Read La tía Julia y el escribidor Online

Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (4 page)

—Basta de soguita, flojonazos —Coco, aunque estaba levantando pesas con Perico y el Negro Humilla, no los perdía de vista y les llevaba el tiempo—. Tres series de sit ups. Sobre el pucho, fósiles.

Los abdominales eran la prueba de fuerza del doctor Quinteros. Los hacía a mucha velocidad, con las manos en la nuca, en la tabla alzada a la segunda posición, aguantando la espalda a ras del suelo y casi tocando las rodillas con la frente. Entre cada serie de treinta dejaba un minuto de intervalo en que permanecía tendido, respirando hondo. Al terminar los noventa, se sentó y comprobó, satisfecho, que había sacado ventaja a Richard. Ahora sí sudaba de pies a cabeza y sentía el corazón acelerado.

—No acabo de entender por qué se casa Elianita con el Pelirrojo Antúnez —se oyó decir a sí mismo, de pronto—. ¿Qué le ha visto?

Fue un acto fallido y se arrepintió al instante, pero Richard no pareció sorprenderse. Jadeando —acababa de terminar los abdominales— le respondió con una broma:

—Dicen que el amor es ciego, tío.

—Es un excelente muchacho y seguro que la hará muy feliz —compuso las cosas el doctor Quinteros, algo cortado—. Quería decir que, entre los admiradores de tu hermana, estaban los mejores partidos de Lima. Mira que basurearlos a todos para terminar aceptando al Pelirrojo, que es un buen chico, pero tan, en fin...

—¿Tan calzonudo, quieres decir? —lo ayudó Richard.

—Bueno, no lo hubiera dicho con esa crudeza —aspiraba y expulsaba el aire el doctor Quinteros, abriendo y cerrando los brazos—. Pero, la verdad, parece algo caído del nido. Con cualquier otra sería perfecto, pero a Elianita, tan linda, tan viva, el pobre le llora. —Se sintió incómodo con su propia franqueza—. Oye, no lo tomes a mal, sobrino.

—No te preocupes, tío —le sonrió Richard—. El Pelirrojo es buena gente y si la flaca le ha hecho caso por algo será.

—¡Tres series de treinta side bonds, inválidos! —rugió Coco, con ochenta kilos sobre la cabeza, hinchado como un sapo—. ¡Hundiendo la panza, no botándola!

El doctor Quinteros pensó que, con la gimnasia, Richard olvidaría sus problemas, pero mientras hacía flexiones laterales, lo vio ejecutar los ejercicios con renovada furia: la cara se le descomponía de nuevo en una expresión de angustia y malhumor. Recordó que en la familia Quinteros había abundantes neuróticos y pensó que a lo mejor al hijo mayor de Roberto le había tocado en suerte mantener esa tradición entre las nuevas generaciones, y después se distrajo pensando que, después de todo, tal vez hubiera sido más prudente darse un salto a la Clínica antes del Gimnasio para echar un vistazo a la señora de los trillizos y a la operada del fibroma. Luego ya no pensó pues el esfuerzo físico lo absorbió enteramente y mientras bajaba y subía las piernas (¡Leg rises, cincuenta veces!), flexionaba el tronco (¡Trunk twist con bar, tres series, hasta botar los bofes!) hacía trabajar la espalda, el torso, los antebrazos, el cuello, obediente a las órdenes de Coco (¡Fuerza, tatarabuelo! ¡Más rápido, cadáver!) fue tan sólo un pulmón que recibía y expelía aire, una piel que escupía sudor y unos músculos que se esforzaban, cansaban y sufrían. Cuando Coco gritó ¡Tres series de quince pull-overs con mancuernas! había alcanzado su tope. Trató, sin embargo, por amor propio, de hacer cuando menos una serie con doce kilos, pero fue incapaz. Estaba exhausto. La pesa se le escapó de las manos al tercer intento y tuvo que soportar las bromas de los pesistas (¡Las momias a la tumba y las cigüeñas al jardín zoológico!, ¡Llamen a la funeraria! ¡Requiescat in pace, Amen!), y ver, con muda envidia, cómo Richard —siempre apurado, siempre furioso— completaba su rutina sin dificultad. No bastan la disciplina, la constancia, pensó el doctor Quinteros, las dietas equilibradas, la vida metódica. Eso compensaba las diferencias hasta cierto límite; pasado éste, la edad establecía distancias insalvables, muros invencibles. Más tarde, desnudo en la sauna, ciego por el sudor que le chorreaba entre las pestañas, repitió con melancolía una frase que había leído en un libro: ¡Juventud, cuyo recuerdo desespera! Al salir, vio que Richard se había unido a los pesistas y que alternaba con ellos. Coco le hizo un ademán burlón, señalándolo:

—El buen mozo ha decidido suicidarse, doctor.

Richard ni siquiera sonrió. Tenía las pesas en alto y su cara, empapada, roja, con las venas salientes, mostraba una exasperación que parecía a punto de volcarse contra ellos. Al doctor le pasó la idea de que su sobrino, de pronto, iba a aplastarles las cabezas a los cuatro con las pesas que tenía en las manos. Les hizo adiós y murmuró: "Nos vemos en la iglesia, Richard".

De vuelta en su casa, lo tranquilizó saber que la mamá de los trillizos quería jugar al bridge con unas amigas en su cuarto de la Clínica y que la operada del fibroma había preguntado si ya hoy podría comer wantanes sopados en salsa de tamarindo. Autorizó el bridge y el wantán, y, con toda calma, se puso terno azul oscuro, camisa de seda blanca y una corbata plateada que sujetó con una perla. Perfumaba su pañuelo cuando llegó carta de su mujer, a la que Charito había añadido una posdata. La habían despachado de Venecia, la ciudad catorce del Tour, y le decían: "Cuando recibas ésta habremos hecho por lo menos siete ciudades más, todas lindísimas". Estaban felices y Charito muy entusiasta con los italianos, "unos artistas de cine, papi, y no te imaginas qué piropeadores, pero no le vayas a contar a Tato, mil besos, chau".

Fue andando hasta la Iglesia de Santa María, en el Óvalo Gutiérrez. Era todavía temprano y comenzaban a llegar los invitados, Se instaló en las filas de adelante y se entretuvo observando el altar, adornado con lirios y rosas blancas, y los vitrales, que parecían mitras de prelados. Una vez más constató que esa iglesia no le gustaba nada, por su írrita combinación de yeso y ladrillos y sus pretenciosos arcos oblongos. De tanto en tanto saludaba a los conocidos con sonrisas. Claro, no podía ser menos, todo el mundo iba llegando a la iglesia: parientes remotísimos, amigos que resucitaban después de siglos, y, por supuesto, lo más graneado de la ciudad, banqueros, embajadores, industriales, políticos. Este Roberto, esta Margarita, siempre tan frívolos, pensaba el doctor Quinteros, sin acritud, lleno de benevolencia para con las debilidades de su hermano y su cuñada. Seguramente que, en el almuerzo, echarían la casa por la ventana. Se emocionó al ver entrar a la novia, en el momento en que rompían los compases de la Marcha Nupcial. Estaba realmente bellísima, en su vaporoso vestido blanco, y su carita, perfilada bajo el velo, tenía algo extraordinariamente grácil, leve, espiritual, mientras avanzaba hacia el altar, con los ojos bajos, del brazo de Roberto, quien, corpulento y augusto, disimulaba su emoción adoptando aires de dueño del mundo. El Pelirrojo Antúnez parecía menos feo, enfundado en su flamante chaqué y con la cara resplandeciente de felicidad, y hasta su madre —una inglesa desgarbada que pese a vivir un cuarto de siglo en el Perú todavía confundía las preposiciones— parecía, en su largo traje oscuro y su peinado de dos pisos, una señora atractiva. Es cierto, pensó el doctor Quinteros, el que la sigue la consigue. Porque el pobre Pelirrojo Antúnez había perseguido a Elianita desde que eran niños, y la había asediado con delicadezas y atenciones que ella recibía invariablemente con olímpico desdén. Pero él había soportado todos los desplantes y malacrianzas de Elianita, y las terribles bromas con que los chicos del barrio celebraban su resignación. Muchacho tenaz, reflexionaba el doctor Quinteros, lo había logrado, y ahí estaba ahora, pálido de emoción, deslizando el aro en el dedo anular de la muchacha más linda de Lima. La ceremonia había terminado y, en medio de una masa rumorosa, haciendo inclinaciones de cabeza a diestra y siniestra, el doctor Quinteros avanzaba hacia los salones de la iglesia cuando divisó, de pie junto a una columna, como apartándose asqueado de la gente, a Richard.

