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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (20 page)

BOOK: La tía Julia y el escribidor
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Pero no sólo la intromisión de hembras entre sus descendientes había sido desalentadora. Los varones —Ricardo y Federico-hijo— no habían heredado las virtudes del padre. Eran blandos, perezosos, amantes de actividades estériles (como el chicle y el fútbol) y no habían manifestado el menor entusiasmo al explicarles don Federico el futuro que les reservaba. En las vacaciones, cuando, para irlos entrenando, los hacía trabajar con los combatientes de la primera línea, se mostraban remisos, acudían con notoria repugnancia al campo de batalla. Y una vez los sorprendió murmurando obscenidades contra la obra de su vida, confesando que se avergonzaban de su padre. Los había rapado como a convictos, por supuesto, pero eso no lo había librado del sentimiento de traición que le causó esa charla conspiratoria. Don Federico, ahora, no se hacía ilusiones. Sabía que, una vez muerto o invalidado por los años, Ricardo y Federico-hijo se apartarían de la senda que les había trazado, cambiarían de profesión (eligiendo alguna otra por atractivos crematísticos) y que su obra quedaría —como cierta Sinfonía célebre— inconclusa.

Fue en este preciso segundo en que don Federico Téllez Unzátegui, para su desgracia psíquica y física, vio la revista que un canillita metía por la ventana del Sedán, la carátula de colores que brillaban pecadoramente en el sol de la mañana. En su cara cuajó una mueca de disgusto al advertir que lucía, como portada, la foto de una playa, con un par de bañistas en esos simulacros de trajes de baño que se atrevían a usar ciertas hetairas, cuando, con una especie de desgarramiento angustioso del nervio óptico y abriendo la boca como un lobo que aúlla a la luna, don Federico reconoció a las dos bañistas semidesnudas y obscenamente risueñas. Sintió un horror que podía competir con el que había sentido, en esa madrugada amazónica, a orillas del Pendencia, al divisar, sobre una cuna ennegrecida de caquitas de ratón, el desorganizado esqueleto de su hermana. El semáforo estaba en verde, los automóviles de atrás lo bocineaban. Con dedos torpes, sacó su cartera, pagó el producto licencioso, arrancó, y, sintiendo que iba a chocar —el volante se le escapaba de las manos, el auto daba bandazos—, frenó y se pegó a la vereda.

Allí, temblando de ofuscación, observó muchos minutos la terrible evidencia. No había duda posible: eran sus hijas. Fotografiadas por sorpresa, sin duda, por un fotógrafo zafio, escondido entre los bañistas, las muchachas no miraban a la cámara, parecían conversar, tumbadas sobre unas arenas voluptuosas que podían ser las de Agua Dulce o La Herradura. Don Federico fue recuperando la respiración; dentro de su anonadamiento, alcanzó a pensar en la increíble serie de casualidades. Que un ambulante apresara en imagen a Laura y Teresa, que una revista innoble las expusiera al podrido mundo, que él las descubriera... Y toda la espantosa verdad venía a resplandecer así, por estrategia del azar, ante sus ojos. De modo que sus hijas le obedecían sólo cuando estaba presente; de modo que, apenas volvía la espalda, coludidas, sin duda, con sus hermanos y con, ay —don Federico sintió un dardo en el corazón—, su propia esposa, hacían escarnio de los mandamientos y bajaban a la playa, se desnudaban y exhibían. Las lágrimas le mojaron la cara. Examinó las ropas de baño: dos piezas tan reducidas cuya función no era esconder nada sino exclusivamente catapultar la imaginación hacia extremos viciosos. Ahí estaban, al alcance de cualquiera: piernas, brazos, vientres, hombros, cuellos de Laura y Teresa. Sentía un ridículo inexpresable recordando que él jamás había visto esas extremidades y miembros que ahora se prodigaban ante el universo.

