La tía Olga y el tío Lucho fueron al aeropuerto con nosotros. La noche anterior yo me quedé en su casa. No dormimos, no hicimos el amor. Después de la comida, mis tíos se retiraron y yo, sentado en la punta de la cama, vi a la tía Julia hacer cuidadosamente su maleta. Luego, fuimos a sentarnos a la sala, que estaba a oscuras. Estuvimos allí tres o cuatro horas, con las manos entrelazadas, muy juntos en el sillón, hablando en voz baja para no despertar a los parientes. A ratos nos abrazábamos, juntábamos nuestras caras y nos besábamos, pero la mayor parte del tiempo la pasamos fumando y conversando. Hablamos de lo que haríamos cuando volviéramos a reunirnos, cómo ella me ayudaría en mi trabajo y cómo, de una manera u otra, tarde o temprano, llegaríamos un día a París a vivir en esa buhardilla donde yo me volvería, por fin, un escritor. Le conté la historia de su compatriota Pedro Camacho, que estaba ahora en una clínica, rodeado de locos, volviéndose loco él mismo sin duda, y planeamos escribirnos todos los días, largas cartas donde nos contaríamos prolijamente todo lo que hiciéramos, pensáramos y sintiéramos. Le prometí que cuando volviera yo habría arreglado las cosas y que estaría ganando lo suficiente para no morirnos de hambre. Cuando sonó el despertador, a las cinco, era todavía noche cerrada, y al llegar al aeropuerto de Limatambo, una hora después, apenas comenzaba a clarear. La tía Julia se había puesto el traje azul que a mí me gustaba y se la veía guapa. Estuvo muy serena cuando nos despedimos, pero sentí que temblaba en mis brazos, y en cambio, a mí, cuando la vi subir al avión, desde la terraza, en la principiante mañana, se me hizo un nudo en la garganta y se me saltaron las lágrimas.
Su exilio chileno duró un mes y catorce días. Fueron, para mí, seis semanas decisivas, en las que (gracias a gestiones con amigos, conocidos, condiscípulos, profesores, a los que busqué, rogué, fastidié, enloquecí para que me echaran una mano) conseguí acumular siete trabajos, incluido, por supuesto, el que ya tenía en Panamericana. El primero fue un empleo en la Biblioteca del Club Nacional, que estaba al lado de la Radio; mi obligación era ir dos horas diarias, entre los boletines de la mañana, a registrar los nuevos libros y revistas y hacer un catálogo de las viejas existencias. Un profesor de historia, de San Marcos, en cuyo curso había tenido notas sobresalientes, me contrató como ayudante suyo, en las tardes, de tres a cinco, en su casa de Miraflores, donde fichaba diversos temas en los cronistas, para un proyecto de una Historia del Perú en el que a él le correspondían los volúmenes de Conquista y Emancipación. El más pintoresco de los nuevos trabajos era un contrato con la Beneficencia Pública de Lima. En el Cementerio Presbítero Maestro existían una serie de cuarteles, de la época colonial, cuyos registros se habían extraviado. Mi misión consistía en desentrañar lo que decían las lápidas de esas tumbas y hacer listas con los nombres y fechas Era algo que podía llevar a cabo a la hora que quisiera y por el que me pagaban a destajo: un sol por muerto. Lo hacía en las tardes, entre el boletín de las seis y El Panamericano, y Javier, que a esas horas estaba libre, solía acompañarme. Como era invierno y oscurecía temprano, el director del Cementerio, un gordo que decía haber asistido en persona, en el Congreso, a la toma de posesión de ocho presidentes del Perú, nos prestaba unas linternas y una escalerita para poder leer los nichos altos. A veces, jugando a que oíamos voces, quejidos, cadenas, y a que veíamos formas blancuzcas entre las tumbas, conseguíamos asustarnos de verdad. Además de ir dos o tres veces por semana al Cementerio, dedicaba a este quehacer todas las mañanas del domingo. Los otros trabajos eran más o menos (más menos que más) literarios. Para el Suplemento Dominical de "El Comercio" hacía cada semana una entrevista a un poeta, novelista o ensayista, en una columna titulada "El hombre y su obra". En la revista "Cultura Peruana" escribía un artículo mensual, para una sección que inventé: "Hombres, libros e ideas", y, finalmente, otro profesor amigo me encomendó redactar para los postulantes a la Universidad Católica (pese a ser yo alumno de la rival, San Marcos) un texto de Educación Cívica; cada lunes tenía que entregarle desarrollado alguno de los asuntos del programa de ingreso (que eran muy diversos, un abanico que cubría desde los símbolos de la Patria hasta la polémica entre indigenistas e hispanistas, pasando por las flores y animales aborígenes).
Con estos trabajos (que me hacían sentir, un poco, émulo de Pedro Camacho) logré triplicar mis ingresos y redondear lo suficiente para que dos personas pudieran vivir. En todos ellos pedí adelantos y así desempeñé mi máquina de escribir, indispensable para las tareas periodísticas (aunque muchos artículos los hacía en Panamericana), y de este modo, también, la prima Nancy compró algunas cosas para acicalar el departamentito alquilado que la dueña me entregó, en efecto, a los quince días. Fue una felicidad la mañana en que tomé posesión de esos dos cuartitos, con su baño diminuto. Seguí durmiendo en casa de los abuelos, porque decidí estrenarlo el día que llegara la tía Julia, pero iba allí casi todas las noches, a redactar artículos y a confeccionar listas de muertos. Aunque no paraba de hacer cosas, de entrar y salir de un sitio a otro, no me sentía cansado ni deprimido, sino, por el contrario, muy entusiasta, y creo que incluso seguía leyendo como antes (aunque sólo en los innumerables ómnibus y colectivos que tomaba diariamente).
Fiel a lo prometido, las cartas de la tía Julia llegaban a diario y la abuelita me las entregaba con una luz traviesa en los ojos, murmurando: "¿de quién será esta cartita, de quién será?". Yo también le escribía seguido, era lo último que hacía cada noche, a veces marcado de sueño, dándole cuenta de los trajines de la jornada. En los días que siguieron a su partida fui encontrándome, donde los abuelos, donde los tíos Lucho y Olga, en la calle, a mis numerosos parientes y descubriendo sus reacciones. Eran diversas y algunas inesperadas. El tío Pedro tuvo la más severa: me dejó con el saludo colgado y me volvió la espalda después de mirarme glacialmente.
La tía Jesús derramó unos lagrimones y me abrazó, susurrando con voz dramática: "¡Pobre criatura!". Otras tías y tíos optaron por actuar como si nada hubiera ocurrido; eran cariñosos conmigo, pero no mencionaban a la tía Julia ni se daban por enterados del matrimonio. A mi padre no lo había visto, pero sabía que, una vez satisfecha su exigencia de que la tía Julia saliera del país, se había aplacado algo. Mis padres estaban alojados donde unos tíos paternos, a los que yo no visitaba nunca, pero mi madre venía todos los días a casa de los abuelos y allí nos veíamos. Adoptaba conmigo una actitud ambivalente, afectuosa, maternal, pero cada vez que asomaba, directa o indirectamente, el tema tabú, palidecía, se le salían las lágrimas y aseguraba: "No lo aceptaré jamás". Cuando le propuse que viniera a conocer el departamentito se ofendió como si la hubiera insultado, y siempre se refería al hecho de que yo hubiera vendido mi ropa y mis libros como a una tragedia griega. Yo la hacía callar, diciéndole: "Mamacita, no empieces otra vez con tus radioteatros". Ni ella mencionaba a mi padre, ni yo preguntaba por él, pero, por otros parientes que lo veían llegué a saber que su cólera había cedido el paso a una desesperanza respecto a mi destino, y que solía decir: "Tendrá que obedecerme hasta que cumpla veintiún años; luego puede perderse".
