Entonces llamó a la clínica y dijo al médico de guardia que no iría hasta el día siguiente a menos de alguna catástrofe, instruyó al mayordomo que no estaría para nadie que llamara o viniera, se sirvió un whisky doble y fue a encerrarse en el cuarto de música. Puso en el tocadiscos un alto de piezas de Albinoni, Vivaldi y Scarlatti, pues había decidido que unas horas venecianas, barrocas y superficiales, serían un buen remedio para las graves sombras de su espíritu, y, hundido en la cálida blandura de su sillón de cuero, la pipa escocesa de espuma de mar humeando entre los labios, cerró los ojos y esperó que la música operara su inevitable milagro. Pensó que ésta era una ocasión privilegiada para poner a prueba esa norma moral que había hecho suya desde joven y según la cual era preferible comprender que juzgar a los hombres. No se sentía horrorizado ni indignado ni demasiado sorprendido. Más bien advertía una recóndita emoción, una benevolencia invencible, mezclada de ternura y de piedad, cuando se decía que ahora sí estaba clarísimo por qué una muchacha tan linda había decidido casarse de pronto con un bobo y por qué al rey de la tabla hawaiana, al buen mozo del barrio, no se le conoció nunca enamorada y por qué siempre había cumplido sin protestar, con diligencia tan encomiable, las funciones de chaperón de su hermana menor. Mientras saboreaba el perfume del tabaco y degustaba el placentero fuego de la bebida, se decía que no había que preocuparse demasiado por Richard. Él encontraría la manera de convencer a Roberto que lo enviara a estudiar al extranjero, a Londres por ejemplo, una ciudad donde encontraría novedades e incitaciones suficientes para olvidar el pasado. Lo inquietaba, en cambio, lo comía de curiosidad lo que pasaría con los otros dos personajes de la historia. Mientras la música lo iba embriagando, cada vez más débiles y espaciadas, un remolino de preguntas sin respuesta giraba en su mente: ¿abandonaría el Pelirrojo esa misma tarde a su temeraria esposa? ¿Lo habría hecho ya? ¿O callaría y, dando una indiscernible prueba de nobleza o estupidez, seguiría con esa niña fraudulenta que tanto había perseguido? ¿Estallaría el escándalo o un pudoroso velo de disimulación y orgullo pisoteado ocultaría para siempre esa tragedia de San Isidro?
V
OLVÍ A VER
a Pedro Camacho pocos días después del incidente. Eran las siete y media de la mañana, y, luego de preparar el primer boletín, estaba yendo a tomar un café con leche al Bransa, cuando, al pasar por la ventanilla de la portería de Radio Central, divisé mi Remington. La sentí funcionando, oí el sonido de sus gordas teclas contra el rodillo, pero no vi a nadie detrás de ella. Metí la cabeza por la ventana y el mecanógrafo era Pedro Camacho. Le habían instalado una oficina en el cubículo del portero. En el cuarto, de techo bajo y paredes devastadas por la humedad, la vejez y los graffiti, había ahora un escritorio en ruinas pero tan aparatoso como la máquina que tronaba sobre sus tablas. Las dimensiones del mueble y de la Remington se tragaban literalmente la figurilla de Pedro Camacho. Había añadido al asiento un par de almohadas, pero aun así su cara sólo llegaba a la altura del teclado, de modo que escribía con las manos al nivel de los ojos y daba la impresión de estar boxeando. Su concentración era absoluta, no advertía mi presencia pese a estar a su lado. Tenía los desorbitados ojos fijos en el papel, tecleaba con dos dedos, se mordía la lengua. Llevaba el terno negro del primer día, no se había quitado el saco ni la corbatita de lazo y al verlo así, absorto y atareado, con su cabellera y su atuendo de poeta decimonónico, rígido y grave, sentado frente a ese escritorio y esa máquina que le quedaban tan grandes y en esa cueva que les quedaba a los tres tan chica, tuve una sensación de algo entre lastimoso y cómico.
