En esa semana, fecunda en acontecimientos, me vi inesperadamente convertido en protagonista de una riña callejera y en algo así como guardaespaldas de Pedro Camacho. Salía yo de la Universidad de San Marcos, luego de averiguar los resultados de un examen de Derecho Procesal, lleno de remordimientos por haber sacado nota más alta que mi amigo Velando, quien era el que sabía, cuando, al cruzar el Parque Universitario, me topé con Genaro-papá, el patriarca de la falange propietaria de las Radios Panamericana y Central. Fuimos juntos hasta la calle Belén, conversando. Era un caballero siempre vestido de oscuro y siempre serio, al que el escriba boliviano se refería a veces llamándolo, era fácil suponer por qué, 'El negrero'.
—Su amigo, el genio, está siempre dándome dolores de cabeza —me dijo—. Me tiene hasta la coronilla. Si no fuera tan productivo ya lo hubiera puesto de patitas en la calle.
—¿Otra protesta de la embajada argentina? —le pregunté.
—No sé qué enredos anda armando —se quejó—. Se ha puesto a tomarle el pelo a la gente, a pasar personajes de un radioteatro a otro y a cambiarles los nombres, para confundir a los oyentes. Ya mi mujer me lo había advertido y ahora llaman por teléfono, hasta han llegado dos cartas. Que el cura de Mendocita se llama como el Testigo de Jehová y éste como el cura. Yo ando muy ocupado para oír radioteatros. ¿Usted los oye alguna vez?
Estábamos bajando por la Colmena hacia la Plaza San Martín, entre ómnibus que salían a provincias y cafetines de chinos, y yo recordé que, hacía unos días, hablando de Pedro Camacho, la tía Julia me había hecho reír y confirmado mis sospechas de que el escribidor era un humorista que disimulaba:
—Pasó algo rarísimo: la chica tuvo al peladingo, se murió en el parto y lo enterraron con todas las de ley. ¿Cómo te explicas que en el capítulo de esta tarde aparezcan bautizándolo en la Catedral?
Le dije a Genaro-papá que yo tampoco tenía tiempo para oírlos, que a lo mejor esos trueques y enredos eran una técnica original suya de contar historias.
—No le pagamos para que sea original sino para que nos entretenga a la gente —me dijo Genaro-papá, que no era, a todas luces, un empresario progresista sino uno tradicionalista—. Con estas bromas va a perder audiencia y los auspiciadores nos quitarán avisos. Usted, que es amigo suyo, dígale que se deje de modernismos o que se puede quedar sin trabajo.
Le sugerí que se lo dijera él mismo, que era el patrón: la amenaza tendría más peso. Pero Genaro-papá movió la cabeza, con un gesto compungido que había heredado Genaro-hijo:
—No admite siquiera que yo le dirija la palabra. El éxito lo ha engreído mucho y vez que trato de hablarle me falta el respeto.
Había ido a participarle, con la mayor educación, que se recibían llamadas, a mostrarle las cartitas de protesta. Pedro Camacho, sin responderle una palabra, cogió las dos cartas, las hizo pedazos sin abrirlas y las echó a la papelera. Luego se puso a escribir a máquina, como si no hubiera nadie presente, y Genaro-papá lo oyó murmurar cuando, al borde de la apoplejía, se iba de esa cueva hostil: "zapatero a tus zapatos".
—Yo no puedo exponerme a otra grosería así, tendría que botarlo y eso tampoco sería realista —concluyó, con un ademán de fastidio—. Pero usted no tiene nada que perder, a usted no lo va a insultar, usted también es medio artista ¿no? Échenos una mano, hágalo por la empresa, háblele.
Le ofrecí que lo haría y, en efecto, después del Panamericano de las doce, fui, para desgracia mía, a invitar a Pedro Camacho una taza de yerbaluisa con menta. Estábamos saliendo de Radio Central cuando dos tipos grandotes nos cerraron el paso. Los reconocí en el acto: eran los churrasqueros, dos hermanos bigotudos de La Parrillada Argentina, un restaurante situado en la misma calle, frente al colegio de las monjitas de Belén, donde ellos mismos, con mandiles blancos y altos gorros de cocineros, preparaban las sangrientas carnes y los chinchulines. Rodearon al escriba boliviano con aire matonesco y el más gordo y viejo de los dos lo increpó:
—¿Así que somos mataniños, no, Camacho de porquería? ¿Te has creído, atorrante, que en este país no hay nadie que pueda enseñarte a guardar respetos?
Se iba excitando mientras hablaba, enrojecía y se le atropellaba la voz. El hermano menor asentía y, en una pausa iracunda del churrasquero mayor, también metió su cuchara:
—¿Y los piojos? ¿Conque la golosina de las porteñas son los bichos que les sacan del pelo a sus hijos, grandísimo hijo de puta? ¿Me voy a quedar con los brazos cruzados mientras puteas a mi madre?
El escriba boliviano no había retrocedido ni un milímetro y los escuchaba, paseando de uno a otro sus ojos saltones, con expresión doctoral. De pronto, haciendo su característica venia de maestro de ceremonias y en tono muy solemne, les soltó la más urbana de las preguntas:
—¿Por acaso, no son ustedes argentinos?
El churrasquero gordo, que ya echaba espuma por los bigotes —su cara estaba a veinte centímetros de la de Pedro Camacho, para lo cual tenía que inclinarse mucho— rugió con patriotismo:
—¡Argentinos, sí, hijo de puta, y a mucha honra!
Vi entonces que, ante esta confirmación —realmente innecesaria porque bastaba oírles dos palabras para saber que eran argentinos—, el escriba boliviano, como si algo le hubiera estallado dentro, palidecía, sus ojos se ponían ígneos, adoptaba una expresión amenazadora y, fustigando el aire con el dedo índice, los apostrofó así:
—Me lo olía. Pues bien: ¡váyanse inmediatamente a cantar tangos!
La orden no era humorística, sino funeral. Los churrasqueros quedaron, un segundo, sin saber qué decir. Era evidente que el escriba no bromeaba: desde su pequeñez tenaz y su total indefensión física, los miraba con ferocidad y desprecio.
—¿Qué ha dicho usted? —articuló por fin el churrasquero gordo, confuso y encolerizado—. ¿Qué cosa, qué cosa?
—¡A cantar tangos y a lavarse las orejas! —enriqueció la orden, con su perfecta pronunciación, Pedro Camacho. Y luego de una brevísima pausa, con tranquilidad escalofriante, deletreó la rebuscada temeridad que nos perdió:— Si no quieren recibir un rapapolvo.
Esta vez yo quedé todavía más sorprendido que los churrasqueros. Que esa personita mínima, de físico de niño de cuarto de primaria, prometiera una paliza a dos sansones de cien kilos era delirante, además de suicida.
Pero ya el churrasquero gordo reaccionaba, cogía del cuello al escriba, y, entre las risas de la gente que se había aglomerado alrededor, lo levantaba como una pluma, aullando:
—¿Un rapapolvo, a mí? Ahora vas a ver, enano...
