Pedro Camacho había contagiado a sus colaboradores su seriedad sepulcral. Era un cambio enorme, los radioteatros de la CMQ cubana se grababan muchas veces en una atmósfera de jolgorio y los actores, mientras interpretaban el libreto, se hacían morisquetas o gestos obscenos, burlándose de sí mismos y de lo que decían. Ahora daba la impresión de que si alguien hubiera hecho una broma los otros se hubieran abalanzado sobre él para castigarlo por sacrílego. Pensé un momento que tal vez simulaban por servilismo hacia el jefe, para no ser purgados como los argentinos, que en el fondo no estaban tan seguros, como aquél, de ser 'los sacerdotes M arte', pero me equivocaba. De regreso a Panamericana, di unos pasos por la calle Belén junto a Josefina Sánchez, quien, entre radioteatro y radioteatro, se iba a preparar un tecito a su casa, y le pregunté si en todas las grabaciones pronunciaba el escriba boliviano esas arengas preliminares o si había sido algo excepcional. Me miró con un desprecio que hacía temblar su papada:
—Hoy habló poco y no estuvo inspirado. Hay veces que parte el alma ver cómo esas ideas no se conservan para la posteridad.
Le pregunté si ella, "que tenía tanta experiencia”, pensaba realmente que Pedro Camacho era una persona de mucho talento. Tardó unos segundos en encontrar las palabras adecuadas para formular su pensamiento:
—Ese hombre santifica la profesión del artista.
U
NA RESPLANDECIENTE
mañana de verano, atildado y puntual como era su costumbre, entró el Dr. Dn. Pedro Barreda y Zaldívar a su despacho de juez instructor de la Primera Sala (en lo Penal) de la Corte Superior de Lima. Era un hombre que había llegado a la flor de la edad, la cincuentena, y en su persona —frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu—, la pulcritud ética se transparentaba en una apostura que le merecía al instante el respeto de las gentes. Vestía con la modestia que corresponde a un magistrado de magro salario que es constitutivamente inapto para el cohecho, pero con una corrección tal que producía una impresión de elegancia. El Palacio de Justicia comenzaba a desperezarse de su descanso nocherniego y su mole se iba inundando de una afanosa muchedumbre de abogados, tinterillos, conserjes, demandantes, notarios, albaceas, bachilleres y curiosos. En el corazón de esa colmena, el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar abrió su maletín, sacó dos expedientes, se sentó en su escritorio y se dispuso a comenzar la jornada. Segundos después se materializó en su despacho, raudo y silente como un aerolito en el espacio, el secretario, Dr. Zelaya, hombrecillo con anteojos, de bigotito mosca que movía rítmicamente al hablar.
—Muy buenos días, mi señor doctor —saludó al magistrado, haciendo una reverencia de bisagra.
—Lo mismo le deseo, Zelaya —le sonrió afablemente el Dr. Dn. Barreda y Zaldívar—. ¿Qué nos depara la mañana?
—Estupro de menor con agravante de violencia mental —depositó en el escritorio un expediente de buen cuerpo el secretario—. El responsable, un vecino de la Victoria de catadura lombrosiana, niega los hechos. Los principales testigos están en el pasillo.
—Antes de escucharlos, necesito releer el parte policial y la demanda de la parte civil —le recordó el magistrado.
—Esperarán lo que haga falta —repuso el secretario. Y salió del despacho.
El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar tenía, bajo su sólida coraza jurídica, alma de poeta. Una lectura de los helados documentos judiciales le bastaba para, separando la costra retórica de cláusulas y latinajos, llegar con la imaginación a los hechos. Así, leyendo el parte asentado en la Victoria, reconstituyó con viveza de detalles la denuncia. Vio entrar el lunes pasado, a la Comisaría del abigarrado y variopinto distrito, a la niña de trece años y alumna de la Unidad Escolar "Mercedes Cabello de Carbonera", llamada Sarita Huanca Salaverría. Venía llorosa y con moretones en la cara, brazos y piernas, entre sus padres don Casimiro Huanca Padrón y doña Catalina Salaverría Melgar. La menor había sido mancillada la víspera, en la casa de vecindad de la avenida Luna Pizarro N. 12, cuarto H, por el sujeto Gumercindo Tello, inquilino de la misma casa de vecindad (cuarto J). Sarita, venciendo su confusión y quebranto, había revelado a los custodios del orden que el estupro no era sino el saldo trágico de un largo y secreto asedio a que se había visto sometida por el violador. Éste, en efecto, hacía ya ocho meses —es decir desde el día en que había venido a instalarse, como extravagante pájaro de mal agüero, en la casa de vecindad N. 12—, perseguía a Sarita Huanca, sin que los padres de ésta o los otros vecinos pudieran advertirlo, con piropos de mal gusto e insinuaciones intrépidas (como decirle: "Me gustaría exprimir los limones de tu huerta" o "Un día de éstos te ordeñaré"). De las profecías, Gumercindo Tello había pasado a las obras, realizando varios intentos de manoseo y beso de la púber, en el patio de la casa de vecindad N. 12 o en calles adyacentes, cuando la niña venía del colegio o cuando salía a hacer mandados. Por natural pudor, la víctima no había prevenido a los padres sobre el acoso.
La noche del domingo, diez minutos después que sus padres salieron en dirección al cine Metropolitan, Sarita Huanca, que hacía las tareas del colegio, oyó unos golpecillos en la puerta. Fue a abrir y se encontró con Gumercindo Tello. "¿Qué desea?", le preguntó cortésmente. El violador, aparentando el aire más inofensivo del mundo, alegó que su primus se había quedado sin combustible: ya era tarde para ir a comprarlo y venía a que le prestaran un conchito de kerosene para preparar su comida (prometía devolverlo mañana). Dadivosa e ingenua, la niña Huanca Salaverría hizo entrar al individuo y le indicó que la lata de kerosene estaba entre la hornilla y el balde que hacía las veces de retrete.
(El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar sonrió ante ese desliz del custodio del orden que había asentado la denuncia y que, sin quererlo, delataba en los Huanca Salaverría esa costumbre bonaerense de hacer sus necesidades en un balde en el mismo recinto donde se come y se duerme).
Apenas hubo conseguido, mediante dicha estratagema, introducirse en el cuarto H, el acusado trancó la puerta. Se puso luego de rodillas y, juntando las manos, comenzó a musitar palabras de amor a Sarita Huanca Salaverría, quien sólo en este momento sintió alarma por su suerte. En un lenguaje que la niña describía como romántico, Gumercindo Tello le aconsejaba que accediera a sus deseos. ¿Cuáles eran éstos? Que se despojara de sus prendas de vestir y se dejara tocar, besar y arrebatar el himen. Sarita Huanca, sobreponiéndose, rechazó con energía las propuestas, increpó a Gumercindo Tello y lo amenazó con llamar a los vecinos. Fue al oír esto que el acusado, renunciando a su actitud suplicante, extrajo de sus ropas un cuchillo y amenazó a la niña con darle de puñaladas al menor grito. Poniéndose de pie, avanzó hacia Sarita diciendo: "Vamos, vamos, ya te estás calateando, mi amor", y como ella, pese a todo, no le obedeciera, le regaló una andanada de puñetazos y patadas, hasta hacerla caer al suelo. Allí, presa de un nerviosismo que, según la víctima, le hacía chocar los dientes, el violador le arrancó las ropas a jalones, procedió también a desabotonar las suyas, y se derrumbó sobre ella, hasta perpetrar, allí en el suelo, el acto carnal, el mismo que, debido a la resistencia que ofrecía la muchacha, estuvo yapado de nuevos golpes, de los cuales quedaban huellas en forma de hematomas y chichones. Satisfechas sus ansias, Gumercindo Tello abandonó el cuarto H no sin antes recomendar a Sarita Huanca Salaverría que no dijera una palabra de lo sucedido si pretendía llegar a vieja (y agitó el cuchillo para mostrar que hablaba en serio). Los padres, al volver del Metropolitan, encontraron a su hija bañada en llanto y con el cuerpo depredado. Luego de curar sus heridas la exhortaron a decir qué había ocurrido, pero ella, por vergüenza, se negaba. Y así pasó la noche entera. A la mañana siguiente, sin embargo, algo repuesta del impacto emocional que le significó la pérdida del himen, la niña contó todo a sus progenitores, quienes, de inmediato, se apersonaron a la Comisaría de la Victoria para denunciar el suceso.
El Dr. Dn. Barreda y Zaldívar cerró un instante los ojos. Sentía (pese a su roce diario con el delito no se había encallecido) lástima por lo ocurrido a la niña, pero se dijo a sí mismo que, a simple vista, se trataba de un delito sin misterio, prototípico, milimétricamente encuadrado en el Código Penal, en las figuras de violación y abuso de menor, con sus más caracterizados agravantes de premeditación, violencias de hecho y de dicho, y crueldad mental.
El siguiente documento que releyó era el parte de los custodios del orden que habían efectuado la detención de Gumercindo Tello.
Conforme instrucciones de su superior, capitán G. C. Enrique Soto, los guardias Alberto Cusicanqui Apéstegui y Huasi Tito Parinacocha se apersonaron con una orden de arresto a la casa de vecindad N. 12 de la avenida Luna Pizarro, pero el individuo no se encontraba en su hogar. Mediante los vecinos, se informaron que era de profesión mecánico y trabajaba en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena "El Inti", sito al otro extremo del distrito, casi en las faldas del cerro El Pino. Los guardias procedieron a trasladarse de inmediato hasta allí. En el taller, se dieron con la sorpresa de que Gumercindo Tello acababa de partir, informándoles además el dueño del taller, Sr. Carlos Príncipe, que había pedido licencia con motivo de un bautizo. Cuando los guardias inquirieron, entre los operarios, en qué iglesia podía encontrarse, éstos se miraron con malicia y cambiaron sonrisas. El Sr. Príncipe explicó que Gumercindo Tello no era católico sino Testigo de Jehová y que para esa religión el bautizo no se celebraba en iglesia y con cura sino al aire libre y a zambullidas.
Maliciando que (como se ha dado ya el caso) la tal congregación fuera una cofradía de invertidos, Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha exigieron que se los condujera al sitio donde se hallaba el acusado. Luego de un buen rato de vacilaciones y cambio de palabras, el propietario de "El Inti" en persona los guió al lugar donde, dijo, era posible que estuviera Tello, pues una vez, hacía ya tiempo, cuando trataba de catequizarlos a él y a los compañeros del taller, lo había invitado a presenciar allí una ceremonia (experiencia de la cual el susodicho no había quedado nada convencido).
El Sr. Príncipe llevó en su automóvil a los custodios del orden a los confines de la calle Maynas y el Parque Martinetti, descampado donde los vecinos de los alrededores queman basuras y donde hay una entradita del río Rímac. En efecto, allí estaban los Testigos de Jehová. Cusicanqui Apéstegui y Tito Parinacocha descubrieron una docena de personas de distintas edades y sexos metidas hasta la cintura en las aguas fangosas, no en ropa de baño sino muy vestidas, algunos hombres con corbata y uno de ellos incluso con sombrero. Indiferentes a las bromas, pullas, tiros de cáscaras y otras criollas picardías de los vecinos que se habían amontonado a la orilla para verlos, proseguían muy serios una ceremonia que a los custodios del orden les pareció, en el primer momento, poco menos que un intento colectivo de homicidio por inmersión. Esto es lo que vieron: a la vez que entonaban, en voz muy convencida, extraños cánticos, los Testigos tenían cogido de los brazos a un anciano de poncho y chullo, al que sepultaban en las inmundas aguas ¿con el propósito de sacrificarlo a su Dios? Pero cuando los guardias, revólver en mano y embarrándose las polainas, les ordenaron interrumpir su criminal acto, el anciano fue el primero en enojarse, exigiendo a los guardias que se retiraran y llamándolos cosas raras (como 'romanos' y 'papistas'). Los custodios del orden debieron resignarse a esperar que terminara el bautizo para detener a Gumercindo Tello, a quien habían identificado gracias al Sr. Príncipe. La ceremonia duró unos minutos más, en el curso de los cuales continuaron los rezos y los remojones del bautizado hasta que éste comenzó a voltear los ojos, a tragar agua y atorarse, momento en que los Testigos optaron por sacarlo en peso hasta la orilla, donde principiaron a felicitarlo por la nueva vida que, decían, comenzaba a partir de ese instante
Fue en ese momento que los guardias capturaron a Gumercindo Tello. El mecánico no ofreció la menor resistencia, ni pretendió huir, ni mostró sorpresa por el hecho de ser detenido, limitándose a decir a los otros al recibir las esposas: "Hermanos, nunca los olvidaré". Los Testigos prorrumpieron de inmediato en nuevos cánticos, mirando al cielo y poniendo los ojos en blanco, y así los acompañaron hasta el auto del Sr. Príncipe, quien trasladó a los guardias y al detenido a la Comisaría de la Victoria, donde se le despidió agradeciéndole los servicios prestados.
En la Comisaría, el capitán G. C. Enrique Soto preguntó al acusado si quería secar sus zapatos y pantalones en el patio, a lo cual Gumercindo Tello repuso que se hallaba acostumbrado a andar mojado por el gran incremento de conversiones a la verdadera fe que se registraba últimamente en Lima. De inmediato, el capitán Soto procedió a interrogarlo, a lo cual el acusado se prestó con ánimo cooperativo. Preguntado por sus generales de ley, repuso llamarse Gumercindo Tello y ser hijo de doña Gumercinda Tello, natural de Moquegua y ya difunta, y de padre desconocido, y haber nacido él mismo, también, probablemente en Moquegua hace unos veinticinco o veintiocho años. Respecto a esta duda explicó que su madre lo había entregado, a poco de nacido, a un orfelinato de varones regentado en esa ciudad por la secta papista, en cuyas aberraciones, dijo, había sido educado y de las que felizmente se había liberado a los quince o dieciocho años. Indicó que hasta esa edad había permanecido en el orfelinato, fecha en que éste desapareció en un gran incendio, quemándose también todos los archivos, motivo por el cual él se había quedado en el misterio sobre su exacta edad. Explicó que el siniestro fue providencial en su vida, pues en esa ocasión conoció a una pareja de sabios que viajaban de Chile a Lima, por tierra, abriendo los ojos de los ciegos y destapando los oídos de los sordos sobre las verdades de la filosofía. Puntualizó que se había venido a Lima con esa pareja de sabios, cuyo nombre le excusó de revelar porque dijo que era bastante saber que existían para tener también que etiquetarlos, y que aquí había vivido desde entonces repartiendo su tiempo entre la mecánica (oficio que aprendió en el orfelinato) y la propagación de la ciencia de la verdad. Dijo haber vivido en Breña, en Vitarte, en los Barrios Altos, y haberse instalado en la Victoria hacía ocho meses, por haber obtenido empleo en el Taller de Reparación de Motores y Soldadura Autógena "El Inti", que quedaba demasiado lejos de su domicilio anterior.