—Qué madrugador, señor Camacho —lo saludé, metiendo la mitad del cuerpo en la habitación.
Sin apartar los ojos del papel, se limitó a indicarme, con un movimiento autoritario de la cabeza, que me callara o esperase, o ambas cosas. Opté por lo último, y, mientras él terminaba su frase, observé que tenía la mesa cubierta de papeles mecanografiados, y que en el suelo había algunas hojas arrugadas, enviadas allí a falta de basurero. Poco después apartó las manos del teclado, me miró, se puso de pie, me estiró su diestra ceremoniosa y respondió a mi saludo con una sentencia:
—Para el arte no hay horario. Muy buenos días, mi amigo.
No averigüé si sentía claustrofobia en ese cubil porque, estaba seguro, me hubiera contestado que al arte le convenía la incomodidad. Más bien, lo invité a tomar un café. Consultó un artefacto prehistórico que bailoteaba en su muñeca delgadita y murmuró: "Después de hora y media de producción, me merezco un refrigerio". Camino del Bransa, le pregunté si siempre empezaba a trabajar tan temprano y me repuso que, en su caso, a diferencia de otros "creadores", la inspiración era proporcional a la luz del día.
—Amanece con el sol y con él va calentando —me explicó, musicalmente, mientras, a nuestro alrededor, un muchacho soñoliento barría el aserrín lleno de puchos y suciedades del Bransa—. Comienzo a escribir con la primera luz. Al mediodía mi cerebro es una antorcha. Luego va perdiendo fuego y a eso de la tardecita paro porque sólo quedan brasas. Pero no importa, ya que en las tardes y en las noches es cuando más rinde el actor. Tengo mi sistema bien distribuido.
Hablaba demasiado en serio y me di cuenta que apenas parecía notar que yo seguía allí; era de esos hombres que no admiten interlocutores sino oyentes. Como la primera vez, me sorprendió la absoluta falta de humor que había en él, pese a las sonrisas de muñeco —labios que se levantan, frente que se arruga, dientes que asoman— con que aderezaba su monólogo. Todo lo decía con una solemnidad extrema, lo que, sumado a su perfecta dicción, a su físico, a su ropaje extravagante y a sus ademanes teatrales, le daba un aire terriblemente insólito. Era evidente que creía al pie de la letra todo lo que decía: se lo notaba, a la vez, el hombre más afectado y el más sincero del mundo. Traté de descenderlo de las alturas artísticas en las que peroraba al terreno mediocre de los asuntos prácticos y le pregunté si ya se había instalado, si tenía amigos aquí, cómo se sentía en Lima. Esos temas terrenales le importaban un comino. Con un dejo impaciente me contestó que había conseguido un “atelier" no lejos de Radio Central, en el jirón Quilca, y que se sentía a sus anchas en cualquier parte, porque ¿acaso la patria del artista no era el mundo? En vez de café pidió una infusión de yerbaluisa y menta, que, me instruyó, además de grata al paladar, "entonaba la mente". La apuró a sorbos cortos y simétricos, como si contara el tiempo exacto para llevarse la taza a la boca, y, apenas terminó, se puso de pie, insistió en repartir la cuenta, y me pidió que lo acompañara a comprar un plano con los barrios y calles de Lima. Encontramos lo que quería en un puesto ambulante del jirón de la Unión. Estudió el plano desplegándolo contra el cielo y aprobó con satisfacción los colorines que diferenciaban a los distritos. Exigió un recibo por los veinte soles que costaba.
—Es un instrumento de trabajo y deben abonarlo los mercaderes —decretó, mientras regresábamos a nuestros trabajos. También su andar era original: rápido y nervioso, como si temiera perder el tren. En la puerta de Radio Central, al despedirnos, me señaló su apretada oficina como quien exhibe un palacio:
—Está prácticamente en la calle —dijo, contento consigo mismo y con las cosas—. Es como si trabajara en la vereda.
