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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (3 page)

—¿Es usted un ladrón o qué es usted? —lo increpó y yo me di cuenta que me estaba indemnizando por el terremoto de Ispahán—. ¿Se le ocurre que se va a llevar así nomás las máquinas del Servicio de Informaciones?

—El arte es más importante que tu Servicio de Informaciones, trasgo —lo fulminó el personaje, echándole una ojeada parecida a la que merece la alimaña pisoteada, y prosiguió su operación. Ante la mirada estupefacta de Pascual, que, sin duda, trataba de adivinar (como yo mismo) qué quería decir trasgo, el visitante intentó levantar la Remington. Consiguió elevar el armatoste al precio de un esfuerzo descomunal, que hinchó las venitas de su cuello y por poco le dispara los ojos de las órbitas. Su cara se fue cubriendo de color granate, su frentecita de sudor, pero él no desistía. Apretando los dientes, tambaleándose, alcanzó a dar unos pasos hacia la puerta, hasta que tuvo que rendirse: un segundo más y su carga lo iba a arrastrar con ella al suelo. Depositó la Remington sobre la mesita de Pascual y quedó jadeando. Pero apenas recobró el aliento, totalmente ignorante de las sonrisas que el espectáculo nos provocaba a mí y a Pascual (éste se había llevado ya varias veces un dedo a la sien para indicarme que se trataba de un loco), nos reprendió con severidad:

—No sean indolentes, señores, un poco de solidaridad humana. Échenme una mano.

Le dije que lo sentía mucho pero que para llevarse esa Remington tendría que pasar primero sobre el cadáver de Pascual, y, en último caso, sobre el mío. El hombrecillo se acomodaba la corbatita, ligeramente descolocada por el esfuerzo. Ante mi sorpresa, con una mueca de contrariedad y dando muestras de una ineptitud total para el humor, repuso, asintiendo gravemente:

—Un tipo bien nacido nunca desaíra un desafío a pelear. El sitio y la hora, caballeros.

La providencial aparición de Genaro-hijo en el altillo frustró lo que parecía ser la formalización de un duelo. Entró en el momento en que el hombrecito pertinaz intentaba de nuevo, amoratándose, tomar entre sus brazos a la Remington.

—Deje, Pedro, yo lo ayudo —dijo, y le arrebató la máquina como si fuera una caja de fósforos. Comprendiendo entonces, por mi cara y la de Pascual, que nos debía alguna explicación, nos consoló con aire risueño:— Nadie se ha muerto, no hay de qué ponerse tristes. Mi padre les repondrá la máquina prontito.

—Somos la quinta rueda del coche —protesté yo, para guardar las formas—. Nos tienen en este altillo mugriento, ya me quitaron un escritorio para dárselo al contador, y ahora mi Remington. Y ni siquiera me previenen.

—Creíamos que el señor era un ladrón —me respaldó Pascual—. Entró aquí insultándonos y con prepotencias.

—Entre colegas no debe haber pleitos —dijo, salomónicamente, Genaro-hijo. Se había puesto la Remington en el hombro y noté que el hombrecito le llegaba exactamente a las solapas. —¿No vino mi padre a hacer las presentaciones? Las hago yo, entonces, y todos felices.

Al instante, con un movimiento veloz y automático, el hombrecillo estiró uno de sus bracitos, dio unos pasos hacia mí, me ofreció una manita de niño, y con su preciosa voz de tenor, haciendo una nueva genuflexión cortesana, se presentó:

—Un amigo: Pedro Camacho, boliviano y artista.

Repitió el gesto, la venia y la frase con Pascual, quien, visiblemente, vivía un instante de supina confusión y era incapaz de decidir si el hombrecillo se burlaba de nosotros o era siempre así. Pedro Camacho, después de estrecharnos ceremoniosamente las manos, se volvió hacia el Servicio de Informaciones en bloque, y desde el centro del altillo, a la sombra de Genaro-hijo que parecía tras él un gigante y que lo observaba muy serio, levantó el labio superior y arrugó la cara en un movimiento que dejó al descubierto unos dientes amarillentos, en una caricatura o espectro de sonrisa. Se tomó unos segundos, antes de gratificarnos con estas palabras musicales, acompañadas de un ademán de prestidigitador que se despide:

—No les guardo rencor, estoy acostumbrado a la incomprensión de la gente. ¡Hasta siempre, señores!

Desapareció en la puerta del altillo, dando unos saltitos de duende para alcanzar al empresario progresista que, con la Remington a cuestas, se alejaba a trancos hacia el ascensor.

II

E
RA UNA DE ESAS
soleadas mañanas de la primavera limeña, en que los geranios amanecen más arrebatados, las rosas más fragantes y las buganvillas más crespas, cuando un famoso galeno de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros —frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu— abrió los ojos y se desperezó en su espaciosa residencia de San Isidro. Vio, a través de los visillos, el sol dorando el césped del cuidado jardín que encarcelaban vallas de crotos, la limpieza del cielo, la alegría de las flores, y sintió esa sensación bienhechora que dan ocho horas de sueño reparador y la conciencia tranquila.

Era sábado y, a menos de alguna complicación de último momento con la señora de los trillizos, no iría a la clínica y podría dedicar la mañana a hacer un poco de ejercicio y a tomar una sauna antes del matrimonio de Elianita. Su esposa y su hija se hallaban en Europa, cultivando su espíritu y renovando su vestuario, y no regresarían antes de un mes. Otro, con sus medios de fortuna y su apostura —sus cabellos nevados en las sienes y su porte distinguido, así como su elegancia de maneras, despertaban miradas de codicia incluso en señoras incorruptibles—, hubiera aprovechado la momentánea soltería para echar algunas canas al aire. Pero Alberto de Quinteros era un hombre al que ni el juego, ni las faldas ni el alcohol atraían más de lo debido, y entre sus conocidos —que eran legión— circulaba este apotegma: "Sus vicios son la ciencia, su familia y la gimnasia".

Ordenó el desayuno y, mientras se lo preparaban, llamó a la clínica. El médico de guardia le informó que la señora de los trillizos había pasado una noche tranquila y que las hemorragias de la operada del fibroma habían cesado. Dio instrucciones, indicó que si ocurría algo grave lo llamaran al Gimnasio Remigius, o, a la hora de almuerzo, donde su hermano Roberto, e hizo saber que al atardecer se daría una vuelta por allá. Cuando el mayordomo le trajo su jugo de papaya, su café negro y su tostada con miel de abeja, Alberto de Quinteros se había afeitado y vestía un pantalón gris de corduroy, unos mocasines sin taco y una chompa verde de cuello alto. Desayunó echando una ojeada distraída a las catástrofes e intrigas matutinas de los periódicos, cogió su maletín deportivo y salió. Se detuvo unos segundos en el jardín a palmear a Puck, el engreído foxterrier que lo despidió con afectuosos ladridos.

El Gimnasio Remigius estaba a pocas cuadras, en la calle Miguel Dasso, y al doctor Quinteros le gustaba andarlas. Iba despacio, respondía a los saludos del vecindario, observaba los jardines de las casas que a esa hora eran regados y podados, y solía parar un momento en la Librería Castro Soto a elegir algunos best-sellers. Aunque era temprano, ya estaban frente al Davory los infalibles muchachos de camisas abiertas y cabelleras alborotadas. Tomaban helados, en sus motos o en los guardabarros de sus autos sport, se hacían bromas y planeaban la fiesta de la noche. Lo saludaron con respeto, pero apenas los dejó atrás, uno de ellos se atrevió a darle uno de esos consejos que eran su pan cotidiano en el Gimnasio, eternos chistes sobre su edad y su profesión, que él soportaba con paciencia y buen humor: "No se canse mucho, doctor, piense en sus nietos". Apenas lo oyó pues estaba imaginando lo linda que se vería Elianita en su vestido de novia diseñado para ella por la casa Christian Dior de París.

No había mucha gente en el Gimnasio esa mañana. Sólo Coco, el instructor, y dos fanáticos de las pesas, el Negro Humilla y Perico Sarmiento, tres montañas de músculos equivalentes a los de diez hombres normales. Debían de haber llegado no hacía mucho tiempo, estaban todavía calentando:

—Pero si ahí viene la cigüeña —le estrechó la mano Coco.

—¿Todavía en pie, a pesar de los siglos? —le hizo adiós el Negro Humilla.

Perico se limitó a chasquear la lengua y a levantar dos dedos, en el característico saludo que había importado de Texas. Al doctor Quinteros le agradaba esa informalidad, las confianzas que se tomaban con él sus compañeros de Gimnasio, como si el hecho de verse desnudos y de sudar juntos los nivelara en una fraternidad donde desaparecían las diferencias de edad y posición. Les contestó que si necesitaban sus servicios estaba a sus órdenes, que a los primeros mareos o antojos corrieran a su consultorio donde tenía listo el guante de jebe para auscultarles la intimidad.

—Cámbiate y ven a hacer un poco de warm up —le dijo Coco, que ya estaba saltando en el sitio otra vez.

—Si te viene el infarto, no pasas de morirte, veterano —lo alentó Perico, poniéndose al paso de Coco.

—Adentro está el tablista —oyó decir al Negro Humilla, cuando entraba al vestuario.

Y, en efecto, ahí estaba su sobrino Richard, en buzo azul, calzándose las zapatillas. Lo hacía con desgano, como si las manos se le hubieran vuelto de trapo, y tenía la cara agria y ausente. Se quedó mirándolo con unos ojos azules totalmente idos y una indiferencia tan absoluta que el doctor Quinteros se preguntó si no se había vuelto invisible.

—Sólo los enamorados se abstraen así —se acercó a él y le revolvió los cabellos—. Baja de la luna, sobrino.

—Perdona, tío —despertó Richard, enrojeciendo violentamente, como si lo acabaran de sorprender haciendo algo sucio—. Estaba pensando.

—Me gustaría saber en qué maldades —se rió el doctor Quinteros, mientras abría su maletín, elegía un casillero y comenzaba a desvestirse—. Tu casa debe ser un desbarajuste terrible. ¿Está muy nerviosa Elianita?

Richard lo miró con una especie de odio súbito y el doctor pensó qué le ha picado a este muchacho. Pero su sobrino, haciendo un esfuerzo notorio por mostrarse natural, esbozó un amago de sonrisa:

—Sí, un desbarajuste. Por eso me vine a quemar un poco de grasa, hasta que sea hora.

El doctor pensó que iba a añadir: "de subir al patíbulo". Tenía la voz lastrada por la tristeza, y también sus facciones y la torpeza con que anudaba los cordones y los movimientos bruscos de su cuerpo revelaban incomodidad, malestar íntimo, desasosiego. No podía tener los ojos quietos: los abría, los cerraba, fijaba la vista en un punto, la desviaba, la regresaba, volvía a apartarla, como buscando algo imposible de encontrar. Era el muchacho más apuesto de la tierra, un joven dios bruñido por la intemperie —hacía tabla aun en los meses más húmedos del invierno y descollaba también en el básquet, el tenis, la natación y el fulbito—, al que los deportes habían modelado un cuerpo de esos que el Negro Humilla llamaba "locura de maricones": ni gota de grasa, espaldas anchas que descendían en una tersa línea de músculos hasta la cintura de avispa y unas largas piernas duras y ágiles que habrían hecho palidecer de envidia al mejor boxeador. Alberto de Quinteros había oído con frecuencia a su hija Charo y a sus amigas comparar a Richard con Charlton Heston y sentenciar que todavía era más churro, que lo dejaba botado en pinta. Estaba en primer año de arquitectura, y según Roberto y Margarita, sus padres, había sido siempre un modelo: estudioso, obediente, bueno con ellos y con su hermana, sano, simpático. Elianita y él eran sus sobrinos preferidos y por eso, mientras se ponía el suspensor, el buzo, las zapatillas —Richard lo esperaba junto a las duchas, dando unos golpecitos contra los azulejos— el doctor Alberto de Quinteros se apenó al verlo tan turbado.

