Dos o tres días después, conocí la pensión de Pedro Camacho. La tía Julia había venido a encontrarse conmigo a la hora del último boletín, porque quería ver una película que daban en el Metro, con una de las grandes parejas románticas: Greer Garson y Walter Pidgeon. Cerca de medianoche, estábamos cruzando la Plaza San Martín, para tomar el colectivo, cuando vi a Pedro Camacho saliendo de Radio Central. Apenas se lo señalé, la tía Julia quiso que se lo presentara. Nos acercamos y él, al decirle que se trataba de una compatriota suya, se mostró muy amable.
—Soy una gran admiradora suya —le dijo la tía Julia, para caerle más en gracia le mintió:— Desde Bolivia, no me pierdo sus radioteatros.
Fuimos caminando con él, casi sin darnos cuenta, hacia el jirón Quilca, y en el trayecto Pedro Camacho y la tía Julia mantuvieron una conversación patriótica de la que quedé excluido, en la que desfilaron las minas de Potosí y la cerveza Taquiña, esa sopa de choclo que llaman lagua, el mote con queso fresco, el clima de Cochabamba, la belleza de las cruceñas y otros orgullos bolivianos. El escriba parecía muy satisfecho hablando maravillas de su tierra. Al llegar al portón de una casa con balcones y celosías se detuvo. Pero no nos despidió:
—Suban —nos propuso—. Aunque mi cena es sencilla, podemos compartirla.
La pensión La Tapada era una de esas viejas casas de dos pisos del centro de Lima, construidas el siglo pasado, que alguna vez fueron amplias, confortables y acaso suntuosas, y que luego, a medida que la gente acomodada iba desertando el centro hacia los balnearios y la vieja Lima iba perdiendo clase, se han ido deshaciendo y atestando, subdividiéndose hasta ser verdaderas colmenas, gracias a tabiques que duplican o cuadruplican las habitaciones y a nuevos reductos erigidos de cualquier manera en los zaguanes, las azoteas e incluso los balcones y las escaleras. La pensión La Tapada daba la impresión de estar a punto de descalabrarse; las gradas en que subimos al cuarto de Pedro Camacho se mecían bajo nuestro peso, y se levantaban unas nubecillas que hacían estornudar a la tía Julia. Una costra de polvo lo recubría todo, paredes y suelos, y era evidente que la casa no había sido barrida ni trapeada jamás. El cuarto de Pedro Camacho parecía una celda. Era muy pequeño y estaba casi vacío. Había un catre sin espaldar, cubierto con una colcha descolorida y una almohada sin funda, una mesita con hule y una silla de paja, una maleta y un cordel tendido entre dos paredes donde se columpiaban unos calzoncillos y unas medias. Que el escriba se lavara él mismo la ropa no me sorprendió, pero sí que se hiciera la comida. Había un primus en el alféizar de la ventana, una botella de kerosene, unos platos y cubiertos de lata, unos vasos. Ofreció la silla a la tía Julia y a mí la cama con un gesto magnífico:
—Asiento. La morada es pobre pero el corazón es grande.
Preparó la cena en dos minutos. Tenía los ingredientes en una bolsa de plástico, oreándose en la ventana. El menú consistió en unas salchichas hervidas con huevo frito, pan con mantequilla y queso, y un yogourth con miel. Lo vimos prepararlo diestramente, como alguien acostumbrado a hacerlo a diario, y tuve la certidumbre que ésa debía ser siempre su dieta.
Mientras comíamos, estuvo conversador y galante, y condescendió a tratar temas como la receta de la crema volteada (que le pidió la tía Julia) y el sapolio más económico para la ropa blanca. No terminó su plato; al apartarlo, señalando las sobras, se permitió una broma:
—Para el artista la comida es vicio, mis amigos.
Al ver su buen humor, me atreví a hacerle preguntas sobre su trabajo. Le dije que envidiaba su resistencia, que, pese a su horario de galeote, nunca pareciera cansado.
—Tengo mis estrategias para que la jornada resulte variopinta —nos confesó.
Bajando la voz, como para que no fueran a descubrir su secreto fantasmales competidores, nos dijo que nunca escribía más de sesenta minutos una misma historia y que pasar de un tema a otro era refrescante, pues cada hora tenía la sensación de estar principiando a trabajar.
—En la variación se encuentra el gusto, señores —repetía, con ojos excitados y muecas de gnomo maléfico.
Para eso era importante que las historias estuvieran ordenadas no por afinidad sino por contraste: el cambio total de clima, lugar, asunto y personajes reforzaba la sensación renovadora. De otro lado, los matecitos de yerbaluisa y menta eran útiles, desatoraban los conductos cerebrales y la imaginación lo agradecía. Y eso de, cada cierto tiempo, dejar la máquina para ir al estudio, ese pasar de escribir a dirigir e interpretar era también descanso, una transición que entonaba. Pero, además, él, en el curso de los años, había descubierto algo, algo que a los ignaros y a los insensibles les podía parecer tal vez una chiquillada. Aunque ¿importaba lo que pensara la ralea? Lo vimos vacilar, callarse, y su carita caricatural se entristeció:
—Aquí, desgraciadamente, no puedo ponerlo en práctica —dijo con melancolía—. Sólo los domingos, que estoy solo. Los días de semana hay demasiados curiosos y no lo entenderían.
¿De cuándo acá esos escrúpulos, en él, que miraba olímpicamente a los mortales? Vi a la tía Julia tan anhelante como yo:
—No puede usted dejarnos con la miel en los labios —le rogó—. ¿Cuál es ese secreto, señor Camacho?
Nos quedó observando, en silencio, como el ilusionista que contempla, satisfecho, la atención que ha conseguido despertar. Luego, con lentitud sacerdotal, se levantó (estaba sentado en la ventana, junto al primus), fue hasta la maleta, la abrió, y empezó a sacar de sus entrañas, como el prestidigitador saca palomas o banderas del sombrero de copa, una inesperada colección de objetos: una peluca de magistrado inglés, bigotes postizos de distintos tamaños, un casco de bombero, una insignia de militar, caretas de mujer gorda, de anciano, de niño estúpido, la varita del policía de tránsito, la gorra y la pipa del lobo de mar, el mandil blanco del médico, narices falsas, orejas postizas, barbas de algodón... Como una figurita eléctrica, mostraba los artefactos y, ¿para que los apreciáramos mejor, por una necesidad íntima?, se los iba enfundando, acomodando, quitando, con una agilidad que delataba una persistente costumbre, un asiduo manejo. De este modo, ante la tía Julia y yo, que lo mirábamos embobados, Pedro Camacho, mediante cambios de atuendo, se transformaba en un médico, en un marino, en un juez, en una anciana, en un mendigo, en una beata, en un cardenal... Al mismo tiempo que operaba estas mudanzas, iba hablando, lleno de ardor:
—¿Por qué no voy a tener derecho, para consubstanciarme con personajes de mi propiedad, a parecerme a ellos? ¿Quién me prohíbe tener, mientras los escribo, sus narices, sus pelos y sus levitas? —decía, trocando un capelo por una cachimba, la cachimba por un guardapolvo y el guardapolvo por una muleta—. ¿A quién le importa que aceite la imaginación con unos trapos? ¿Qué cosa es el realismo, señores, el tan mentado realismo qué cosa es? ¿Qué mejor manera de hacer arte realista que identificándose materialmente con la realidad? ¿Y no resulta así la jornada más llevadera, más amena, más movida?
Pero, claro —y su voz pasó a ser primero furiosa, luego desconsolada—, la incomprensión y la estulticia de la gente todo lo malinterpretaban. Si lo veían en Radio Central escribiendo disfrazado, brotarían las murmuraciones, correría la voz de que era travestista, su oficina se convertiría en un imán para la morbosidad del vulgo. Terminó de guardar las caretas y demás objetos, cerró la maleta y volvió a la ventana. Ahora estaba triste. Murmuró que en Bolivia, donde siempre trabajaba en su propio "atélier", nunca había tenido problema "con los trapos". Aquí, en cambio, sólo los domingos podía escribir de acuerdo a su costumbre.
—¿Esos disfraces se los consigue en función de los personajes o inventa los personajes a partir de disfraces que ya tiene? —le pregunté, por decir algo, todavía sin salir del asombro.
Me miró como a un recién nacido:
—Se nota que es usted muy joven —me reprendió con suavidad—. ¿No sabe acaso que lo primero es siempre el verbo?
Cuando, después de agradecerle efusivamente la invitación, volvimos a la calle, le dije a la tía Julia que Pedro Camacho nos había dado una prueba de confianza excepcional haciéndonos partícipes de su secreto, y que me había conmovido. Ella estaba contenta: nunca se había imaginado que los intelectuales pudieran ser tipos tan entretenidos.
—Bueno, no todos son así —me burlé—. Pedro Camacho es un intelectual entre comillas. ¿Te fijaste que no hay un solo libro en su cuarto? Me ha explicado que no lee para que no le influyan el estilo.
Regresábamos, por las calles taciturnas del centro, cogidos de la mano, hacia el paradero de los colectivos y yo le decía que algún domingo vendría a Radio Central sólo para ver al escriba transubstanciado mediante antifaces con sus creaturas.
—Vive como un pordiosero, no hay derecho —protestaba la tía Julia—. Siendo sus radioteatros tan famosos, creí que ganaría montones de plata.
Le preocupaba que en la pensión La Tapada no se viera ni una bañera ni una ducha, apenas un excusado y un lavador enmohecidos en el primer rellano de la escalera. ¿Creía yo que Pedro Camacho no se bañaba nunca? Le dije que al escriba esas banalidades le importaban un pito. Me confesó que al ver la suciedad de la pensión le había dado asco, que había hecho un esfuerzo sobrehumano para pasar la salchicha y el huevo. Ya en el colectivo, una vieja carcocha que iba parando en cada esquina de la avenida Arequipa, mientras yo la besaba despacito en la oreja, en el cuello, la oí decir alarmada:
—O sea que los escritores son unos muertos de hambre. Quiere decir que toda la vida vivirás fregado, Varguitas.
