—Ya sé, ya sé a quién se parece —sonrió feliz, mostrando a Lituma el alto de revistas multicolores—. A los negros de las historias de Tarzán, a los del África.
Camacho y Arévalo habían reanudado la partida de damas chinas y Lituma se calzó el quepí y abotonó el capote. Cuando salía, sintió los chillidos del carterista, que se acababa de despertar y protestaba por su compañero de calabozo:
—¡Socorro, sálvenme! ¡Me va a violar!
—Cállate, o te vamos a violar nosotros —lo amonestaba el teniente—. Déjame leer mis chistes en paz.
Desde la calle, Lituma alcanzó a ver que el negro se había tendido en el suelo, indiferente a los gritos del carterista, un chino delgadito que no salía del susto. "Despertarse y encontrarse con semejante cuco", se reía Lituma, rompiendo otra vez con su maciza figura la niebla, el viento, las sombras. Con las manos en el bolsillo, las solapas del capote levantadas, cabizbajo, sin darse prisa, continuó su ronda. Estuvo primero en la calle del chancro, donde encontró a Choclo Román acodado en el mostrador del Happy Land, festejando los chistes de Paloma del Llanto, el viejo marica de pelo pintado y dientes postizos que hacía de barman. Consignó en el parte que el guardia Román "tenía trazas de haber ingerido bebidas espirituosas en horas de servicio", aunque sabía de sobra que el teniente Concha, hombre lleno de comprensión para las debilidades propias y ajenas, haría la vista gorda. Se alejó luego del mar y remontó la avenida Sáenz Peña, más muerta a esa hora que un cementerio, y le costó un triunfo dar con Humberto Quispe que tenía el área del Mercado. Los puestos estaban cerrados y había menos vagabundos que otras veces, durmiendo acurrucados sobre costales o periódicos, bajo las escaleras y los camiones. Después de varias vueltas inútiles y muchos toques de silbato con la señal de reconocimiento, encontró a Quispe en la esquina de Colón y Cochrane, ayudando a un taxista al que un par de forajidos acababan de romperle el cráneo para robarle. Lo llevaron a la Asistencia Pública, para que lo cosieran. Luego, se tomaron un caldito de cabezas en el primer puesto que abrió, el de la señora Gualberta, vendedora de pescado fresco. Un patrullero recogió a Lituma en Sáenz Peña y le dio un aventón hasta la Fortaleza del Real Felipe, al pie de cuyas murallas hacía guardia Manitas Rodríguez, el benjamín de la Comisaría. Le sorprendió jugando a la rayuela, solito, en la oscuridad. Saltaba muy serio de cajón a cajón, en un pie, en dos, y al ver al sargento se cuadró:
—El ejercicio ayuda a entrar en calor —le dijo, señalando el dibujo hecho con tiza en la vereda:— ¿Usted no jugaba de chico a la rayuela, mi sargento?
—Más bien al trompo y era buenazo haciendo volar cometas —le respondió Lituma.
Manitas Rodríguez le refirió un incidente que, decía, le había alegrado la guardia. Estaba recorriendo la calle Paz Soldán, a eso de la medianoche, cuando había visto a un sujeto trepando por una ventana. Le había dado el alto revólver en mano pero el tipo se puso a llorar jurando que no era ratero sino esposo y que su señora le pedía que entrara así, a oscuritas y por la ventana. ¿Y por qué no por la puerta, como todo el mundo? "Porque está medio chiflada, lloriqueaba el hombre. Fíjese que verme entrar como ladrón la pone más cariñosa, Otras veces hace que la asuste con un cuchillo y hasta que me disfrace de diablo. Y si no le doy gusto no me liga ni un beso, mi agente."
—Te vio cara de mocoso y se burló de ti de lo lindo —se sonreía Lituma.
—Es la pura y santa verdad —insistió Manitas—. Toqué la puerta, entramos y la señora, una zambita de rompe y raja, dijo que era cierto y que si no tenían derecho ella y su marido a jugar a los ladrones. Lo que se ve en este oficio, ¿no, mi sargento?
—Así es, muchacho —asintió Lituma, pensando en el negro.
—Ahora que con una mujer así uno no se aburriría nunca, mi sargento —se chupaba los labios Manitas.
Acompañó a Lituma hasta la avenida Buenos Aires y se despidieron. Mientras avanzaba hasta la frontera con Bellavista —la calle Vigil, la Plaza de la Guardia Chalaca—, largo trayecto donde habitualmente comenzaba a sentir fatiga y sueño, el sargento recordaba al negro. ¿Se habría escapado del manicomio? Pero el Larco Herrera estaba tan lejos que algún guardia o patrullero lo habrían visto y arrestado. ¿Y esas cicatrices? ¿Se las habrían hecho a cuchillo? Miéchica, eso sí que dolería, como quemarse a fuego lento. Que a uno le vayan haciendo heridita tras heridita hasta embadurnarle la cara de rayas, carambolas. ¿Y si había nacido así? Todavía era noche cerrada pero ya se percibían síntomas del amanecer: autos, uno que otro camión, siluetas madrugadoras. El sargento se preguntaba: ¿Y tú que has visto tanto tipo raro por qué te preocupa el calato? Se encogió de hombros: simple curiosidad, una manera de ocupar la mente mientras duraba la ronda.
No tuvo dificultad en dar con Zárate, un guardia que había servido con él en Ayacucho. Se lo encontró con el parte firmado: sólo un choque sin heridos, nada importante. Lituma le contó la historia del negro y a Zárate lo único que le hizo gracia fue el episodio de los sándwiches. Tenía la manía de la filatelia, y, mientras acompañaba unas cuadras al sargento, empezó a contarle que esa mañana había conseguido unas estampillas triangulares de Etiopía, con leones y víboras, en verde, rojo y azul, que eran rarísimas, y que las había cambiado por cinco argentinas que no valían nada.
—Pero que sin duda se creerán que valen mucho —lo interrumpió Lituma.
La manía de Zárate, que otras veces toleraba con buen humor, ahora lo impacientó y se alegró de que se despidieran. Un resplandor azuloso se insinuaba en el cielo y de la negrura surgían, espectrales, grisáceos, aherrumbrados, populosos, los edificios del Callao. Casi al trote, el sargento iba contando las cuadras que faltaban para llegar a la Comisaría. Pero esta vez, se confesó a sí mismo, su premura no se debía tanto al cansancio de la noche y la caminata como a las ganas de ver otra vez al negro. "Parece que creyeras que todo ha sido un sueño y que el cutato no existe, Lituma."
Pero existía: ahí estaba, durmiendo retorcido como un nudo en el suelo del calabozo. El carterista había caído dormido en el otro extremo, y aún llevaba en la cara una expresión de susto. También los demás dormían: el teniente Concha de bruces contra un alto de chistes y Camacho y Arévalo hombro contra hombro, en la banqueta de la entrada. Lituma estuvo un largo rato contemplando al negro: sus huesos salientes, su pelo ensortijado, su gran jeta, su diente huérfano, sus mil cicatrices, los estremecimientos que lo recorrían. Pensaba: "Pero de dónde has salido, zambo". Por fin, entregó el parte al teniente, que abrió unos ojos hinchados y enrojecidos.
—Ya se termina esta vaina —le dijo, con boca pastosa—. Un día menos de servicio, Lituma.
"Y un día menos de vida, también", pensó el sargento. Se despidió haciendo sonar los tacos muy fuerte. Eran las seis de la mañana y estaba libre. Como siempre, se fue al Mercado, donde doña Gualberta, a tomar una sopa hirviendo, unas empanadas, unos frijoles con arroz y un dulce de leche, y después al cuartito donde vivía, en la calle Colón. Se demoró en pescar el sueño, y, cuando lo pescó, empezó inmediatamente a soñar con el negro. Lo veía cercado de leones y víboras rojas, verdes y azules, en el corazón de Abisinia, con chistera, botas y una varita de domador. Las fieras hacían gracias al compás de su varita y una muchedumbre apostada entre las lianas, los troncos y el ramaje alegrado de cantos de pájaros y chillidos de monos, lo aplaudía a rabiar. Pero, en vez de hacer una reverencia al público, el negro se ponía de rodillas, alargaba las manos en ademán suplicante, los ojos se le aguaban y su gran jeta se abría y, angustioso, raudo, tumultuoso, comenzaba a brotar el trabalenguas, su absurda música.
Lituma se despertó a eso de las tres de la tarde, de mal humor y muy cansado, pese a haber dormido siete horas. "Ya se lo habrán llevado a Lima", pensó. Mientras se lavaba la cara como gato y se vestía, iba imaginando la trayectoria del negro: lo habría recogido el patrullero de las nueve, le habrían dado un trapo para que se cubriera, lo habrían entregado en la Prefectura, le habrían abierto un expediente, lo habrían mandado al calabozo de los sin juicio, y ahí estaría ahora, en esa cueva oscura, entre los vagabundos, rateros, agresores y escandalosos de las últimas veinticuatro horas, temblando de frío y muerto de hambre, rascándose los piojos.
Era un día gris y húmedo; entre la neblina las gentes se movían como peces en aguas sucias y Lituma, pasito a paso, pensando, se fue a tomar lonche donde la señora Gualberta: dos panes con queso fresco y un café.
—Te noto raro, Lituma —le dijo la señora Gualberta, una viejecita que conocía la vida:— ¿Problemas de dinero o de amor?
—Estoy pensando en un cutato que encontré anoche —dijo el sargento, probando el café con la puntita de la lengua—. Se había metido a un depósito del Terminal.
—¿Y qué tiene de raro eso? —preguntó doña Gualberta.
—Estaba calato, lleno de cicatrices, el pelo como una selva y no sabe hablar —le explicó Lituma—. ¿De dónde puede venir un tipo así?
—Del infierno —se rió la viejecita, recibiéndole el billete.
Lituma se fue a la Plaza Grau a encontrarse con Pedralbes, un cabo de la Marina. Se habían conocido años atrás, cuando el sargento era sólo guardia y Pedralbes marinero raso, y servían ambos en Pisco. Luego sus respectivos destinos se habían separado cerca de diez años, pero, desde hacía dos, se habían juntado de nuevo. Pasaban sus días de salida juntos y Lituma se sentía donde los Pedralbes en casa. Se fueron a La Punta, al Club de Cabos y Marineros, a tomarse una cerveza y a jugar al sapo. Lo primero que hizo el sargento fue contarle la historia del negro. Pedralbes encontró inmediatamente una explicación:
—Es un salvaje del África que se vino de polizonte en un barco. Hizo el viaje escondido y al llegar al Callao se descolgó de nochecita al agua y se metió al Perú de contrabando.
A Lituma le pareció que salía el sol: todo se volvió de pronto clarísimo.
—Tienes razón, eso es —dijo, chasqueando la lengua, aplaudiendo—. Se vino del África. Claro, eso es. Y, aquí en el Callao, lo desembarcaron por alguna razón. Para no pagarle, porque lo descubrieron en la bodega, para librarse de él.
—No lo entregaron a las autoridades porque sabían que no lo iban a recibir —iba completando la historia Pedralbes—. Lo desembarcaron a la fuerza: arréglatelas solo, salvaje.
—O sea que el cutato ni siquiera sabe dónde está —dijo Lituma—.O sea que esos ruidos no son de loco sino de salvaje, o sea que esos ruidos son su idioma.
—Es como si te metieras en un avión y desembarcaras en Marte, hermano —lo ayudaba Pedralbes.
—Qué inteligentes somos —dijo Lituma—. Le descubrimos toda la vida al cutato.
—Qué inteligente soy yo, dirás —protestó Pedralbes—. ¿Y ahora qué harán con el negro?