Se secó los ojos y volvió a encender el motor. Se había serenado superficialmente, pero, en sus entrañas, crepitaba una hoguera. Mientras, muy despacio, el Sedán proseguía hacia su casita de la avenida Pedro de Osma, se iba diciendo que, así como iban a la playa desnudas era natural que, en su ausencia, fueran también a fiestas, usaran pantalones, frecuentaran hombres, que se vendieran, ¿recibían tal vez a sus galanes en su propio hogar?, ¿sería doña Zoila la encargada de fijar las tarifas y cobrarlas? Ricardo y Federico-hijo tendrían probablemente a su cargo la inmunda tarea de reclutar a los clientes. Ahogándose, don Federico Téllez Unzátegui vio armarse este estremecedor reparto: tus hijas, las rameras; tus hijos, los cafiches, y tu esposa, la alcahueta.

El cotidiano trato con la violencia —después de todo, había dado muerte a miles de millares de seres vivos— había hecho de don Federico un hombre al que no se podía provocar sin riesgo grave. Una vez, un ingeniero agrónomo con pretensiones de dietista, había osado decir en su delante que, dada la falta de ganadería en el Perú, era necesario intensificar la cría del cuy con miras a la alimentación nacional. Educadamente, don Federico Téllez Unzátegui recordó al atrevido que el cuy era primo hermano de la rata. Éste, reincidiendo, citó estadísticas, habló de virtudes nutritivas y carne gustosa al paladar. Don Federico procedió entonces a abofetearlo y cuando el dietista rodó por los suelos sobándose la cara lo llamó lo que era: desfachatado y publicista de homicidas. Ahora, al bajar del automóvil, cerrarlo, avanzar sin premura, cejijunto, muy pálido, hacia la puerta de su casa, el hombre de Tingo María sentía ascender por su interior, como el día que escarmentó al dietista, una lava volcánica. Llevaba en su mano derecha, como barra candente, la revista infernal, y sentía una fuerte comezón en los ojos.

Estaba tan turbado que no conseguía imaginar un castigo capaz de parangonarse con la falta. Sentía la mente brumosa, la ira disolvía las ideas, y eso aumentaba su amargura, pues don Federico era un hombre en quien la razón decidía siempre la conducta, y que despreciaba a esa raza de primarios que actuaban, como las bestias, por instinto y pálpito antes que por convicción. Pero esta vez, mientras sacaba la llave y, con dificultad, porque la rabia le entorpecía los dedos, abría y empujaba la puerta de su casa, comprendió que no podía actuar serena, calculadamente, sino bajo el dictado de la cólera, siguiendo la inspiración del instante. Luego de cerrar la puerta, respiró hondo, tratando de calmarse. Le daba vergüenza que esos ingratos fueran a advertir la magnitud de su humillación.

Su casa tenía, abajo, un pequeño vestíbulo, una salita, el comedor y la cocina, y los dormitorios en la planta alta. Don Federico divisó a su mujer desde el quicio de la sala. Estaba junto al aparador, masticando con arrobo alguna repugnante golosina —caramelo, chocolate, pensó don Federico, fruna, tofi— cuyos restos conservaba en los dedos. Al verlo, le sonrió con ojos intimidados, señalando lo que comía con un gesto de resignación dulzona.

Don Federico avanzó sin apresurarse, desplegando la revista con las dos manos, para que su esposa pudiera contemplar la carátula en toda su indignidad. La puso bajo sus ojos, sin decir palabra, y gozó viéndola palidecer violentamente, desorbitarse y abrir la boca de la que comenzó a correr un hilillo de saliva contaminado de galleta. El hombre de Tingo María levantó la mano derecha y abofeteó a la trémula mujer con toda su fuerza. Ella dio un quejido, tropezó y cayó de rodillas; seguía mirando la carátula con una expresión de beatería, de iluminación mística. Alto, erecto, justiciero, don Federico la contemplaba acusadoramente. Luego, llamó con sequedad a las culpables:

—¡Laura! ¡Teresa!

