—Así que tú eres el hijo de Dorita —me dijo, estampándome un beso en la mejilla—. ¿Ya terminaste el colegio, no?
La odié a muerte. Mis leves choques con la familia, en ese entonces, se debían a que todos se empeñaban en tratarme todavía como un niño y no como lo que era, un hombre completo de dieciocho años. Nada me irritaba tanto como el
Marito
; tenía la sensación de que el diminutivo me regresaba al pantalón corto.
—Ya está en tercero de Derecho y trabaja como periodista —le explicó mi tío Lucho, alcanzándome un vaso de cerveza.
—La verdad —me dio el puntillazo la tía Julia— es que pareces todavía una guagua, Marito.
Durante el almuerzo, con ese aire cariñoso que adoptan los adultos cuando se dirigen a los idiotas y a los niños, me preguntó si tenía enamorada, si iba a fiestas, qué deporte practicaba y me aconsejó, con una perversidad que no descubría si era deliberada o inocente pero que igual me llegó al alma, que
apenas pudiera
me dejara crecer el bigote. A los morenos les sentaba y eso me facilitaría las cosas con las chicas.
—Él no piensa en faldas ni en jaranas —le explicó mi tío Lucho—. Es un intelectual. Ha publicado un cuento en el Dominical de "El Comercio".
—Cuidado que el hijo de Dorita nos vaya a salir del otro lado —se rió la tía Julia y yo sentí un arrebato de solidaridad con su ex-marido. Pero sonreí y le llevé la cuerda. Durante el almuerzo se dedicó a contar unos horribles chistes bolivianos y a tomarme el pelo. Al despedirme, pareció que quería hacerse perdonar sus maldades, porque me dijo con un gesto amable que alguna noche la acompañara al cine, que le encantaba el cine.
Llegué a Radio Panamericana justo a tiempo para evitar que Pascual dedicara todo el boletín de las tres a la noticia de una batalla campal, en las calles exóticas de Rawalpindi, entre sepultureros y leprosos, publicada por "Ultima Hora". Luego de preparar también los boletines de las cuatro y las cinco, salí a tomar un café. En la puerta de Radio Central encontré a Genaro-hijo, eufórico. Me arrastró del brazo hasta el Bransa: "Tengo que contarte algo fantástico". Había estado unos días en La Paz, por cuestiones de negocios, y allí había visto en acción a ese hombre plural: Pedro Camacho.
—No es un hombre sino una industria —corrigió, con admiración—. Escribe todas las obras de teatro que se presentan en Bolivia y las interpreta todas. Y escribe todas las radionovelas y las dirige y es el galán de todas.
Pero más que su fecundidad y versatilidad, le había impresionado su popularidad. Para poder verlo, en el Teatro Saavedra de La Paz, había tenido que comprar entradas de reventa al doble de su precio.
—Como en los toros, imagínate —se asombraba—. ¿Quién ha llenado jamás un teatro en Lima?
Me contó que había visto, dos días seguidos, a muchas jovencitas, adultas y viejas arremolinadas a las puertas de Radio Illimani esperando la salida del ídolo para pedirle autógrafos. La McCann Erickson de La Paz, por otra parte, le había asegurado que los radioteatros de Pedro Camacho tenían la mayor audiencia de las ondas bolivianas. Genaro-hijo era eso que entonces comenzaba a llamarse un empresario progresista: le interesaban más los negocios que los honores, no era socio del Club Nacional ni un ávido de serlo, se hacía amigo de todo el mundo y su dinamismo fatigaba. Hombre de decisiones rápidas, después de su visita a Radio Illimani convenció a Pedro Camacho que se viniera al Perú, como exclusividad de Radio Central.
—No fue difícil, allá lo tenían al hambre —me explicó—. Se ocupará de las radionovelas y yo podré mandar al diablo a los tiburones de la CMQ.