Desde que se lo había oído a Javier, ella también me llamaba Varguitas.
D
ON FEDERICO
Téllez Unzátegui consultó su reloj, comprobó que eran las doce, dijo a la media docena de empleados de "Antirroedores S. A." que podían partir a almorzar, y no les recordó que estuvieran de vuelta a las tres en punto, ni un minuto más tarde, porque todos ellos sabían de sobra que, en esa empresa, la impuntualidad era sacrílega: se pagaba con multa e incluso despido. Una vez partidos, don Federico, según su costumbre, cerró él mismo la oficina con doble llave, enfundó su sombrero gris pericote, y se dirigió, por las atestadas aceras del jirón Huancavelica, hacia la playa de estacionamiento donde guardaba su automóvil (un Sedán marca Dodge).
Era un hombre que inspiraba temor e ideas lúgubres, alguien a quien bastaba cruzar en la calle para advertir que era distinto a sus conciudadanos. Estaba en la flor de la edad, la cincuentena, y sus señas particulares —frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud en el espíritu— podían haber hecho de él un Don Juan si se hubiera interesado en las mujeres. Pero don Federico Téllez Unzátegui había consagrado su existencia a una cruzada y no permitía que nada ni nadie —a no ser las indispensables horas de sueño, alimentación y trato de la familia— lo distrajera de ella. Esa guerra la libraba hacía cuarenta años y tenía como meta el exterminio de todos los roedores del territorio nacional.
La razón de esta quimera la ignoraban sus conocidos e incluso su esposa y sus cuatro hijos. Don Federico Téllez Unzátegui la ocultaba pero no la olvidaba: día y noche ella volvía a su memoria, pesadilla persistente de la que extraía nuevas fuerzas, odio fresco para perseverar en ese combate que algunos consideraban estrambótico, otros repelente y, los más, comercial. Ahora mismo, mientras entraba a la playa de estacionamiento, verificaba de un vistazo de cóndor que el Dodge había sido lavado, lo ponía en marcha y esperaba dos minutos (tomados por reloj) a que se calentara el motor, sus pensamientos, una vez más, mariposas revoloteando hacia llamas donde arderán sus alas, remontaban el tiempo, el espacio, hacia la población selvática de su niñez y hacia el espanto que fraguó su destino
Había sucedido en la primera década del siglo, cuando Tingo María era apenas una cruz en el mapa, un claro de cabañas rodeado por la jungla abrupta. Hasta allí venían, a veces, después de infinitas penalidades, aventureros que abandonaban la molicie de la capital con la ilusión de conquistar la selva. Así llegó a la región el ingeniero Hildebrando Téllez, con una esposa joven (por cuyas venas, como su nombre Mayte y su apellido Unzátegui voceaban, corría la azulina sangre vasca) y un hijo pequeño: Federico. Alentaba el ingeniero proyectos grandiosos: talar árboles, exportar maderas preciosas para la vivienda y el mueble de los pudientes, cultivar la piña, la palta, la sandía, la guanábana y la lúcuma para los paladares exóticos del mundo, y, con el tiempo, un servicio de vaporcitos por los ríos amazónicos. Pero los dioses y los hombres hicieron ceniza de esos fuegos. Las catástrofes naturales —lluvias, plagas, desbordes— y las limitaciones humanas —falta de mano de obra, pereza y estulticia de la existente, alcohol, escaso crédito— liquidaron uno tras otro los ideales del pionero, quien, a los dos años de su llegada a Tingo María, debía ganarse el sustento, modestamente, con una chacrita de camotes, aguas arriba del río Pendencia. Fue allí, en una cabaña de troncos y palmas, donde una noche cálida las ratas se comieron viva, en su cuna sin mosquitero, a la recién nacida María Téllez Unzátegui.
Lo ocurrido ocurrió de manera simple y atroz. El padre y la madre eran padrinos de un bautizo y pasaban la noche, en los festejos consabidos, en la otra margen del río. Había quedado a cargo de la chacra el capataz, quien, con los dos peones restantes, tenía una enramada lejos de la cabaña del patrón. En ésta dormían Federico y su hermana. Pero el niño acostumbraba, en épocas de calor, sacar su camastro a orillas del Pendencia, donde dormía arrullado por el agua. Es lo que había hecho esa noche (se lo reprocharía mientras tuviera vida). Se bañó a la luz de la luna, se acostó y durmió. Entre sueños, le pareció que oía un llanto de niña. No fue suficiente fuerte o largo para despertarlo. Al amanecer, sintió unos acerados dientecillos en el pie. Abrió los ojos y creyó morir, o, más bien, haber muerto y estar en el infierno: decenas de ratas lo rodeaban, tropezando, empujándose, contoneándose y, sobre todo, masticando lo que se ponía a su alcance. Brincó del camastro, cogió un palo, a gritos consiguió alertar al capataz y a los peones. Entre todos, con antorchas, garrotes, patadas, alejaron a la colonia de invasoras. Pero cuando entraron a la cabaña (plato fuerte del festín de las hambrientas) de la niña quedaba sólo un montoncito de huesos.