y, sobre todo, no te preocupes. Ella está muy bien.

Salió rápidamente, mirándolo de soslayo al pasar. Lo vio en el mismo sitio, los ojos clavados en el vacío, ahora la boca también abierta y la cara cubierta de sudor. Sintió que echaba llave al cuarto de baño desde adentro. Va a ponerse a llorar, pensó, a darse de cabezazos y a jalarse los pelos, va a maldecirme y a odiarme más todavía que a ella y que a ¿quién? Bajaba las escaleras despacio, con una desoladora sensación de culpa, lleno de dudas, mientras iba repitiendo como un autómata a la gente que Elianita no tenía nada, que bajaría ahora mismo. Salió al jardín y respirar una bocanada de aire le hizo bien. Se acercó al bar, bebió un vaso de whisky puro y decidió irse a su casa sin esperar el desenlace del drama que, por ingenuidad y con las mejores intenciones, había provocado. Tenía ganas de encerrarse en su escritorio y, arrellanado en su sillón de cuero negro, sumergirse en Mozart.

En la puerta de calle, sentado en el pasto, en un estado calamitoso, encontró a Richard. Tenía las piernas cruzadas como un Buda, la espalda apoyada en la verja, el terno arrugado y cubierto de polvo, de manchas, de yerbas. Pero fue su cara la que distrajo al doctor del recuerdo del Pelirrojo y de Elianita y lo hizo detenerse: en sus ojos inyectados el alcohol y el furor parecían haber aumentado en dosis idénticas. Dos hilillos de baba colgaban de sus labios y su expresión era lastimosa y grotesca.

—No es posible, Richard —murmuró, inclinándose y tratando de hacer incorporarse a su sobrino—. Tus padres no pueden verte así. Ven, vamos a la casa hasta que se te pase. Jamás creí que te vería en este estado, sobrino.

Richard lo miraba sin verlo, con la cabeza colgante, y aunque, obediente, trataba de levantarse, las piernas le flaqueaban. El doctor tuvo que tomarlo de los dos brazos y casi alzarlo en peso. Lo hizo andar, sujetándolo de los hombros; Richard se balanceaba como un muñeco de trapo y parecía irse de bruces a cada momento. "Vamos a ver si conseguimos un taxi", murmuró el doctor, parándose al borde de la avenida Santa Cruz y sosteniendo a Richard de un brazo: "Porque andando no llegas ni a la esquina, sobrino". Pasaban algunos taxis, pero ocupados. El doctor tenía la mano levantada. La espera, sumada al recuerdo de Elianita y Antúnez, y la inquietud por el estado de su sobrino, comenzaban a ponerlo nervioso, a él, que nunca había perdido la calma. En ese momento distinguió, en el murmullo incoherente y bajito que escapaba de los labios de Richard, la palabra 'revólver'. No pudo menos que sonreír, y, poniendo al mal tiempo buena cara, dijo, como para sí mismo, sin esperar que Richard lo escuchara o le respondiera:

—¿Y para qué quieres un revólver, sobrino?

La respuesta de Richard, que miraba el vacío con errabundos ojos homicidas, fue lenta, ronca, clarísima:

—Para matar al Pelirrojo. —Había pronunciado cada sílaba con un odio glacial. Hizo una pausa, y, con la voz bruscamente rajada, añadió:— O para matarme a mí.

Se le volvió a trabar la lengua y Alberto de Quinteros ya no entendió lo que decía. En eso, paró un taxi. El doctor empujó a Richard al interior, dio al chofer la dirección, subió. En el instante en que el auto arrancaba, Richard rompió a llorar. Se volvió a mirarlo y el muchacho se dejó ir contra él, apoyó la cabeza en su pecho y siguió sollozando, con el cuerpo movido por un temblor nervioso. El doctor le pasó una mano por los hombros, le revolvió los cabellos como había hecho un rato antes con su hermana, y tranquilizó con un gesto que quería decir "el chico ha tomado demasiado" al chofer que lo miraba por el espejo retrovisor. Dejó a Richard encogido contra él, llorando y ensuciándole con sus lágrimas, babas y mocos su terno azul y su corbata plateada. No pestañeó siquiera, ni se agitó su corazón, cuando en el incomprensible soliloquio de su sobrino, alcanzó a entender, dos o tres veces repetida, esa frase que sin dejar de ser atroz sonaba también hermosa y hasta pura: “Porque yo la quiero como hombre y no me importa nada de nada, tío". En el jardín de la casa, Richard vomitó, con recias arcadas que asustaron al foxterrier y provocaron miradas censoras en el mayordomo y las sirvientas. El doctor Quinteros llevó a Richard del brazo hasta el cuarto de huéspedes, lo hizo enjuagarse la boca, lo desnudó, lo metió en la cama, le hizo tragar un fuerte somnífero, y permaneció a su lado, calmándolo con palabras y gestos afectuosos —que sabía que el muchacho no podía oír ni ver— hasta que lo sintió dormir el sueño profundo de la juventud.

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