Un rumor le hizo volver la cabeza. Ahí estaban, al pie de la escalera. No las había sentido bajar. Teresa, la mayor, llevaba un guardapolvo, como si hubiera estado haciendo la limpieza, y Laura vestía el uniforme de colegio. Las muchachas miraban, confusas, a la madre arrodillada, al padre que avanzaba, lento, hierático, sumo sacerdote yendo al encuentro de la piedra de los sacrificios donde esperan el cuchillo y la vestal, y, por fin, a la revista, que don Federico, llegado junto a ellas, les ponía judicialmente ante los ojos. La reacción de sus hijas no fue la que esperaba. En vez de tornarse lívidas, caer de hinojos balbuceando explicaciones, las precoces, ruborizándose, cambiaron una veloz mirada que sólo podía ser de complicidad, y don Federico, en el fondo de su desolación e ira, se dijo que todavía no había bebido toda la hiel de esa mañana. Laura y Teresa
sabían
que habían sido fotografiadas, que la fotografía se iba a publicar, e, incluso —¿qué otra cosa podía decir esa chispa en las pupilas?—, el hecho las alegraba. La revelación de que en su hogar, que él creía prístino, hubiera incubado, no sólo el vicio municipal del nudismo playero, sino el exhibicionismo (y, por qué no, la ninfomanía) le aflojó los músculos, le dio un gusto a cal en la boca y lo llevó a considerar si la vida se justificaba. También —todo ello no tomó más de un segundo— a preguntarse si la única penitencia legítima para semejante horror no era la muerte. La idea de convertirse en filicida lo atormentaba menos que saber que miles de humanos habían merodeado (¿sólo con los ojos?) por las intimidades físicas de sus varonas.

Pasó entonces a la acción. Dejó caer la revista para tener más libertad, cogió con la mano izquierda a Laura de la casaquilla del uniforme, la atrajo unos centímetros para ponerla más a tiro de impacto, levantó la mano derecha lo bastante alto para que la potencia del golpe fuera máxima, y la descargó con todo su rencor. Se llevó, entonces —oh día extraordinario— la segunda sorpresa descomunal, quizá más cegadora que la de la sicalíptica carátula. En vez de la suave mejilla de Laurita, su mano encontró el vacío y, ridícula, frustrada, sufrió un estirón. No fue todo: lo grave vino después. Porque la chiquilla no se contentó con esquivar la bofetada —algo que, en su inmensa desazón, don Federico recordó no había hecho jamás ningún miembro de su familia—, sino que, luego de retroceder, la carita de catorce años descompuesta en una mueca de odio, se lanzó contra él —él, él—, y comenzó a golpearlo con sus puños, a rasguñarlo, a empujarlo y a patearlo.

Tuvo la sensación de que su misma sangre, de puro estupefacta, dejaba de correr. Era como si de pronto los astros escaparan de sus órbitas, se precipitaran unos contra otros, chocaran, se rompieran, rodaran histéricos por los espacios. No atinaba a reaccionar, retrocedía, los ojos desmedidamente abiertos, acosado por la chiquilla que, envalentonándose, exasperándose, además de golpear ahora también gritaba: "maldito, abusivo, te odio, muérete, acábate de una vez". Creyó enloquecer cuando —y todo ocurría tan rápido que apenas tomaba conciencia de la situación ésta cambiaba— advirtió que Teresa corría hacia él, pero en vez de sujetar a su hermana la ayudaba. Ahora también su hija mayor lo agredía, rugiendo los más abominables insultos —"tacaño, estúpido, maniático, asqueroso, tirano, loco, ratonero"— y entre ambas furias adolescentes lo iban arrinconando contra la pared. Había comenzado a defenderse, saliendo al fin de su paralizante asombro, y trataba de cubrirse la cara, cuando sintió un aguijón en la espalda. Se volvió: doña Zoila se había incorporado y lo mordía.