Cuando vi que el churrasquero mayor se preparaba a volatilizar a Pedro Camacho de un derechazo, no me quedó más remedio que intervenir. Lo sujeté del brazo, al tiempo que trataba de liberar al polígrafo, quien, amoratado y suspenso, pataleaba en el aire como una araña, y alcancé a decir algo así como: "Oiga, no sea abusivo, suéltelo", cuando el churrasquero menor me lanzó, sin preámbulos, un puñetazo que me sentó en el suelo. Desde allí, y mientras, aturdido, dificultosamente me ponía de pie y me preparaba a poner en práctica la filosofía de mi abuelo, un caballero de la vieja escuela, quien me había enseñado que ningún arequipeño digno de esa tierra rechaza jamás una invitación a pelear (y sobre todo una invitación tan contundente como un directo al mentón), vi que el churrasquero mayor descargaba una verdadera lluvia de bofetadas (había preferido las bofetadas a los puñetes, piadosamente, dada la osatura liliputiense del adversario) sobre el artista. Después, mientras intercambiaba empujones y trompadas contra el churrasquero menor ("en defensa del arte", pensaba) ya no pude ver gran cosa. El pugilato no duró mucho, pero cuando, al fin, gente de Radio Central nos rescató de las manos de los forzudos, yo tenía unos cuantos chichones y el escriba estaba con la cara tan hinchada y tumefacta que Genaro-papá debió llevarlo a la Asistencia Pública. En vez de darme las gracias por haber arriesgado mi integridad defendiendo a su estrella exclusiva, Genaro-hijo, esa tarde, me reprendió por una noticia que Pascual, aprovechando la confusión, había filtrado en dos boletines consecutivos y que comenzaba (con algo de exageración) así: "Pandilleros rioplatenses atacaron hoy criminalmente a nuestro director, el conocido periodista", etcétera.
Esa tarde, cuando Javier se presentó en mi altillo de Radio Panamericana, se rió a carcajadas con la historia del pugilato, y me acompañó a preguntarle al escriba cómo se encontraba. Le habían puesto una venda de pirata en el ojo derecho y dos curitas, uno en el cuello y otro debajo de la nariz. ¿Cómo se sentía? Hizo un gesto desdeñoso, sin dar importancia al asunto, y no me agradeció que, por solidaridad con él, me hubiera zambullido en la pelea. Su único comentario encantó a Javier:
—Al separarnos, los salvaron. Si dura unos minutos más, la gente me hubiera reconocido y pobre de ellos: los linchaban.
Fuimos al Bransa y allí nos contó que en Bolivia, una vez, un futbolista "de ese país", que había oído sus programas, se presentó en la radioemisora armado de un revólver, que, por suerte, detectaron a tiempo los guardianes.
—Va a tener que cuidarse —lo previno Javier—. Lima está llena de argentinos ahora.
—Total, a ustedes y a mí, tarde o temprano tendrán que comernos los gusanos —filosofó Pedro Camacho.
Y nos instruyó sobre la transmigración de las almas, que le parecía artículo de fe. Nos hizo una confidencia: si se pudiera elegir, a él, en su próximo estadio vital, le gustaría ser algún animal marino, longevo y calmo, como las tortugas o las ballenas. Aproveché su buen ánimo para ejercitar esa función ad-honorem de puente entre él y los Genaros que había asumido hacía algún tiempo, y le di el mensaje de Genaro-papá: había llamadas, cartas, episodios de los radioteatros que algunas gentes no entendían. El viejo le rogaba no complicar los argumentos, tener en cuenta el nivel del oyente medio que era más bien bajo. Traté de dorarle la píldora, poniéndome de su lado (en realidad lo estaba): ese ruego era absurdo, por supuesto, uno debía ser libre de escribir como quisiera, yo me limitaba a decirle lo que me habían pedido.
Me escuchó tan mudo e inexpresivo que me hizo sentir muy incómodo. Y cuando callé, tampoco dijo ni una palabra. Bebió su último trago de yerbaluisa, se puso de pie, murmuró que debía regresar a su taller y partió sin decir hasta luego. ¿Se había ofendido porque le hablé de las llamadas delante de un extraño? Javier creía que sí y me aconsejó que le pidiera excusas. Me prometí no servir nunca más de intercesor a los Genaros.