Traté de envenenar sus ilusiones. Le dije que acababa de comprobar que los bolivianos eran antipatiquísimos y que Pedro Camacho se llevaría pésimo con toda la gente de Radio Central. Su acento caería como pedrada a los oyentes y por su ignorancia del Perú metería la pata a cada instante. Pero él sonreía, intocado por mis profecías derrotistas. Aunque nunca había estado aquí, Pedro Camacho le había hablado del alma limeña como un bajopontino y su acento era soberbio, sin eses ni erres pronunciadas, de la categoría terciopelo.
—Entre Luciano Pando y los otros actores lo harán papilla al pobre forastero —soñó Javier—. O la bella Josefina Sánchez lo violará.
Estábamos en el altillo y conversábamos mientras yo pasaba a máquina, cambiando adjetivos y adverbios, noticias de "El Comercio" y "La Prensa" para El Panamericano de las doce. Javier era mi mejor amigo y nos veíamos a diario, aunque fuera sólo un momento, para constatar que existíamos. Era un ser de entusiasmos cambiantes y contradictorios, pero siempre sinceros. Había sido la estrella del Departamento de Literatura de la Católica, donde no se vio antes a un alumno más aprovechado, ni más lúcido lector de poesía, ni más agudo comentarista de textos difíciles. Todos daban por descontado que se graduaría con una tesis brillante, sería un catedrático brillante y un poeta o un crítico igualmente brillante. Pero él, un buen día, sin explicaciones, había decepcionado a todo el mundo, abandonando la tesis en la que trabajaba, renunciando a la Literatura y a la Universidad Católica e inscribiéndose en San Marcos como alumno de Economía. Cuando alguien le preguntaba a qué se debía esa deserción, él confesaba (o bromeaba) que la tesis en que había estado trabajando le había abierto los ojos. Se iba a titular "Las paremias en Ricardo Palma". Había tenido que leer las "Tradiciones Peruanas" con lupa, a la caza de refranes, y como era concienzudo y riguroso, había conseguido llenar un cajón de fichas eruditas. Luego, una mañana, quemó el cajón con las fichas en un descampado —él y yo bailamos una danza apache alrededor de las llamas filológicas— y decidió que odiaba la literatura y que hasta la economía resultaba preferible a eso. Javier hacía su práctica en el Banco Central de Reserva y siempre encontraba pretextos para darse un salto cada mañana hasta Radio Panamericana. De su pesadilla paremiológica le había quedado la costumbre de infligirme refranes sin ton ni son.
Me sorprendió mucho que la tía Julia, pese a ser boliviana y vivir en La Paz, no hubiera oído hablar nunca de Pedro Camacho. Pero ella me aclaró que jamás había escuchado una radionovela, ni puesto los pies en un teatro desde que interpretó la Danza de las Horas, en el papel de Crepúsculo, el año que terminó el colegio donde las monjas irlandesas ("No te atrevas a preguntarme cuántos años hace de eso, Marito"). Íbamos caminando desde la casa del tío Lucho, al final de la avenida Armendáriz, hacia el cine Barranco. Me había impuesto la invitación ella misma, ese mediodía, de la manera más artera. Era el jueves siguiente a su llegada, y aunque la perspectiva de ser otra vez víctima de los chistes bolivianos no me hacía gracia, no quise faltar al almuerzo semanal. Tenía la esperanza de no encontrarla, porque la víspera —los miércoles en la noche eran de visita a la tía Gaby— había oído a la tía Hortensia comunicar con el tono de quien está en el secreto de los dioses:
—En su primera semana limeña ha salido cuatro veces y con cuatro galanes diferentes, uno de ellos casado. ¡La divorciada se las trae!
