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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

La tía Julia y el escribidor (49 page)

Al otro lado del biombo, ante paredes cubiertas también de carátulas sensacionalistas, había tres escritorios en los que un cartelito, hecho a tinta, especificaba las funciones de sus ocupantes: director, jefe de Redacción, administrador. Al vernos ingresar en la habitación, dos personas inclinadas sobre unos pliegos de pruebas, alzaron la cabeza. El que estaba de pie era Pascual.

Nos dimos un gran abrazo. Había cambiado bastante, él sí; estaba gordo, con barriga y papada, y algo en la expresión lo hacía aparecer casi viejo. Se había dejado un bigotito rarísimo, vagamente hitleriano, que griseaba. Me hizo muchas demostraciones de afecto; cuando sonrió, vi que había perdido dientes. Después de los saludos, me presentó al otro personaje, un moreno de camisa color mostaza, que permanecía en su escritorio:

—El director de "Extra" —dijo Pascual—. El doctor Rebagliati.

—Casi meto la pata, el Gran Pablito me dijo que el director eras tú —le conté, dándole la mano al doctor Rebagliati.

—Estamos en decadencia, pero no a ese extremo —comentó éste—. Siéntense, siéntense.

—Soy jefe de Redacción —me explicó Pascual—. Éste es mi escritorio.

El Gran Pablito le dijo que habíamos venido a buscarlo para ir a El Pavo Real, a recordar los tiempos de Panamericana. Aplaudió la idea, pero, eso sí, tendríamos que esperarlo unos minutos, debía llevar a la imprenta de la vuelta esas pruebas, era urgente pues estaban cerrando la edición. Se fue y nos dejó, mirándonos las caras, con el doctor Rebagliati. Éste, cuando se enteró que yo vivía en Europa, me comió a preguntas. ¿Eran las francesas tan fáciles como se decía? ¿Eran tan sabias y desvergonzadas en la cama? Se empeñó en que le hiciera estadísticas, cuadros comparativos, sobre las mujeres de Europa. ¿Verdad que las hembras de cada país tenían costumbres originales? Él, por ejemplo (el Gran Pablito lo escuchaba revolviendo los ojos con delectación), había oído decir, a gente muy viajada, cosas interesantísimas. ¿Cierto que las italianas tenían la obsesión de la corneta? ¿Que las parisinas nunca estaban contentas si no las bombardeaban por detrás? ¿Que las nórdicas se lo aflojaban a sus propios padres? Yo contestaba como podía a la verborrea del doctor Rebagliati, que iba contaminando la atmósfera del cuartito de una densidad lujuriosa, seminal, y lamentaba cada instante más el haberme visto atrapado en ese almuerzo, que, sin duda, terminaría a las mil quinientas. El Gran Pablito se reía, asombrado y excitadísimo con las revelaciones erótico-sociológicas del director. Cuando la curiosidad de éste me extenuó, le pedí su teléfono. Puso una cara sarcástica:

—Está cortado hace una semana, por no pagar la cuenta —dijo, con franqueza agresiva—. Porque, donde nos ve, esta revista se hunde y todos los imbéciles que trabajamos aquí nos hundimos con ella.

En el acto, con un placer masoquista, me contó que "Extra" había nacido en la época de Odría, bajo buenos auspicios; el régimen le daba avisos y le pasaba plata por lo bajo para que atacara a ciertas gentes y defendiera a otras. Además, era una de las pocas revistas permitidas y se vendía como pan caliente. Pero, al irse Odría, empezó una competencia terrible y quebró. Así la había recogido él, ya cadáver. Y la había levantado, cambiándole la línea, convirtiéndola en revista de hechos sensacionales. Todo marchó sobre ruedas, un tiempo, pese a las deudas que arrastraban. Pero en el último año, con la subida del papel, los aumentos en la imprenta, la campaña en contra de parte de los enemigos y la retirada del avisaje, las cosas se habían puesto negras. Además, habían perdido juicios, de canallas que los acusaban de difamación. Ahora, los dueños, aterrados, habían regalado todas las acciones a los redactores, para no pagar los platos rotos, cuando los remataran. Lo que no tardaría, ya en las últimas semanas la situación era trágica: no había para sueldos, la gente se llevaba las máquinas, vendía los escritorios, se robaban todo lo que tenía algo de valor, adelantándose al colapso.

—Esto no dura un mes, mi amigo —repitió, resoplando con una especie de disgusto feliz—. Somos ya cadáveres, ¿no huele la putrefacción?

Le iba a decir que, efectivamente, la olía, cuando interrumpió la conversación una figurita esquelética que entró en el cuarto sin necesidad de apartar el biombo, por la angosta abertura. Tenía un corte de pelo alemán, algo ridículo, y vestía como un vagabundo, un overol azulino y una camisita con parches bajo un suéter grisáceo que le quedaba ajustadísimo. Lo más insólito era su calzado: unas rojizas zapatillas de basquet, tan viejas que una de ellas estaba sujeta por un cordón amarrado alrededor de la punta, cómo si la suela estuviera suelta o por soltarse. Apenas lo vio, el doctor Rebagliati comenzó a reñirlo:

—Si usted cree que va a seguir burlándose de mí, se equivoca —dijo, acercándose a él con aire tan amenazador que el esqueleto dio un brinquito—. ¿No tenía que traer anoche la llegada del Monstruo de Ayacucho?

—La traje, señor director. Estuve aquí, con todos los datos pertinentes, media hora después de que los patrulleros desembarcaron en la Prefectura al interfecto —declamó el hombrecillo.

La sorpresa fue tan grande que debí poner cara de alelado. La perfecta dicción, el timbre cálido, las palabrejas 'pertinente' e 'interfecto', sólo podían ser de él. ¿Pero cómo identificar al escriba boliviano en el físico y el atuendo de este espantapájaros al que el doctor Rebagliati se comía vivo?:

—No sea mentiroso, por lo menos tenga el coraje de sus faltas. Usted no trajo el material y Melcochita no pudo completar su crónica y la información va a salir tuerta. ¡Y a mí no me gustan las crónicas tuertas porque eso es mal periodismo!

—Lo traje, señor director —respondía, con educación y alarma, Pedro Camacho—. Encontré la revista cerrada. Eran las once y quince en punto. Pregunté la hora a un transeúnte, señor director. Y entonces, porque sabía la importancia de esos datos, me dirigí a la casa de Melcochita. Y lo estuve esperando en la vereda, hasta las dos de la mañana, y no se apersonó a dormir. No es mi culpa, señor director. Los patrulleros que traían al Monstruo se encontraron un derrumbe y llegaron a las once en vez de las nueve. No me acuse de incumplimiento. Para mí, la revista es lo primero, pasa antes que la salud, señor director.

Poco a poco, no sin esfuerzo, fui relacionando, acercando, lo que recordaba de Pedro Camacho con lo que tenía presente. Los ojos saltones eran los mismos, pero habían perdido su fanatismo, la vibración obsesiva. Ahora su luz era pobre, opaca, huidiza y atemorizada. Y también los gestos y ademanes, la manera de accionar cuando hablaba, ese movimiento antinatural del brazo y la mano que parecía el de un pregonero de feria, eran los de antes, igual que su incomparable, cadenciosa, arrulladora voz.

—Lo que pasa es que usted, con la roñosería de no tomar un ómnibus, un colectivo, llega tarde a todas partes, ésa es la verdad de la milanesa —gruñía, histérico, el doctor Rebagliati—. No sea avaro, carajo, gástese los cuatro cobres que vale un ómnibus y llegue a los sitios a la hora debida.

Pero las diferencias eran mayores que las semejanzas. El cambio principal se debía al pelo; al cortarse la cabellera que le llegaba a los hombros y hacerse ese rapado, su cara se había vuelto más angulosa, más pequeña, había perdido carácter, solvencia. Y estaba, además, muchísimo más flaco, parecía un fakir, casi un espíritu. Pero lo que quizá me impidió reconocerlo en el primer momento fue su ropa. Antes, sólo lo había visto de negro, con el terno fúnebre y brilloso y la corbatita de lazo que eran inseparables de su persona. Ahora, con ese overol de cargador, esa camisa con remiendos, esas zapatillas atadas, parecía una caricatura de la caricatura que era doce años atrás.

—Le aseguro que no es como piensa, señor director —se defendía, con gran convicción—. Le he demostrado que a pie llego más rápido a cualquier parte que en esas pestilentes carcochas. No es por roñosería que yo camino, sino para cumplir mis deberes con más diligencia. Y muchas veces corro, señor director.

También en eso seguía siendo el de antes: en su carencia absoluta de humor. Hablaba sin la más ligera sombra de picardía, chispa, e, incluso, emoción, de manera automática, despersonalizada, aunque las cosas que ahora decía hubieran sido entonces impensables en su boca.

—Déjese de estupideces y de manías, estoy viejo para que me tomen el pelo. —El doctor Rebagliati se volvió a nosotros, poniéndonos de testigos—. ¿Han oído una idiotez igual? ¿Que uno puede recorrer las Comisarías de Lima más rápido a pie que en ómnibus? Y este señor quiere que yo me trague semejante caca. —Se volvió otra vez al escriba boliviano, quien no le había quitado la vista de encima, sin echarnos siquiera una mirada de soslayo:— No tengo que recordarle, porque me imagino que usted se acuerda de ello cada vez que se pone frente a un plato de comida, que aquí se le hace un gran favor dándole trabajo, cuando estamos en tan mala situación que deberíamos suprimir redactores, ya no digo dateros. Por lo menos, entonces, agradezca, y cumpla con sus obligaciones.

En eso entró Pascual, diciendo desde el biombo: "Todo listo, el número entró en prensa", y disculpándose por habernos hecho esperar. Yo me acerqué a Pedro Camacho, cuando éste se disponía a salir:

—Cómo está, Pedro —le dije, estirándole la mano—. ¿No se acuerda de mí?

Me miró de arriba abajo, entrecerrando los ojos y adelantando la cara, sorprendido, como si me viera por primera vez en la vida. Por fin, me dio la mano, en un saludo seco y ceremonioso, a la vez que, haciendo su venia característica, decía:

—Tanto gusto. Pedro Camacho, un amigo.

—Pero, no puede ser —dije, sintiendo una gran confusión—. ¿Me he vuelto tan viejo?

—Déjate de jugar al amnésico —Pascual le dio una palmada que lo hizo trastabillar—. ¿No te acuerdas tampoco que te pasabas la vida gorreándole cafecitos en el Bransa?

—Más bien yerbaluisas con menta —bromeé, escrutando, en busca de un signo, la carita atenta y al mismo tiempo indiferente de Pedro Camacho. Asintió (vi su cráneo casi pelado), esbozando una brevísima sonrisa de circunstancias, que puso sus dientes al aire:

—Muy recomendable para el estómago, buen digestivo, y, además, quema la grasa —dijo.

Y rápidamente, como haciendo una concesión para librarse de nosotros:— Sí, es posible, no lo niego. Pudimos conocernos, seguramente. —Y repitió:— Tanto gusto.

El Gran Pablito también se había acercado y le pasó un brazo por el hombro, en un gesto paternal y burlón. Mientras lo remecía medio afectuosa medio despectivamente, se dirigió a mí:

—Es que aquí Pedrito no quiere acordarse de cuando era un personaje, ahora que es la última rueda del coche. —Pascual se rió, el Gran Pablito se rió, yo simulé que reía y el propio Pedro Camacho hizo un conato de sonrisa—. Si hasta nos viene con el cuento de que no se acuerda ni de Pascual ni de mí. —Le pasó la mano por el poco pelo, como a un perrito—. Estamos yendo a almorzar, para recordar esos tiempos en que eras rey. Te armaste, Pedrito, hoy comerás caliente. ¡Estás invitado!

—Cuánto les agradezco, colegas —dijo él, al instante, haciendo su venia ritual—. Pero no me es posible acompañarlos. Me espera mi esposa. Se inquietaría si no llego a almorzar.

—Te tiene dominado, eres su esclavo, qué vergüenza —lo remeció el Gran Pablito.

—¿Se casó usted? —dije, pasmado, pues no concebía que Pedro Camacho tuviera un hogar, una esposa, hijos...—. Vaya, felicitaciones, yo lo creía un solterón empedernido.

—Hemos festejado nuestras bodas de plata —me repuso, con su tono preciso y aséptico—. Una gran esposa, señor. Abnegada y buena como nadie. Estuvimos separados, por circunstancias de la vida, pero, cuando necesité ayuda, ella volvió para darme su apoyo. Una gran esposa, como le digo. Es artista, una artista extranjera. —Vi que el Gran Pablito, Pascual y el doctor Rebagliati cambiaban una mirada burlona, pero Pedro Camacho no se dio por aludido. Luego de una pausa, añadió: Bien, que se diviertan, colegas, estaré con ustedes en el pensamiento.

—Cuidadito con fallarme otra vez, porque sería la última —le advirtió el doctor Rebagliati, cuando el escriba desaparecía tras del biombo.

No se habían apagado las pisadas de Pedro Camacho —debía de estar llegando a la puerta de calle— y Pascual, el Gran Pablito y el doctor Rebagliati estallaron en carcajadas, a la vez que se guiñaban el ojo, ponían expresiones pícaras y señalaban el lugar por donde había partido.

—No es tan cojudo como parece, se hace el cojudo para disimular la cornamenta —dijo el doctor Rebagliati, ahora exultante—. Cada vez que habla de su mujer siento unas ganas terribles de decirle déjate de llamar artista a lo que en buen peruano se llama estriptisera de tres por medio.

—Nadie se imagina el monstruo que es —me dijo Pascual, poniendo una cara de niño que ve al cuco—. Una argentina viejísima, gordota, con los pelos oxigenados y pintarrajeada. Canta tangos medio calata, en el Mezannine, esa boite para mendigos.

—Cállense, no sean malagradecidos, que los dos se la han tirado —dijo el doctor Rebagliati—. Yo también, para el caso.

—Qué cantante ni cantante, es una puta —exclamó el Gran Pablito, con los ojos como brasas—. Me consta. Yo fui a verla al Mezannine y después del show se me arrimó y vino con que me lo chupaba por veinte libras. No, pues, viejita, si tú ya no tienes dientes y a mí lo que me gusta es que me lo muerdan suavecito. Ni gratis, ni aunque me pagues. Porque le juro que no tiene dientes, don Mario.

—Ya habían estado casados —me dijo Pascual, mientras se desarremangaba la camisa y se ponía el saco y la corbata—. Allá, en Bolivia, antes de que Pedrito viniera a Lima. Parece que ella lo dejó, para irse a putear por ahí. Se juntaron de nuevo cuando lo del manicomio. Por eso se pasa la vida diciendo que es una señora tan abnegada. Porque se juntó otra vez con él cuando estaba loco.

—Le tiene ese agradecimiento de perro porque gracias a ella come —lo rectificó el doctor Rebagliati—. ¿O tú crees que pueden vivir con lo que gana Camacho trayendo datos policiales? Comen de la putona, si no él ya estaría tuberculoso.

—La verdad es que Pedrito no necesita mucho para comer —dijo Pascual. Y me explicó:— Viven en un callejón del Santo Cristo. Qué bajo ha caído ¿no? Aquí el doctorcito no quiere creerme que era un personaje cuando escribía radioteatros, que le pedían autógrafos.

Salimos de la habitación. En el garaje contiguo habían desaparecido la chica de los recibos, los redactores y el muchachito de los paquetes. Habían apagado la luz y el amontonamiento y el desorden tenían ahora cierto aire espectral. En la calle, el doctor Rebagliati cerró la puerta y le echó llave. Empezamos a caminar hacia la avenida Arica en busca de un taxi, los cuatro en una fila. Por decir algo, pregunté por qué Pedro Camacho era sólo datero, por qué no redactor.

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