Esa semana que estuve sin ver a la tía Julia, volví a salir varias noches con amigos de Miraflores a quienes, desde mis amores clandestinos, no había vuelto a buscar. Eran compañeros de colegio o de barrio, muchachos que estudiaban ingeniería, como el Negro Salas, o medicina, como el Colorao Molfino, o que se habían puesto a trabajar, como Coco Lañas, y con quienes, desde niño, había compartido cosas maravillosas: el fulbito y el Parque Salazar, la natación en el Terrazas y las olas de Miraflores, las fiestas de los sábados, las enamoradas y los cines. Pero en estas salidas, después de meses sin frecuentarlos, me di cuenta que algo se había perdido de nuestra amistad. Ya no teníamos tantas cosas en común como antes. Hicimos, las noches de esa semana, las mismas proezas que solíamos hacer: ir al pequeño y vetusto cementerio de Surco, para, merodeando a la luz de la luna entre las tumbas removidas por los temblores, tratar de robarnos alguna calavera; bañarnos desnudos en la enorme piscina del balneario Santa Rosa, vecino a Ancón, todavía construyéndose, y recorrer los lóbregos burdeles de la avenida Grau. Ellos seguían siendo los mismos, hacían los mismos chistes, hablaban de las mismas chicas, pero yo no podía hablarles de las cosas que me importaban: la literatura y la tía Julia. Si les hubiera dicho que escribía cuentos y que soñaba en ser escritor no hay duda que, como la flaca Nancy, hubieran pensado que se me había zafado un tornillo. Y si les hubiera contado —como ellos a mí sus conquistas— que estaba con una señora divorciada, que no era mi amante sino mi enamorada (en el sentido más miraflorino de la palabra) me hubieran creído, según una linda y esotérica expresión muy en boga en esa época, un cojudo a la vela. No les tenía ningún desprecio porque no leyeran literatura, ni me consideraba superior por tener amores con una mujer hecha y derecha, pero lo cierto es que, en esas noches, mientras escarbábamos tumbas entre los eucaliptos y los molles de Surco, o chapoteábamos bajo las estrellas de Santa Rosa, o tomábamos cerveza y discutíamos los precios con las putas de Nanette, yo me aburría y pensaba más en "Los juegos peligrosos" (que tampoco esta semana había aparecido en "El Comercio") y en la tía Julia que en lo que me decían.
Cuando le conté a Javier el decepcionante reencuentro con mis compinches del barrio, me respondió, sacando pecho:
—Es que siguen siendo unos mocosos. Usted y yo ya somos hombres, Varguitas.
E
N EL CENTRO
polvoriento de la ciudad, al mediar el jirón Ica, hay una vieja casa de balcones y celosías cuyas paredes maculadas por el tiempo y los incultos transeúntes (manos sentimentales que graban flechas y corazones y rasgan nombres de mujer, dedos aviesos que esculpen sexos y palabrotas) dejan ver todavía, como a lo lejos, celajes de la que fuera pintura original, ese color que en la Colonia adornaba mansiones aristocráticas: el azul añil. La construcción, ¿antigua residencia de marqueses?, es hoy una endeble fábrica reparchada que resiste de milagro, no ya los temblores, incluso los moderados vientos limeños y hasta la discretísima garúa. Corroída de arriba abajo por las polillas, anidada de ratas y de musarañas, ha sido dividida y subdividida muchas veces, patios y cuartos que la necesidad vuelve colmenas, para albergar más y más inquilinos. Una muchedumbre de condición modesta vive entre (y puede perecer aplastada bajo) sus frágiles tabiques y raquíticos techos. Allí, en la segunda planta, en media docena de habitaciones llenas de ancianidad y cachivaches, tal vez no pulquérrimas, pero sí moralmente intachables, funciona la Pensión Colonial.
Sus dueños y administradores son los Bergua, una familia de tres personas que vino a Lima desde la empedrada ciudad serrana de las innumerables iglesias, Ayacucho, hace más de treinta años, y que aquí, oh manes de la vida, ha ido declinando en lo físico, en lo económico, en lo social y hasta en lo psíquico, y que, sin duda, en esta Ciudad de los Reyes entregará su alma y transmigrará a pez, ave o insecto.