Cuando llegué donde el tío Lucho, luego de El Panamericano de las doce, la encontré precisamente con uno de sus galanes. Sentí el dulce placer de la venganza al entrar a la sala y descubrir sentado junto a ella, mirándola con ojos de conquistador, flamante de ridículo en su traje de otras épocas, su corbata mariposa y su clavel en el ojal, al tío Pancracio, un primo hermano de mi abuela. Había enviudado hacía siglos, caminaba con los pies abiertos marcando las diez y diez y en la familia se comentaban maliciosamente sus visitas porque no tenía reparo en pellizcar a las sirvientas a la vista de todos. Se pintaba el pelo, usaba reloj de bolsillo con leontina plateada y se lo podía ver a diario, en las esquinas del jirón de la Unión, a las seis de la tarde, piropeando a las oficinistas. Al inclinarme a besarla, susurré al oído de la boliviana, con toda la ironía del mundo: "Qué buena conquista, Julita". Ella me guiñó un ojo y asintió. Durante el almuerzo, el tío Pancracio, luego de disertar sobre la música criolla, en la que era un experto —en las celebraciones familiares ofrecía siempre un solo de cajón—, se volvió hacia ella y, relamido como un gato, le contó: "A propósito, los jueves en la noche se reúne la Peña Felipe Pinglo, en La Victoria, el corazón del criollismo. ¿Te gustaría oír un poco de verdadera música peruana?". La tía Julia, sin vacilar un segundo y con una cara de desolación que añadía el insulto a la calumnia, contestó señalándome: 'Fíjate qué lástima. Marito me ha invitado al cine". "Paso a la juventud", se inclinó el tío Pancracio, con espíritu deportivo. Luego, cuando hubo partido, creí que me salvaba pues la tía Olga preguntó: “¿Eso del cine era sólo para librarte del viejo verde?". Pero la tía Julia la rectificó con ímpetu: "Nada de eso, hermana, me muero por ver la del Barranco, es impropia para señoritas". Se volvió hacia mí, que escuchaba cómo se decidía mi destino nocturno, y para tranquilizarme añadió esta exquisita flor: "No te preocupes por la plata, Marito. Yo te invito".
Y ahí estábamos, caminando por la oscura Quebrada de Armendáriz, por la ancha avenida Grau, al encuentro de una película que para colmo era mexicana y se llamaba "Madre y amante".
—Lo terrible de ser divorciada no es que todos los hombres se crean en la obligación de proponerte cosas —me informaba la tía Julia—. Sino que por ser una divorciada piensan que ya no hay necesidad de romanticismo. No te enamoran, no te dicen galanterías finas, te proponen la cosa de buenas a primeras con la mayor vulgaridad. A mí me lleva la trampa. Para eso, en vez de que me saquen a bailar, prefiero venir al cine contigo.
Le dije que muchas gracias por lo que me tocaba.
—Son tan estúpidos que creen que toda divorciada es una mujer de la calle —siguió, sin darse por enterada—. Y, además, sólo piensan en hacer cosas. Cuando lo bonito no es eso, sino enamorarse, ¿no es cierto?
Yo le expliqué que el amor no existía, que era una invención de un italiano llamado Petrarca y de los trovadores provenzales. Que eso que las gentes creían un cristalino manar de la emoción, una pura efusión del sentimiento era el deseo instintivo de los gatos en celo disimulado detrás de las palabras bellas y los mitos de la literatura. No creía en nada de eso, pero quería hacerme el interesante. Mi teoría erótico— biológica, por lo demás, dejó a la tía Julia bastante incrédula: ¿creía yo de veras esa idiotez?
—Estoy contra el matrimonio —le dije, con el aire más pedante que pude—. Soy partidario de lo que llaman el amor libre, pero que, si fuéramos honestos, deberíamos llamar, simplemente, la cópula libre.
—¿Cópula quiere decir hacer cosas? —se rió. Pero al instante puso una cara decepcionada:— En mi tiempo, los muchachos escribían acrósticos, mandaban flores a las chicas, necesitaban semanas para atreverse a darles un beso. Qué porquería se ha vuelto el amor entre los mocosos de ahora, Marito.
