El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar ordenó a los guardias que le quitaran las esposas y salieran. Era una costumbre que había nacido con su carrera judicial: aun a los más crapulosos criminales los había interrogado a solas, sin coacción, paternalmente, y en esos
tête à tête
, éstos solían abrirle su corazón como penitente a confesor. Nunca había tenido que lamentar esta arriesgada práctica. Gumercindo Tello se frotó las muñecas y agradeció la prueba de confianza. El juez le señaló un asiento y el mecánico se sentó, al borde mismo, en actitud erecta, como un hombre al que la noción misma de comodidad incomodaba. El juez compuso mentalmente la divisa que sin duda regía la vida del Testigo: levantarse de la cama con sueño, de la mesa con hambre y (si alguna vez iba) salirse del cine antes del final. Intentó imaginarlo banderillado, incendiado por la infantil vampiresa de la Victoria, pero en el acto canceló esa operación imaginaria como lesiva a los derechos de la defensa. Gumercindo Tello se había puesto a hablar:
—Es verdad que no prestamos servidumbre a gobiernos, partidos, ejércitos y demás instituciones visibles, que son todas hijastras de Satán —decía con dulzura—, que no juramos fidelidad a ningún trapo con colorines, ni vestimos uniformes, porque no nos engatusan los oropeles ni los disfraces y que no aceptamos los injertos de piel o de sangre, porque lo que Dios hizo la ciencia no lo deshará. Pero nada de eso quiere decir que no cumplamos nuestras obligaciones. Señor juez, estoy a sus órdenes para lo que se le ofrezca y sepa que ni aun con motivos le faltaría el respeto.
Hablaba de manera pausada, como para facilitar la tarea del secretario, que iba acompañando con música mecanográfica su perorata. El juez le agradeció sus amables propósitos, le hizo saber que respetaba todas las ideas y creencias, muy en especial las religiosas, y se permitió recordarle que no estaba detenido por las que profesaba sino bajo acusación de haber golpeado y violentado a una menor.
Una sonrisa abstracta cruzó el rostro del muchacho de Moquegua.
—Testigo es el que testimonia, el que testifica, el que atestigua —reveló su versación en el saber semántico, mirando fijamente al juez—, el que sabiendo que Dios existe lo hace saber, el que conociendo la verdad la hace conocer. Yo soy Testigo y ustedes dos también podrían serlo con un poco de voluntad.
—Gracias, para otra ocasión —lo interrumpió el juez, levantando el grueso expediente y pasándoselo por los ojos como si fuera un manjar—. El tiempo apremia y esto es lo que importa. Vamos al grano. Y, para principiar, un consejo: lo recomendable, lo que le conviene es la verdad, la limpia verdad.
El acusado, conmovido por alguna rememoración secreta, suspiró hondo.
—La verdad, la verdad —murmuró con tristeza—. ¿Cuál, señor juez? ¿No se tratará, más bien, de esas calumnias, de esos contrabandos, de esas supercherías vaticanas que, aprovechando la ingenuidad del vulgo, nos quieren hacer pasar por la verdad? Modestia aparte, yo creo que conozco la verdad, pero, y se lo pregunto sin ofensa, ¿la conoce usted?
—Me propongo conocerla —dijo el juez, astutamente, palmoteando el cartapacio.
¿La verdad en torno a la fantasía de la cruz, a la broma de Pedro y la piedra, a las mitras, tal vez a la tomadura de pelo papal de la inmortalidad del alma? —se preguntaba sarcásticamente Gumercindo Tello.
—La verdad en torno al delito cometido por usted al abusar de la menor Sarita Huanca Salaverría —contraatacó el magistrado—. La verdad en torno a ese atropello a una inocente de trece años. La verdad en torno a los golpes que le propinó, a las amenazas con que la aterrorizó, al estupro con que la humilló y tal vez preñó.
La voz del magistrado se había ido elevando, acusatoria y olímpica. Gumercindo Tello lo miraba muy serio, rígido como la silla que ocupaba, sin indicios de confusión ni arrepentimiento. Por fin, meneó la cabeza con suavidad de res:
—Estoy preparado para cualquier prueba a que quiera someterme Jehová —aseguró.
—No se trata de Dios sino de usted —lo regresó a la tierra el magistrado—. De sus apetitos, de su lujuria, de su libido.
—Se trata siempre de Dios, señor juez —se empecinó Gumercindo Tello—. Nunca de usted, ni de mí, ni de nadie. De Él, sólo de Él.
—Sea usted responsable —lo exhortó el juez—. Aténgase a los hechos. Admita su falta y la Justicia tal vez lo considere. Proceda como el hombre religioso que trata de hacerme creer que es.
—Me arrepiento de todas mis culpas, que son infinitas —dijo, lúgubremente, Gumercindo Tello—. Sé muy bien que soy un pecador, señor juez.
—Bien, los hechos concretos —lo apremió el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar—. Puntualíceme, sin regodeos morbosos ni jeremiadas cómo fue que la violó.
Pero el Testigo ya había prorrumpido en sollozos, cubriéndose la cara con las manos. El magistrado no se inmutó. Estaba habituado a las bruscas alternancias ciclotímicas de los acusados y sabía aprovecharlas para la averiguación de los hechos. Viendo a Gumercindo Tello así, cabizbajo, su cuerpo agitado, sus manos húmedas de lágrimas, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar se dijo, sobrio orgullo de profesional que comprueba la eficacia de su técnica, que el acusado había llegado a ese climático estado emotivo en el que, inapto ya para disimular, proferiría ansiosa, espontánea, caudalosamente la verdad.
—Datos, datos —insistió—. Hechos, lugares, posiciones, palabras dichas, actos actuados. ¡Vamos, valor!
—Es que no sé mentir, señor juez —balbuceó Gumercindo Tello, entre hipos—. Estoy dispuesto a sufrir lo que sea, insulto, cárcel, deshonor. ¡Pero no puedo mentir! ¡Nunca aprendí, no soy capaz!
—Bien, bien, esa incapacidad lo honra —exclamó, con gesto alentador, el juez—. Demuéstremela. Vamos, ¿cómo fue que la violó?
—Ahí está el problema —se desesperó, tragando babas, el Testigo—. ¡Es que yo no la violé!
—Voy a decirle algo, señor Tello —silabeó, suavidad de serpiente que es todavía más despectiva, el magistrado:— ¡Es usted un falso Testigo de Jehová! ¡Un impostor!
—No la he tocado, jamás le hablé a solas, ayer ni siquiera la vi —decía, corderillo que bala, Gumercindo Tello.
—Un cínico, un farsante, un prevaricador espiritual —sentenciaba, témpano de hielo, el juez—. Si la Justicia y la Moral no le importan, respete al menos a ese Dios que tanto nombra. Piense en que ahora mismo lo ve, en lo asqueado que debe estar al oírlo mentir.
—Ni con la mirada ni con el pensamiento he ofendido a esa niña —repitió, con acento desgarrador, Gumercindo Tello.
—La ha amenazado, golpeado y violado —se destempló la voz del magistrado—. ¡Con su sucia lujuria, señor Tello!
—¿Con-mi-su-cia-lu-ju-ria? —repitió, hombre que acaba de recibir un martillazo, el Testigo.
—Con su sucia lujuria, sí señor —refrendó el magistrado, y, luego de una pausa creativa: —¡Con su pene pecador!
—¿Con-mi-pe-ne-pe-ca-dor? —tartamudeó, voz desfalleciente y expresión de pasmo, el acusado—. ¿Mi-pene-pe-ca-dor-ha-di-cho-us-ted?