Mientras hacía cola para llegar hasta los novios, el doctor Quinteros tuvo que festejar una docena de chistes contra el gobierno que le contaron los hermanos Febre, dos mellizos tan idénticos que, se decía, ni sus propias mujeres los diferenciaban. Era tal el gentío que el salón parecía a punto de desplomarse; muchas personas habían permanecido en los jardines, esperando turno para entrar. Un enjambre de mozos circulaba ofreciendo champaña. Se oían risas, bromas, brindis y todo el mundo decía que la novia estaba lindísima. Cuando el doctor Quinteros pudo al fin llegar hasta ella, vio que Elianita seguía compuesta y lozana pese al calor y la apretura. "Mil años de felicidad, flaquita", le dijo, abrazándola, y ella le contó al oído: "Charito me llamó esta mañana desde Roma para felicitarme, y también hablé con la tía Mercedes. ¡Qué amorosas, de llamarme!". El Pelirrojo Antúnez, sudando, colorado como un camarón, chisporroteaba de felicidad: "¿Ahora también tendré que decirle tío, don Alberto?". "Claro, sobrino, lo palmeó el doctor Quinteros, y tendrás que tutearme."

Salió medio asfixiado del estrado de los novios y, entre flashes de fotógrafos, roces, saludos, pudo llegar al jardín. Allí la condensación humana era menor y se podía respirar. Tomó una copa y se vio envuelto, en una ronda de médicos amigos, en interminables bromas que tenían como tema el viaje de su mujer: Mercedes no volvería, se quedaría con algún franchute, en los extremos de la frente comenzaban ya a brotarle unos cuernitos. El doctor Quinteros, mientras les llevaba la cuerda, pensó —recordando el Gimnasio— que hoy le tocaba estar en la berlina. A ratos veía, por sobre un mar de cabezas, a Richard, al otro extremo del salón, en medio de muchachos y muchachas que reían: serio y fruncido, vaciaba las copas de champaña como agua. "Tal vez le apena que Elianita se case con Antúnez, pensó; también él hubiera querido alguien más brillante para su hermana." Pero no, lo probable es que estuviera atravesando una de esas crisis de transición. Y el doctor Quinteros recordó cómo él también, a la edad de Richard, había pasado un período difícil, dudando entre la medicina y la ingeniería aeronáutica. (Su padre lo había convencido con un argumento de peso: en el Perú, como ingeniero aeronáutico no hubiera tenido otra salida que dedicarse a las cometas o el aeromodelismo.) Tal vez Roberto, siempre tan absorbido en sus negocios, no estaba en condiciones de aconsejar a Richard. Y el doctor Quinteros, en uno de esos arranques que le habían ganado el aprecio general, decidió que, un día de éstos, con toda la delicadeza del caso, invitaría a su sobrino y sutilmente exploraría la manera de ayudarlo.

La casa de Roberto y Margarita estaba en la avenida Santa Cruz, a pocas cuadras de la Iglesia de Santa María, y, al término de la recepción en la Parroquia, los invitados al almuerzo desfilaron bajo los árboles y el sol de San isidro, hacia el caserón de ladrillos rojos y techos de madera, rodeado de césped, de flores, de verjas, y primorosamente decorado para la fiesta. Al doctor Quinteros le bastó llegar a la puerta para comprender que la celebración iba a superar sus propias predicciones y que asistiría a un acontecimiento que los cronistas sociales llamarían 'soberbio'.

