Diez años después, los confundidos padres no tuvieron más remedio que empezar a decirse que, tal vez, las profecías astrales habían pecado de optimistas. Joaquín Hinostroza Bellmont tenía ya dieciocho años y había llegado al último grado de la Secundaria varios años después que sus compañeros del comienzo y sólo gracias a la filantropía familiar. Los genes de conquistador del mundo, que, según Lucio Acémila, se camuflaban bajo el inofensivo capricho de arbitrar fútbol, no aparecían por ninguna parte, y, en cambio, terriblemente se hacía inocultable que el hijo de aristócratas era una calamidad sin remedio para todo lo que no fuera cobrar tiros libres. Su inteligencia, a juzgar por las cosas que decía, lo colocaba, darwinianamente hablando, entre el oligofrénico y el mono, y su falta de gracia, de ambiciones, de interés por todo lo que no era esa agitada actividad de réferi, hacían de él un ser profundamente soso.
Ahora, es verdad que en lo que concernía a su vicio primero (el segundo fue el alcohol) el muchacho denotaba algo que merecía llamarse talento. Su imparcialidad teratológica (¿en el espacio
sagrado
de la cancha y el tiempo
hechicero
de la competencia?) le ganó prestigio como árbitro entre alumnos y profesores del Santa María, y, también, gavilán que desde la nube divisa bajo el algarrobo la rata que será su almuerzo, su visión que le permitía infaliblemente detectar, a cualquier distancia y desde cualquier ángulo, el artero puntapié del defensa a la canilla del delantero centro, o el vil codazo del alero al guardameta que saltaba con él. También eran insólitas su omnisciencia de las reglas y la intuición feliz que le hacía suplir con decisiones relámpago los vacíos reglamentarios. Su fama saltó los muros del Santa María y el aristócrata de la Perla comenzó a arbitrar competencias inter-escolares, campeonatos de barrio, y un día se supo que, ¿en la cancha del Potao?, había reemplazado a un réferi en un partido de segunda división.
Terminado el colegio, se planteó un problema a los abrumados progenitores: el futuro de Joaquín. La idea de que fuera a la Universidad fue apenadamente descartada, para evitar al muchacho humillaciones inútiles, complejos de inferioridad, y, a la fortuna familiar, nuevos forados en forma de donaciones. Un intento de hacerlo aprender idiomas desembocó en estrepitoso fracaso. Un año en Estados Unidos y otro en Francia no le enseñaron una sola palabra de inglés ni de francés, y, en cambio, tuberculizaron su de por sí raquítico español. Cuando volvió a Lima, el fabricante de casimires optó por resignarse a que su hijo no ostentara ningún título, y, lleno de desilusión, lo puso a trabajar en la maleza de empresas caseras. Los resultados fueron previsiblemente catastróficos. En dos años, sus actos u omisiones habían quebrado dos hilanderías, reducido al déficit la más floreciente firma del conglomerado —una constructora de caminos— y las plantaciones de pimienta de la selva habían sido carcomidas por plagas, aplastadas por avalanchas y ahogadas por inundaciones (lo que confirmó que Joaquincito era también un fúlmine). Aturdido por la inconmensurable incompetencia de su hijo, herido en su amor propio, el padre perdió energías, se volvió nihilista y descuidó sus negocios que en poco tiempo fueron desangrados por ávidos lugartenientes, y contrajo un tic risible que consistía en sacar la lengua para tratar (¿insensatamente?) de lamerse la oreja. Su nerviosismo y desvelos lo arrojaron, siguiendo los pasos de su esposa, en manos de psiquiatras y psicoanalistas (¿Alberto de Quinteros? ¿Lucio Acémila?) que dieron rápida cuenta de sus residuos de cordura y de plata.