Estrambóticos y estrábicos, saltamontes atónitos, sus ojos pasearon del secretario al juez, del suelo al techo, de la silla al escritorio y allí permanecieron, recorriendo papeles, expedientes, secantes. Hasta que se iluminaron sobre el cortapapeles Tiahuanaco que descollaba entre todos los objetos con artístico centelleo prehispánico. Entonces, movimiento tan rápido que no dio tiempo al juez ni al secretario a intentar un gesto para impedirlo, Gumercindo Tello estiró la mano y se apoderó del puñal. No hizo ningún ademán amenazador, todo lo contrario, estrechó, madre que abriga a su pequeño, el plateado cuchillo contra su pecho, y dirigió una tranquilizadora, bondadosa, triste mirada a los dos hombres petrificados de sorpresa.
—Me ofenden creyendo que podría lastimarlos —dijo con voz de penitente.
—No podrá huir jamás, insensato —le advirtió, reponiéndose, el magistrado—. El Palacio de Justicia está lleno de guardias, lo matarán.
—¿Huir yo? —preguntó con ironía el mecánico—. Qué poco me conoce, señor juez.
—¿No ve que se está delatando? —insistió el magistrado—. Devuélvame el cortapapeles.
—Lo he cogido prestado para probar mi inocencia —explicó serenamente Gumercindo Tello.
El juez y el secretario se miraron. El acusado se había puesto de pie. Tenía una expresión nazarena, en su mano derecha el cuchillo despedía un brillo premonitorio y terrible. Su mano izquierda se deslizó sin prisa hacia la ranura del pantalón que ocultaba el cierre relámpago y, mientras, iba diciendo con voz adolorida:
—Yo soy puro, señor juez, yo no he conocido mujer. A mí, eso que otros usan para pecar, sólo me sirve para hacer pipí...
—Alto ahí —lo interrumpió, con una sospecha atroz, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar—. ¿Qué va usted a hacer?
—Cortarlo y botarlo a la basura para probarle lo poco que me importa —replicó el acusado, mostrando con el mentón el cesto de papeles.
Hablaba sin soberbia, con tranquila determinación. El juez y el secretario, boquiabiertos, no atinaban a gritar. Gumercindo Tello tenía ya en la mano izquierda el cuerpo del delito y elevaba el cuchillo para, verdugo que blande el hacha y mide la trayectoria hacia el cuello del condenado, dejarlo caer y consumar la inconcebible prueba.
¿Lo haría? ¿Se privaría así, de un tajo, de su integridad? ¿Sacrificaría su cuerpo, su juventud, su honor, en pos de una demostración ético-abstracta? ¿Convertiría Gumercindo Tello el más respetable despacho judicial de Lima en ara de sacrificios? ¿Cómo terminaría ese drama forense?
L
OS AMORES
con la tía Julia continuaban viento en popa, pero la, cosas se iban complicando porque resultaba difícil mantener la clandestinidad. De común acuerdo, para no provocar sospechas en la familia, había reducido drásticamente mis visitas a casa del tío Lucho. Sólo seguía yendo con puntualidad al almuerzo de los jueves. Para el cine de las noches inventábamos diversas tretas. La tía Julia salía temprano, llamaba a la tía Olga para decirle que comería con una amiga y me esperaba en algún lugar acordado. Pero esta operación tenía el inconveniente de que la tía Julia debía pasarse horas en las calles, hasta que yo saliera del trabajo, y de que la mayor parte de las veces ayunaba. Otros días yo iba a buscarla en un taxi, sin bajarme; ella estaba alerta y apenas veía detenerse el automóvil salía corriendo. Pero era una estratagema riesgosa: si me descubrían, inmediatamente sabrían que había algo entre ella y yo; y, de todos modos, ese misterioso invitador, emboscado en el fondo de un taxi, terminaría por despertar curiosidad, malicia, muchas preguntas...
