Pero tampoco esto fue lo peor. A las noches desveladas o pesadillescas, seguían unos días atroces. Desde el accidente, Lucho Abril Marroquín concibió una fobia visceral contra todo lo que tuviera ruedas, vehículos a los que no podía subir ni como chofer ni como pasajero, sin sentir vértigo, vómitos, sudar la gota gorda y ponerse a gritar. Todos los intentos de vencer este tabú fueron inútiles, de modo que tuvo que resignarse a vivir, en pleno siglo veinte, como en el Incario (sociedad sin ruedas). Si las distancias que tenía que cubrir hubieran consistido solamente en los cinco kilómetros entre su hogar y los Laboratorios Bayer, el asunto no hubiera sido tan grave; para un espíritu maltratado esas dos horas de caminata matutina y las dos de caminata vespertina hubieran cumplido tal vez una función sedante. Pero, tratándose de un propagandista médico cuyo centro de operaciones era el dilatado territorio del Perú, la fobia anti-rodante resultaba trágica. No habiendo la menor posibilidad de resucitar la atlética época de los chasquis, el futuro profesional de Lucho Abril Marroquín se halló seriamente amenazado. El Laboratorio accedió a darle un trabajo sedentario, en la oficina de Lima, y aunque no le bajaron el sueldo, desde el punto de vista moral y psicológico, el cambio (ahora tenía a su cargo el inventario de las muestras) constituyó una degradación. Para colmo de males, la francesita, que, digna émula de la Doncella de Orléans, había soportado valerosamente los desperfectos nerviosos de su cónyuge, sucumbió también, sobre todo después de la evacuación de la feto Abril, a la histeria. Una separación hasta que mejoraran los tiempos fue acordada y la muchacha, palidez que recuerda el alba y las noches antárticas, viajó a Francia a buscar consuelo en el castillo de sus padres.
Así andaba Lucho Abril Marroquín, al año del accidente: abandonado de su mujercita y del sueño y la tranquilidad, odioso de las ruedas, condenado a caminar (estrictu sensu) por la vida, sin otro amigo que la angustia. (El amarillo Volkswagen se cubrió de hiedra y telarañas, antes de ser vendido para pagar el pasaje a Francia de la blonda.) Compañeros y conocidos rumoreaban ya que no le quedaba sino el mediocre rumbo del manicomio o la retumbante solución del suicidio, cuando el joven se enteró —maná que cae del cielo, lluvia sobre sediento arenal— de la existencia de alguien que no era sacerdote ni brujo y sin embargo curaba almas: la doctora Lucía Acémila.
Mujer superior y sin complejos, llegada a lo que la ciencia ha dado en considerar la edad ideal —la cincuentena—, la doctora Acémila —frente ancha, nariz aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu— era la negación viviente de su apellido (del que se sentía orgullosa y que arrojaba como una hazaña, en tarjetas impresas, o en los rótulos de su consultorio, a la visión de los mortales), alguien en quien la inteligencia era un atributo físico, algo que sus pacientes (ella prefería llamarlos 'amigos') podían ver, oír, oler. Había obtenido diplomas sobresalientes y copiosos en los grandes centros del saber —la teutónica Berlín, la flemática Londres, la pecaminosa París—, pero la principal universidad en la que había aprendido lo mucho que sabía sobre la miseria humana y sus remedios había sido (naturalmente) la vida. Como todo ser elevado por sobre la medianía, era discutida, criticada y verbalmente escarnecida por sus colegas, esos psiquiatras y psicólogos incapaces (a diferencia de ella) de producir milagros. A la doctora Acémila la dejaba indiferente que la llamaran hechicera, satanista, corruptora de corrompidos, alienada y otras vilezas. Le bastaba, para saber que era ella quien tenía razón, con la gratitud de sus 'amigos', esa legión de esquizofrénicos, parricidas, paranoicos, incendiarios, maníaco-depresivos, onanistas, catatónicos, criminosos, místicos y tartamudos que, una vez pasados por sus manos, sometidos a su tratamiento (ella hubiera preferido: a sus 'consejos') habían retornado a la vida padres amantísimos, hijos obedientes, esposas virtuosas, profesionales honestos, conversadores fluidos y ciudadanos patológicamente respetuosos de la ley.
Fue el doctor Schwalb quien aconsejó a Lucho Abril Marroquín que visitara a la doctora y él mismo quien, prontitud helvética que ha dado relojes puntualísimos, arregló una cita. Más resignado que confiado, el insomne se presentó a la hora indicada a la mansión de muros rosas, abrazada por un jardín con floripondios, en el residencial barrio de San Felipe, donde estaba el consultorio (templo, confesionario, laboratorio del espíritu) de Lucía Acémila. Una pulcra enfermera le tomó algunos datos y lo hizo pasar al despacho de la doctora, una habitación alta, de estantes atiborrados de libros con empaste de cuero, un escritorio de caoba, mullidas alfombras y un diván de terciopelo verde menta.