—¿No lo distrae tanto ruido de gente y de autos? —me atreví a insinuar.
—Al contrario —me tranquilizó, feliz de gratificarme con una última fórmula:— Yo escribo sobre la vida y mis obras exigen el impacto de la realidad.
Ya me iba, cuando volvió a llamarme con el dedo índice. Mostrándome el plano de Lima, me pidió de manera misteriosa que, más tarde o mañana, le proporcionara algunos datos. Le dije que encantado.
En mi altillo de Panamericana, encontré a Pascual con el boletín de las nueve listo. Comenzaba con una de esas noticias que le gustaban tanto. La había copiado de "La Crónica", enriqueciéndola con adjetivos de su propio acervo: "En el proceloso mar de las Antillas, se hundió anoche el carguero panameño 'Shark', pereciendo sus ocho tripulantes, ahogados y masticados por los tiburones que infestan el susodicho mar". Cambié "masticados" por "devorados" y suprimí "proceloso" y "susodicho" antes de darle el visto bueno. No se enojó, porque Pascual no se enojaba nunca, pero dejó sentada su protesta:
—Este don Mario, siempre jodiéndome el estilo.
Toda esa semana había estado tratando de escribir un cuento, basado en una historia que conocía por mi tío Pedro, quien era médico en una hacienda de Ancash. Un campesino asustó a otro, una noche, disfrazándose de "pishtaco" (diablo) y saliéndole al encuentro en medio del cañaveral. La víctima de la broma se había asustado tanto que descargó su machete sobre el "pishtaco" y lo mandó al otro mundo con el cráneo partido en dos. Luego, huyó al monte. Algún tiempo después, un grupo de campesinos, al salir de una fiesta, habían sorprendido a un "pishtaco" merodeando por el poblado y lo mataron a palos. El muerto resultó ser el asesino del primer "pishtaco", que usaba disfraz de diablo para visitar de noche a su familia. Los asesinos, a su vez, se habían echado al monte, y, disfrazados de "pishtacos", venían en las noches a la comunidad, donde dos de ellos habían sido ya exterminados a machetazos por aterrorizados campesinos, quienes, a su vez, etcétera. Lo que yo quería contar no era tanto lo ocurrido en la hacienda de mi tío Pedro, como el final que se me ocurrió: que en un momento dado, entre tanto "pishtaco" de mentiras, se deslizaba el diablo vivito y coleando. Iba a titular mi cuento "El salto cualitativo" y quería que fuese frío, intelectual, condensado e irónico como un cuento de Borges, a quien acababa de descubrir por esos días. Dedicaba al relato todos los resquicios de tiempo que me dejaban los boletines de Panamericana, la Universidad y los cafés del Bransa, y también escribía en casa de mis abuelos, a mediodía y en las noches. Esa semana no almorcé donde ninguno de mis tíos, ni hice las visitas acostumbradas a las primas, ni fui al cine. Escribía y rompía, o, mejor dicho, apenas había escrito una frase me parecía horrible y recomenzaba. Tenía la certeza de que una falta de caligrafía o de ortografía nunca era casual, sino una llamada de atención, una advertencia (del subconsciente, Dios o alguna otra persona) de que la frase no servía y era preciso rehacerla. Pascual se quejaba: "Caracho, si los Genaros descubren ese desperdicio de papel, lo pagaremos del sueldo". Por fin, un jueves creí tener el cuento acabado. Era un monólogo de cinco páginas; al final se descubría en el narrador al propio diablo. Le leí "El salto cualitativo" a Javier en mi altillo, después de El Panamericano de las doce.
—Excelente, hermano —sentenció, aplaudiendo—. ¿Pero todavía es posible escribir sobre el diablo? ¿Por qué no un cuento realista? ¿Por qué no suprimir al diablo y dejar que todo pase entre los "pishtacos" de mentiras? O, si no, un cuento fantástico, con todos los fantasmas que se te antojen. Pero sin diablos, sin diablos, porque eso huele a religión, a beatería, a cosas pasadas de moda.
Cuando se fue, hice añicos "El salto cualitativo", lo eché a la papelera, decidí olvidarme de los "pishtacos" y me fui a almorzar donde el tío Lucho. Allí me enteré que había brotado algo que parecía un romance entre la boliviana y alguien que yo conocía de oídas: el hacendado y senador arequipeño Adolfo Salcedo, emparentado de algún modo con la tribu familiar.
—Lo bueno del pretendiente es que tiene plata y posición y que sus intenciones con Julia son serias —comentaba mi tía Olga—. Le ha propuesto matrimonio.
Lo malo es que don Adolfo tiene cincuenta años y todavía no ha desmentido esa acusación terrible —replicaba el tío Lucho—. Si tu hermana se casa con él tendrá que ser casta o adúltera.
—Esa historia con Carlota es una de las típicas calumnias de Arequipa —discutía la tía Olga—. Adolfo tiene todo el aire de ser un hombre completo.
La "historia" del senador y de doña Carlota la conocía yo muy bien porque había sido tema de otro cuento que los elogios de Javier mandaron al basurero. Su matrimonio conmovió al Sur de la República pues don Adolfo y doña Carlota poseían ambos tierras en Puno y su alianza tenía resonancias latifundísticas. Habían hecho las cosas en grande, casándose en la bella Iglesia de Yanahuara, con invitados venidos de todo el Perú y un banquete pantagruélico. A las dos semanas de luna de miel, la novia habla plantado al marido en algún lugar del mundo y regresado escandalosamente sola a Arequipa y anunciado, ante la estupefacción general, que pediría la anulación del matrimonio a Roma. La madre de Adolfo Salcedo encontró a doña Carlota un domingo, a la salida de misa de once, y en el mismo atrio de la Catedral la increpó con furia:
—¿Por qué abandonaste así a mi pobre hijo, bandida?
Con un gesto magnífico, la latifundista puneña había respondido en alta voz, para que oyera todo el mundo:
—Porque a su hijo, eso que tienen los caballeros sólo le sirve para hacer pipí, señora.
Había conseguido anular el matrimonio religioso y Adolfo Salcedo era una fuente inagotable de chistes en las reuniones familiares. Desde que había conocido a la tía Julia, la asediaba con invitaciones al Grill Bolívar y al "91", le regalaba perfumes y la bombardeaba con canastas de rosas. Yo estaba feliz con la noticia del romance y esperaba que la tía Julia apareciera para lanzarle algún dardo sobre su nuevo candidato. Pero me dejó con los crespos hechos porque fue ella la que, al presentarse en el comedor, a la hora del café —llegaba con un alto de paquetes— anunció con una carcajada:
—Los chismes eran ciertos. El senador Salcedo no resopla.
—Julia, por Dios, no seas malcriada —protestó la tía Olga—. Cualquiera creería que...
—Me lo ha contado él mismo, esta mañana —aclaró la tía Julia, feliz con la tragedia del latifundista.
Había sido muy normal hasta que cumplió veinticinco años. Entonces, durante unas infortunadas vacaciones en Estados Unidos, sobrevino el percance. En Chicago, San Francisco o Miami —la tía Julia no se acordaba— el joven Adolfo había conquistado (creía él) a una señora en un cabaret, y ella se lo llevó a un hotel, y estaba en plena acción cuando sintió en la espalda la punta de un cuchillo. Se volvió y era un tuerto que medía dos metros. No lo hirieron, no le pegaron, sólo le robaron el reloj, una medalla, sus dólares. Así comenzó. Nunca más. Desde entonces, vez que estaba con una dama e iba a entrar en acción sentía el frío del metal en la columna, veía la cara averiada del tuerto, se ponía a transpirar y se le bajaban los ánimos. Había consultado montones de médicos, de psicólogos, y hasta a un curandero de Arequipa, que lo hacía enterrarse vivo, las noches de luna, al pie de los volcanes,