Habíamos optado, por eso, en vernos menos de noche y más de día, aprovechando los huecos de la Radio. La tía Julia tomaba un colectivo al centro y a eso de las once de la mañana, o de las cinco de la tarde, me esperaba en una cafetería de Camaná, o en el Cream Rica del jirón de la Unión. Yo dejaba revisados un par de boletines y podíamos pasar dos horas juntos. Habíamos descartado el Bransa de la Colmena porque allí acudía toda la gente de Panamericana y de Radio Central. De vez en cuando (más exactamente, los días de pago) la invitaba a almorzar y entonces estábamos hasta tres horas juntos. Pero mi magro salario no permitía esos excesos. Había conseguido, luego de un elaborado discurso, una mañana en que lo encontré eufórico por los éxitos de Pedro Camacho, que Genaro-hijo me aumentara el sueldo, con lo que llegué a redondear cinco mil soles. Daba dos mil a mis abuelos para ayudarlos en la casa. Los tres mil restantes me alcanzaban antes de sobra para mis vicios: el cigarrillo, el cine y los libros. Pero, desde mis amores con la tía Julia, se volatizaban velozmente y andaba siempre apurado, recurriendo con frecuencia a préstamos e, incluso, a la Caja Nacional de Pignoración, en la Plaza de Armas. Como, por otra parte, tenía firmes prejuicios hispánicos respecto a las relaciones entre hombres y mujeres y no permitía que la tía Julia pagara ninguna cuenta, mi situación económica llegaba a ser dramática. Para aliviarla, comencé a hacer algo que Javier severamente llamó "prostituir mi pluma". Es decir, a escribir reseñas de libros y reportajes en suplementos culturales y revistas de Lima. Los publicaba con seudónimo, para avergonzarme menos de lo malos que eran. Pero los doscientos o trescientos soles más al mes constituían un tónico para mi presupuesto.
Esas citas en los cafetines del centro de Lima eran poco pecaminosas, largas conversaciones muy románticas, haciendo empanaditas, mirándonos a los ojos, y, si la topografía del local lo permitía, rozándonos las rodillas. Sólo nos besábamos cuando nadie podía vernos, lo que ocurría rara vez, porque a esas horas los cafés estaban siempre repletos de oficinistas lisurientos. Hablábamos de nosotros, por supuesto, de los peligros que corríamos de ser sorprendidos por algún miembro de la familia, de la manera de conjurar esos peligros, nos contábamos con lujo de detalles todo lo que habíamos hecho desde la última vez (es decir, algunas horas atrás o el día anterior), pero, en cambio, jamás hacíamos ningún plan para el futuro. El porvenir era un asunto tácitamente abolido en nuestros diálogos, sin duda porque, tanto ella como yo, estábamos convencidos que nuestra relación no tendría ninguno. Sin embargo, pienso que eso que había comenzado como un juego, se fue volviendo serio en los castos encuentros de los cafés humosos del centro de Lima. Fue ahí donde, sin darnos cuenta, nos fuimos enamorando.
Hablábamos también mucho de literatura; o, mejor dicho, la tía Julia escuchaba y yo le hablaba, de la buhardilla de París (ingrediente inseparable de mi vocación) y de todas las novelas, los dramas, los ensayos que escribiría cuando fuera escritor. La tarde que nos descubrió Javier, en el Cream Rica del jirón de la Unión, yo estaba leyéndole a la tía Julia mi cuento sobre Doroteo Martí. Se titulaba, medievalescamente, "La humillación de la cruz" y tenía cinco páginas. Era el primer cuento que le leía, y lo hice muy despacio, para disimular mi inquietud por su veredicto. La experiencia fue catastrófica para la susceptibilidad del futuro escritor. A medida que progresaba en la lectura, la tía Julia me iba interrumpiendo:
—Pero si no fue así, pero si lo has puesto todo patas arriba —me decía, sorprendida y hasta enojada—, pero si no fue eso lo que dijo, pero si...
Yo, angustiadísimo, hacía un alto para informarle que lo que escuchaba no era la relación fiel de la anécdota que me había contado, sino
un cuento, un cuento
, y que todas las cosas añadidas o suprimidas eran recursos para conseguir ciertos efectos: