Estábamos pendientes del relato de Nelly cuando sonó el teléfono. Era Genaro-hijo, quería verme con urgencia. Bajé a su oficina, convencido de que ahora sí vendría cuando menos una amonestación. Pero me recibió como en el ascensor, dando por supuesto que yo estaba al corriente de sus problemas. Acababa de hablar por teléfono con La Habana, y maldecía porque la CMQ, aprovechándose de su situación, de la urgencia, le había cuadruplicado las tarifas.
—Es una tragedia, una mala suerte única, eran los programas de mayor sintonía, los anunciadores se los peleaban —decía, revolviendo papeles—. ¡Qué desastre volver a depender de los tiburones de la CMQ!
Le pregunté cómo estaba Pedro Camacho, si lo había visto, en cuánto tiempo podría volver a trabajar.
—No hay ninguna esperanza —gruñó, con una especie de furia, pero acabó por adoptar un tono compasivo—. El doctor Delgado dice que su psiquis está en proceso de delicuescencia. Delicuescencia. ¿Tú entiendes eso? Que el alma se le cae a pedazos, supongo, que se le pudre la cabeza o algo así ¿no? Cuando mi padre le preguntó si el restablecimiento podía tomar unos meses, nos respondió: "Tal vez años". ¡Imagínate!
Bajó la cabeza, abrumado, y con seguridad de adivino me predijo lo que ocurriría: al saber que los libretos iban a ser, en adelante, los de la CMQ los anunciadores cancelarían los contratos o pedirían rebajas del cincuenta por ciento. Para mal de males, los nuevos radioteatros no llegarían antes de tres semanas o un mes, porque Cuba ahora era un burdel, había terrorismo, guerrillas, la CMQ andaba alborotada, con gente presa, mil líos. Pero era impensable que los oyentes se quedaran un mes sin radioteatros, Radio Central perdería su público, se lo arrebatarían Radio La Crónica o Radio Colonial que habían comenzado a darle duro con los radioteatros argentinos, esas huachaferías.
—A propósito, para eso te he hecho venir —añadió, mirándome como si en ese momento me descubriera allí—. Tienes que echarnos una mano. Tú eres medio intelectual, para ti será un trabajo fácil.
Se trataba de meterse al depósito de Radio Central, donde se conservaban los viejos libretos, anteriores a la venida de Pedro Camacho. Había que revisarlos, descubrir cuáles podían ser utilizados de inmediato, hasta que llegaran los radioteatros frescos de la CMQ.
—Por supuesto, te pagaremos extra —me precisó—. Aquí no explotamos a nadie.
Sentí una enorme gratitud por Genaro-hijo y una gran piedad por sus problemas. Aunque me diera cien soles, en esos instantes me caían de maravilla. Cuando estaba saliendo de su oficina, su voz me atajó en la puerta:
—Oye, de veras, ya sé que te has casado. —Me volví y me estaba haciendo un ademán afectuoso—. ¿Quién es la víctima? ¿Una mujer, supongo, no? Bueno, felicitaciones. Ya nos tomaremos una copa para celebrarlo.
Desde mi oficina llamé a la tía Julia. Me dijo que la tía Olga se había aplacado algo, pero que a cada rato se asombraba de nuevo y le decía: "Qué loca eres". No la apenó mucho que el departamentito no estuviera aún disponible (“Total, hemos dormido tanto tiempo separados que podemos hacerlo dos semanas más, Varguitas") y me dijo que, después de darse un buen baño y cambiarse de ropa, se sentía muy optimista. Le advertí que no iría a almorzar porque tenía que meterle cuernos con una montaña de radioteatros y que nos veríamos a la noche. Hice El Panamericano y dos boletines y fui a zambullirme en el depósito de Radio Central. Era una cueva sin luz, sembrada de telarañas, y al entrar oí carreritas de ratones en la oscuridad. Había papeles por todas partes: amontonados, sueltos, desparramados, amarrados en paquetes. Inmediatamente comencé a estornudar por el polvo y la humedad. No había posibilidades de trabajar allí, así que me puse a acarrear altos de papel al cubículo de Pedro Camacho y me instalé en el que había sido su escritorio. No quedaba rastro de él: ni el diccionario de citas, ni el mapa de Lima, ni sus fichas sociológico-psicológico-raciales. El desorden y la suciedad de los viejos radioteatros de la CMQ eran supremos: la humedad había deshecho las letras, los ratones y cucarachas habían mordisqueado y defecado las páginas, y los libretos se habían mezclado unos con otros como las historias de Pedro Camacho. No había mucho que seleccionar; a lo más, tratar de descubrir algunos textos legibles.
Llevaba unas tres horas de estornudos alérgicos, buceando entre almibaradas truculencias para armar algunos rompecabezas radioteatrales, cuando se abrió la puerta del cubículo y apareció Javier.
—Es increíble que en estos momentos, con los problemas que tienes, sigas con tu manía de Pedro Camacho —me dijo, furioso—. Vengo de donde tus abuelos. Por lo menos, entérate de lo que te pasa y tiembla.
Me lanzó sobre el escritorio, arrebosado de suspirantes libretos, dos sobres. Uno, era la carta que le había dejado mi padre la noche anterior. Decía así:
"Mario: Doy cuarenta y ocho horas de plazo para que esa mujer abandone el país. Si no lo hace, me encargaré yo, moviendo las influencias que haga falta, de hacerle pagar caro su audacia, En cuanto a ti, quiero que sepas que ando armado y que no permitiré que te burles de mí. Si no obedeces al pie de la letra y ésa mujer no sale del país en el plazo indicado, te mataré de cinco balazos como a un perro, en plena calle".
Había firmado con sus dos apellidos y rúbrica y añadido una posdata: "Puedes ir a pedir protección policial, si quieres. Y para que quede bien claro, aquí firmo otra vez mi decisión de matarte donde te encuentre como a un perro". Y, en efecto, había firmado por segunda vez, con trazo más enérgico que la primera. El otro sobre se lo había entregado mi abuelita a Javier hacía media hora, para que me lo trajera. Lo había llevado un guardia; era una citación de la Comisaría de Miraflores. Debía presentarme allí, al día siguiente, a las nueve de la mañana.
—Lo peor no es la carta, sino que, tal como lo vi anoche, puede muy bien cumplir la amenaza —me consoló Javier, sentándose en el alféizar de la ventana—. ¿Qué hacemos, compañerito?
—Por lo pronto, consultar a un abogado —fue lo único que se me ocurrió—. Sobre mi matrimonio y lo otro. ¿Conoces a alguno que nos pueda atender gratis, o darnos crédito?
Fuimos donde un abogado joven, pariente suyo, con quien algunas veces habíamos corrido olas en la playa de Miraflores. Fue muy amable, tomó con humor la historia de Chincha y me hizo algunas bromas; como había calculado Javier, no quiso cobrarme. Me explicó que el matrimonio no era nulo sino anulable, por la corrección de fechas en mi partida. Pero eso requería una acción judicial. Si ésta no se entablaba, a los dos años el matrimonio quedaría automáticamente 'compuesto' y ya no se podía anular. En cuanto a la tía Julia, sí era posible denunciarla como 'corruptora de menores', sentar un parte en la policía y hacerla detener, por lo menos provisionalmente. Luego, habría un juicio, pero él estaba seguro que, vistas las circunstancias —es decir, dado que yo tenía dieciocho y no doce años— era imposible que prosperara la acusación: cualquier tribunal la absolvería.
—De todos modos, si quiere, tu papá puede hacerle pasar muy mal rato a la Julita —concluyó Javier, mientras regresábamos a la Radio, por el jirón de la Unión—. ¿Es verdad que tiene influencia con el gobierno?
No lo sabía; tal vez era amigo de un general, compadre de algún ministro. Bruscamente, decidí que no iba a esperar hasta el día siguiente para saber qué quería la Comisaría. Pedí a Javier que me ayudara a rescatar algunos radioteatros del magma de papeles de Radio Central, para salir de dudas hoy mismo. Aceptó, y me ofreció, también, que si me metían preso me iría a visitar y me llevaría siempre cigarrillos.
A las seis de la tarde entregué a Genaro-hijo dos radioteatros más o menos armados y le prometí que al día siguiente tendría otros tres; di una ojeada veloz a los boletines de las siete y de las ocho, prometí a Pascual que volvería para El Panamericano, y media hora después estábamos con Javier en la Comisaría del Malecón 28 de Julio, en Miraflores. Esperamos un buen rato y, por fin, nos recibieron el comisario —un mayor en uniforme— y el jefe de la PIP. Mi padre había venido esa mañana a pedir que me tomaran una declaración oficial sobre lo ocurrido. Tenían una lista de preguntas escritas a mano, pero mis respuestas las fue transcribiendo a máquina el policía de civil, lo que tomó mucho tiempo, pues era pésimo mecanógrafo. Admití que me había casado (y subrayé enfáticamente que lo había hecho 'por mi propio deseo y voluntad') pero me negué a decir en qué localidad y ante qué Alcaldía. Tampoco contesté quiénes habían sido los testigos. Las preguntas eran de tal naturaleza que parecían concebidas por un tinterillo con malas intenciones: mi fecha de nacimiento y a continuación (como si no estuviera implícito en lo anterior) si era menor de edad o no, dónde vivía y con quién, Y, por supuesto, la edad de la tía Julia (a la que se llamaba "doña" Julia), pregunta que también me negué a responder diciendo que era de mal gusto revelar la edad de las señoras. Esto provocó una curiosidad infantil en la pareja de policías, quienes, luego de haber firmado yo la declaración, adoptando aires paternales, me preguntaron, "sólo por pura curiosidad", cuántos años mayor que yo era la "dama”. Cuando salimos de la Comisaría me sentí de pronto muy deprimido, con la incomoda sensación de ser un asesino o un ladrón.
Javier pensaba que había metido la pata; negarme a revelar el sitio del matrimonio era una provocación que irritaría más a mi padre, y totalmente inútil, pues lo averiguaría en pocos días. Se me hacía cuesta arriba volver a la Radio esa noche, con el estado de ánimo en que estaba, así que me fui donde el tío Lucho. Me abrió la tía Olga; me recibió con cara seria y mirada homicida, pero no me dijo ni palabra, e, incluso, me alcanzó la mejilla para que la besara. Entró conmigo a la sala, donde estaban la tía Julia y el tío Lucho. Bastaba verlos para saber que todo iba color de hormiga. Les pregunté qué sucedía:
—Las cosas se han puesto feas —me dijo la tía Julia, trenzando sus dedos con los míos, y yo vi el malestar que esto provocaba en la tía Olga—. Mi suegro quiere hacerme botar del país como indeseable.
El tío Jorge, el tío Juan y el tío Pedro habían tenido una entrevista esa tarde con mi padre y habían vuelto asustados del estado en que lo vieron. Un furor frío, una mirada fija, una manera de hablar que transparentaba una determinación inconmovible. Era categórico: la tía Julia debía partir del Perú antes de cuarenta y ocho horas o atenerse a las consecuencias. En efecto, era muy amigo —compañero de colegio, tal vez— del ministro de Trabajo de la dictadura, un general llamado Villacorta, ya había hablado con él, y, si no salía por propia voluntad, la tía Julia saldría escoltada por soldados hasta el avión. En cuanto a mí, si no le obedecía, lo pagaría caro. Y, lo mismo que a Javier, también a mis tíos les había mostrado el revólver. Completé el cuadro, enseñándoles la carta y contándoles el interrogatorio policial. La carta de mi padre tuvo la virtud de ganarlos del todo para nuestra causa. El tío Lucho sirvió unos whiskies y cuando estábamos bebiendo la tía Olga se puso de repente a llorar y a decir que cómo era posible, su hermana tratada como una criminal, amenazada con la policía, que ellas pertenecían a una de las mejores familias de Bolivia.
—No hay más remedio que me vaya, Varguitas —dijo la tía Julia. Vi que cambiaba una mirada con mis tíos y comprendí que ya habían hablado de eso—. No me mires así, no es una conspiración, no es para siempre. Sólo hasta que se le pase la rabieta a tu padre. Para evitar más escándalos.
Lo habían conversado y discutido entre los tres y tenían a punto un plan. Habían descartado Bolivia y sugerían que la tía Julia fuera a Chile, a Valparaíso, donde vivía su abuelita. Estaría allí sólo el tiempo indispensable para que se serenaran los ánimos. Volvería en el instante mismo en que yo la llamara. Me opuse con furia, dije que la tía Julia era mi mujer, me había casado con ella para que estuviéramos juntos, en todo caso nos iríamos los dos. Me recordaron que era menor de edad: no podía pedir pasaporte ni salir del país sin permiso paterno. Dije que cruzaría la frontera a escondidas. Me preguntaron cuánta plata tenía para irme a vivir al extranjero. (Me quedaba a duras penas para comprar cigarrillos unos días: el matrimonio y el pago del departamentito habían volatilizado el adelanto de Radio Panamericana, la venta de mi ropa y los empeños en la Caja de Pignoración.)
—Ya estamos casados y eso no nos lo van a quitar —decía la tía Julia, despeinándome, besándome, con los ojos llenos de lágrimas—. Es sólo unas semanas, a lo más unos meses. No quiero que te peguen un tiro por mi culpa.
Durante la comida, la tía Olga y el tío Lucho fueron exponiendo sus argumentos para convencerme. Tenía que ser razonable, ya había salido con mi gusto, me había casado, ahora debía hacer una concesión provisional, para evitar algo irreparable. Debía comprenderlos; ellos, como hermana y cuñado de la tía Julia estaban en postura muy delicada ante mi padre y el resto de la familia: no podían estar contra ni a favor de ella. Nos ayudarían, lo estaban haciendo en esos momentos, y me tocaba hacer algo de mi parte. Mientras la tía Julia estuviera en Valparaíso yo tendría que buscar algún otro trabajo, porque, si no, con qué diablos íbamos a vivir, quién nos iba a mantener. Mi padre acabaría por calmarse, por aceptar los hechos.
A eso de la medianoche —mis tíos se habían ido discretamente a dormir y la tía Julia y yo estábamos haciendo el amor horriblemente, a medio vestir, con gran zozobra, los oídos alertas a cualquier ruido— acabé por rendirme. No había otra solución. A la mañana siguiente trataríamos de cambiar el pasaje a La Paz por uno a Chile. Media hora después, mientras caminaba por las calles de Miraflores, hacia mi cuartito de soltero, en casa de los abuelos, sentía amargura e impotencia, y me maldecía por no tener ni siquiera con qué comprarme yo también un revólver.
La tía Julia viajó a Chile dos días después, en un avión que partió al alba. La compañía de aviación no puso reparos en cambiar el pasaje, pero había una diferencia de precio, que cubrimos gracias a un préstamo de mil quinientos soles que nos hizo nadie menos que Pascual. (Me dejó asombrado al contarme que tenía cinco mil soles en una libreta de ahorros, lo que, con el sueldo que ganaba, era realmente una hazaña.) Para que la tía Julia pudiera llevarse algo de dinero vendí, al librero de la calle La Paz, todos los libros que aún conservaba, incluidos los códigos y manuales de Derecho, con lo que compré cincuenta dólares.