Aún pudo maravillarse al notar que su esposa, más todavía que sus hijas, había sufrido una transfiguración. ¿Era doña Zoila, la mujer que jamás había musitado una queja, alzado la voz, tenido un malhumor, el mismo ser de ojos indómitos y manos bravas que descargaba contra él puñetes, coscorrones, lo escupía, le rasgaba la camisa y vociferaba enloquecida: "matémoslo, venguémonos, que se trague sus manías, sáquenle los ojos"? Las tres aullaban y don Federico pensó que el griterío le había reventado los tímpanos. Se defendía con todas sus fuerzas, procuraba devolver los golpes, pero no lo conseguía, porque ellas, ¿poniendo en práctica una técnica vilmente ensayada?, se turnaban de dos en dos para cogerle los brazos mientras la tercera lo destrozaba. Sentía ardores, hinchazones, punzadas, veía estrellas, y, de pronto, unas manchitas en las manos de las agresoras le revelaron que sangraba.

No se hizo ilusiones cuando vio asomar en el hueco de la escalera a Ricardo y a Federico-hijo. Convertido al escepticismo en pocos segundos, supo que venían a sumarse al cargamontón, a asestarle el puntillazo. Aterrado, sin dignidad ni honor, sólo pensó en alcanzar la puerta de calle, en huir. Pero no era fácil. Pudo dar dos o tres saltos antes de que una zancadilla lo hiciera rodar aparatosamente por el suelo. Allí, encogido para proteger su hombría, vio cómo sus herederos la emprendían a feroces puntapiés contra su humanidad mientras su esposa e hijas se armaban de escobas, plumeros, de la barra de la chimenea para seguir aporreándolo. Antes de decirse que no comprendía nada, salvo que el mundo se había vuelto absurdo, alcanzó a oír que también sus hijos, al compás de las patadas, le decían maniático, tacaño, inmundo y ratonero. Mientras se hacía la tiniebla en él, gris, pequeño, intruso, súbito, de un invisible huequecillo en una esquina del comedor, brotó un pericote de caninos blancos y contempló al caído con una luz de burla en los vivaces ojos...

¿Había muerto don Federico Téllez Unzátegui, el indesmayable verdugo de los roedores del Perú? ¿Había sido consumado un parricidio, un epitalamicidio? ¿O sólo estaba aturdido ese esposo y padre que yacía, en medio de un desorden sin igual, bajo la mesa del comedor, mientras sus familiares, sus pertenencias rápidamente enmaletadas, abandonaban exultantes el hogar? ¿Cómo terminaría esta desventura barranquina?

IX

E
L FRACASO
del cuento sobre Doroteo Martí me tuvo desalentado unos días. Pero la mañana que oí a Pascual referirle al Gran Pablito su descubrimiento del aeropuerto, sentí que mi vocación resucitaba y comencé a planear una nueva historia. Pascual había sorprendido a unos muchachitos vagabundos practicando un deporte riesgoso y excitante. Se tendían, al oscurecer, en el extremo de la pista de despegue del aeropuerto de Limatambo y Pascual juraba que, cada vez que un avión partía, por la presión del aire desplazado, el muchachito tendido se elevaba unos centímetros y levitaba, como en un espectáculo de magia, hasta que unos segundos después, desaparecido el efecto, regresaba al suelo de golpe. Yo había visto en esos días una película mexicana (sólo años después sabría que era de Buñuel y quien era Buñuel) que me entusiasmó: "Los olvidados". Decidí hacer un cuento con el mismo espíritu: un relato de niños-hombres, jóvenes lobeznos endurecidos por las ásperas condiciones de la vida en los suburbios. Javier se mostró escéptico y me aseguró que la anécdota era falsa, que la presión del aire provocada por los aviones no levantaba a un recién nacido. Discutimos, yo acabé diciéndole que en mi cuento los personajes levitarían y que, sin embargo, sería un cuento realista (“no, fantástico", gritaba él) y por último quedamos en ir, una noche, con Pascual a los descampados de la Córpac para verificar qué había de verdad y de mentira en esos juegos peligrosos (era el título que había elegido para el cuento).

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