—¿Algún problema, sobrino? —le preguntó, como al descuido, con una sonrisa bondadosa—. ¿Algo en que tu tío pueda echarte una mano?

—Ninguno, qué ocurrencia —se apresuró a contestar Richard, encendiéndose de nuevo como un fósforo—. Estoy regio y con unas ganas bárbaras de calentar.

—¿Le llevaron mi regalo a tu hermana? —recordó de pronto el doctor—. En la Casa Murguía me prometieron que lo harían ayer.

—Una pulsera bestial —Richard había comenzado a saltar sobre las losetas blancas del vestuario—. A la flaca le encantó.

—De estas cosas se encarga tu tía, pero como sigue paseando por las Europas, tuve que escogerla yo mismo. —El doctor Quinteros hizo un gesto enternecido: —Elianita, vestida de novia, será una aparición.

Porque la hija de su hermano Roberto era en mujer lo que Richard en hombre: una de esas bellezas que dignifican a la especie y hacen que las metáforas sobre las muchachas de dientes de perla, ojos como luceros, cabellos de trigo y cutis de melocotón, luzcan mezquinas. Menuda, de cabellos oscuros y piel muy blanca, graciosa hasta en su manera de respirar, tenía una carita de líneas clásicas, unos rasgos que parecían dibujados por un miniaturista del Oriente. Un año más joven que Richard, acababa de terminar el colegio, su único defecto era la timidez —tan excesiva que, para desesperación de los organizadores, no habían podido convencerla de que participara en el Concurso Miss Perú— y nadie, entre ellos el doctor Quinteros, podía explicarse por qué se casaba tan pronto y, sobre todo, con quien. Ya que el Pelirrojo Antúnez tenía algunas virtudes —bueno como el pan, un título de Business Administration por la Universidad de Chicago, la compañía de fertilizantes que heredaría y varias copas en carreras de ciclismo— pero, entre los innumerables muchachos de Miraflores y San Isidro que habían hecho la corte a Elianita y que hubieran llegado al crimen por casarse con ella, era, sin duda, el menos agraciado y (el doctor Quinteros se avergonzó por permitirse este juicio sobre quien dentro de pocas horas pasaría a ser su sobrino) el más soso y tontito.

—Eres más lento para cambiarte que mi mamá, tío —se quejó Richard, entre saltos.

Cuando entraron a la sala de ejercicios, Coco, en quien la pedagogía era una vocación más que un oficio, instruía al Negro Humilla, señalándole el estómago, sobre este axioma de su filosofía:

—Cuando comas, cuando trabajes, cuando estés en el cine, cuando paletees a tu hembra, cuando chupes, en todo los momentos de tu vida, y, si puedes, hasta en el féretro: ¡hunde la panza!

—Diez minutos de warm ups para alegrar el esqueleto, Matusalén —ordenó el instructor.

Mientras saltaba a la soga junto a Richard, y sentía que un agradable calor iba apoderándose interiormente de su cuerpo, el doctor Quinteros pensaba que, después de todo, no era tan terrible tener cincuenta años si uno los llevaba así. ¿Quién, entre los amigos de su edad, podía lucir un vientre tan liso y unos músculos tan despiertos? Sin ir muy lejos, su hermano Roberto, pese a ser tres años menor, con su rolliza y abotagada apariencia y la precoz curvatura de espalda, parecía llevarle diez. Pobre Roberto, debía de estar triste con la boda de Elianita, la niña de sus ojos. Porque, claro, era una manera de perderla. También su hija Charo se casaría en cualquier momento —su enamorado, Tato Soldevilla, se recibiría dentro de poco de ingeniero— y también él, entonces, se sentiría apenado y más viejo. El doctor Quinteros saltaba a la soga sin enredarse ni alterar el ritmo, con la facilidad que da la práctica, cambiando de pie y cruzando y descruzando las manos como un gimnasta consumado. Veía, en cambio, por el espejo, que su sobrino saltaba demasiado rápido, con atolondramiento, tropezándose. Tenía los dientes apretados, brillo de sudor en la frente y guardaba los ojos cerrados como para concentrarse mejor. ¿Algún problema de faldas, tal vez?

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