El colapso económico y la ruina mental de sus engendradores no pusieron al borde del suicidio a Joaquín Hinostroza Bellmont. Vivía siempre en la Perla, en una residencia fantomáquica, que se había ido despintando, aherrumbrando, despoblando, perdiendo jardines y cancha de fútbol (para pagar deudas) y que habían invadido la suciedad y las arañas. El joven se pasaba el día arbitrando los partidos callejeros que organizaban los vagabundos del barrio, en los descampados que separan Bellavista y la Perla. Fue en uno de esos matchs disputados por caóticos palomillas, en plena vía pública, donde un par de piedras hacían de arco y una ventana y un poste de límites, y que Joaquín —principismo de elegante que se viste de baile para cenar en plena selva virgen— arbitraba como si fueran final de campeonato, que el hijo de aristócratas conoció a la persona que haría de él un cirroso y una estrella: ¿Sarita Huanca Salaverría?
La había visto jugar varias veces en esos partidos del montón e incluso le había cobrado muchas faltas por la agresividad con que arremetía contra el adversario. Le decían Marimacho, pero ni por ésas se le hubiera ocurrido a Joaquín que ese adolescente cetrino, calzado con viejas zapatillas, cubierto por un blue jeans y una chompa rotosa, hubiera sido mujer. Lo descubrió eróticamente. Un día, por haberla castigado con un penal indiscutible (Marimacho había metido un gol con bola y arquero), recibió como respuesta una mentada de madre.
—¿Qué has dicho? —se indignó el hijo de aristócratas ¿pensando que en esos mismos momentos su madre estaría ingiriendo una píldora, paladeando una pócima, soportando un agujazo?:— Repite si eres hombre.
—No soy, pero repito —repuso Marimacho. Y, honor de espartana capaz de ir a la hoguera por no dar su brazo a torcer, repitió, enriquecida con adjetivos del arroyo, la mentada de madre.
Joaquín intentó lanzarle un puñete, que sólo dio en el aire, y al instante se vio arrojado al suelo por un cabezazo de Marimacho, quien cayó sobre él, golpeándolo con manos, pies, rodillas, codos. Allí, forcejeos gimnásticos sobre la lona que acaban pareciendo los apretones del amor, descubrió, estupefacto, erogenizado, eyaculante, que su adversario era mujer. La emoción que le produjeron los roces pugilísticos con esas turgencias inesperadas fue tan grande que cambió su vida. Ahí mismo, al amistarse después de la pelea y saber que se llamaba Sarita Huanca Salaverría, la invitó al cine a ver Tarzán, y una semana más tarde le propuso el altar. La negativa de Sarita a ser su esposa e incluso a dejarse besar empujaron clásicamente a Joaquín a las cantinas. En poco tiempo, pasó de romántico que ahoga penas en whisky a alcohólico irredento que puede apagar su africana sed con kerosene.
¿Qué despertó en Joaquín esa pasión por Sarita Huanca Salaverría? Era joven y tenía un físico esbelto de gallita, una piel curtida por la intemperie, un cerquillo bailarín, y como jugadora de fútbol no estaba mal. Por su manera de vestirse, las cosas que hacía y las personas que frecuentaba, parecía contrariada con su condición de mujer. ¿Era esto, tal vez —vicio de originalidad, frenesí de extravagancia— lo que la hacía tan atractiva para el aristócrata? El primer día que llevó a Marimacho a la ruinosa casa de la Perla, sus padres, después que la pareja hubo partido, se miraron asqueados. El ex-rico encarceló en una frase la amargura de su espíritu: "No sólo hemos creado a un estúpido, sino, también, a un pervertido sexual".
Sin embargo, Sarita Huanca Salaverría, a la vez que alcoholizó a Joaquín, fue el trampolín que lo ascendió de los partidos callejeros con pelota de trapo a los campeonatos del Estadio Nacional.
Marimacho no se contentaba con rechazar la pasión del aristócrata; se complacía en hacerlo sufrir. Se dejaba invitar al cine, al fútbol, a los toros, a restaurantes, consentía en recibir costosos regalos (¿en los que el enamorado dilapidaba los escombros del patrimonio familiar?), pero no permitía que Joaquín le hablara de amor. Apenas intentaba éste, timidez de doncel que enrojece al piropear a una flor, atorándose, decirle cuánto la amaba, Sarita Huanca Salaverría se ponía de pie, iracunda, lo hería con insultos de una soecidad bajopontina, y se mandaba mudar. Era entonces cuando Joaquín comenzaba a beber, pasando de una cantina a otra y mezclando licores para obtener efectos prontos y explosivos. Fue un espectáculo corriente, para sus padres, verlo recogerse a la hora de las lechuzas, y cruzar las habitaciones de la Perla, dando traspiés, perseguido por una estela de vómitos. Cuando ya parecía a punto de desintegrarse en alcohol, una llamada de Sarita lo resucitaba. Concebía nuevas esperanzas y se reanudaba el ciclo infernal. Demolidos por la amargura, el hombre del tic y la hipocondríaca murieron casi al mismo tiempo y fueron sepultados en un mausoleo del Cementerio Presbítero Maestro. La encogida residencia de la Perla, al igual que los bienes que sobrevivían, fueron rematados por acreedores o incautados por el Estado. Joaquín Hinostroza Bellmont tuvo que ganarse la vida.
Tratándose de quien se trataba (su pasado rugía que moriría de consunción o terminaría mendigo) lo hizo más que bien. ¿Qué profesión eligió? ¡Arbitro de fútbol! Acicateado por el hambre y el deseo de seguir festejando a la esquiva Sarita, comenzó pidiendo unos soles a los mataperros cuyos partidos le pedían arbitrar, y al ver que ellos, prorrateándose, se los daban, dos más dos son cuatro y cuatro y dos son seis, fue aumentando las tarifas y administrándose mejor. Como era conocida su habilidad en la cancha, consiguió contratos en competencias juveniles, y un día, audazmente, se presentó en la Asociación de Árbitros y Entrenadores de Fútbol y solicitó su inscripción. Pasó los exámenes con una brillantez que dejó mareados a los que a partir de entonces pudo (¿vanidosamente?) llamar colegas.
La aparición de Joaquín Hinostroza Bellmont —uniforme negro pespuntado de blanco, viserita verde en la frente, silbato plateado en la boca— en el Estadio Nacional de José Díaz, estableció una efemérides en el fútbol nacional. Un experimentado cronista deportivo lo diría: “Con él ingresaron a las canchas la justicia inflexible y la inspiración artística". Su corrección, su imparcialidad, su rapidez para descubrir la falta y su tino para sancionarla, su autoridad (los jugadores se dirigían siempre a él bajando los ojos y tratándolo de don), y ese estado físico que le permitía correr los noventa minutos del partido y no estar nunca a más de diez metros de la pelota, lo hicieron rápidamente popular. Fue, como se dijo en un discurso, el único réferi nunca desobedecido por los jugadores ni agredido por los espectadores, y el único al que, después de cada partido, ovacionaban las tribunas.
¿Nacían esos talentos y esfuerzos sólo de una sobresaliente conciencia profesional? También. Pero, la razón profunda era que Joaquín Hinostroza Bellmont pretendía, con su magia arbitral, secreto de muchacho que triunfa en Europa y vive amargo porque lo que quería era el aplauso de su pueblecito andino, impresionar a Marimacho. Seguían viéndose, casi a diario, y la escabrosa maledicencia popular los creía amantes. En realidad, pese a su tesón sentimental, incólume a lo largo de los años, el réferi no había conseguido vencer la resistencia de Sarita.