Quítese los prejuicios que traiga y también el saco y la corbata —lo apostrofó, naturalidad desarmante de los sabios, la doctora Lucía Acémila, señalándole el diván—. Y túmbese ahí, boca arriba o boca abajo, no por beatería freudiana, sino porque me interesa que esté cómodo. Y, ahora, no me cuente sus sueños ni me confiese que está enamorado de su madre, sino, más bien, dígame con la mayor exactitud cómo marcha ese estómago.
Tímidamente, el propagandista médico, ya extendido sobre el muelle diván, se atrevió a musitar, imaginando una confusión de personas, que no lo traía a este consultorio el vientre sino el espíritu.
—Son indiferenciables —lo desasnó la facultativo—. Un estómago que evacua puntual y totalmente es gemelo de una mente clara y de un alma bien pensada. Por el contrario, un estómago cargado, remolón, avaricioso, engendra malos pensamientos, avinagra el carácter, fomenta complejos y apetitos sexuales chuecos, y crea vocación de delito, una necesidad de castigar en los otros el tormento excrementicio.
Así instruido, Lucho Abril Marroquín confesó que sufría a veces de dispepsias, constipación e, incluso, que sus óbolos, además de irregulares, eran también versátiles en coloración, volumen y, sin duda —no recordaba haberlos palpado en las últimas semanas—, consistencia y temperatura. La doctora asintió bondadosamente, murmurando: "Lo sabía". Y dictaminó que el joven debería consumir cada mañana, hasta nueva orden y en ayunas, media docena de ciruelas secas.
—Resuelta esta cuestión previa, pasemos a las otras —añadió la filósofa—. Puede contarme qué le pasa. Pero sepa de antemano que no lo castraré de su problema. Le enseñaré a amarlo, a sentirse tan orgulloso de él como Cervantes de su brazo ido o Beethoven de su sordera. Hable.
Lucho Abril Marroquín, con una facilidad de palabra educada en diez años de diálogos profesionales con galenos y apoticarios, resumió su historia con sinceridad, desde el infausto accidente de Pisco hasta sus pesadillas de la víspera y las apocalípticas consecuencias que el drama había tenido en su familia. Apiadado de sí mismo, en los capítulos finales rompió a llorar y remató su informe con una exclamación que a cualquier otra persona que no fuera Lucía Acémila le hubiera partido el alma: "¡Doctora, ayúdeme!".
—Su historia, en vez de apenarme, me aburre, de lo trivial y tonta que es —lo confortó cariñosamente la ingeniero de almas—. Límpiese los mocos y convénzase de que, en la geografía del espíritu, su mal es equivalente a lo que, en la del cuerpo, sería un uñero. Ahora escúcheme.
Con unos modales de mujer que frecuenta salones de alta sociedad, le explicó que lo que perdía a los hombres era el temor a la verdad y el espíritu de contradicción. Respecto a lo primero, hizo luz en el cerebro del desvelado explicándole que el azar, el llamado
accidente
no existían, eran subterfugios inventados por los hombres para disimularse lo malvados que eran.
—En resumen, usted quiso matar a la niña y la mató —graficó su pensamiento la doctora—. Y luego, acobardado de su acto, temeroso de la policía o el infierno, quiso ser atropellado por el camión, para recibir una pena o como coartada por el asesinato.
—Pero, pero —balbuceó, ojos que al desorbitarse y frente que al sudar delatan supina desesperación, el propagandista médico—. ¿Y el guardia civil? ¿También lo maté yo?
—¿Quién no ha matado alguna vez un guardia civil?—reflexionó la científico—. Tal vez usted, tal vez el camionero, tal vez fue un suicidio. Pero ésta no es una función de gancho, donde entran dos con una entrada. Ocupémonos de usted.
Le explicó que, al contradecir sus genuinos impulsos, los hombres resentían a su espíritu y éste se vengaba procreando pesadillas, fobias, complejos, angustia, depresión.
—No se puede pelear consigo mismo, porque en ese combate sólo hay un perdedor —pontificó la apóstol—. No se avergüence de lo que es, consuélese pensando que todos los hombres son hienas y que ser bueno significa, simplemente, saber disimular. Mírese al espejo y dígase: soy un infanticida y un cobarde de la velocidad. Basta de eufemismos: no me hable de accidentes ni del síndrome de la rueda.
Y, pasando a los ejemplos, le contó que a los escuálidos onanistas que venían a rogarle de rodillas que los curara les regalara revistas pornográficas y a los pacientes drogadictos, escorias que reptan por los suelos y se mesan los pelos hablando de la fatalidad, les ofrecía pitos de marihuana y puñados de coca.
—¿Va a recetarme que siga matando niños? —rugió, cordero que se metamorfosea en tigre, el propagandista médico.
Si es su gusto, ¿por qué no? —le repuso fríamente la psicólogo. Y le previno:— Nada de levantarme la voz. No soy de esos mercaderes que creen que el cliente siempre tiene razón.