Tuvimos un amago de disputa en la boletería por ver quién pagaba la entrada, y, luego de soportar hora y media de Dolores del Río, gimiendo, abrazando, gozando, llorando, corriendo por la selva con los cabellos al viento, regresamos a casa del tío Lucho, también a pie, mientras la garúa nos mojaba los pelos y la ropa. Entonces hablamos de nuevo de Pedro Camacho. ¿Estaba realmente segura que no lo había oído mencionar jamás? Porque, según Genaro-hijo, era una celebridad boliviana. No, no lo conocía ni siquiera de nombre. Pensé que a Genaro le habían metido el dedo a la boca, o que, tal vez, la supuesta industria radioteatral boliviana era una invención suya para lanzar publicitariamente a un plumífero aborigen. Tres días después conocí en carne y hueso a Pedro Camacho.
Acababa de tener un incidente con Genaro-papá, porque Pascual, con su irreprimible predilección por lo atroz, había dedicado todo el boletín de las once a un terremoto en Ispahán. Lo que irritaba a Genaro-papá no era tanto que Pascual hubiera desechado otras noticias para referir, con lujo de detalles, cómo los persas que sobrevivieron a los desmoronamientos eran atacados por serpientes que, al desplomarse sus refugios, afloraban a la superficie, coléricas y sibilantes, sino que el terremoto había ocurrido hacía una semana. Debí convenir que a Genaro-papá no le faltaba razón y me desfogué llamando a Pascual irresponsable. ¿De dónde había sacado ese refrito? De una revista argentina. ¿Y por qué había hecho una cosa tan absurda? Porque no había ninguna noticia de actualidad importante y ésa, al menos, era entretenida. Cuando yo le explicaba que no nos pagaban para entretener a los oyentes sino para resumirles las noticias del día, Pascual, moviendo una cabeza conciliatoria, me oponía su irrebatible argumento: "Lo que pasa es que tenemos concepciones diferentes del periodismo, don Mario". Iba a responderle que si se empeñaba, cada vez que yo volviera las espaldas, en seguir aplicando su concepción tremendista del periodismo muy pronto estaríamos los dos en la calle, cuando apareció en la puerta del altillo una silueta inesperada. Era un ser pequeñito y menudo, en el límite mismo del hombre de baja estatura y el enano, con una nariz grande y unos ojos extraordinariamente vivos, en los que bullía algo excesivo. Vestía de negro, un terno que se advertía muy usado, y su camisa y su corbatita de lazo tenían máculas, pero, al mismo tiempo, en su manera de llevar esas prendas había algo en él de atildado y de compuesto, de rígido como en esos caballeros de las viejas fotografías que parecen presos en sus levitas almidonadas, en sus chisteras tan justas. Podía tener cualquier edad entre treinta y cincuenta años, y lucía una aceitosa cabellera negra que le llegaba a los hombros. Su postura, sus movimientos, su expresión parecían el desmentido mismo de lo espontáneo y natural, hacían pensar inmediatamente en el muñeco articulado, en los hilos del títere. Nos hizo una reverencia cortesana y con una solemnidad tan inusitada como su persona se presentó así:
—Vengo a hurtarles una máquina de escribir, señores. Les agradecería que me ayuden. ¿Cuál de las dos es la mejor?
Su dedo índice apuntaba alternativamente a mi máquina de escribir y a la de Pascual. Pese a estar habituado a los contrastes entre voz y físico por mis escapadas a Radio Central, me asombró que de figurilla tan mínima, de hechura tan desvalida, pudiera brotar una voz tan firme y melodiosa, una dicción tan perfecta. Parecía que en esa voz no sólo desfilara cada letra, sin quedar mutilada ni una sola, sino también las partículas y los átomos de cada una, los sonidos del sonido. Impaciente, sin advertir la sorpresa que su facha, su audacia y su voz provocaban en nosotros, se había puesto a escudriñar y como a olfatear las dos máquinas de escribir. Se decidió por mi veterana y enorme Remington, una carroza funeraria sobre la que no pasaban los años. Pascual fue el primero en reaccionar: