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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (42 page)

—“No quiero comprometerme", decía, "eso de que la señorita sea boliviana puede ser grave."

Regresamos a Chincha cerca de las tres de la tarde, muertos de calor, llenos de polvo y deprimidos. En las afueras, la tía Julia se echó a llorar. Yo la abrazaba, le decía al oído que no se pusiera así, que la quería, que nos casaríamos aunque hubiera que recorrer todos los pueblecitos del Perú.

—No es por lo que no podamos casarnos —decía ella entre lagrimones, tratando de sonreír—. Sino por lo ridículo que resulta todo esto.

En el hotel, le pedimos al chofer que volviera una hora después, para ir a Grocio Prado, a ver si había regresado su compadre.

Ninguno de los cuatro teníamos mucha hambre, de modo que nuestro almuerzo consistió en un sandwich de queso y una Coca-Cola, que tomamos de pie, en el mostrador. Luego fuimos a descansar. Pese al desvelo de la noche y a las frustraciones de la mañana, tuvimos ánimos para hacer el amor, ardientemente, sobre la colcha de rombos, en una luz rala y terrosa. Desde la cama, veíamos los residuos de sol que apenas podían filtrarse, adelgazados, envilecidos, por una alta claraboya que tenía los cristales cubiertos de mugre. Inmediatamente después, en vez de levantarnos para reunirnos con nuestros cómplices en el comedor, caímos dormidos. Fue un sueño ansioso y sobresaltado, en el que a intensos ramalazos de deseo que nos hacían buscarnos y acariciarnos instintivamente, sucedían pesadillas; después nos las contamos y supimos que en las de ambos aparecían caras de parientes, y la tía Julia se rió cuando le dije que, en un momento del sueño, me había sentido viviendo uno de los cataclismos últimos de Pedro Camacho.

Me despertaron unos golpes en la puerta. Estaba oscuro, y, por las rendijas de la claraboya, se veían unas varillas de luz eléctrica. Grité que ya iba, y, mientras, sacudiendo la cabeza para ahuyentar el torpor del sueño, prendí un fósforo y miré el reloj. Eran las siete de la noche. Sentí que se me venía el mundo encima; otro día perdido y, lo peor, ya casi no me quedaban fondos para seguir buscando alcaldes. Fui a tientas hasta la puerta, la entreabrí e iba a reñir a Javier por no haberme despertado, cuando noté que su cara me sonreía de oreja a oreja:

—Todo listo, Varguitas —dijo, orgulloso como un pavo real—. El alcalde de Grocio Prado está haciendo el acta y preparando el certificado. Déjense de pecar y apúrense. Los esperamos en el taxi.

Cerró la puerta y oí su risa, alejándose. La tía Julia se había incorporado en la cama, se frotaba los ojos, y en la penumbra yo alcanzaba a adivinar su expresión asombrada y un poco incrédula.

—A ese chofer le voy a dedicar el primer libro que escriba —decía yo, mientras nos vestíamos.

—Todavía no cantes victoria —sonreía la tía Julia—. Ni cuando vea el certificado lo voy a creer.

Salimos atropellándonos, y, al pasar por el comedor, donde había ya muchos hombres tomando cerveza, alguien piropeó a la tía Julia con tanta gracia que muchos se rieron. Pascual y Javier estaban dentro del taxi, pero éste no era el de la mañana, ni tampoco el chofer.

—Se las quiso dar de vivo y cobrarnos el doble, aprovechándose de las circunstancias —nos explicó Pascual—. Así que lo mandamos donde se merecía y contratamos aquí al maestro, una persona como Dios manda.

Me entraron toda clase de terrores, pensando que el cambio de chofer frustraría una vez más la boda. Pero Javier nos tranquilizó. El otro chofer tampoco había ido con ellos a Grocio Prado en la tarde, sino éste. Nos contaron, como una travesura, que habían decidido "dejarnos descansar" para que la tía Julia no pasara el mal rato de otra negativa, e ir solos a hacer la gestión en Grocio Prado. Habían tenido una larga conversación con el alcalde.

—Un cholo sabidísimo, uno de esos hombres superiores que sólo produce la tierra de Chincha —decía Pascual—. Tendrás que agradecérselo a Melchorita viniendo a su procesión.

El alcalde de Grocio Prado había escuchado tranquilo las explicaciones de Javier, leído todos los documentos con parsimonia, reflexionado un buen rato, y luego estipulado sus condiciones: mil soles, pero a condición de que a mi partida de nacimiento le cambiaran un seis por un tres, de manera que yo naciera tres años antes.

—La inteligencia de los proletarios —decía Javier—. Somos una clase en decadencia, convéncete. Ni siquiera se nos pasó por la cabeza y este hombre del pueblo, con su luminoso sentido común, lo vio en un instante. Ya está, ya eres mayor de edad.

Ahí mismo en la Alcaldía, entre el alcalde y Javier, habían cambiado el seis por el tres, a mano, y el hombre había dicho: qué más da que la tinta no sea la misma, lo que importa es el contenido. Llegamos a Grocio Prado a eso de las ocho. Era una noche clara, con estrellas, de una tibieza bienhechora, y en todas las casitas y ranchos del pueblo titilaban mecheros. Vimos una vivienda más iluminada, con un gran chisporroteo de velas entre los carrizos, y Pascual, persignándose, nos dijo que era la ermita donde había vivido la Beata.

En la Municipalidad, el alcalde estaba terminando de redactar el acta, en un librote de tapas negras. El suelo de la única habitación era de tierra, había sido mojado recientemente y se elevaba de él un vaho húmedo. Sobre la mesa había tres velas encendidas y su pobre resplandor mostraba, en las paredes encaladas, una bandera peruana sujeta con tachuelas y un cuadrito con la cara del presidente de la República. El alcalde era un hombre cincuentón, gordo e inexpresivo; escribía despacio, con un lapicero de pluma, que mojaba después de cada frase en un tintero de largo cuello. Nos saludó a la tía Julia y a mí con una reverencia fúnebre. Calculé que al ritmo que escribía le habría tomado más de una hora redactar el acta. Cuando terminó, sin moverse, dijo:

—Se necesitan dos testigos.

Se adelantaron Javier y Pascual, pero sólo este último fue aceptado por el alcalde, pues Javier era menor de edad. Salí a hablar con el chofer, que permanecía en el taxi; aceptó ser nuestro testigo por cien soles. Era un zambo delgado, con un diente de oro; fumaba todo el tiempo y en el viaje de venida había estado mudo. En el momento que el alcalde le indicó donde debía firmar, movió la cabeza con pesadumbre:

—Qué calamidad —dijo, como arrepintiéndose—. ¿Dónde se ha visto una boda sin una miserable botella para brindar por los novios? Yo no puedo apadrinar una cosa así. —Nos echó una mirada compasiva y añadió desde la puerta:— Espérenme un segundo.

Cruzándose de brazos, el alcalde cerró los ojos y pareció que se echaba a dormir. La tía Julia, Pascual, Javier y yo nos miramos sin saber qué hacer. Por fin, me dispuse a buscar otro testigo en la calle.

—No es necesario, va a volver —me atajó Pascual—. Además, lo que ha dicho es muy cierto. Debimos pensar en el brindis. Ese zambo nos ha dado una lección.

—No hay nervios que resistan —susurró la tía Julia, cogiéndome la mano—. ¿No te sientes como si estuvieras robando un banco y fuera a llegar la policía?

El zambo demoró unos diez minutos, que parecieron años, pero volvió al fin, con dos botellas de vino en la mano. La ceremonia pudo continuar. Una vez que firmaron los testigos, el alcalde nos hizo firmar a la tía Julia y a mí, abrió un código, y, acercándolo a una de las velas, nos leyó, tan despacio como escribía, los artículos correspondientes a las obligaciones y deberes conyugales. Después nos alcanzó un certificado y nos dijo que estábamos casados. Nos besamos y luego nos abrazaron los testigos y el alcalde. El chofer descorchó a mordiscos las botellas de vino. No habían vasos, así que bebimos a pico de botella, pasándolas de mano en mano después de cada trago. En el viaje de vuelta a Chincha —todos íbamos alegres y al mismo tiempo sosegados— Javier estuvo intentando catastróficamente silbar la Marcha Nupcial.

Después de pagar el taxi, fuimos a la Plaza de Armas, para que Javier y Pascual tomaran un colectivo a Lima. Había uno que salía dentro de una hora, de modo que tuvimos tiempo de comer en El Sol de Chincha. Allí trazamos un plan. Javier, llegando a Miraflores, iría donde mis tíos Olga y Lucho, para tomar la temperatura a la familia y nos llamaría por teléfono. Nosotros regresaríamos a Lima al día siguiente, en la mañana. Pascual tendría que inventar una buena excusa para justificar su inasistencia de más de dos días a la Radio.

Los despedimos en la estación del colectivo y regresamos al Hotel Sudamericano conversando como dos viejos esposos. La tía Julia se sentía mal y creía que era el vino de Grocio Prado. Yo le dije que a mí me había parecido un vino riquísimo, pero no le conté que era la primera vez que tomaba vino en mi vida.

XVIII

E
L BARDO DE
Lima, Crisanto Maravillas, nació en el centro de la ciudad, un callejón de la Plaza de Santa Ana desde cuyos techos se hacían volar las más airosas cometas del Perú, hermosos objetos de papel de seda, que, cuando se elevaban gallardamente sobre los Barrios Altos, salían a espiar por sus claraboyas las monjitas de clausura del convento de Las Descalzas. Precisamente, el nacimiento del niño que, años mas tarde, llevaría a alturas cometeras el vals criollo, la marinera, las polkas, coincidió con el bautizo de una cometa, fiesta que congregaba en el callejón de Santa Ana a los mejores guitarristas, cajoneadores y cantores del barrio. La comadrona, al abrir la ventanilla del cuarto H, donde se produjo el alumbramiento, para anunciar que la demografía de ese rincón de la ciudad había aumentado, pronosticó: "Si sobrevive, será jaranista".

Pero parecía dudoso que sobreviviera: pesaba menos de un kilo y sus piernecitas eran tan reducidas que, probablemente, no caminaría jamás. Su padre, Valentín Maravillas, que se había pasado la vida tratando, de aclimatar en el barrio la devoción del Señor de Limpias (había fundado en su propio cuarto la Hermandad, y, acto temerario o viveza para asegurarse una larga vejez, jurado que antes de su muerte tendría más miembros que la del Señor de los Milagros), proclamó que su santo patrono haría la hazaña: salvaría a su hijo y le permitiría andar como un cristiano normal. Su madre, María Portal, cocinera de dedos mágicos que nunca había sufrido ni un resfrío, quedó tan impresionada al ver que el hijo tan soñado y pedido a Dios era eso —¿una larva de homínido, un feto triste?— que echó al marido de la casa, responsabilizándolo y acusándolo, delante del vecindario, de ser sólo medio hombre por culpa de su beatería.

Lo cierto es que Crisanto Maravillas sobrevivió y, pese a sus piernecitas ridículas, llegó a andar. Sin ninguna elegancia, desde luego, más bien como un títere, que articula cada paso en tres movimientos —alzar la pierna, doblar la rodilla, bajar el pie— y con tanta lentitud que, quienes iban a su lado tenían la sensación de estar siguiendo la procesión cuando se embotella en las calles angostas. Pero, al menos, decían sus progenitores (ya reconciliados), Crisanto se desplazaba por el mundo sin muletas y por su propia voluntad. Don Valentín, arrodillado en la Iglesia de Santa Ana, se lo agradecía al Señor de Limpias con ojos húmedos, pero María Portal decía que el autor del milagro era, exclusivamente, el más famoso galeno de la ciudad, un especialista en tullidos, que había convertido en velocistas a sinnúmero de paralíticos: el doctor Alberto de Quinteros. María había preparado banquetes criollos memorables en su casa y el sabio le había enseñado masajes, ejercicios y cuidados para que, pese a ser tan menudas y raquíticas, las extremidades de Crisanto pudieran sostenerlo y moverlo por los caminos del mundo.