Lucho Abril Marroquín volvió a zozobrar en llanto. Indiferente, la doctora Lucía Acémila caligrafió durante diez minutos varias hojas con el título general de: “Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad”. Se las entregó y le dio cita para ocho semanas después. Al despedirlo, con un apretón de manos, le recordó que no olvidara el régimen matutino de ciruelas secas.
Como la mayoría de los pacientes de la doctora Acémila, Lucho Abril Marroquín salió del consultorio sintiéndose víctima de una emboscada psíquica, seguro de haber caído en las redes de una extravagante desquiciada, que agravaría sus males si cometía el desatino de seguir sus recetas. —Estaba decidido a desaguar los "Ejercicios" por el excusado sin mirarlos. Pero esa misma noche, debilitante insomnio que incita a los excesos, los leyó. Le parecieron patológicamente absurdos y se rió tanto que le vino hipo (lo conjuró bebiendo un vaso de agua al revés, como le había enseñado su madre); luego, sintió una urticante curiosidad. Como distracción, para llenar las horas vacías de sueño, sin creer en su virtud terapéutica, decidió practicarlos.
No le costó trabajo encontrar en la sección juguetes de Sears el auto, el camión número uno y el camión número dos que le hacían falta, así como los muñequitos encargados de representar a la niña, al guardia, a los 1adrones y a él mismo. Conforme a las instrucciones, pintó los vehículos con los colores originales que recordaba, así como las ropas de los muñequitos. (Tenía aptitud para la pintura, de modo que el uniforme del guardia y las ropas humildes y las costras de la niña le salieron muy bien.) Para mimar los arenales pisqueños, empleó un pliego de papel de envolver, al que, extremando el prurito de fidelidad, pintó en un extremo el Océano Pacífico: una franja azul con orla de espuma. El primer día, le tomó cerca de una hora, arrodillado en el suelo del living-comedor de su casa, reproducir la historia, y cuando terminó, es decir cuando los ladrones se precipitaban sobre el propagandista médico para despojarlo, quedó casi tan aterrado y adolorido como el día del suceso. De espaldas en el suelo, sudaba frío y sollozaba.
Pero los días siguientes fue disminuyendo la impresión nerviosa, y la operación asumió virtualidades deportivas, un ejercicio que lo devolvía a la niñez y entretenía esas horas que no hubiera sabido ocupar, ahora que estaba sin esposa, él que nunca se había ufanado de ser ratón de biblioteca o melómano. Era como armar un mecano, un rompecabezas o hacer crucigramas. A veces, en el almacén de los Laboratorios Bayer, mientras distribuía muestras a los propagandistas, se sorprendía escarbando en la memoria, en pos de algún detalle, gesto, motivo de lo ocurrido que le permitiera introducir alguna variante, alargar las representaciones de esa noche. La señora que venía a hacer la limpieza, al ver el suelo del living-comedor ocupado por muñequitos de madera y autitos de plástico, le preguntó si pensaba adoptar un niño, advirtiéndole que en ese caso le cobraría más. Conforme a la progresión señalada por los "Ejercicios", efectuaba ya para entonces, cada noche, dieciséis representaciones a escala liliputiense del ¿accidente?
La parte de los "Ejercicios para aprender a vivir con sinceridad" concerniente a los niños le pareció más descabellada que el palitroque, pero, ¿inercia que arrastra al vicio o curiosidad que hace avanzar la ciencia?, también la obedeció. Estaba subdividida en dos partes: "Ejercicios Teóricos" y "Ejercicios Prácticos", y la doctora Acémila señalaba que era imprescindible que aquellos antecedieran a éstos, pues ¿no era el hombre un ser racional en el que las ideas precedían a los actos? La parte teórica daba amplio crédito al espíritu observador y especulativo del propagandista médico. Se limitaba a prescribir: "Reflexione diariamente sobre las calamidades que causan los niños a la humanidad". — Había que hacerlo a cualquier hora y sitio, de manera sistemática.
¿Qué mal hacían a la humanidad los inocentes párvulos? ¿No eran la gracia, la pureza, la alegría, la vida?, se preguntó Lucho Abril Marroquín, la mañana del primer ejercicio teórico, mientras caminaba los cinco kilómetros de ida a la oficina. Pero, más por darle gusto al papel que por convicción, admitió que podían ser ruidosos. En efecto, lloraban mucho, a cualquier hora y por cualquier motivo, y, como carecían de uso de razón, no tenían en cuenta el perjuicio que esa propensión causaba ni podían ser
persuadidos
de las virtudes del silencio. Recordó entonces el caso de ese obrero que, luego de extenuantes jornadas en el socavón, volvía al hogar y no podía dormir por el llanto frenético del recién nacido al que finalmente había ¿asesinado? ¿Cuántos millones de casos parecidos se registrarían en el globo? ¿Cuántos obreros, campesinos, comerciantes y empleados, que —alto costo de la vida, bajos salarios, escasez de viviendas— vivían en departamentos estrechos y compartían sus cuartos con la prole, estaban impedidos de disfrutar de un merecido sueño por los alaridos de un niño incapaz de decir si sus berridos significaban diarrea o ganas de más teta?