A lo largo y a lo ancho del jardín se habían puesto mesas y sombrillas, y, al fondo, junto a las perreras, un enorme toldo protegía una mesa de níveo mantel, que corría a lo largo de la pared, erizada de fuentes con entremeses multicolores. El bar estaba junto al estanque de agallados peces japoneses y se veían tantas copas, botellas, cocteleras, jarras de refrescos, como para quitar la sed a un ejército. Mozos de chaquetilla blanca y muchachas de cofia y delantal recibían a los invitados abrumándolos desde la misma puerta de calle con piscosauers, algarrobinas, vodkas con maracuyá, vasos de whisky, gin o copas de champaña, y palitos de queso, papitas con ají, guindas rellenas de tocino, camarones arrebosados, volovanes y todos los bocaditos concebidos por la inventiva limeña para abrir el apetito. En el interior, enormes canastas y ramos de rosas, nardos, gladiolos, alelíes, claveles, apoyados contra las paredes, dispuestos a lo largo de las escaleras o sobre los alféizares y los muebles, refrescaban el ambiente. El parquet estaba encerado, las cortinas lavadas, las porcelanas y la platería relucientes y el doctor Quinteros sonrió imaginando que hasta los huacos de las vitrinas habían sido lustrados. En el vestíbulo había también un buffet, y en el comedor se explayaban los dulces —mazapanes, queso helado, suspiros, huevos chimbos, yemas, coquitos, nueces con almíbar— alrededor de la impresionante torta de bodas, una construcción de tules y columnas, cremosa y arrogante, que arrancaba trinos de admiración a las señoras. Pero lo que concitaba la curiosidad femenina, sobre todo, eran los regalos, en el segundo piso; se había formado una cola tan larga para verlos que el doctor Quinteros decidió rápidamente no hacerla, pese a que le hubiera gustado saber cómo lucía en el conjunto su pulsera.

Después de curiosear un poco por todas partes —estrechando manos, recibiendo y prodigando abrazos— retornó al jardín y fue a sentarse bajo una sombrilla, a degustar con calma su segunda copa del día. Todo estaba muy bien, Margarita y Roberto sabían hacer las cosas en grande. Y aunque no le parecía excesivamente fina la idea de la orquesta —habían retirado las alfombras, la mesita y el aparador con los marfiles para que las parejas tuvieran donde bailar— disculpó esa inelegancia como una concesión a las nuevas generaciones, pues, ya se sabía, para la juventud fiesta sin baile no era fiesta. Comenzaban a servir el pavo y el vino y ahora Elianita, de pie en el segundo peldaño de la entrada, estaba arrojando su bouquet de novia que decenas de compañeras de colegio y del barrio esperaban con las manos en alto. El doctor Quinteros divisó en un rincón del jardín a la vieja Venancia, el ama de Elianita desde la cuna: la anciana, conmovida hasta el alma, se limpiaba los ojos con el ruedo de su delantal.

Su paladar no alcanzó a distinguir la marca del vino pero supo inmediatamente que era extranjero, acaso español o chileno y tampoco descartó —dentro de las locuras del día— que fuera francés. El pavo estaba tierno, el puré era una mantequilla, y había una ensalada de coles y pasas que, pese a sus principios en materia de dieta, no pudo dejar de repetir. Saboreaba una segunda copa de vino y empezaba a sentir una agradable somnolencia cuando vio venir a Richard hacia él. Balanceaba una copa de whisky en la mano; tenía los ojos vidriosos y la voz cambiante:

—¿Hay algo más estúpido que una fiesta de matrimonio, tío? —murmuró, haciendo un ademán despectivo hacia todo lo que los rodeaba y dejándose caer en la silla de al lado. La corbata se le había corrido, una manchita fresca afeaba la solapa de su terno gris, y en sus ojos, además de vestigios de licor, había empozada una oceánica rabia.

Other books

Blue Desire by Sindra van Yssel
Final Justice by Hagan, Patricia
Skydancer by Geoffrey Archer


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024