Pese a mis múltiples quehaceres, en esas semanas escribí un nuevo cuento. Se llamaba "La Beata y el Padre Nicolás". Estaba situado en Grocio Prado, por supuesto, y era anticlerical: la historia de un curita vivaraz, que, advirtiendo la devoción popular por Melchorita, decidía industrializarla en su provecho, y, con la frialdad y ambición de un buen empresario, planeaba un negocio múltiple, que consistía en fabricar y vender estampitas, escapularios, detentes y toda clase de reliquias de la Beatita, cobrar entradas a los sitios donde vivió, y organizar colectas y rifas para construirle una capilla y costear comisiones que fueran a activar su canonización a Roma. Escribí dos epílogos distintos, como una noticia de periódico: en uno, los habitantes de Grocio Prado descubrían los negocios del Padre Nicolás y lo linchaban y en el otro el curita llegaba a ser arzobispo de Lima. (Decidí que elegiría uno u otro final después de leerle el cuento a la tía Julia.) Lo escribí en la Biblioteca del Club Nacional, donde mi trabajo de catalogador de novedades era algo simbólico.
Los radioteatros que rescaté del almacén de Radio Central (labor que me significó doscientos soles extras) fueron comprimidos para un mes de audiciones, el tiempo que tardaron en llegar los libretos de la CMQ. Pero ni aquéllos ni éstos, como había previsto el empresario progresista, pudieron conservar la audiencia gigantesca conquistada por Pedro Camacho. La sintonía decayó y las tarifas publicitarias tuvieron que ser rebajadas para no perder anunciantes. Pero el asunto no resultó demasiado terrible para los Genaros, quienes, siempre inventivos y dinámicos, encontraron una nueva mina de oro con un programa llamado Responda Por Sesenta y Cuatro Mil Soles. Se propalaba desde el cine Le Paris, y en él, candidatos eruditos en materias diversas (automóviles, Sófocles, fútbol, los Incas) respondían preguntas por cantidades que podían llegar hasta esa suma. A través de Genaro-hijo, con quien (ahora muy de vez en cuando) tomaba cafecitos en el Bransa de La Colmena, seguía los pasos de Pedro Camacho. Estuvo cerca de un mes en la clínica privada del Dr. Delgado, pero como resultaba muy cara, los Genaros consiguieron hacerlo transferir al Larco Herrera, el manicomio de la Beneficencia Pública, donde, al parecer, lo tenían muy bien considerado. Un domingo, después de catalogar tumbas en el Cementerio Presbítero Maestro, fui en ómnibus hasta la puerta del Larco Herrera con la intención de visitarlo. Le llevaba de regalo unas bolsitas de yerbaluisa y de menta para preparar infusiones. Pero en el mismo momento que, entre otras visitas, iba a cruzar el portón carcelario, decidí no hacerlo. La idea de volver a ver al escriba, en este lugar amurallado y promiscuo —en el primer año de Universidad habíamos hecho allí unas prácticas de psicología—, convertido en uno más de esa muchedumbre de locos, me produjo preventivamente gran angustia. Di media vuelta y regresé a Miraflores.
Ese lunes dije a mi mamá que quería entrevistarme con mi padre. Me aconsejó que fuera prudente, no decir nada que lo violentara, no exponerme a que me hiciera daño, y me dio el teléfono de la casa donde estaba alojado. Mi padre me hizo saber que me recibiría a la mañana siguiente, a las once, en la que había sido su oficina antes de viajar a Estados Unidos. Estaba en el jirón Carabaya, al fondo de un pasillo de losetas a ambos lados del cual había departamentos y oficinas. En la Compañía Import/Export —reconocí algunos empleados que habían trabajado ya con él— me hicieron pasar a la Gerencia. Mi padre estaba solo, sentado en su antiguo escritorio. Vestía un terno crema, una corbata verde con motas blancas; lo noté más delgado que hacía un año y algo pálido.—Buenos días, papá —dije, desde la puerta, haciendo un gran esfuerzo para que mi voz sonara firme.
—Dime lo que tienes que decir —dijo él, de manera más neutra que colérica, señalando un asiento.
Me senté en el borde y tomé aire, como un atleta que se dispone a iniciar una prueba.
—He venido a contarte lo que estoy haciendo, lo que voy a hacer —tartamudeé.
Él permaneció callado, esperando que continuara. Entonces, hablando muy despacio para parecer sereno, espiando sus reacciones, le detallé cuidadosamente los trabajos que había conseguido, lo que ganaba en cada uno, cómo había distribuido mi tiempo para cumplir con todos y, además, hacer los deberes y dar los exámenes de la Universidad. No mentí, pero presenté todo bajo la luz más favorable: tenía mi vida organizada de manera inteligente y seria y estaba ansioso por terminar mi carrera. Cuando me callé, mi padre permaneció también mudo, en espera de la conclusión. Así que, tragando saliva, tuve que decírsela:
—Ya ves que puedo ganarme la vida, mantenerme y seguir los estudios—. Y luego, sintiendo que la voz se me adelgazaba tanto que apenas se oía:— Te he venido a pedir permiso para llamar a Julia. Nos hemos casado y no puede seguir viviendo sola.
Pestañeó, palideció todavía más y, por un instante, pensé que iba a tener uno de esos ataques de rabia que habían sido la pesadilla de mi infancia. Pero se limitó a decirme, secamente:
—Como sabes, ese matrimonio no vale. Tú, menor de edad, no puedes casarte sin autorización. De modo que si te has casado, sólo has podido hacerlo falsificando la autorización o tus partidas. En ambos casos, el matrimonio se puede anular fácilmente.
Me explicó que la falsificación de un documento público era algo grave, penado por la ley. Si alguien tenía que pagar los platos rotos por eso, no sería yo, el menor, a quien los jueces supondrían el inducido, sino la mayor de edad, a quien lógicamente se consideraría la inductora. Después de esa exposición legal, que profirió en tono helado, habló largamente, dejando transparentar, poco a poco, algo de emoción. Yo creía que él me odiaba, cuando la verdad era que siempre había querido mi bien, si se había mostrado alguna vez severo había sido a fin de corregir mis defectos y prepararme para el futuro. Mi rebeldía y mi espíritu de contradicción serían mi ruina. Ese matrimonio había sido ponerme una soga en el cuello. Él se había opuesto pensando en mi bien y no, como creía yo, por hacerme daño, porque ¿qué padre no quería a su hijo? Por lo demás, comprendía que me hubiera enamorado, eso no estaba mal, después de todo era un acto de hombría, más terrible hubiera sido, por ejemplo, que me hubiera dado por ser maricón. Pero casarme a los dieciocho años, siendo un mocoso, un estudiante, con una mujer hecha y derecha y divorciada era una insensatez incalculable, algo cuyas verdaderas consecuencias sólo comprendería más tarde, cuando, por culpa de ese matrimonio, fuera un amargado, un pobre diablo en la vida. Él no deseaba para mí nada de eso, sólo lo mejor y lo más grande. En fin, que tratase por lo menos de no abandonar los estudios, pues lo lamentaría siempre. Se puso de pie y yo también me puse de pie. Siguió un silencio incómodo, puntuado por el tableteo de las máquinas de escribir del otro cuarto. Balbuceé que le prometía terminar la Universidad y él asintió. Para despedirnos, después de un segundo de vacilación, nos abrazamos.
De su oficina, fui al Correo Central y envié un telegrama: "Amnistiada. Mandaré pasaje brevedad posible. Besos". Me pasé esa tarde, donde el historiador, en la azotea de Panamericana, en el Cementerio, devorándome los sesos para imaginar cómo reunir el dinero. Esa noche hice una lista de personas a las que pediría prestado y cuánto a cada una. Pero al día siguiente trajeron donde los abuelitos un telegrama de respuesta: "Llego mañana vuelo LAN. Besos". Después supe que había comprado el pasaje vendiendo sus anillos, aretes, prendedores, pulseras y casi toda su ropa. De modo que cuando la recibí en el aeropuerto de Limatambo, la tarde del jueves, era una mujer pobrísima.