Lituma pensó: "Quién sabe". Jugaron seis partiditas de sapo y ganó cuatro el sargento, de modo que Pedralbes pagó la cerveza. Fueron luego a la calle Chanchamayo, donde vivía Pedralbes, en una casita de ventanas con barrotes. Domitila, la mujer de Pedralbes, estaba terminando de dar de comer a las tres criaturas, y, apenas los vio aparecer, metió en la cama al menorcito y ordenó a los otros dos que no asomaran ni a la puerta. Se arregló un poco el pelo, les dio el brazo a cada uno, y salieron. Entraron al cine Porteño, en Sáenz Peña, a ver una italiana. A Lituma y Pedralbes no les gustó, pero ella dijo que incluso la repetiría. Caminaron hasta la calle Chanchamayo —las criaturas se habían quedado dormidas— y Domitila les sirvió de comer unos olluquitos con charqui recalentados. Cuando Lituma se despidió, eran las diez y media. Llegó a la Cuarta Comisaría a la hora que comenzaba su servicio: las once en punto.
El teniente Jaime Concha no le dio el menor respiro; lo llamó aparte y le soltó las instrucciones de golpe, en un par de frases espartanas que dejaron a Lituma mareado y con las orejas zumbándole.
—La superioridad sabe lo que hace —le levantó la moral el teniente, dándole una palmadita—. Y tiene sus razones que hay que entender. La superioridad no se equivoca nunca, ¿no es así, Lituma?
—Claro que no —balbuceó el sargento.
Manzanita y el Mocos se hacían los ocupados. Con el rabillo del ojo, Lituma veía, a uno, revisando las papeletas de tránsito como si fueran fotos de calatas, y, al otro, arreglando, desarreglando y volviendo a arreglar su escritorio.
—¿Puedo preguntar algo, mi teniente? —dijo Lituma.
—Puedes —dijo el teniente—. Lo que no sé es si yo podré contestarte.
—¿Por qué la superioridad me ha elegido a mí para este trabajito?
—Eso sí te lo puedo decir —dijo el teniente—. Por dos razones. Porque tú lo capturaste y es justo que termine la broma el que la empezó. Y segundo: porque eres el mejor guardia de esta Comisaría y tal vez del Callao.
—Honor que me hacen —murmuró Lituma, sin alegrarse lo más mínimo.
—La superioridad sabe muy bien que se trata de un trabajo difícil y por eso te lo confía —dijo el teniente—. Deberías sentirte orgulloso de que te hayan elegido entre los centenares de guardias que hay en Lima.
—Vaya, ahora resulta que encima tendría que dar las gracias —movió la cabeza Lituma, estupefacto. Reflexionó un momento, y, en voz muy baja, añadió:— ¿Tiene que ser ahora mismo?
—Sobre el pucho —dijo el teniente, tratando de parecer jovial—. No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy.
Lituma pensó: "Ahora ya sabes por qué no se te iba de la tutuma la cara del negro".
—¿Quieres llevarte a uno de éstos, para que te eche una mano? —oyó la voz del teniente.
Lituma sintió que Camacho y Arévalo quedaban petrificados. Un silencio polar se instaló en la Comisaría mientras el sargento observaba a los dos guardias, y, deliberadamente, para hacerlos pasar un mal rato, se demoraba en elegir. Manzanita se había quedado con el alto de papeletas bailoteando entre los dedos y el Mocos con la cara hundida en el escritorio.
—A éste —dijo Lituma, señalando a Arévalo. Sintió que Camacho respiraba hondo y vio brotar en los ojos de Manzanita todo el odio del mundo contra él y comprendió que le estaba mentando la madre.
—Estoy agripado y le iba a pedir que me exonerara de salir esta noche, mi teniente —tartamudeó Arévalo, poniendo cara de imbécil.
—Déjate de mariconerías y enchúfate el capote —se adelantó Lituma, pasando junto a él sin mirarlo—. Nos vamos de una vez.