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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (25 page)

Buscando, buscando, esa tarde, en los cinco kilómetros de vuelta, Lucho Abril Marroquín encontró que se les podía achacar también muchos destrozos. A diferencia de cualquier animal, tardaban demasiado en valerse por sí mismos, ¡y cuántos estragos resultaban de esa tara! Todo lo rompían, carátula artística o florero de cristal de roca, traían abajo las cortinas que quemándose los ojos había cosido la dueña de casa, y sin el menor embarazo aposentaban sus manos embarradas de caca en el almidonado mantel o la mantilla de encaje comprada con privación y amor. Sin contar que solían meter sus dedos en los enchufes y provocar cortocircuitos o electrocutarse estúpidamente con lo que eso significaba para la familia: cajoncito blanco, nicho, velorio, aviso en “El Comercio”, ropas de luto, duelo.

Adquirió la costumbre de entregarse a esta gimnasia durante sus idas y venidas entre el Laboratorio y San Miguel. Para no repetirse, hacía al comenzar una rápida síntesis de los cargos acumulados en la reflexión anterior y pasaba a desarrollar uno nuevo. Los temas se imbricaban unos en otros con facilidad y nunca se quedó sin argumentos.

El delito económico, por ejemplo, le dio materia para treinta kilómetros. Porque ¿no era desolador cómo
ellos
arruinaban el presupuesto familiar? Gravaban los ingresos paternos en relación inversa a su tamaño, no sólo por su glotonería pertinaz y la delicadeza de su estómago, que exigían alimentos especiales, sino por las infinitas instituciones que
ellos
habían generado, comadronas, cunas maternales, puericultorios, jardines de infancia, niñeras, circos, parvularios, matinales, jugueterías, juzgados de menores, reformatorios, sin mencionar las especialidades en niños que, arborescentes parásitos que asfixian a las plantas-madres, le habían nacido a la Medicina, la Psicología, la Odontología y otras ciencias, ejército en suma de gentes que debían ser vestidas, alimentadas y jubiladas por los pobres
padres
.

Lucho Abril Marroquín se encontró un día a punto de llorar, pensando en esas madres jóvenes, celosas cumplidoras de la moral y el qué dirán, que se entierran en vida para cuidar a sus crías, y renuncian a fiestas, cines, viajes, con lo que terminan siendo abandonadas por esposos, que, de tanto salir solos, terminan fatídicamente por pecar. ¿Y cómo pagaban las crías esos desvelos y padecimientos? Creciendo, formando hogar aparte, abandonando a sus madres en la orfandad de la vejez.

Por este camino, insensiblemente, llegó a desbaratar el mito de su inocencia y bondad. ¿Acaso, con la consabida coartada de que carecían de uso de razón, no cercenaban las alas a las mariposas, metían a los pollitos vivos en el horno, dejaban patas arriba a las tortugas hasta que morían y les reventaban los ojos a las ardillas? ¿La honda para matar pajaritos era arma de adultos? ¿Y no se mostraban implacables con los niños más débiles? Por otra parte, ¿cómo se podía llamar
inteligentes
a seres que, a una edad en que cualquier gatito ya se procura el sustento, todavía se bambolean torpemente, se dan de bruces contra las paredes y se hacen chichones?

Lucho Abril Marroquín tenía un sentido estético aguzado y esto le dio madeja para muchas caminatas. Él hubiera querido que todas las mujeres se conservaran lozanas y duras hasta la menopausia y le apenó inventariar los estragos que causaban a las madres los partos: las cinturas de avispa que cabían en una mano estallaban en grasa y también senos y nalgas y esos estómagos tersos, láminas de carnoso metal que los labios no abollan, se ablandaban, hinchaban, descolgaban, rayaban, y algunas señoras, a consecuencia de los pujos y calambres de los partos difíciles, quedaban chuecas como patos. Con alivio, Lucho Abril Marroquín, rememorando el cuerpo estatuario de la francesita que llevaba su nombre, se alegró de que hubiera parido, no un ser rollizo y devastador de su belleza, sino, apenas, un detritus de hombre. Otro día, se percató, mientras se desalteraba —las ciruelas secas habían convertido a su estómago en un tren inglés— que ya no lo estremecía pensar en Herodes. Y una mañana se descubrió dando un coscorrón a un niño mendigo.

Supo entonces que, sin proponérselo, había pasado, naturalidad con que viajan los astros de la noche al día, a los “Ejercicios Prácticos”. La doctora Acémila había subtitulado Acción Directa estas instrucciones y a Lucho Abril Marroquín le parecía estar oyendo su científica voz mientras las releía. Éstas sí, a diferencia de las teóricas, eran precisas. Se trataba, una vez adquirida conciencia clara de las calamidades que
ellos
traían, de tomar, a nivel individual, pequeñas represalias. Era preciso hacerlo de manera discreta, teniendo en cuenta las demagogias del género "infancia desvalida", "al niño ni con una rosa" y “los azotes causan complejos".

Lo cierto es que al principio le costó trabajo, y, cuando cruzaba a uno de
ellos
en la calle, éste y él mismo no sabían si aquella mano en la infantil cabecita era un castigo o una caricia tosca. Pero, seguridad que da la práctica, poco a poco fue superando la timidez y las ancestrales inhibiciones, envalentonándose, mejorando sus marcas, tomando iniciativas, y al cabo de unas semanas, conforme al pronóstico de los "Ejercicios", notó que aquellos coscorrones que repartía en las esquinas, aquellos pellizcos que provocaban moretones, aquellos pisotones que hacían berrear a los recipiendarios, ya no eran un quehacer que se imponía por razones de moral y teoría, sino una suerte de placer. Le gustaba ver llorar a esos vendedores que se acercaban a ofrecerle la suerte y sorpresivamente recibían un bofetón, y se excitaba como en los toros cuando el lazarillo de una ciega que lo había abordado, platillo de latón que tintinea en la mañana, caía al suelo sobándose la canilla que acababa de alojar su puntapié. Los "Ejercicios Prácticos" eran riesgosos, pero, al propagandista médico que se reconoció un corazón temerario, esto en vez de disuadirlo lo estimuló. Ni siquiera el día en que reventó una pelota y fue perseguido con palos y piedras por una jauría de pigmeos, cejó en su empeño.

Así, en las semanas que duró el tratamiento, cometió muchas de aquellas acciones que, pereza mental que idiotiza a las gentes, se suele llamar maldades. Decapitó las muñecas con que, en los parques, las niñeras las entretenían, arrebató chupetes, tofis, caramelos que estaban a punto de llevarse a la boca y los pisoteó o echó a los perros, Fue a merodear por circos, matinales y teatros de títeres y, hasta que se le entumecieron los dedos, jaló trenzas y orejas, pellizcó bracitos, piernas, potitos, y, por supuesto, usó de la secular estratagema de sacarles la lengua y hacerles muecas, y, hasta la afonía y la ronquera les habló del Cuco, del Lobo Feroz, del Policía, del Esqueleto, de la Bruja, del Vampiro, y demás personajes creados por la imaginación adulta para asustarlos.

Pero, bola de nieve que al rodar monte abajo se vuelve aluvión, un día Lucho Abril Marroquín se asustó tanto que se precipitó, en un taxi para llegar más pronto, al consultorio de la doctora Acémila. Apenas entró en el severo despacho, sudando hielo, la voz temblorosa, exclamó:

—Iba a empujar a una niña bajo las ruedas del tranvía a San Miguel. Me contuve en el último instante, porque vi un policía. —Y, sollozando como uno de
ellos
, gritó:— ¡He estado a punto de volverme un criminal, doctora!

—Criminal ya lo ha sido, joven desmemoriado —le recordó la psicólogo, pronunciando cada sílaba. Y, después de observarlo de arriba abajo, complacida, sentenció:— Está usted curado.

Lucho Abril Marroquín recordó entonces —fogonazo de luz en las tinieblas, lluvia de estrellas sobre el mar— que había venido en ¡un taxi! Iba a caer de rodillas pero la sabia lo contuvo:

—Nadie me lame las manos, salvo mi gran danés. ¡Basta de efusiones! Puede retirarse, pues nuevos amigos esperan. Recibirá la factura en su oportunidad.

"Es verdad, estoy curado", se repetía feliz el propagandista médico: la última semana había dormido siete horas diarias y, en vez de pesadillas, había tenido gratos sueños en los que, en playas exóticas, se dejaba tostar por un sol futbolístico, viendo el pausado caminar de las tortugas entre palmeras lanceoladas y las pícaras fornicaciones de los delfines en las ondas azules. Esta vez, deliberación y alevosía del hombre fogueado, tomo otro taxi hacia los Laboratorios y, durante el trayecto, lloró al comprobar que el único efecto que le producía
rodar
sobre la vida era, no ya el terror sepulcral, la angustia cósmica, sino apenas un ligero mareo. Corrió a besar las manos amazónicas de don Federico Téllez Unzátegui, llamándolo “mi consejero salvador, mi nuevo padre”, gesto y palabras que su jefe aceptó con la deferencia que todo amo que se respete debe a sus esclavos, señalándole de todos modos, calvinista de corazón sin puertas para el sentimiento, que, curado o no de complejos homicidas, debía llegar puntual a “Antirroedores S. A.”, so pena de multa.

Fue así como Lucho Abril Marroquín salio del túnel que, desde el polvoroso accidente de Pisco, era su vida. Todo, a partir de entonces, comenzó a enderezarse. La dulce hija de Francia, absuelta de sus penas gracias a mimos familiares y entonada con dietas normandas de agujereado queso y viscosos caracoles, volvió a la tierra de los Incas con las mejillas rozagantes y el corazón lleno de amor. El reencuentro del matrimonio fue una prolongada luna de miel, besos enajenantes, compulsivos abrazos y otros derroches emotivos que pusieron a los enamorados esposos a las orillas mismas de la anemia. El propangandista médico, serpiente de vigor redoblado con el cambio de piel, recuperó pronto el lugar de preeminencia que tenía en los Laboratorios. A pedido de él mismo, que quería demostrarse que era el de antes, el doctor Schwalb volvió a confiarle la responsabilidad de, por aire, tierra, río, mar, recorrer pueblos y ciudades del Perú publicitando, entre médicos y farmacéuticos, los productos Bayer. Gracias a las virtudes ahorrativas de la esposa, pronto la pareja pudo cancelar todas las deudas contraídas durante la crisis y adquirir, a plazos, un nuevo Volkswagen que, por supuesto, fue también amarillo.

Nada, en apariencia (¿pero acaso no recomienda la sabiduría popular “no fiarse de las apariencias”?), afeaba el marco en el que se desenvolvía la vida de los Abril Marroquín. El propagandista rara vez se acordaba del accidente y, cuando ello ocurría, en vez de pesar sentía orgullo, lo que, mesócrata respetuoso de las formas sociales, se contenía de hacer público. Pero, en la intimidad del hogar, nido de tórtolas, chimenea que arde al compás de violines de Vivaldi, algo había sobrevivido —luz que perdura en los espacios cuando el astro que la emitió ha caducado, uñas y pelos que le crecen al muerto—, de la terapia de la doctora Acémila. Es decir, de un lado, una afición, exagerada para la edad de Lucho Abril Marroquín, a jugar con palitroques, mecanos, trencitos, soldaditos. El departamento se fue llenando de juguetes que desconcertaban a vecinos y sirvientas, y las primeras sombras de la armonía conyugal surgieron porque la francesita comenzó un día a quejarse de que su esposo pasara los domingos y feriados haciendo navegar barquitos de papel en la bañera o volando cometas en el techo. Pero, más grave que esta afición, y a todas luces enemiga de ella, era la fobia contra la niñez que había perseverado en el espíritu de Lucho Abril Marroquín desde la época de los “Ejercicios Prácticos”. No le era posible cruzar a uno de
ellos
en calle, parque o plaza pública, sin infligirle lo que el vulgo llamaría una crueldad, y en las conversaciones con su esposa solía bautizarlos con expresiones despectivas como “destetados” y “limbómanos”. Esta hostilidad se convirtió en angustia el día en que la blonda quedó nuevamente embarazada. La pareja, talones que el pavor torna hélices, voló a solicitar moral y ciencia a la doctora Acémila. Ésta los escuchó sin asustarse:

—Padece usted de infantilismo y es, al mismo tiempo, un reincidente infanticida potencial —estableció con arte telegráfico— Dos tonterías que no merecen atención, que yo curo con la facilidad que escupo. No tema: estará sano antes que al feto le broten ojos.

¿Lo curaría? ¿Libraría a Lucho Abril Marroquín de esos fantasmas? ¿Sería el tratamiento contra la infantofobia y el herodismo tan aventurero como el que lo emancipó del complejo de rueda y la obsesión de crimen? ¿Cómo terminaría el psicodrama de San Miguel?

XI

S
E ACERCABAN
los exámenes de medio año en la Facultad y yo, que desde los amores con la tía Julia asistía menos a clases y escribía más cuentos (pírricos), estaba mal preparado para este trance. Mi salvación era un compañero de estudios, un camanejo llamado Guillermo Velando. Vivía en una pensión del centro, por la Plaza Dos de Mayo, y era un estudiante modelo, que no perdía una clase, apuntaba hasta la respiración de los profesores y aprendía de memoria, como yo versos, los artículos de los Códigos. Siempre estaba hablando de su pueblo, donde tenía una novia, y sólo esperaba recibirse de abogado para dejar Lima, ciudad que odiaba, e instalarse en Camaná, donde batallaría por el progreso de su tierra. Me prestaba sus apuntes, me soplaba en los exámenes y cuando éstos se venían encima yo iba a su pensión, a que me diera alguna síntesis milagrosa sobre lo que habían hecho en clases.

De allí venía ese domingo, después de pasar tres horas en el cuarto de Guillermo, con la cabeza revoloteante de fórmulas forenses, asustado de la cantidad de latinajos que había que memorizar, cuando, llegando a la Plaza San Martín, vi a lo lejos, en la plomiza fachada de Radio Central, la ventanita abierta del cubículo de Pedro Camacho. Por supuesto, decidí ir a darle los buenos días. Mientras más lo frecuentaba —aunque nuestra relación siguiera sujeta a brevísimas charlas en torno a una mesa de café— el hechizo que ejercían sobre mí su personalidad, su físico, su retórica, era mayor. Mientras cruzaba la plaza hacia su oficina iba pensando, una vez más, en esa voluntad de hierro que daba al ascético hombrecillo su capacidad de trabajo, esa aptitud para producir, mañana y tarde, tarde y noche, tormentosas historias. A cualquier hora del día que me acordaba de él, pensaba: "Está escribiendo" y lo veía, como lo había visto tantas veces, golpeando con dos deditos rápidos las teclas de la Remington y mirando el rodillo con sus ojos alucinados, y sentía una curiosa mezcla de piedad y envidia.

La ventana del cubículo estaba entreabierta —se podía oír el ruido acompasado de la máquina— y yo la empujé, al tiempo que lo saludaba: "Buenos días, señor trabajador". Pero tuve la impresión de haberme equivocado de lugar o de persona, y sólo después de varios segundos reconocí, bajo el disfraz compuesto de guardapolvo blanco, gorrita de médico y grandes barbas negras rabínicas, al escriba boliviano. Seguía escribiendo inmutable, sin mirarme, ligeramente curvado sobre el escritorio. Al cabo de un momento, como haciendo una pausa entre dos pensamientos, pero sin volver la cabeza hacia mí, le oí decir con su voz de timbre perfecto y acariciador:

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