Ésta, un día, luego de rescatarlo del suelo de una cantina del Callao, de llevarlo a la pensión del centro donde vivía, de limpiarle las manchas de escupitajo y de aserrín y de acostarlo, le contó el secreto de su vida. Joaquín Hinostroza Bellmont supo así, lividez de hombre que ha recibido el beso del vampiro, que en la primera juventud de esa muchacha había un amor maldito y un terremoto conyugal. En efecto, entre Sarita y su hermano (¿Richard?) había brotado un enamoramiento trágico, que —cataratas de fuego, lluvia de veneno sobre la humanidad— había cristalizado en embarazo. Habiendo contraído astutamente matrimonio con un galán al que antes desairaba (¿el Pelirrojo Antúnez? ¿Luis Marroquín?) para que el hijo del incesto tuviera un apellido impoluto, el joven y dichoso marido, sin embargo —cola del diablo que se mete en la olla y arruina el pastel—, había descubierto a tiempo la superchería y repudiado a la tramposa que quería contrabandearle un entenado como hijo. Obligada a abortar, Sarita huyó de su familia encopetada, de su barrio residencial, de su apellido resonante, y, convertida en vagabunda, en los descampados de Bellavista y la Perla había adquirido la personalidad y el apodo de Marimacho. Desde entonces había jurado no entregarse nunca más a un hombre y vivir siempre, para todos los efectos prácticos (¿salvo, ay, el de los espermatozoides?), como varón.
Conocer la tragedia, aderezada de sacrilegio, trasgresión de tabúes, pisoteo de la moral civil y de mandamientos religiosos, de Sarita Huanca Salaverría, no canceló la pasión amorosa de Joaquín Hinostroza Bellmont; la robusteció. El hombre de la Perla concibió, incluso, la idea de curar a Marimacho de sus traumas y reconciliarla con la sociedad y los hombres; quiso hacer de ella, otra vez, una limeña femenina y coqueta, pícara y salerosa ¿como la Perricholi?
Al mismo tiempo que su fama crecía y era solicitado para arbitrar partidos internacionales en Lima y en el extranjero, y recibía ofertas para trabajar en México, Brasil, Colombia, Venezuela, que él, patriotismo de sabio que renuncia a las computadoras de Nueva York para seguir experimentando con las cobayas tuberculosas de San Fernando, siempre rechazó, su asedio al corazón de la incestuosa se hizo más tenaz.
Y le pareció entrever algunas señales —humo apache en las colinas, tam-tams en la floresta africana— de que Sarita Huanca Salaverría podía ceder. Una tarde, luego de un café con medialunas en el Haití de la Plaza de Armas, Joaquín pudo retener entre las suyas la diestra de la muchacha por más de un minuto (exacto: su cabeza de árbitro lo cronometró). Poco después, hubo un partido en que la Selección Nacional se enfrentó a una pandilla de homicidas, de un país de escaso renombre —¿Argentina o algo así?—, que se presentaron a jugar con los zapatos acorazados de clavos y rodilleras y coderas que, en verdad, eran instrumentos para malherir al adversario. Sin atender a sus argumentos (por lo demás ciertos) de que en su país era costumbre jugar al fútbol así —¿cabeceándolo con la tortura y el crimen?—, Joaquín Hinostroza Bellmont los fue expulsando de la cancha, hasta que el equipo peruano ganó técnicamente por falta de competidores. El árbitro, por supuesto, salió en hombros de la multitud y Sarita Huanca Salaverría, cuando estuvieron solos, —¿arranque de peruanidad? ¿sensiblería deportiva?— le echó los brazos al cuello y lo besó. Una vez que estuvo enfermo (la cirrosis, discreta, fatídica, iba mineralizando el hígado del hombre de los Estadios y comenzaba a provocarle crisis periódicas) lo atendió sin moverse de su lado, la semana que permaneció en el Hospital Carrión y Joaquín la vio, una noche, derramar algunas lágrimas ¿por él? Todo esto lo envalentonaba y cada día le proponía, con argumentos renovados, matrimonio. Era inútil. Sarita Huanca Salaverría asistía a todos los partidos que él interpretaba (los cronistas comparaban sus arbitrajes al manejo de una sinfonía), lo acompañaba al extranjero y hasta se había mudado a la Pensión Colonial donde Joaquín vivía con su hermana pianista y sus ancianos padres. Pero se negaba a que esa fraternidad dejara de ser casta y se convirtiera en refocilo. La incertidumbre, margarita cuyos pétalos no se termina jamás de deshojar, fue agravando el alcoholismo de Joaquín Hinostroza Bellmont, a quien acabó por verse más borracho que sobrio.