Nadie podrá decir que Crisanto Maravillas tuvo una infancia semejante a la de otros niños del tradicional barrio donde le tocó nacer. Para desgracia o fortuna suya, su esmirriado organismo no le permitió compartir ninguna de esas actividades que iban cuajando el cuerpo y el espíritu de los muchachos de la vecindad: no jugó al fútbol con pelota de trapo, nunca pudo boxear en un ring ni trompearse en una esquina, jamás participó en esos combates a honda, pedrada o puntapié, que, en las calles de la vieja Lima, enfrentaban a los muchachos de la Plaza de Santa Ana con las pandillas del Chirimoyo, de Cocharcas, de Cinco Esquinas, del Cercado. No pudo ir con sus compañeros de la Escuelita Fiscal de la Plazuela de Santa Clara (donde aprendió a leer) a robar fruta a las huertas de Cantogrande y Ñaña, ni bañarse desnudo en el Rímac ni montar burros a pelo en los potreros del Santoyo. Pequeñito hasta las lindes del enanismo, flaco como una escoba, con la piel achocolatada de su padre y los pelos lacios de su madre, Crisanto miraba, desde lejos, con ojos inteligentes, a sus compañeros, y los veía divertirse, sudar, crecer y fortalecerse en esas aventuras que le estaban prohibidas, y en su cara se dibujaba una expresión ¿de resignada melancolía, de apacible tristeza?

Pareció, en una época, que iba a resultar tan religioso como su padre (quien, además del culto al Señor de Limpias, se había pasado la vida cargando andas de distintos Cristos y Vírgenes, y cambiando de hábitos) porque, durante años, fue un empeñoso monaguillo en las iglesias de las vecindades de la Plaza de Santa Ana. Como era puntual, se sabía las réplicas al dedillo y tenía aire inocente, los párrocos del barrio le perdonaban la calma y torpeza de sus movimientos y lo llamaban con frecuencia para que ayudara misas, repicara la campanilla en los viacrucis de Semana Santa o echara incienso en las procesiones. Viéndolo embutido en la capa de monaguillo, que siempre le quedaba grande, y oyéndolo recitar con devoción, en buen latín, en los altares de las Trinitarias, de San Andrés, del Carmen, de la Buena Muerte y aun de la Iglesita de Cocharcas (pues hasta de ese alejado barrio lo llamaban), María Portal, que hubiera deseado para su hijo un tempestuoso destino de militar, de aventurero, de irresistible galán, reprimía un suspiro. Pero el rey de los cofrades de Lima, Valentín Maravillas, sentía que le crecía el corazón ante la perspectiva de que el resabio de su sangre fuera cura.

Todos se equivocaban, el niño no tenía vocación religiosa. Estaba dotado de intensa vida interior y su sensibilidad no hallaba cómo, dónde, de qué alimentarse. El ambiente de cirios chisporroteantes, de zahumerios y rezos, de imágenes consteladas de ex-votos, de responsos y ritos y cruces y genuflexiones, aplacó su precoz avidez de poesía, su hambre de espiritualidad. María Portal ayudaba a las Madres Descalzas en sus labores de repostería y artes domésticas y era, por ello, una de las contadas personas que franqueaban la rígida clausura del convento. La egregia cocinera llevaba con ella a Crisanto, y cuando éste fue creciendo (en edad, no en estatura) las Descalzas se habían acostumbrado tanto a verlo (simple cosa; guiñapo, medio ser, dije humano) que lo dejaron seguir vagabundeando por los claustros mientras María Portal preparaba con las monjitas las celestiales pastas, las temblorosas mazamorras, los blancos suspiros, los huevos chimbos y los mazapanes que luego se venderían a fin de reunir fondos para las misiones del África. Así fue como Crisanto Maravillas, a los diez años de edad, conoció el amor...

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