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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (12 page)

—Se fueron a visitar a tu tía Hortensia —me dijo, haciéndome pasar a la sala—. No fui, porque ya sé que esa chismosa se pasa la vida inventándome historias.

La tomé de la cintura, la atraje hacia mí e intenté besarla. No me rechazó pero tampoco me besó: sentí su boca fría contra la mía. Al apartarnos, vi que me miraba sin sonreír. No sorprendida como la víspera, más bien con cierta curiosidad y algo de burla.—Mira, Marito —su voz era afectuosa, tranquila—. He hecho todas las locuras del mundo en mi vida. Pero ésta no la voy a hacer. —Lanzó una carcajada:— ¿Yo, corruptora de menores? ¡Eso sí que no!

Nos sentamos y estuvimos conversando cerca de dos horas. Le conté toda mi vida, no la pasada sino la que tendría en el futuro, cuando viviera en París y fuera escritor. Le dije que quería escribir desde que había leído por primera vez a Alejandro Dumas, y que desde entonces soñaba con viajar a Francia y vivir en una buhardilla, en el barrio de los artistas, entregado totalmente a la literatura, la cosa más formidable del mundo. Le conté que estudiaba Derecho para darle gusto a la familia, pero que la abogacía me parecía la más espesa y boba de las profesiones y que no la practicaría jamás. Me di cuenta, en un momento, que estaba hablando de manera muy fogosa y le dije que por primera vez le confesaba esas cosas íntimas no a un amigo sino a una mujer.

—Te parezco tu mamá y por eso te provoca hacerme confidencias —me psicoanalizó la tía Julia—. Así que el hijo de Dorita resultó bohemio, vaya, vaya. Lo malo es que te vas a morir de hambre, hijito.

Me contó que la noche anterior se había quedado desvelada, pensando en los besos furtivos del Grill Bolívar. Que el hijo de Dorita, el chiquito al que sólo ayer ella había acompañado a su mamá a llevar al colegio La Salle, en Cochabamba, el mocosito al que ella todavía creía de pantalón corto, la guagua con quien se hacía escoltar al cine para no ir sola, de buenas a primeras la besara en la boca como si fuera un hombre hecho y derecho, no le cabía en la cabeza.

—Soy un hombre hecho y derecho —le aseguré, cogiéndole la mano, besándosela—. Tengo dieciocho años. Y ya hace cinco que perdí la virginidad.

—¿Y qué soy yo entonces, que tengo treinta y dos y que la perdí hace quince? —se rió ella—. ¡Una vieja decrépita!

Tenía una risa ronca y fuerte, directa y alegre, que abría de par en par su boca grande, de labios gruesos, y que le arrugaba los ojos. Me miraba con ironía y malicia, todavía no como a un hombre hecho y derecho, pero ya no como a un mocoso. Se levantó para servirme un whisky:

—Después de tus atrevimientos de anoche, ya no puedo convidarte Coca-Colas —me dijo, haciéndose la apenada—. Tengo que atenderte como a uno de mis pretendientes.

Le dije que la diferencia de edad tampoco era tan terrible.

—Tan terrible no —me repuso—. Pero, casi casi, lo justo para que pudieras ser mi hijo.

Me contó la historia de su matrimonio. Los primeros años todo había ido muy bien. Su marido tenía una hacienda en el altiplano y ella se había acostumbrado tanto a la vida de campo que rara vez iba a La Paz. La casa-hacienda era muy cómoda y a ella le encantaba la tranquilidad del lugar, la vida sana y simple: montar a caballo, hacer excursiones, asistir a las fiestas de los indios. Las nubes grises habían comenzado porque no podía concebir; su marido sufría con la idea de no tener descendencia. Luego, él había comenzado a beber y desde entonces el matrimonio se había deslizado por una pendiente de riñas, separaciones y reconciliaciones, hasta la disputa final. Luego del divorcio habían quedado buenos amigos.

—Si alguna vez me caso, yo nunca tendría hijos —le advertí—. Los hijos y la literatura son incompatibles.

—¿Quiere decir que puedo presentar mi solicitud y ponerme a la cola? —me coqueteó la tía Julia.

Tenía chispa y rapidez para las réplicas, contaba cuentos colorados con gracia y era (como todas las mujeres que había conocido hasta entonces) terriblemente aliteraria. Daba la impresión de que en las largas horas vacías de la hacienda boliviana sólo había leído revistas argentinas, alguno que otro engendro de Delly, y apenas un par de novelas que consideraba memorables: "El árabe" y "El hijo del árabe", de un tal H. M. Hull. Al despedirme esa noche le pregunté si podíamos ir al cine y me dijo que "eso sí". Habíamos ido a función de noche, desde entonces, casi a diario, y además de soportar una buena cantidad de melodramas mexicanos y argentinos, nos habíamos dado una considerable cantidad de besos. El cine se fue convirtiendo en pretexto; elegíamos los más alejados de la casa de Armendáriz (el Montecarlo, el Colina, el Marsano) para estar juntos más tiempo. Dábamos largas caminatas después de la función, haciendo empanaditas (me había enseñado que cogerse de las manos se decía en Bolivia 'hacer empanaditas'), zigzagueando por las calles vacías de Miraflores (nos soltábamos cada vez que aparecía un peatón o un auto), conversando sobre todas las cosas, mientras que —era esa estación mediocre que en Lima llaman invierno— la garúa nos iba humedeciendo. La tía Julia salía siempre, a almorzar o a tomar té, con sus numerosos pretendientes, pero me reservaba las noches. Íbamos al cine, en efecto, a sentarnos en las filas de atrás de la platea, donde (sobre todo si la película era muy mala) podíamos besamos sin estorbar a otros espectadores y sin que alguien nos reconociera. Nuestra relación se había estabilizado rápidamente en lo amorfo, se situaba en algún punto indefinible entre las categorías opuestas de enamorados y amantes. Éste era un tema recurrente de nuestras conversaciones. Teníamos de amantes la clandestinidad, el temor a ser descubiertos, la sensación de riesgo, pero lo éramos espiritual, no materialmente, pues no hacíamos el amor (y, como se escandalizaría más tarde Javier, ni siquiera "nos tocábamos"). Teníamos de enamorados el respeto de ciertos ritos clásicos de la adolescente pareja miraflorina de ese tiempo (ir al cine, besarse durante la película, caminar por la calle de la mano) y la conducta casta (en esa Edad de Piedra las chicas de Miraflores solían llegar vírgenes al matrimonio y sólo se dejaban tocar los senos y el sexo cuando el enamorado ascendía al estatuto formal de novio), pero ¿cómo hubiéramos podido serlo dada la diferencia de edad y el parentesco? En vista de lo ambiguo y extravagante de nuestro romance, jugábamos a bautizarlo: 'noviazgo inglés', 'romance sueco', 'drama turco'.

—Los amores de un bebe y una anciana que además es algo así como su tía —me dijo una noche la tía Julia, mientras cruzábamos el Parque Central—. Cabalito para un radioteatro de Pedro Camacho.

Le recordé que sólo era mi tía política y ella me contó que en el radioteatro de las tres, un muchacho de San Isidro, buenmosísimo y gran corredor de tabla hawaiana, tenía relaciones nada menos que con su hermana, a la que, horror de horrores, había dejado embarazada.

—¿Desde cuándo oyes radioteatros? —le pregunté.

—Me he contagiado de mi hermana —me repuso—. La verdad es que esos de Radio Central son fantásticos, unos dramones que parten el alma.

