Una cama fue arrastrada al cuarto y diligentemente aliñada por doña Margarita y su hija. Don Sebastián estaba en ese tiempo en la flor de la edad, la cincuentena, y acostumbraba, antes de meterse a la cama, hacer medio centenar de abdominales (hacía sus ejercicios al acostarse y no al despertar para distinguirse también en eso del vulgo), pero esa noche, para no turbar a Ezequiel, se abstuvo. El nervioso se había acostado temprano, después de cenar un cariñoso caldito de menudencias, y asegurar que la compañía de don Sebastián lo había serenado de antemano y que estaba seguro de dormir como una marmota.
Nunca más se borrarían de la memoria del gentilhombre ayacuchano los pormenores de esa noche: en la vigilia y en el sueño lo acosarían hasta el final de sus días y, quién sabe, a lo mejor lo seguirían persiguiendo en su próximo estadio vital. Había apagado la luz temprano, había sentido en la cama vecina la respiración pausada del sensible y pensado, satisfecho: "Se ha dormido". Sentía que también lo iba ganando el sueño y había oído las campanas de la Catedral y la lejana carcajada de un borracho. Luego se durmió y plácidamente soñó el más grato y reconfortante de los sueños: en un castillo puntiagudo, arborescente de escudos, pergaminos, flores heráldicas y árboles genealógicos que seguían la pista de sus antepasados hasta Adán, el Señor de Ayacucho (¡era él!) recibía cuantioso tributo y fervorosa pleitesía de muchedumbres de indios piojosos, que engordaban simultáneamente sus arcas y su vanidad.
De pronto, ¿habían pasado quince minutos o tres horas?, algo que podía ser un ruido, un presentimiento, el traspiés de un espíritu, lo despertó. Alcanzó a divisar, en la oscuridad apenas aliviada por una hebra de luz callejera que dividía la cortina, una silueta que desde la cama contigua se alzaba y silenciosamente flotaba hacia la puerta. Semiaturdido por el sueño, supuso que el joven estreñido iba al excusado a pujar, o que había vuelto a sentirse mal, y a media voz preguntó: "¿Ezequiel, está usted bien?". En vez de una respuesta, oyó, clarísimo, el pestillo de la puerta (que estaba aherrumbrada y chirriaba). No comprendió, se incorporó algo en la cama y, ligeramente sobresaltado, volvió a preguntar: "¿Le pasa algo, Ezequiel, puedo ayudarlo?". Sintió entonces que el joven, hombres-gatos tan elásticos que parecen ubicuos, había regresado y estaba ahora allí, de pie junto a su lecho, obstruyendo el rayito de luz de la ventana. "Pero, contésteme, Ezequiel, qué le ocurre", murmuró, buscando a tientas el interruptor de la lamparilla. En ese instante recibió la primera cuchillada, la más profunda y hurgadora, la que se hundió en su plexo como si fuera mantequilla y le trepanó una clavícula. Él estaba seguro de haber gritado, pedido socorro a voces, y, mientras trataba de defenderse, de desenredarse de las sábanas que se le enroscaban en los pies, se sentía sorprendido de que ni su mujer ni su hija ni los otros pensionistas acudieran. Pero, en la realidad, nadie oyó nada. Más tarde, mientras la policía y el juez reconstruían la carnicería, todos se habían asombrado de que no hubiera podido desarmar al criminal, siendo él un robusto y Ezequiel un enclenque. No podían saber que, en las tinieblas ensangrentadas, el propagandista médico parecía poseído de una fuerza sobrenatural: don Sebastián sólo atinaba a dar gritos imaginarios y a tratar de adivinar la travesía de la siguiente cuchillada para atajarla con las manos.
Recibió entre catorce o quince (los médicos pensaban que la boca abierta en la nalga siniestra podían ser, coincidencias portentosas que encanecen a un hombre en una noche y hacen creer en Dios, dos cuchilladas en el mismo sitio), equitativamente distribuidas a lo largo y ancho de su cuerpo, con excepción de su cara, la que —¿milagro del Señor de Limpias como pensaba doña Margarita o de Santa Rosa como decía su tocaya?— no recibió ni un rasguño. El cuchillo, se averiguó después, era de la familia Bergua, filuda hoja de quince centímetros que había desaparecido misteriosamente de la cocina hacía una semana y que dejó el cuerpo del hombre de Ayacucho más cicatrizado y comido que el de un espadachín.
¿A qué se debió que no muriera? A la casualidad, a la misericordia de Dios y (sobre todo) a una cuasi tragedia mayor. Nadie había oído, don Sebastián con catorce —¿quince?— puñaladas en el cuerpo acababa de perder el sentido y se desaguaba en la oscuridad, el impulsivo podía haber ganado la calle y desaparecido para siempre. Pero, como a tantos famosos de la Historia, lo perdió un capricho extravagante. Concluida la resistencia de su víctima, Ezequiel Delfín soltó el cuchillo y en vez de vestirse se desvistió. Desnudo como había venido al mundo, abrió la puerta, cruzó el pasillo, se presentó en el cuarto de doña Margarita Bergua y, sin más explicaciones., se lanzó sobre la cama con la inequívoca intención de fornicarla. ¿Por qué a ella? ¿Por qué pretender estuprar a una dama, de abolengo, sí, pero cincuentona y piernicorta, menuda, amorfa y, en suma, para cualquier estética conocida, fea sin atenuantes ni remedio? ¿Por qué no haber intentado, más bien, coger el fruto prohibido de la pianista adolescente, que, además de ser virgen, tenía el aliento fuerte, las grenchas negrísimas y la piel alabastrina?.¿Por qué no haber intentado transgredir el serrallo secreto de las enfermeras huanuqueñas, que eran veinteañeras y, probablemente, de carnes prietas y gustosas? Fueron estas humillantes consideraciones las que llevaron al Poder Judicial a aceptar la tesis de la defensa según la cual Ezequiel Delfín estaba trastornado y a mandarlo al Larco Herrera en vez de encerrarlo en la cárcel.
Al recibir la inesperada y galante visita del joven, la señora Margarita Bergua comprendió que algo gravísimo ocurría. Era una mujer realista y no se hacía ilusiones sobre sus encantos: "a mí no vienen a violarme ni en sueños, ahí mismo supe que el calato era demente o criminal ", declaró. Se defendió, pues, como una leona embravecida —en su testimonio juró por la Virgen que el fogoso no había conseguido infligirle ni un ósculo— y, además de impedir el ultraje a su honor, salvó la vida a su marido. Al mismo tiempo que, a rasguños, mordiscos, codazos, rodillazos, mantenía a raya al degenerado, daba gritos (ella sí) que despertaron a su hija y a los otros inquilinos. Entre Rosa, el juez ancashino, el párroco de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas redujeron al exhibicionista, lo amarraron y todos juntos corrieron en busca de don Sebastián: ¿vivía?
Les tomó cerca de una hora conseguir una ambulancia que lo llevara al Hospital Arzobispo Loayza, y cerca de tres que viniera la policía a salvar a Lucho Abril Marroquín de las uñas de la joven pianista, quien, fuera de sí (¿por las heridas infligidas a su padre?, ¿por la ofensa a su madre?, ¿tal vez, alma humana de turbia pulpa y ponzoñosas esquinas, por el desaire hecho a ella?), pretendía sacarle los ojos y beberse su sangre. El joven propagandista médico, en la policía, recobrando su tradicional suavidad de gestos y de voz, ruborizándose al hablar de puro tímido, negó firmemente la evidencia. La familia Bergua y los pensionistas lo calumniaban: jamás había agredido a nadie, nunca había pretendido violentar a una mujer y muchísimo menos a una lisiada como Margarita Bergua, dama que, por sus bondades y consideraciones, era —después, claro está, de su esposa, esa muchacha de ojos italianos y codos y rodillas musicales que venía del país del canto y del amor— la persona que más respetaba y quería en este mundo. Su serenidad, su urbanidad, su mansedumbre, las magníficas referencias que dieron de él sus jefes y compañeros de los Laboratorios Bayer, la albura de su registro policial, hicieron vacilar a los custodios del orden. ¿Cabía, magia insondable de las apariencias tramposas, que todo fuera una conjuración de la mujer e hija de la víctima y de los pensionistas contra este mozo delicado? El cuarto poder del Estado vio esta tesis con simpatía y la auspició.
Para dificultar las cosas y mantener el suspenso en la ciudad, el objeto del delito, don Sebastián Bergua, no podía aclarar las dudas, pues se debatía entre la vida y la muerte en el popular nosocomio de la avenida Alfonso Ugarte. Recibía caudalosas transfusiones de sangre, que pusieron al borde de la tuberculosis a muchos comprovincianos del Club Tambo-Ayacucho, quienes, apenas enterados de la tragedia, habían corrido a ofrecerse como donantes, y estas transferencias, más los sueros, las costuras, las desinfecciones, los vendajes, las enfermeras que se turnaban a su cabecera, los facultativos que soldaron sus huesos, reconstruyeron sus órganos y apaciguaron sus nervios, devoraron en unas cuantas semanas las ya mermadas (por la inflación y el galopante costo de la vida) rentas de la familia. Ésta debió malbaratar sus bonos, recortar y alquilar a pedazos su propiedad y arrinconarse en ese segundo piso donde ahora vegetaba.
Don Sebastián salvó, sí, pero su recuperación, en un principio, no pareció ser suficiente para zanjar las dudas policiales. Por efecto de las cuchilladas, del susto sufrido, o de la deshonra moral de su mujer, quedó mudo (y hasta se murmuraba que tonto). Era incapaz de pronunciar palabra, miraba todo y a todos con letárgica inexpresividad de tortuga, y tampoco los dedos le obedecían pues ni siquiera pudo (¿quiso?) contestar por escrito las preguntas que se le hicieron en el juicio del desatinado.
El proceso alcanzó proporciones mayúsculas y la Ciudad de los Reyes permaneció en vilo mientras duraron las audiencias. Lima, el Perú, ¿la América mestiza toda?, siguieron con apasionamiento las discusiones forenses, las réplicas y contrarréplicas de los peritos, los alegatos del fiscal y del abogado defensor, un famoso jurisconsulto venido especialmente desde Roma, la ciudad-mármol, a defender a Lucho Abril Marroquín, por ser éste esposo de una italianita que, además de compatriota suya, era su hija.
El país se dividió en dos bandos. Los convencidos de la inocencia del propagandista médico —los diarios todos— sostenían que don Sebastián había estado a punto de ser víctima de su esposa y de su vástaga, coludidas con el juez ancashino, el curita de Cajatambo y las enfermeras huanuqueñas, sin duda con fines de herencia y lucro. El jurisconsulto romano defendió imperialmente esta tesis asegurando que, advertidos de la demencia apacible de Lucho Abril Marroquín, familia y pensionistas se habían conjurado para endosarle el crimen (¿o inducirlo tal vez a cometerlo?). Y fue acumulando argumentos que los órganos de prensa magnificaban, aplaudían y consagraban como demostrados: ¿alguien en su sano juicio podía creer que un hombre recibe catorce y tal vez quince cuchilladas en respetuoso silencio? ¿Y si, como era lógico, don Sebastián Bergua había aullado de dolor, alguien en su sano juicio podía creer que ni la esposa, ni la hija, ni el juez, ni el cura, ni las enfermeras escucharan esos gritos, siendo las paredes de la Pensión Colonial tabiques de caña y barro que dejaban pasar el zumbido de las moscas y las pisadas de un alacrán? ¿Y cómo era posible que siendo, las pensionistas de Huánuco, estudiantes de enfermería de notas altas, no hubieran atinado a prestar al herido los primeros auxilios, esperando impávidas, mientras el gentilhombre se desangraba, que llegara la ambulancia? ¿Y cómo era posible que en ninguna de las seis personas adultas, viendo que la ambulancia tardaba, hubiera germinado la idea, elemental incluso para un oligofrénico, de buscar un taxi, habiendo un paradero de taxis en la misma esquina de la Pensión Colonial? ¿No era todo eso extraño, tortuoso, indicador?
A los tres meses de permanecer retenido en Lima, al curita de Cajatambo, que había venido a la capital sólo por cuatro días a gestionar un nuevo Cristo para la iglesia de su pueblo porque al anterior los palomillas lo habían decapitado a hondazos, convulso ante la perspectiva de ser condenado por intento de homicidio y pasar el resto de sus días en la cárcel, le estalló el corazón y murió. Su muerte electrizó a la opinión y tuvo un efecto devastador para la defensa; los diarios, ahora, volvieron la espalda al jurisconsulto importado, lo acusaron de casuístico, operático, colonialista y peregrino, y de haber causado por sus insinuaciones sibilinas y anti-cristianas la muerte de un buen pastor, y los jueces, docilidad de cañaverales que bailan con los vientos periodísticos, lo desaforaron por extranjero, lo privaron del derecho de alegar ante los Tribunales, y, en un fallo que los diarios celebraron con trinos nacionalistas, lo devolvieron indeseablemente a Italia.
La muerte del curita cajatambino salvó a la madre y a la hija y a los inquilinos de una probable condena por semi-homicidio y encubrimiento criminal. Al compás de la prensa y la opinión, el fiscal tornó a simpatizar con las Bergua y aceptó, como al principio, su versión de los acontecimientos. El nuevo abogado de Lucho Abril Marroquín, un jurista nativo, cambió radicalmente de estrategia: reconoció que su defendido había cometido los delitos, pero alegó su irresponsabilidad total, por causa de paropsia y raquitismo anímicos, combinados con esquizofrenia y otras veleidades en el dominio de la patología mental que destacados psiquiatras corroboraron en amenas deposiciones. Allí se argumentó, como prueba definitiva de desquicio, que el inculpado, entre las cuatro mujeres de la Pensión Colonial, hubiera elegido a la más anciana y la única coja. Durante el último alegato del fiscal, clímax dramático que diviniza a los actores y escalofría al público, don Sebastián, que hasta entonces había permanecido silente y legañoso en una silla, como si el juicio no le concerniera, levantó despacio una mano y con los ojos enrojecidos por el esfuerzo, la cólera o la humillación, señaló fijamente, durante un minuto verificado por cronómetro (un periodista
dixit
) a Lucho Abril Marroquín. El gesto fue reputado tan extraordinario como si la estatua ecuestre de Simón Bolívar se hubiera puesto efectivamente a cabalgar... La Corte aceptó todas las tesis del fiscal y Lucho Abril Marroquín fue encerrado en el manicomio.
La familia Bergua no levantó cabeza más. Comenzó su desmoronamiento material y moral. Arruinados por clínicas y leguleyos, debieron renunciar a las clases de piano (y por lo tanto a la ambición de convertir a Rosa en artista mundial) y reducir su nivel de vida a extremos que lindaban con las malas costumbres del ayuno y la suciedad. La vieja casona envejeció aún más y el polvo fue impregnándola y las telarañas invadiéndola y las polillas comiéndola; su clientela disminuyó y fue bajando de categoría hasta llegar a la sirvienta y el cargador. Tocó fondo el día en que un mendigo vino a golpear la puerta y preguntó, terriblemente: "¿Es aquí el
Dormidero
Colonial?".