Y me confesó que, a veces, a ella y a la tía Olga se les llenaban los ojos de lágrimas. Fue el primer indicio que tuve del impacto que causaba en los hogares limeños la pluma de Pedro Camacho. Recogí otros, los días siguientes, en las casas de la familia. Caía donde la tía Laura y ella, apenas me veía en el umbral de la sala, me ordenaba silencio con un dedo en los labios, mientras permanecía inclinada hacia el aparato de radio como para poder no sólo oír sino también oler, tocar, la (trémula o ríspida o ardiente o cristalina) voz del artista boliviano. Aparecía donde la tía Gaby y las encontraba a ella y a la tía Hortensia, deshaciendo un ovillo con dedos absortos, mientras seguían un diálogo lleno de esdrújulas y gerundios de Luciano Pando y Josefina Sánchez. Y en mi propia casa, mis abuelos, que siempre habían tenido "afición a las novelitas", como decía la abuela Carmen, ahora habían contraído una auténtica pasión radioteatral. Me despertaba en la mañana oyendo los compases del indicativo de la Radio —se preparaban con una anticipación enfermiza para el primer radioteatro, el de las diez—, almorzaba oyendo el de las dos de la tarde, y a cualquier hora del día que volviera, encontraba a los dos viejitos y a la cocinera, arrinconados en la salita de recibo, profundamente concentrados en la radio, que era grande y pesada como un aparador y que para mal de males siempre ponían a todo volumen.

—¿Por qué te gustan tanto los radioteatros? —le pregunté un día a la abuelita—. ¿Qué tienen que no tengan los libros, por ejemplo?

—Es una cosa más viva, oír hablar a los personajes, es más real —me explicó, después de reflexionar—. Y, además, a mis años, se portan mejor los oídos que la vista,

Intenté una averiguación parecida en otras casas de parientes y los resultados fueron vagos. A las tías Gaby, Laura, Olga, Hortensia los radioteatros les gustaban porque eran entretenidos, tristes o fuertes, porque las distraían y hacían soñar, vivir cosas imposibles en la vida real, porque enseñaban algunas verdades o porque una tenía siempre su poquito de espíritu romántico. Cuando les pregunté por qué les gustaban más que los libros, protestaron: qué tontería, cómo se iba a comparar, los libros eran la cultura, los radioteatros simples adefesios para pasar el tiempo. Pero lo cierto es que vivían pegadas a la radio y que jamás había visto a ninguna de ellas abrir un libro. En nuestras andanzas nocturnas, la tía Julia me resumía a veces algunos episodios que la habían impresionado y yo le contaba mis conversaciones con el escriba, de modo que, insensiblemente, Pedro Camacho pasó a ser un componente de nuestro romance.

El propio Genaro-hijo me confirmó el éxito de los nuevos radioteatros el día en que por fin conseguí, después de mil protestas, que me repusieran la máquina de escribir. Se presentó en el altillo con una carpeta en la mano y la cara radiante:

—Supera los cálculos más optimistas —nos dijo—. En dos semanas ha aumentado en veinte por ciento la sintonía de los radioteatros. ¿Saben lo que esto significa? ¡Aumentar en veinte por ciento la factura a los auspiciadores!

—¿Y que nos aumentarán en veinte por ciento el sueldo, don Genaro? —saltó en su silla Pascual.

—Ustedes no trabajan en Radio Central sino en Panamericana —nos recordó Genaro-hijo—. Nosotros somos una estación de buen gusto y no pasamos radioteatros.

Los diarios, en las páginas especializadas, pronto se hicieron eco de la audiencia conquistada por los nuevos radioteatros y empezaron a elogiar a Pedro Camacho. Fue Guido Monteverde quien lo consagró, en su columna de “Última Hora", llamándolo "experimentado libretista de imaginación tropical y palabra romántica, intrépido director sinfónico de radioteatros y versátil actor él mismo de acaramelada voz". Pero el beneficiario de estos adjetivos no se daba por enterado de las olas de entusiasmo que iba levantando a su alrededor. Una de esas mañanas en que yo lo recogía, de paso al Bransa, para tomar un café juntos, encontré pegado en la ventana de su cubículo un cartel con esta inscripción escrita en letras toscas: "No se reciben periodistas ni se conceden autógrafos. ¡El artista trabaja! ¡Respetadlo!".

—¿Eso va en serio o en broma? —le pregunté, mientras yo saboreaba mí café cortado y él su compuesto cerebral de yerbaluisa y menta.

—Muy en serio —me contestó—. La poligrafía local ha comenzado a atosigarme, y si no les pongo un paralé, pronto habrá colas de oyentes por ahí —señaló como quien no quiere la cosa hacia la Plaza San Martín—, pidiendo fotografías y firmas. Mi tiempo vale oro y no puedo perderlo en necedades.

No había un átomo de vanidad en lo que decía, sólo sincera inquietud. Vestía su terno negro habitual, su corbatita de lazo y fumaba unos cigarrillos pestilentes llamados "Aviación". Como siempre, estaba sumamente serio. Creí halagarlo contándole que todas mis tías habían pasado a ser fanáticas oyentes suyas y que Genaro-hijo rebotaba de alegría con los resultados de los surveys sobre la sintonía de sus radioteatros. Pero me hizo callar, aburrido, como si todas esas cosas fueran inevitables y él las hubiera sabido desde siempre, y más bien me comunicó que estaba indignado por la falta de sensibilidad de "los mercaderes" (expresión con la que, a partir de entonces, se referiría siempre a los Genaros).

—Algo está flaqueando en los radioteatros y mi obligación es remediarlo y la de ellos ayudarme —afirmó, frunciendo el ceño—. Pero está visto que el arte y la bolsa son enemigos mortales, como los chanchos y las margaritas.

—¿Flaqueando? —me asombré—. ¡Pero si son todo un éxito!

—Los mercaderes no quieren despedir a Pablito, pese a que yo lo he exigido —me explicó—. Por consideraciones sentimentales, que lleva no sé cuántos años en Radio Central y tonterías así. Como si el arte tuviera que ver algo con la caridad. ¡La incompetencia de ese enfermo es un verdadero sabotaje a mi trabajo!

El Gran Pablito era uno de esos personajes pintorescos e indefinibles que atrae o fabrica el ambiente de la radio. El diminutivo sugería que se trataba de un chiquillo, pero era un cholo cincuentón, que arrastraba los pies y tenía unos ataques de asma que levantaban miasmas a su alrededor. Merodeaba mañana y tarde por Radio Central y Panamericana haciendo de todo, desde echar una mano a los barrenderos e ir a comprar entradas al cine y a los toros a los Genaros, hasta repartir pases para las audiciones. Su trabajo más permanente eran los radioteatros, donde se encargaba de los efectos especiales.

—Estos creen que los efectos especiales son una mariconada que cualquier mendigo puede hacer —despotricaba, aristocrático y helado, Pedro Camacho—. En realidad también son arte, ¿y qué sabe de arte el braquicéfalo medio moribundo de Pablito?

Me aseguró que, “llegado el caso", no vacilaría en suprimir con sus propias manos cualquier obstáculo a la "perfección de su trabajo" (y lo dijo de tal modo que le creí). Compungido, añadió que no tenía tiempo para formar un técnico en efectos especiales, enseñándole desde la a hasta la z, pero que, luego de una rápida exploración del "dial nativo", había encontrado lo que buscaba. Bajó la voz, echó un vistazo en torno y concluyó, mefistofélicamente:

—El elemento que nos conviene está en Radio Victoria.

Analizamos con Javier las posibilidades que tenía Pedro Camacho de materializar sus propósitos homicidas con el Gran Pablito y coincidimos en que la suerte de éste dependía exclusivamente de los surveys: si la progresión de los radioteatros se mantenía sería sacrificado sin misericordia. En efecto, no había pasado una semana cuando Genaro-hijo se presentó en el altillo, sorprendiéndome en plena redacción de un nuevo cuento —debió notar mi confusión, la velocidad con que arranqué la página de la máquina de escribir y la entreveré con los boletines, pero tuvo la delicadeza de no decir nada—, y se dirigió conjuntamente a Pascual y a mí con un gesto de gran mecenas:

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